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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (120 page)

La casita de ladrillo que Ashley alquiló para su familia estaba situada en Ivy Street, y quedaba justamente a espaldas de la de tía Pitty. Los jardines de una y otra se tocaban y no estaban separados más que por un seto de arbustos. Melanie la había escogido por esta razón sobre todo. La mañana de su vuelta a Atlanta declaró, tiendo, llorando y cubriendo de besos a Scarlett y a tía Pittypat, que había estado tanto tiempo separada de ellas que le parecía que ya nunca volvería a estar bastante a su lado.

La casa había tenido en su origen dos pisos, pero el segundo i había sido destruido por los obuses durante d asedio, y el propietario, a su regreso después de la rendición, no había tenido bastante dinero para reconstruirlo. Se había contentado con recubrir el primer piso con un techo plano que confería al edificio el aspecto absurdo y desproporcionado de una casa de muñecas hecha con cajas de zapatos. La casa misma, edificada sobre un amplio sótano, se encontraba muy por encima del nivel del suelo y la demasiado larga Escalera por la que se subía le proporcionaba un aspecto algo grotesco. Sin embargo, todas esas imperfecciones se compensaban en ¡parte gracias a dos viejos robles que le daban sombra y a un magnolio de hojas polvorientas, todas sembradas de flores blancas, que se elevaba junto a la escalera. Un trébol verde y tupido cubría el amplio césped bordeado por un seto de arbustos y de madreselvas de perfume exquisito. Aquí y allá florecía un rosal mutilado, y los mirtos, losados y blancos, crecían a su arbitrio, como si los caballos yanquis no hubieran ramoneado en ellos durante la guerra.

Scarlett pensaba que en su vida había visto una casa más horrorosa, pero para Melanie los Doce Robles en todo su esplendor no habrían sido más bellos. Era su casa y su hogar, y ella, su marido y ¡su hijo vivían juntos, al fin, bajo su propio techo. India Wilkes regresó de Macón, en donde vivía desde 1864 con su hermana Honey, y se instaló en casa de su hermano, no obstante la falta de sitio. Sin embargo, Ashley y Melanie la acogieron alegremente. Los tiempos habían cambiado, no sobraba el dinero, pero nada había modificado las costumbres familiares del Sur, donde se recibía siempre de corazón a los parientes pobres y a las hermanas solteras.

Honey se había casado y, a lo que decía India, su matrimonio había sido desventajoso, ya que lo había contraído con un rústico del Misisipí, establecido en Macón desde la rendición.

Tenía un rostro coloradote, hablaba en voz muy alta y sus maneras joviales no tenían nada de distinguidas. India no aprobaba este matrimonio y sufría viviendo con su cuñado, así que la había encantado la nueva de que Ashley había puesto casa y la idea de poder sustraerse, no solamente a una convivencia que la disgustaba, sino también al espectáculo de una hermana tan puerilmente dichosa con un hombre de tan baja condición.

El resto de la familia estimaba en secreto que Honey, a pesar de su ligereza de cascos, no se las había arreglado tan mal, y se extrañaba de ver que había sido
capaz
de pescar marido. La verdad es que éste era un hombre bien educado y que vivía con desahogo. Lo que ocurría es que, para India, nacida en Georgia y educada en las tradiciones de Virginia, todo aquel que no era del Este tenía aspecto de rústico y de salvaje. El marido de Honey debió quedar sin duda encantado con la marcha de su cuñada, que no era un huésped fácil de contentar.

Desde ahora, India quedaba irremisiblemente destinada a la soltería. Tenía veinticinco años y los representaba tan bien que podía renunciar a toda coquetería. Con sus ojos claros y sus labios prietos, tenía una expresión digna y orgullosa, que, cosa pintoresca, le sentaba mejor que su aire meloso del tiempo en que vivía en Doce Robles. Todo el mundo la consideraba casi como a una viuda. Se sabía que Stuart Tarleton se habría casado con ella si no lo hubieran matado en Gettysburg y le testimoniaban el respeto debido a una mujer que había sido la prometida de un hombre.

Las seis habitaciones de la casita de Ivy Street no tardaron en ser amuebladas someramente por el almacén de Frank. Como Ashley no tenía un céntimo y se veía obligado a comprar a crédito, había escogido los muebles menos caros, y aun así se había limitado a lo estrictamente indispensable. Frank estaba desolado, pues adoraba a Ashley, y lo mismo le pasaba a Scarlett. Tanto ella como su marido les hubieran regalado de la mejor gana los muebles más bellos de caoba y palisandro que se guardaban en el almacén, pero los Wilkes se habían negado rotundamente. La fealdad y la desnudez de su hogar daban pena de ver y Scarlett se estremecía pensando que Ashley vivía sin alfombras ni cortinas. Él no parecía, sin embargo, echar de menos estos detalles y Melanie era tan feliz teniendo un hogar propio, que estaba orgullosa de él. Scarlett se habría muerto de vergüenza si hubiera tenido que recibir
a
alguien en una casa sin colgaduras, tapices ni cojines, sin un respetable número de sillas y de juegos de té y vajillas. Pero Melanie no hacía menos los honores de la suya que si hubiera poseído cortinas de peluche y sofás de brocado.

