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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (107 page)

La prensa estaba tan amordazada, que nadie podía protestar públicamente contra las injusticias o las depredaciones de los soldados, y toda protesta individual tenía pena de prisión. Las cárceles rebosaban de personalidades que se pudrían en los calabozos esperando ser juzgadas. Los jurados de los tribunales y la ley del «habeas corpus» estaban prácticamente abolidos. Los tribunales civiles todavía funcionaban, pero sometidos por entero al capricho de las autoridades militares, a las que no les importaba demasiado el cambiar las leyes a su gusto. Practicábanse detenciones en masa. A la menor sospecha de haber tenido propósitos sediciosos contra el Gobierno o de ser afiliado al Ku Klux Klan, se iba a la cárcel, y para esto también bastaba con ser acusado por un negro de «haberle faltado al respeto». Las autoridades no exigían pruebas ni testimonios. Bastaba una simple denuncia. Y, gracias a las incitaciones de la Oficina de Hombres Liberados, siempre había negros dispuestos a denunciar a cualquiera.

Los negros aún no habían obtenido el derecho al voto, pero el Norte estaba bien decidido a concedérselo y a hacer de suerte que sus votos le fueran favorables. En tales condiciones, ningún mimo era demasiado para los negros. Los soldados yanquis les apoyaban incondicionalmente y el medio más seguro para un blanco de buscarse complicaciones era dar queja de algún negro.

Ahora, los antiguos esclavos dictaban la ley y, con la ayuda de los yanquis, los menos recomendables y los más ignorantes eran los cabecillas. Los mejores, en cambio, no dejaban de tomar en broma la emancipación y sufrían de todo tan cruelmente como los blancos. Miles de servidores negros que formaban la casta más elevada entre los esclavos permanecían fieles a sus dueños y se rebajaban a hacer trabajos que en otro tiempo hubieran considerado humillantes. Buen número de negros leales, empleados en el campo, se negaban igualmente a hacer uso de su libertad; pero era, sin embargo, entre ellos donde se reclutaban también las hordas de «miserables libertos» que más complicaciones originaban.

En tiempos de la esclavitud, los domésticos y los artesanos despreciaban a esos negros de baja estofa. En todo el Sur, muchas mujeres de colonos igual que Ellen, habían sometido a los negros a una serie de pruebas a fin de seleccionar a los mejores y confiarles puestos en que había que desplegar cierta iniciativa. Los demás, a los que se empleaba en las plantaciones, eran los menos diligentes y los menos aptos para el estudio, los menos enérgicos o los menos honrados, los más viciosos o los más embrutecidos. Y, de ahora en adelante, esta clase de negros, la última de la jerarquía negra, era la que hacía la vida imposible en el Sur.

Ayudados por los aventureros sin escrúpulos que manejaban la Oficina de Hombres Liberados, impulsados por los del Norte, cuyo odio llegaba al extremo del fanatismo religioso, los antiguos campesinos negros se habían encontrado elevados de repente al rango de dominadores y dueños del poder. Y, naturalmente, se conducían como cabía esperar de gente tan poco inteligente. Semejantes a monos o a niños que vivieran en medio de objetos cuyo valor no podían comprender, se entregaban a toda clase de excesos, ya por el placer de destruir, ya por simple ignorancia.

Hay que reconocer, no obstante, en descargo de los negros, que hasta entre los menos inteligentes muy pocos obedecían a malos instintos o a un sentimiento de rencor, y los que así obraban habían sido considerados siempre, y hasta en tiempo de la esclavitud, como «inmundos negros». Pero todos esos libertos no tenían más entendimiento que un niño y se dejaban dominar fácilmente. Habían adquirido, además, el hábito de obedecer, y sus nuevos dueños les daban órdenes de este género: «Vales más que cualquier blanco, así que ya sabes lo que tienes que hacer. En cuanto puedas votar a un republicano, podrás apoderarte de los bienes de los blancos. Es ya como si fueran tuyos. Cógelos, si puedes hacerlo».

