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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (110 page)

Considerando que, después de la Biblia, el único libro digno de crédito era «La cabana del tío Tom», las mujeres yanquis querían saber todos los detalles sobre los podencos que los sudistas tenían en sus perreras para perseguir a los esclavos fugitivos. Nunca creían a Scarlett cuando les decía que, acerca de podencos, nunca recordaba haber visto a su alrededor más que unos perritos mansos como corderos. Deseaban saber también cómo se las componían los colonos para marcar con un hierro candente el rostro de sus esclavos, cómo les infligían el castigo del gato de nueve colas, que tantas veces les ocasionaba la muerte. En fin, sentían malsana curiosidad por enterarse del concubinato de los esclavos. Desde luego, el número de niños mulatos había aumentado desde que había en Atlanta soldados yanquis.

Cualquier otra mujer de Atlanta se hubiera ahogado de rabia ante tal muestra de ignorancia; pero Scarlett lograba dominarse, encontrando que, por otra parte, tales ideas merecían más el desprecio que el odio. Después de todo, estas mujeres eran yanquis, y ya se sabía lo que había que esperar de esa gente. Los insultos a su patria resbalaban, pues, sobre Scarlett y no le despertaban más que un desdén cuidadosamente disimulado. Esto duró hasta el día en que un incidente vino a reavivar los rencores de la joven, permitiéndole medir la anchura del abismo que separaba al Norte del Sur y la imposibilidad de tender un puente sobre él.

Una tarde que regresaba a casa en su coche con tío Peter, pasó ante una casa donde vivían hacinadas las familias de tres oficiales, en espera de que se acabaran de construir sus casas particulares con madera de Scarlett. Las tres esposas estaban precisamente en medio de la calzada. Al divisar a Scarlett le hicieron señas de que parara y se proximaron al coche, acogiéndola con aquellas voces suyas que siempre hacían pensar a Scarlett que a los yanquis podía perdonárseles casi todo menos el acento.

—Precisamente quería verla, señora Kennedy —declaró una de las señoras, una mujer delgada y alta que venía del Maine—. Quería informarme sobre esta atrasada ciudad.

Scarlett devoró esta injuria inferida a Atlanta con el desprecio que convenía, y se esforzó en sonreír:

—¿En qué puedo servirla?

—Brígida, mi niñera, se ha marchado a vivir de nuevo al Norte. Me ha dicho que no quería seguir un día más en medio de estos negros. ¡Y los niños van a volverme loca! Dígame, por favor, ¿cómo podría encontrar otra niñera? No sé adonde dirigirme.

—No es muy difícil —contestó Scarlett sonriendo—. Si encuentra usted alguna negra del campo que aún no haya sido echada a perder por la Oficina de Liberados, tendrá usted en ella una niñera ideal. Sólo tiene que permanecer ante la verja de su jardín y dirigirse a todas las negras que pasen. Estoy segura de que... lo conseguirá.

Las tres mujeres comenzaron a protestar, indignadas.

—¿Cree usted que voy a confiar mis hijos a una negra? —exclamó la mujer del Maine—. Lo que yo quiero es una buena moza irlandesa.

—Temo que no encuentre usted niñeras irlandesas en Atlanta —respondió Scarlett con cierto desparpajo—. Yo no he visto nunca criados blancos y no los querría en mi casa. En todo caso —añadió con un ribete de ironía— le aseguro que los negros no son caníbales y que se puede depositar en ellos toda la confianza.

—¡Santo Dios! ¡No querría ver a ninguno bajo mi techo! ¡Vaya una idea! ¡Dejar que una negra pusiera su mano sobre mis niños! ¡Ah, no!...

Scarlett pensó en las bondadosas manos gordezuelas y nudosas de Mamita, que tanto había penado por Ellen, por ella y por Wade. ¿Con qué derecho hablaban así estas extranjeras? No sabían cuánto podía amar uno esas manos negras, hechas para calmar, para consolar, para acariciar.

