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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (115 page)

—¡Ciento cincuenta mil dólares! —exclamó Scarlett, sintiendo que se atenuaba su repulsión por el juramento.

¡Era una suma respetable! Y para tener posibilidades de lograrla bastaba con prestar un juramento de adhesión a los gobernantes de los Estados Unidos y poner su nombre al pie de una simple fórmula, declarando que el firmante no había ayudado ni sostenido nunca a los enemigos de la Unión. ¡Tanto dinero, por una mentira tan tonta! En verdad, ya no podía, a pesar de todo, censurar a Suellen. ¡Gran Dios! ¿Por qué hablaba entonces Alex de imponerle un correctivo? ¿Por qué todas las personas del Condado se oponían? ¿Estaban locos? ¡Qué no podría ella hacer con tanto dinero! ¡Qué no podría hacer la gente del Condado! ¡Bah! ¿Qué representaba una mentira más o menos? Después de todo, lo único que había de hacer era sacar a los yanquis dinero contante y sonante, sin reparar en los medios.

—Ayer, hacia mediodía, mientras Ashley y yo estábamos partiendo leña, Suellen hizo subir a su papá a este coche y se fueron a la ciudad, sin decir nada a nadie. La señora Melanie sospechaba vagamente alguna cosa, pero esperaba que Suellen no llevaría las cosas a ese extremo y no quiso alarmarnos. Hoy me he enterado por fin de todo lo ocurrido. Hilton, ese sinvergüenza, está en buenas relaciones con los
scallawags
y los republicanos, y Suellen había convenido en ceder a éstos una parte de lo que cobrara, a condición de que accediesen a certificar que el señor Ó'Hara había sido siempre, en el fondo, un leal partidario de la Unión, que era irlandés de nacimiento, que no había tomado parte en la guerra y qué sé yo qué cosas más... En suma, su papá no tenía más que firmar y su expediente sería enviado, en seguida, a Washington. Cuando llego, le leyeron la fórmula del juramento a toda prisa. Él no dijo palabra y todo fue como la seda hasta que le indicaron que firmara. En ese momento el viejo pareció reaccionar y movió la cabeza negativamente. No creo que supiera exactamente de lo que se trataba, pero se daba perfecta cuenta de que era algo que no le gustaba. Ya sabe usted que Suellen no ha sabido nunca tratar a su padre. Naturalmente, después de todo el trabajo que se había tomado, casi le dio un ataque de nervios. Cogió a su padre por el brazo y salió del despacho. Volvieron a subir al coche y Suellen le contó que su madre le gritaba desde el fondo de la tumba que no dejara sufrir a sus hijos tontamente. Me han dicho que su papá permanecía hundido en su asiento y que lloraba como un niño. Todo el mundo los vio y Alex Fontaine se acercó a preguntar qué les pasaba; pero Suellen le contestó que no se metiera en donde no le llamaban y Alex se alejó echando pestes.

»No sé cómo se le ha ocurrido esto, pero lo cierto es que, en el curso de la tarde, ella adquirió una botella de coñac y le hizo beber. Ya sabe usted, Scarlett, que nosotros no bebemos alcohol en Tara desde hace un año, salvo el escaso vino de moras que hace Ashley, así que el señor O'Hara no estaba ya acostumbrado. Una vez borracho, y después de dos horas de discusión con Suellen, acabó por decir que firmaría todo lo que quisiera. Los yanquis volvieron a presentar el juramento a la firma y, en el momento en que iba a poner la pluma en el papel, Suellen metió la pata. Dijo: "Y ahora supongo que los Slattery y los Mac Intosh no se darán tanta importancia ante nosotros". Como sabrá usted, Scarlett, los Slattery habían pedido una crecida suma por mediación del marido de Emilia Slattery, y ahora lo habían conseguido todo. Me han contado que, al oír eso, su papá se irguió y mirando a Suellen de un modo terrible le dijo: " ¿Es que los Slattery y los Mac Intosh han firmado una cosa como ésta? ". Suellen se quedó petrificada y, en su azoramiento, no dijo ni que sí ni que no. Entonces, su padre gritó con fuerza: "¡Contesta! ¿Es que ese sinvergüenza y ese descamisado han firmado también?". Hilton, queriendo arreglar la cosa, le contestó: "Sí, señor O'Hara, han firmado, percibiendo por ello una cantidad fabulosa, como la percibirá usted".