Aquellos insensatos consejos les trastornaban el juicio. La libertad se convertía para ellos, pues, en una continua fiesta, en un carnaval de holgazanería, de rapiñas y de insolencias. Los negros del campo invadían las ciudades, dejando los distritos rurales sin mano de obra para las cosechas. Atlanta rebosaba de negros de éstos, que continuaban afluyendo a cientos para transformarse, por efecto de estas nuevas doctrinas, en seres vagos y peligrosos. Amontonados en sórdidas cabanas, la viruela, el tifus y la tuberculosis los diezmaban. Acostumbrados a ser cuidados por sus dueñas, no sabían cómo luchar contra la enfermedad.

En tiempo de la esclavitud, los negros se ponían ciegamente en manos de sus dueños para el cuidado de los niños pequeños y de los ancianos; y ahora no tenían la menor idea de los deberes que les incumbía llenar con los jóvenes y los viejos sin defensa. La Oficina de Liberados se preocupaba demasiado del aspecto político de las cosas para proporcionar a los negros los mismos servicios desinteresados que los antiguos plantadores.

Los negritos, abandonados por sus padres, correteaban por toda la ciudad como bestias aterrorizadas, hasta que los blancos se apiadaban, les abrían la puerta de la cocina y se encargaban de eduCharles. Los viejos campesinos negros, enloquecidos por el movimiento de la gran urbe, sentábanse lamentablemente al borde de las aceras, gritando a las damas que pasaban: «Señora, por favor, mi dueño está en el Condado de Fayette. Él vendrá a buscar a su pobre negro para llevarlo a casa. Ya estamos hartos de esta libertad, señora».

Los funcionarios de la Oficina de Hombres Liberados, desbordados por el número de solicitantes, se daban cuenta demasiado tarde de ciertos errores y esforzábanse en devolver todos aquellos negros a sus antiguos dueños. Les decían que, si querían volver a la tierra, serían tratados como trabajadores libres, con un salario fijo. Los viejos obedecían con alegría, viniendo a complicar la tarea de los colonos que, reducidos a la miseria, no tenían, sin embargo, el valor de no acogerlos; pero los jóvenes se quedaban en Atlanta. No querían oír hablar de trabajo. ¿Para qué trabajar cuando se tiene qué comer? Por primera vez en su vida, los negros tenían la posibilidad de ingerir tanto whisky como querían. Antes, sólo bebían por Navidad, cuando cada uno de ellos recibía su «gota» al tiempo que su aguinaldo. Pero de ahora en adelante tenían no solamente a los agitadores de la Oficina y a los
carpetbaggers
para embriagarlos, sino que las copiosas libaciones de whisky y los actos de violencia se hacían inevitables. Ni la vida ni los bienes de los ciudadanos se hallaban seguros, y los blancos, sin la protección de la ley, estaban aterrorizados. Los negros, borrachos, insultaban a todo el mundo en plena calle. De noche incendiaban las granjas y las casas, de día robaban los caballos y los corrales. Se cometían toda clase de crímenes y sus autores quedaban casi siempre impunes.