—Es extraño oírles eso —dijo Scarlett, con una rápida sonrisa—. Parecen olvidar que son ustedes los que han libertado a los negros.

—Yo no, querida —repuso la del Maine—. Nunca había visto un negro antes de venir aquí hace un mes y me hubiera pasado muy bien sin haberlos visto nunca. Me ponen la carne de gallina. No me inspiran la menor confianza. Desde hacía un rato, Scarlett se daba cuenta de que tío Peter estaba por momentos más a disgusto y no hacía más que fijar la mirada en las orejas del caballo. Su atención se fijó más en él cuando la del Maine, con una carcajada, le señaló a sus compañeras.

—¡Miren ustedes el viejo negro! Se hincha como un sapo. Apuesto a que es un niño mimado. Ustedes, los sudistas, no saben tratar a los negros. Muchas veces los miman demasiado.

Peter tragó saliva y frunció el ceño, pero permaneció impasible. ¡Verse tratado de «negro» por un blanco! ¡Lo que no le había pasado nunca! ¡Verse tratado de niño mimado él, que tanto se preocupaba de su dignidad, que estaba tan orgulloso de ser, desde hacía años, el mejor sostén de la familia Hamilton!

Scarlett no se atrevió a mirar a tío Peter cara a cara, pero adivinó que su barbilla temblaba bajo el insulto asestado a su amor propio. Se sintió invadida por una ira mortal. Había escuchado con calma a la mujeres burlarse del Ejército confederado, manchar la reputación de Jeff Davis, acusar a los sudistas de asesinar y de torturar a sus esclavos; hasta habría tolerado que se pusiera en duda su virtud y su honradez, si hubiera sacado provecho con esto; pero, sólo de pensar que estas mujeres acababan de herir al viejo y fiel servidor con sus estúpidas observaciones, se incendió como un tonel de pólvora en el que hubieran arrojado un fósforo. Sus ojos se detuvieron en el pistolón que Peter llevaba a la cintura y adelantó la mano. Sí, esta gentuza inculta e insolente merecía de sobra que se los matara como a un perro. Pero se contuvo, apretó los dientes, hasta destacar los músculos del rostro, y recordó a tiempo que aún no era el momento de decir a los yanquis todo lo que pensaba de ellos. Tal vez un día les lanzara en pleno rostro la verdad, pero no ahora...

—Tío Peter es de la familia —dijo con voz temblorosa—. Adiós. Vamos, Peter.

Peter azotó tan bruscamente al caballo que el animal, sorprendido, se encabritó y el carruaje dio un brinco. Scarlett tuvo sin embargo tiempo de oír a la del Maine preguntar a sus amigas, con perplejidad:

—¿Es de su familia? ¿Creen ustedes que es posible? ¡Es tan negro! ¡Que el diablo los lleve a todos! Merecerían que se los echara a correazos de la superficie del globo. ¿Cuándo podré escupirles a la cara? De buena gana...

Scarlett miró a Peter y vio que una lágrima le corría por la nariz. En seguida sus ojos se nublaron. Sintió una inmensa ternura por el pobre negro, una pena inmensa por su humillación. Esas mujeres habían herido a tío Peter... Peter, que había hecho la campaña de Méjico con el viejo coronel Hamilton y había tenido a su amo en sus brazos, cuando había muerto. Peter, que había visto crecer a Melanie y a Oírlos y había velado por la inocente Pittypat, que la había protegido durante el destierro, que le había «encontrado» un caballo para traerla a Macón a través de un país desolado por la guerra. ¡Y esas mujeres pretendían que no podían fiarse de un negro!

—Peter —dijo Scarlett, con voz condolida, poniendo su mano en el brazo del anciano cochero—. Me da vergüenza verte llorar. No hay que hacer caso de lo que dicen. ¡Son unas malditas yanquis!