»Entonces, el señor lanzó un terrible grito de cólera; Alex Fontaine, que estaba dentro del café, en la calle, afirma haberle oído decir, con un acento irlandés más fuerte que nunca: " ¿Creéis acaso que un O'Hara, de Tara, puede comer en el mismo pesebre que ese desvergonzado y ese pelagatos?". Y rompiendo en dos pedazos la hoja se la arrojó a Suellen: "¡No eres hija mía!", aulló y salió del despacho antes de que hubiesen tenido tiempo de decirle nada.

»Alex me ha contado que le vio salir a la calle. Iba como un loco. Me ha dicho que era la primera vez, desde la muerte de su madre, que el señor había recobrado su aspecto y volvía a ser el mismo. Parece ser que iba haciendo eses y lanzando insultos en voz alta. Alex asegura que en su vida ha oído una serie igual de juramentos. El caballo de Alex estaba allí y su padre se subió a él sin más ni más y al instante partió al galope tendido entre una nube de polvo rojo, tan densa que asfixiaba. A la caída de la tarde, Ashley y yo nos sentamos en los peldaños de la escalera para mirar la carretera. Le aseguro que estábamos realmente inquietos. La señora Melanie permanecía tumbada en su cama sollozando, pero no quiso decirnos nada. De repente, oímos el galope de un caballo y alguien que cantaba a grito pelado. Ashley me dijo: "Es curioso, me recuerda al señor O'Hara cuando venía a vernos antes de la guerra".

»Y entonces lo divisamos al otro extremo del prado. Había debido de saltar la barrera. Subía la cuesta a una velocidad infernal y seguía cantando, como un hombre libre de preocupaciones. ¡Qué voz tan extraña tenía! Cantaba: "Pegg se marcha en su carrito". Golpeaba al caballo con el sombrero y el caballo galopaba como un loco. Cuando llegó a lo alto de la pendiente, ni siquiera frenó. Comprendimos que iba a saltar la barrera que está junto a la casa. Nos levantamos de un salto. Estábamos muertos de miedo. Entonces, su padre exclamó con todas sus fuerzas: "¡Mira, Ellen, mira cómo salto! . Pero, por desgracia, el caballo hizo una espantada. Se detuvo en seco y su papá salió despedido por encima de la cabeza. No ha debido sufrir nada. Estaba ya muerto cuando acudimos a levantarlo. Creo que debió romperse la cabeza.»

Will esperó un minuto a que Scarlett hablara; pero como seguía callada, volvió a coger las riendas. «¡Arre, "Sherman"», dijo. Y el caballo emprendió de nuevo la marcha hacia la casa.

40

Scarlett casi no durmió aquella noche. Cuando llegó el alba y el sol comenzó su lenta ascensión sobre los pinos que tapizaban las colinas, al este, saltó de su lecho en desorden, acercó a la ventana un taburete y sentóse. Descansando la cabeza sobre su brazo doblado, contempló la granja, luego el huerto, y por último dirigió la mirada hacia los campos de algodón. Todo estaba fresco y húmedo de rocío, todo estaba silencioso y verde. Viendo el campo sintió que un bálsamo exquisito derramábase en su maltrecho corazón. Aunque su dueño hubiera muerto, Tara, en la madrugada, daba la sensación de una finca cuidada amorosamente, de una tierra en donde reinaba la paz. Las tablas del gallinero, consolidadas con tierra de greda para impedir que entrasen las ratas y las comadrejas, habían sido enjalbegadas y el establo blanqueado también. La huerta, con sus hileras de maíz, de habas, de nabos y de calabazas color amarillo vivo, con su tierra limpia de malas hierbas, estaba cercada por todas partes. Bajo los árboles del jardín crecían solamente margaritas. El sol acariciaba las manzanas y los melocotones medio ocultos por el verde follaje... Más lejos, los algodóneros, colocados en semicírculo, extendíanse inmóviles, bajo la dorada luz del día creciente. Los orgullosos patos y los tímidos polluelos se abalanzaban hacia el campo, seguros de encontrar, bajo la maleza y en la tierra trabajada por el arado, gusanos y caracoles en abundancia.