Pero, a pesar de su aparente dicha, Melanie no se sentía bien. El nacimiento de Beau había arruinado su salud y los penosos trabajos a los que se había sometido en Tara habían acabado de debilitarla. Estaba tan delgada que sus huesos parecía que iban a asomar a través de la piel blanca. Viéndola de lejos, jugando con su niño en el jardín, se la hubiera tomado fácilmente por una chiquilla, tan liso era su pecho y tan poco acusadas sus formas. E igual que el cuerpo, su rostro era demasiado delgado y demasiado pálido, y sus cejas, arqueadas y delicadas como antenas de mariposa, dibujaban una línea oscura sobre su piel descolorida. Sus ojos, demasiado grandes para ser bonitos, estaban rodeados de unas ojeras profundas, que aún los hacían parecer más grandes; pero su expresión no había cambiado desde la época feliz de su juventud. La guerra, los continuos sufrimientos, las tareas agotadoras, no habían podido alterar su dulce serenidad. Su mirada era la de una mujer feliz, de una mujer que sabe resistir los huracanes de la vida sin que su placidez innata se altere.

«¿Cómo se las compone para conservar esa mirada?», se preguntaba Scarlett con envidia. Sabía que sus propios ojos semejábanse muchas veces a los de un gato hambriento. ¿Qué era lo que Rhett le había contado un día, a propósito de los ojos de Melanie?... Una necia comparación con unas bujías... ¡Ah, sí, los había comparado a dos buenas acciones en un mundo perverso! Sí, los ojos de Melanie lucían como dos bujías protegidas del viento, como dos dulces y discretas llamas, encendidas por la felicidad de tener un hogar y de haber vuelto a encontrar a sus amigos.

Su casita nunca estaba vacía. Todo el mundo había querido siempre con locura a Melanie, desde que era niña, y la gente acudía continuamente a darle la bienvenida. Cada cual le traía un regalo: d uno, dos o tres cucharas de plata; el otro, un cuadro, una funda de almohada, un mantel, una alfombra, pequeños objetos librados de los saqueos de Sherman y preciosamente conservados.

Ancianos que habían hecho la campaña de Méjico con su padre venían a visitarla y llevaban con ellos a sus amigos, para presentarles a «la encantadora hija del coronel Hamilton». Las viejas relaciones de su madre se pasaban la vida haciéndole compañía, pues Melanie siempre había testimoniado un gran respeto a las señoras de edad. Y éstas se lo agradecían más que nunca, ahora que la juventud parecía haberse olvidado de las buenas costumbres de antaño. Las mujeres de su edad, casadas o viudas, la querían porque había compartido sus sufrimientos sin perder su buen carácter y porque siempre escuchaba a las demás con la mayor atención. Los muchachos y las muchachas también iban a verla a su vez, porque en su casa no se aburría uno nunca y se podía encontrar en todo momento a los amigos a quienes se quería ver.

No tardó en formarse alrededor de Melanie un grupo de personas viejas y jóvenes constituido por la mejor sociedad de la Atlanta de antes de la guerra. Diríase que esta misma sociedad, dispersa y arruinada por la guerra, diezmada por la muerte, desamparada por los disturbios sociales, había encontrado en Melanie un sólido punto de reunión.

Melanie era joven, pero poseía todas las cualidades que esta gente, escapada de la tormenta, apreciaba. Era pobre, pero conservaba su orgullo. Valerosa, no se quejaba jamás. Era alegre, acogedora, amable y, sobre todo, fiel a las antiguas tradiciones. Melanie no se resolvía por nada a cambiar; se negaba incluso a admitir que fuera necesario cambiar en un mundo en plena transformación. Bajo su techo, el pasado parecía renacer. Alrededor de ella, sus amigos recobraban la confianza y encontraban medio de despreciar aún más la frenética manera de vivir de los
carpetbaggers
y los republicanos Henrycidos en la guerra.

Cuando miraban su rostro juvenil y leían en él su inquebrantable apego al pasado, acertaban a olvidarse un momento de los que traicionaban a su clase, causándoles a la vez tanta rabia, tanta inquietud y tanto disgusto. Y había un gran número de traidores. Hombres de buena familia, reducidos a la miseria, se habían pasado al enemigo, se habían hecho republicanos y habían aceptado puestos de los vencedores, para que sus hijos no se vieran obligados a mendigar. Ex soldados aún jóvenes no habían tenido el valor de esperar, para volver a ser ricos. Esos jóvenes seguían el ejemplo de Rhett Butler y marchaban de la mano de los
carpetbaggers,
haciendo dinero por los métodos más desagradables.