Sin embargo, tales infamias no eran nada en comparación con el peligro al que estaban expuestas las mujeres blancas, gran número de las cuales, privadas por la guerra de sus naturales protectores, vivían solitarias en el campo o junto a los caminos desiertos. Fue la gran cantidad de atentados perpetrados contra las mujeres y el deseo de sustraer a sus esposas y a sus hijas a este peligro lo que exasperó a los hombres del Sur, decidiéndoles a fundar el Ku Klux Klan. Y los periódicos del Norte se pusieron a vituperar a esta organización porque operaba de noche, sin caer en la cuenta de la trágica necesidad que había determinado su constitución. El Norte quería que se persiguiera a todos los miembros del Klan y que se les ahorcara por haberse atrevido a tomarse la justicia por su mano, en una época en que las leyes y el orden público eran despreciados por los invasores. En aquel tiempo se asistía, estupefacto, al espectáculo de una nación en la que una mitad se esforzaba por imponer a la otra la dominación de los negros a punta de bayoneta. Negando el Norte el derecho de voto a sus antiguos dueños, quería concedérselo a esos negros que frecuentemente habían abandonado la selva africana hacía apenas una generación. Creía el Norte que mantener al Sur bajo su bota y privar a los blancos de sus derechos era uno de los medios para impedir que se sublevase. La mayor parte de los hombres que habían combatido en las filas confederadas, o que habían ocupado un cargo público no tenían más derecho de votar que de elegir a los funcionarios. Gran número de ellos, a ejemplo del general Lee, deseaban prestar el juramento de descargo, volver a ser de nuevo ciudadanos y olvidar el pasado, pero no se les permitía. Y, en cambio, aquellos a quienes se concedía este derecho se negaban a aceptarlo, declarando que no querían jurar fidelidad a un Gobierno que les infligía deliberadamente tantas crueldades y humillaciones.

Scarlett oía repetir sin cesar: «Yo hubiera prestado el condenado juramento que exigen los yanquis si se comportaran decentemente. Podré ser reintegrado a la Unión; pero no quiero ser "reconstruido" en ella».

De día y de noche el miedo y la ansiedad devoraban a Scarlett. La amenaza de los negros, a los que ninguna ley retenía, el temor a ver a los soldados yanquis despojarla de todos sus bienes eran para ella una continua pesadilla. Por más que se repitiera sin cesar la frase que Tony Fontaine había pronunciado con tanta energía: «No, Scarlett, el buen Dios no puede tolerar esto. ¡Y no lo tolerará!», apenas reaccionaba contra el desaliento que se apoderaba de ella, cuando constataba su impotencia, la de sus amistades y la del Sur entero.

A pesar de la guerra, el incendio y la Reconstrucción, Atlanta había vuelto a ser la ciudad coqueta de antes. En muchos aspectos, recordaba la ciudad joven y activa de los primeros días de la Confederación. Desgraciadamente, los soldados esparcidos por sus calles no llevaban el uniforme que se hubiera deseado ver, ni el dinero estaba entre las manos donde hubiera sido necesario, y así los negros se daban la mejor vida, mientras sus antiguos dueños pasaban por pésimos ratos y morían de hambre.

A primera vista Atlanta daba la impresión de una urbe próspera que se levantara rápidamente de entre las ruinas; pero, observando mejor, podía uno advertir que el miedo y la miseria reinaban en ella. Comparada con Savannah, con Charleston, con Augusta, con Richmond y con Nueva Orleáns, parecía que Atlanta sería siempre una ciudad activa, cualesquiera que fuesen las circunstancias. No era, sin embargo, de buen tono agitarse, porque resultaba «demasiado yanqui», pero en aquella época Atlanta estaba peor educada y era más yanqui que lo había sido nunca ni lo sería jamás. Las «gentes nuevas» afluían por todos lados y, de la mañana a la tarde, se andaba a tropezones por las ruidosas calles. Los soberbios troncos de caballos de las esposas de los oficiales yanquis o de los
carpetbaggers
salpicaban las moradas ruinosas de los burgueses. Las suntuosas residencias de los extranjeros ricos crecían en medio de las casas discretas de los antiguos habitantes.

La guerra había consagrado definitivamente la importancia de Atlanta en el Sur y ya la fama de la ciudad llegaba lejos. Las vías férreas por las que Sherman había luchado todo un otoño y que habían costado la vida de miles de hombres traían de nuevo la vida a la ciudad que habían creado. Atlanta había vuelto a ser el centro económico de una vasta región que atraía a una oleada de nuevos ciudadanos, malos y buenos.

