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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (102 page)

—Supongo que para usted es muy honroso guardarse el dinero de la Confederación. Pero no lo es. Es un robo como otro cualquiera, y eso no lo ignora usted. No me gustaría tener una cosa así en mi conciencia.

—¡Vaya, vaya, qué verdes están hoy las uvas! —exclamó él, serio—. ¿Ya quién robo yo?

Scarlett quedó en silencio, tratando de hallar quién era exactamente la víctima del robo. Después de todo, Rhett sólo había hecho lo que hizo Frank en menor escala.

—La mitad del dinero me pertenece honradamente —continuó Rhett—. Está ganada honradamente con la ayuda de los patriotas de la Unión que estuvieron dispuestos a traicionar a la Unión mediante un beneficio de cien por cien en sus mercancías. Parte, lo gané con mis pequeñas inversiones en algodón al principio de la guerra, algodón que compré barato y vendí a dólar la libra cuando los telares británicos comenzaron a necesitarlo. Otra parte la gané especulando con los víveres. ¿Por qué tenía yo que regalar a los yanquis los frutos de mi trabajo? Pero el resto, eso sí, pertenecía a la Confederación. Procedía del algodón confederado que conseguí pasar burlando el bloqueo y vendí en Londres a elevados precios. Ese algodón me fue entregado de buena fe para que adquiriese curtidos y fusiles y maquinaría con el producto de la venta. Y yo lo tomé de buena fe para cumplir tales instrucciones. Tenía órdenes de depositar el oro en Bancos ingleses, a mi nombre, a fin de poseer buen crédito. Se acordará usted de cuando se apretó el bloqueo. Yo no podía hacer salir ningún barco de los puertos de la Confederación, ni hacerlos entrar. ¿Qué me cabía hacer? ¿Retirar todo ese dinero de los Bancos ingleses, como un cretino, y tratar de transportarlo a Wilmington? ¿Y dejar así que los yanquis se apoderasen de él? ¿Fue acaso culpa mía que el bloqueo se estrechase tanto? ¿Fue culpa mía que fracasase la Causa? El dinero, es cierto, pertenecía a la Confederación. Bueno, hoy no existe la Confederación..., aunque nadie lo creería así juzgando por el modo que tienen de hablar algunas personas. ¿A quién debo entregar ese dinero? ¿Al gobierno yanqui? Nadie puede, por tanto, llamarme ladrón.

Y mirando a Scarlett, como si estuviera muy interesado en conocer su opinión, sacó de su bolsillo un estuche de cuero y empezó a fumar un puro de grandes dimensiones, aspirando su aroma con complacencia.

«¡Que se vaya al infierno! —pensó ella—. Siempre tiene más razón que yo. Siempre hay algo capcioso en sus argumentos, pero nunca acierto a descubrir el qué.»

—Podría usted —dijo con dignidad— distribuirlo entre los pobres que lo necesitan. La Confederación ha desaparecido, pero quedan muchísimos confederados y sus familias, que se mueren de hambre.

Rhett echó la cabeza hacia atrás y se rió descortésmente.

—Nunca está usted tan encantadora o tan absurda como cuando suelta alguna hipocresía como ésa —exclamó con aire francamente divertido—. Diga siempre la verdad, Scarlett. No sabe usted mentir. Los irlandeses son los que peor mienten en el mundo entero. Vamos a ver, sea franca. A usted jamás le importó un comino la difunta Confederación, y los confederados hambrientos le importan todavía menos. Lanzaría usted grandes gritos de protesta si yo sugiriese siquiera distribuir todo ese dinero sin darle a usted la parte del león.

—No necesito su dinero —comenzó a decir la joven, tratando de adoptar un aire digno.

—¿De veras que no? Ahora mismo siente comezón en la palma de la mano. Si le mostrase una moneda de veinticinco centavos, daría usted un salto para cogerla.

—Si ha venido usted aquí para insultarme y burlarse de mi pobreza, le deseo muy buenos días —replicó ella, tratando de desembarazar su regazo del pesado libro mayor, a fin de poder levantarse y causarle más impresión. Al instante, él fue quien se puso en pie, inclinándose hacia ella y riéndose al empujarla otra vez a su sitio.

—¿Cuándo se le curará esa predisposición a enfadarse en cuanto le dicen la verdad? Nunca tiene usted inconveniente en oírla si se trata de los demás. ¿Por qué la irrita, pues, que se la digan a usted? Yo no la insulto. Creo más bien que la manía adquisitiva, el afán de poseer, es una excelente cualidad que debía ser reconocida y admirada por todos. No estaba muy segura de saber qué era eso de la manía adquisitiva; pero, como él la alababa, se sintió algo más calmada.