—Han hablado ante mí como si fuera una bestia que no pudiera entenderlas, como si fuera un africano y no pudiera saber lo que decían —respondió tío Peter, sorbiendo sus lágrimas—. Y me han llamado negro, y yo nunca he sido llamado negro por un blanco, y me han llamado también niño mimado y han dicho que no podía tenerse confianza en un negro. Que no podía confiarse en mí. Cuando el viejo coronel iba a morir me dijo: «Peter, ocúpate de mis hijos. Veía por la pobre Pittypat —me dijo—, porque no tiene más seso que un mosquito». Y desde entonces he velado siempre por ella.

—Sólo un santo podría haber hecho lo que tú has hecho —le dijo Scarlett para calmarle—. No sé qué hubiera sido de nosotros sin ti.

—Sí, amita, gracias. Usted es muy buena, amita. Ya lo sé; y usted, usted lo sabe también. Pero los yanquis no lo saben y no quieren saberlo. ¿Por qué se meten en sus cosas, amita? ¡No nos comprenden a los confederados!

Scarlett no contestó, porque seguía presa de la ira que no había podido dejar estallar en presencia de las señoras yanquis. El viejo cochero y ella siguieron su camino en silencio. Peter había cesado de llorar, pero su labio inferior avanzaba de un modo cada vez más inquietante. Crecía su indignación a medida que se atenuaban los efectos del golpe recibido.

«¡Qué absurdos son esos malditos yanquis! —pensó Scarlett—. Esas mujeres parecían figurarse que Peter no tenía orejas para oírlas, porque es negro. Sí, los yanquis ignoran que los negros son como niños, que hay que tratarlos con dulzura, dirigirlos, ser amables con ellos, mimarlos, reñirlos cariñosamente. Tampoco comprenden la naturaleza de las relaciones entre los negros y sus dueños. Y, sin embargo, ello no les impidió batirse para libertarlos. Y ahora que lo han logrado no quieren hablar de ellos más que para aterrorizar a los sudistas. No los quieren, no tienen confianza en ellos, no los comprenden y, sin embargo, no dejan de gritar a todos los vientos que los sudistas no saben tratarlos.»

¡No tener confianza en un negro! Pues Scarlett tenía más confianza en los negros que en la mayor parte de los blancos, y desde luego mucho más que en cualquier yanqui. Había en ellos una lealtad, un apego sin límites, un amor que nada podía alterar, que ninguna suma de dinero podía comprar. Scarlett pensó en los que se habían quedado en Tara en el momento de la invasión, cuando podían haber huido tan fácilmente e ir a darse buena vida bajo la protección de los yanquis. Pensó en Dilcey ayudándole a recoger el algodón, en Pork desvalijando los corrales para que su familia no muriera de hambre, en Mamita acompañándola a Atlanta para protegerla. Pensó en los servidores de sus vecinos que habían permanecido fieles, auxiliando a sus amas mientras los hombres estaban en guerra, ayudándoles a refugiarse en medio de los peligros, cuidando a los heridos, enterrando a los muertos, reconfortando a los afligidos, sufriendo, mendigando o robando para alimentar a familias enteras. E incluso ahora, mientras la Oficina de Liberados les ofrecía el oro y el moro, seguían junto a los blancos y trabajaban más duramente que en tiempos de la esclavitud. Pero los yanquis no entendían esto ni lo entenderían jamás.

—Pues mira, son ellos los que te han dado la libertad —dijo Scarlett muy alto.

—No, amita; no me han dado la libertad. Yo no quería que esos canallas me dieran la libertad —declaró Peter con indignación—. Yo pertenezco siempre a la señorita Pitty y cuando me muera me enterrarán en el cementerio de los Hamilton, donde tengo mi sitio. La señorita se va a poner, cuando le diga que usted ha dejado que me insulten unas mujeres yanquis...

—Eso no es verdad —replicó Scarlett, estupefacta.