Los
carpetbaggers
habían establecido su cuartel general en Atlanta y se codeaban en las calles con los representantes de las más antiguas familias del Sur. Los colonos, cuyas propiedades habían sido incendiadas durante la marcha de Sherman, abandonaban sus plantaciones de algodón que ya no podían cultivar sin esclavos y venían a instalarse en Atlanta. Cada día llegaban nuevos emigrantes que huían de Tennessee y de las Carolinas, donde la Reconstrucción revestía un aspecto todavía más duro que en Georgia. Gran número de irlandeses y alemanes, ex mercenarios de los Ejército de la Unión, se habían fijado en Atlanta, a su desmovilización. Las esposas y las familias de los yanquis, acantonadas en la ciudad, eran impulsadas por la curiosidad de conocer el Sur después de cuatro años de guerra, viniendo a engrosar el contingente de población. Toda clase de aventureros se daba cita con la esperanza de hacer fortuna y los negros del campo continuaban llegando a centenares.

Abierta al primer llegado como un pueblo fronterizo, la escandalosa ciudad no intentaba en modo alguno disimular sus pecados y sus vicios. Los cafés se hacían de oro. A veces, había dos o tres seguidos en la misma acera. Por las tardes las calles se llenaban de borrachos, negros o blancos, que andaban vacilantes. Apaches, rateros y prostitutas vagaban por las avenidas sin luz o por las calles mal alumbradas. En los garitos se jugaba a todo tren. No pasaba noche sin que hubiera riñas a cuchillo o revólver. Los ciudadanos respetables estaban escandalizados de que Atlanta tuviera un barrio reservado más extendido y próspero que durante las hostilidades. Toda la noche, detrás de las persianas bajadas, se oía tocar el piano, reír y cantar canciones groseras, subrayadas frecuentemente por gritos y pistoletazos. Las pensionistas de estas casas eran todavía más atrevidas que las prostitutas del tiempo de guerra y, asomadas descaradamente a la ventana, llamaban a los transeúntes. El domingo por la tarde los bellos coches cerrados de las patronas del barrio atravesaban las principales calles de la ciudad paseando a sus pupilas, que iban con los mejores vestidos y miraban a través de las cortinas echadas.

Bella Watling era la más célebre de aquellas damas. Había hecho construir una gran casa de dos pisos que eclipsaba a todas las del barrio. En el bajo abríase una espaciosa sala de café, con los muros elegantemente decorados con pinturas al óleo. Una orquesta negra tocaba todas las tardes. Los dos pisos superiores se componían de habitaciones que, de creer el rumor que corría, estaban alhajadas con muebles de peluche de los más elegantes, sólidas cortinas de encaje y un número impresionante de espejos con marco dorado. La docena de muchachas de la casa eran muy bonitas, aunque pintadísimas, y se conducían con mucha más decencia que las pensionistas de las otras casas. Por lo menos la policía había tenido que intervenir muy pocas veces en casa de Bella.

Las señoras de Atlanta sólo hablaban de esta casa en voz baja y los sacerdotes, desde el pulpito, lanzaban contra ella sus anatemas en términos velados, pintándola como un abismo de iniquidad, un lugar de perdición y un azote de Dios. Todo el mundo estimaba que una mujer de la estofa de Bella no había podido ganar por sí sola bastante dinero para montar un establecimiento tan lujoso. Así que debía tener un protector, y un protector muy rico. Como Rhett no se había preocupado nunca de ocultar sus relaciones con ella, se le atribuía, ¡ naturalmente, este papel. Por otra parte, bastaba echar la vista a Bella en su coche cerrado, conducido por un arrogante negro, para darse cuenta de que nadaba en la opulencia. Cuando pasaba al trote de dos soberbios caballos bayos, los niños que conseguían escaparse de casa se precipitaban para verla y cuchicheaban con voz emocionada: «¡ Es Bella, es Bella! ¡ He visto sus cabellos rojos!»

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