Las traiciones más penosas venían de algunas muchachas procedentes de las mejores familias de Atlanta. Estas muchachas, niñas todavía durante la guerra, apenas si conservaban ningún recuerdo de los años de prueba, y sobre todo no estaban animadas del mismo odio que los mayores. No habían perdido ni a sus maridos ni a sus novios. Recordaban mal los esplendores del pasado... ¡y los oficiales yanquis eran tan apuestos mozos bajo sus brillantes uniformes...! ¡Daban bailes tan agradables, tenían caballos tan bonitos y, la verdad, estaban tan interesados por las muchachas del Sur! Las trataban como a reinas y ponían un cuidado exquisito en no herir su orgullo. Después de todo..., ¿por qué no alternar con ellos?

Eran bastante más seductores que los jóvenes de la ciudad, que iban mal vestidos, que estaban siempre serios y que trabajaban tanto que no les quedaba tiempo para entretenerse... Todos estos razonamientos se habían traducido en un cierto número de raptos que habían sumido a las familias de Atlanta en la aflicción. Podía verse a hermanos que no saludaban a sus hermanas al cruzarse en la calle con ellas, madres y padres que no pronunciaban nunca el nombre de sus hijas. El recuerdo de tales tragedias ensombrecía a aquellos cuya divisa era: «Nada de rendición»; pero, ante Melanie, tan serena, tan dulce, se olvidaban de sus inquietudes. Las mismas ancianas opinaban que el ejemplo de Melanie era el mejor que podía darse a las jóvenes de la ciudad. Y, como no alardeaba de sus virtudes, las muchachas no le guardaban rencor.

Melanie no había sospechado nunca que estuviera a punto de convertirse en cabeza o cosa así de una nueva sociedad. Le parecía simplemente que eran muy amables viniendo a verla, rogándole que entrara a formar parte de los círculos de costura o que prestara su concurso a veladas recreativas o musicales. A pesar del desdén de las otras ciudades por la incultura de Atlanta, allí siempre habían «nado la música, la buena música, y, a medida que los tiempos se hacían más duros, más inciertos, crecía la predilección por este arte. Era más fácil olvidar las insolencias de los negros y los uniformes azules escuchando música.

Melanie se sintió confusa al verse al frente del nuevo Círculo musical, que daba veladas cada sábado. Atribuía esta deferencia al hecho de que era capaz de acompañar a cualquiera al piano, incluso à las señoritas Mac Lure, que desafinaban horriblemente, pero que continuaban empeñadas en seguir cantando dúos.

La verdad es que Melanie había conseguido, con mucha diplomacia, fundir en un solo Club la Sociedad de las Damas Arpistas, la Coral Masculina, la Agrupación de Mandolinistas y la Sociedad de Guitarristas, de tal modo que, de ahora en adelante, habría en Atlanta conciertos dignos de este nombre. La interpretación de «La Bohemia» por los artistas del Círculo fue considerada por numerosas personas entendidas como muy superior a cualquier audición de Nueva York o Nueva Orleáns.

Fue luego de haber obtenido la adhesión de las damas arpistas cuando la señora Merriwether dijo a la señora Meade y a la señora Whiting que había que dar la presidencia del Círculo a Melanie. La señora Merriwether declaró que, si Melanie había sido capaz de entenderse con las damas arpistas, podría ya entenderse con cualquiera. Esta excelente señora tocaba el órgano en la iglesia metodista y, en su calidad de organista, sentía un respeto bastante pobre por
l
el arpa y las arpistas.

También habían nombrado a Melanie secretaria de la Asociación para Embellecimiento de las Tumbas de los Gloriosos Muertos y del Círculo de Costura para las viudas y los huérfanos de la Confederación.

Este nuevo honor recayó sobre ella después de una agitada reunión de estas dos sociedades, reunión que estuvo a punto de terminar en un pugilato y con la ruptura de viejas y sólidas amistades. Se había planteado la cuestión de saber si había o no que quitar las malas hierbas de las tumbas de los soldados de la Unión que eran vecinas de las de los soldados confederados. El aspecto de las sepulturas yanquis abandonadas contrarrestaba los esfuerzos de las señoras para embellecer el cementerio en que estaban las de sus propios muertos. En seguida, las pasiones que anidaban en sus corazones se desencadenaron y los miembros de las dos sociedades entraron en pugna y se echaron fulminantes miradas. El Círculo de Costura se pronunciaba porque sí se quitaran y los señores del Círculo de Embellecimiento se oponían violentamente. La señora Meade expresó la opinión de este último grupo, diciendo:

—¡Quitar las malas hierbas de las tumbas de los yanquis! ¡Lo que yo haría es desenterrarlos y echarlos al muladar!

Oyendo estas violentas palabras, los miembros de las dos asociaciones se levantaron y cada señora se puso a decir lo que le vino en gana, sin escuchar a su vecina. La reunión tenía lugar en el salón de la señora Merriwether, y el abuelo Merriwether, al que habían relegado a la cocina, contó luego que el escándalo era tan fuerte que había creído encontrarse al comienzo de la batalla de Franklin. Y hasta añadió que había corrido menos peligro en Franklin que si hubiera asistido a la reunión de esas señoras.

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