El corazón de Scarlett se colmó de ternura y de gratitud hacia Will, el autor de todo aquello. A pesar de su culto por Ashley, no podía creer que él hubiera contribuido mucho a crear semejante prosperidad. La resurrección de Tara no era obra de un colono aristocrático, sino de un modesto granjero infatigable y laborioso que amaba la tierra. Evidentemente, Tara era tan sólo una simple granja si se la comparaba con la magnífica plantación de antaño, en que numerosas muías y caballos de raza retozaban por los prados y donde los campos de maíz y de algodón se extendían hasta perderse de vista. Pero todo estaba cuidado maravillosamente y cuando vinieran mejores tiempos podrían empezarse a cultivar de nuevo las porciones de baldío, que serían más fértiles después de aquel largo reposo.

Will no se había limitado a cuidar unos trozos. Entabló una severa lucha contra los dos enemigos de los colonos georgianos, los retoños de los pinos y las zarzamoras. No les había permitido invadir solapadamente el jardín, el prado, los campos de algodón o el césped; no dejó a las zarzas trepar con insolencia al asalto de las galerías, como en tantas otras plantaciones del Estado.

Scarlett se estremeció pensando que Tara había estado a punto de convertirse en un yermo. Will y ella se habían dado buena maña. Habían burlado los propósitos de los yanquis y de los
carpetbaggers
y hasta los de la naturaleza. Y, además, Will le había dicho que para el otoño, cuando hubiera terminado la cosecha del algodón, ya no tendría necesidad de enviarles dinero, a menos, naturalmente, que volviera otro
carpetbagger
a codiciar los bienes de Tara y se las arreglara para sacarles más impuestos. Scarlett sabía que Will sufriría sin su ayuda, pero admiraba y respetaba su espíritu de independencia. Mientras se encontró en la situación de un cualquiera a quien se le remuneraban los servicios, había aceptado dinero, pero ahora que iba a convertirse en su cuñado, que iba a ser una persona de la familia, sólo quería contar con su trabajo. Sí, Will, era un regalo del Cielo.

La víspera, por la tarde, Pork había cavado la tumba junto a la de Ellen y con la azada en la mano permanecía frente al pequeño montón de arcilla roja que iba a volver a echar en su sitio, en seguida. Tras él, inmóvil a la sombra de un cedro de ramaje bajo y nudoso que el ardiente sol de junio llenaba de motas, Scarlett esforzábase en no mirar hacia el hoyo rojizo. Avanzando penosamente por el centro de la avenida que descendía de la casa, Jim Tarleton, el pequeño Hugh Munroe, Alex Fontaine y el más joven de los nietos del viejo Mac ¡ Rae llevaban el féretro de Gerald en una especie de parihuelas. Siguiéndoles, aunque a respetuosa distancia, extendíase en desorden un largo cortejo, compuesto de vecinos y amigos mal trajeados y contritos. Mientras los que sostenían el ataúd cruzaban el jardín inundado de sol. Pork apoyó la frente en el mango de la azada y se echó a llorar. Scarlett observó que sus crespos cabellos, negro azabache aún cuando marchó a Atlanta, se habían vuelto ahora totalmente blancos.

Dio gracias a Dios por haber llorado toda la noche, ya que le permitía ahora conservar los ojos secos y la cabeza firme. El ruido que hacía Suellen, llorando justamente a su espalda, la irritó tanto que tuvo que cerrar los puños para no volverse a abofetear el rostro enrojecido de su hermana. Suellen era la causa directa o indirecta de la muerte de su padre y pudo haber tenido el decoro de mantenerse serena ante una concurrencia hostil. Nadie le había dirigido la palabra aquella mañana, nadie había tenido para ella una mirada de simpatía. Habían abrazado a Scarlett sin vanas demostraciones, le habían estrechado la mano, habían murmurado algunas frases a Carreen y hasta a Pork; pero todo el mundo fingió no advertir la presencia de Suellen.