—Sí, es verdad, señorita Scarlett —dijo Peter con el labio más amenazador que nunca—. Compréndalo: si usted y yo no nos hubiéramos ocupado de los yanquis, no hubieran podido insultarme. Si usted no les hubiera hablado, no habría habido peligro de que me trataran como una bestia o un africano. ¡Y, además, usted no me ha defendido!

—¿Cómo que no? —protestó Scarlett, picada—. ¿No les he dicho que eras de la familia?

—Eso no es defenderme; es decir la verdad. Señorita Scarlett, usted no tiene necesidad de tratar con los yanquis. Las demás señoras no lo hacen. La señorita Pitty no querría ni rozar con ellos un hilo de ropa. Y no estará contenta cuando sepa lo que me han dicho.

Los reproches de Peter eran mucho más mortificantes que todo lo que Frank, Pittypat o los vecinos podrían decirle, y Scarlett, vejada, se contuvo para no sacudir al viejo cochero como a un árbol. Peter tenía razón, pero le era insoportable oír tales reproches a un negro y sobre todo a un negro que era su servidor. No había nada más humillante para un sudista que no poder gozar del aprecio de sus criados.

—¡Un niño mimado! —gruñó Peter—. Después de esto estoy seguro de que la señorita Pittypat no querrá que guíe más. No, amita, no querrá.

—Eso ya lo veremos. Ahora, cállate.

—Me va a doler la espalda —anunció Peter en tono lúgubre—. Ya me hace sufrir ahora; casi no puedo estar sentado. Si me encuentro mal, la señorita no querrá que la lleve a usted, señorita. De nada le valdrá estar en buenas relaciones con los yanquis y no estarlo con la familia.

Era imposible resumir la situación en términos más precisos, y Scarlett se mordió los labios presa de rabia.

Sí, había obtenido la aprobación de los vencedores, pero sus parientes y amigos la criticaban. Sabía todo lo que se decía de ella, y de ahí que hasta Peter la censuraba ya, hasta el extremo de no querer más mostrarse en público a su lado. Era la gota de agua que hacía desbordar el vaso.

Hasta entonces se había burlado de la opinión de la gente, pero las palabras de Peter acababan de encender en ella un feroz rencor contra sus allegados, un odio tan fuerte como el que guardaba a los mismos yanquis.

«¿Por qué se meten en lo que hago? ¿Qué tienen que decir? —pensó—. ¿Acaso imaginan que me entretiene visitar a los yanquis y trabajar sin respiro? Lo único que consiguen es hacer más ingrata mi tarea. Pero que piensen lo que quieran; me da igual. No tengo tiempo de pararme a pensar en tonterías. Ahora que, luego, luego...»

¡Luego! Cuando el mundo hubiera vuelto a la calma, podría cruzarse de brazos y convertirse en una gran señora, como lo había sido Ellen. Entonces, depondría las armas, llevaría una vida tranquila y todo el mundo la tendría en estima. ¡Qué no haría ella cuando fuese rica! Podría permitirse ser tan buena y tan amable como su madre, pensaría en los demás y respetaría las costumbres. Ya no pasaría el día temblando de miedo. La vida le sonreiría. Tendría tiempo de jugar con sus niños, de enseñarles la lección. Se reuniría por las tardes, en casa, con sus amigas. Entre el frufrú de sus faldas de gasa, y al ritmo de los abanicos de hoja de palma, serviría el té, unos bocadillos y unos pasteles exquisitos. Se pasaría horas enteras charlando. Y luego sería caritativa con los desdichados. Llevaría regalos a los pobres, caldos y compotas a los enfermos. Pasearía con ella en su coche a los que hubieran tenido menos suerte, como hacía su madre. Sería una verdadera mujer de mundo, en el sentido sudista del término... Entonces todos la querrían, como habían querido a Ellen, todos alabarían su buen corazón y la llamarían «la caritativa señora».

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