A los ojos de toda aquella gente, había hecho algo más que asesinar a su padre: intentó hacerle traicionar al Sur y, para aquella comunidad tan intransigente como estrechamente unida, era como si hubiese atacado el honor de cada uno. Había roto el sólido frente que el Condado presentaba al enemigo. Tratando de sonsacar dinero al Gobierno yanqui se había rebajado al rango de los
carpetbaggers y
de los
scallawags,
seres más vergonzosos aún que los soldados yanquis.

Ella, que pertenecía a una antigua familia confederada; ella, la hija de un colono fiel a la Causa, se había pasado al enemigo atrayendo al mismo tiempo el deshonor sobre todas las familias del Condado.

Las personas que seguían el fúnebre cortejo estaban a la vez indignadas y dolidas por el disgusto; tres sobre todo: el viejo Mac Rae, ligado a Gerald desde su llegada al país, la vieja abuela Fontaine, que tanto le quería por ser el marido de Ellen, y la señora Tarleton, que le tenía aún mayor simpatía que el resto de sus vecinos porque, como ella decía frecuentemente, era el único hombre del Condado que sabía distinguir un semental de un caballo castrado.

La vista de aquellos tres rostros agitados, en el salón oscuro donde yacía el cuerpo de Gerald antes del funeral, había causado alguna inquietud a Ashley y a Will, que se habían retirado junto al escritorio de Ellen para ponerse de acuerdo.

—No faltarán quienes hagan reflexiones sobre Suellen —declaró Will bruscamente, cortando con los dientes la pajita que hacía tiempo mordisqueaba—. Se figuran que están en la obligación de dirigirle la palabra. Puede que sí, no soy yo quien debe juzgarlo. En todo caso, tengan o no derecho, nos veremos obligados a tomar la defensa de Suellen, porque somos de la familia y eso estaría muy feo. Al viejo Mac Rae no puede írsele con razones, es sordo como una tapia y no oirá a los que le aconsejarán que se calle. Por otra parte, ya sabe usted que nadie ha podido nunca hacer callar a la abuela Fontaine, cuando se le ha metido en la cabeza soltarle a alguien cuatro frescas. Y, por último, la señora Tarleton, ya habrá usted visto las miradas que ha echado a Suellen. Ha tenido que contenerse para no abrir la boca. Si les da por hablar, tendremos que intervenir, y ya tenemos bastantes preocupaciones en Tara para buscarnos más complicaciones con nuestros vecinos.

Ashley suspiró. Sabía mejor que Will a qué atenerse sobre el carácter de los vecinos y recordaba que, antes de la guerra, la mitad de las riñas, muchas de las cuales habían terminado a tiros, tuvieron por origen cuatro palabras pronunciadas ante un féretro, según la costumbre del Condado. En general, dichas palabras eran en extremo elogiosas, pero de vez en cuando ocurría lo contrario. Ocurría, a veces, que palabras pronunciadas con la mejor intención del mundo eran mal interpretadas por una familia excitada, y apenas habían recubierto el ataúd las últimas paletadas de tierra estallaba un incidente.

En ausencia de un sacerdote católico y de los ministros metodistas y baptistas de Jonesboro y de Fayetteville, cuyo concurso no se había solicitado con tacto, correspondía a Ashley dirigir el servicio religioso ayudándose del libro de oraciones de Carreen. Más ferviente católica que sus hermanas, Carreen sintióse profundamente afectada por el hecho de que Scarlett no hubiera pensado en traer un sacerdote de Atlanta, pero se consoló un poco ante la idea de que el que viniese a casar a Will y Suellen podría de paso leer el oficio de difuntos sobre la tumba de Gerald. Era ella quien había prescindido de la asistencia de los ministros protestantes del vecindario y pedido a Ashley que sustituyera al oficiante. Apoyado en el antiguo pupitre, Ashley dábase cuenta de que tenía la responsabilidad de velar para que la ceremonia se desarrollara en paz, y sabiendo lo soliviantada que estaba la gente del Condado, buscaba en vano un medio de mantener la calma.

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