—No he venido aquí a gozarme en su pobreza, sino a desearle larga vida y felicidad en su matrimonio. A propósito, ¿qué le pareció a su hermanita Suellen su latrocinio?

—¿Mi qué?

—¡Que le quitase a Frank delante de sus propias narices!

—Yo no...

—Bueno, no discutamos el calificativo. ¿Qué dijo?

—No dijo nada —repuso Scarlett. Sus ojos saltaron desmintiendo sus palabras.

—¡Muy generoso por su parte! Ahora, dígame algo sobre su pobreza. Tengo seguramente el derecho de saber algo después de su reciente excursión a la cárcel. ¿No tiene Frank tanto dinero como usted esperaba?

No había medio de escapar de su insolencia. O tenía que aguantarla o pedirle que se marchase. Y, ahora, no quería que se fuese. Sus palabras llevaban un agudo aguijón, pero era el aguijón de la verdad. Él sabía lo que ella había hecho y por qué lo había hecho, y no parecía que eso la rebajase en su concepto. Era una persona a quien siempre podía decir la verdad. Y, si bien sus preguntas eran enojosamente brutales, parecían estar inspiradas por un auténtico interés hacia ella. Era un alivio poder decir la verdad, porque hacía muchísimo tiempo que no podía hablar a nadie francamente acerca de ella misma y de sus motivos. En cuanto quería ser franca, todo el mundo parecía horrorizarse. Hablar con Rhett era comparable sólo a una cosa: a la sensación de comodidad y de agrado que se experimenta al ponerse unas zapatillas viejas después de haber estado bailando con zapatos demasiado estrechos.

—¿No consiguió el dinero para la contribución? No me diga que en Tara se hallan ustedes en lamisma situación crítica. —Su voz tenía ahora un tono muy diferente.

Ella levantó los ojos para mirarlo y sorprendió una expresión que le chocó y la intrigó al principio y luego le hizo sonreír repentinamente, una sonrisa dulce y encantadora que ahora aparecía muy raramente en su fisonomía. ¡Qué gran canalla era, pero qué simpático sabía hacerse en ocasiones! Scarlett adivinaba ahora que el verdadero motivo de su visita no era el de torturarla, sino el de asegurarse de que ella había logrado el dinero que tan desesperada la puso. Comprendía ahora que él se había precipitado a ir a verla tan pronto como quedó en libertad, sin querer aparentar prisa alguna, para prestarle el dinero si todavía lo necesitaba. Y, sin embargo, tenía que atormentarla e insultarla, y negaría que hubiese tenido tales intenciones si ella lo acusase de tenerlas. Era un hombre incomprensible. ¿Se interesaba por ella realmente más de lo que quería admitir? ¿O tenía algún otro motivo? Probablemente esto último, pensó. Pero ¿quién podría decirlo? ¡Hacía cosas tan extrañas!

—No —dijo—, la situación no es ya tan crítica. Obtuve el dinero.

—Pero no sin lucha, estoy cenvencido. ¿Consiguió usted reprimirse hasta tener el anillo nupcial en el dedo?

Procuró no sonreírse al escuchar una síntesis tan exacta de su conducta, pero no pudo menos de dejar ver dos hoyuelos en sus mejillas. Rhett volvió a sentarse otra vez, estirando cómodamente sus largas piernas.

—Bueno, cuénteme algo acerca de su pobreza. ¿La engañó ese zorro de Ftank acerca de sus circunstancias? Merecería una paliza por abusar así de una mujercita tan candida. ¡Hala, Scarlett, cuéntemelo todo! No debería usted tener secretos conmigo. Seguramente conozco ya los peores.

—¡Oh, Rhett, es usted el más...; bueno, no sé lo que iba a llamarle! No, no es que me engañase, pero... —Repentinamente fue un gran placer para ella descargarse de todo lo que pesaba sobre su mente—. Rhett, si Frank cobrase siquiera todo el dinero que le deben, no me inquietaría lo más mínimo. Pero hay una cincuentena de personas que le deben dinero, y él no quiere apretarles. ¡Es tan escrupuloso! Dice que un caballero no puede portarse así con otro caballero. Y, posiblemente, pasarán meses antes de que cobremos ese dinero, si lo cobramos.

—Bueno, ¿y qué? ¿No tienen ustedes lo suficiente para comer hasta que él cobre?

—Sí, pero...; bueno, el caso es que no me vendría mal un poco de dinero, en es¡e momento. —Sus ojos brillaron al acordarse del taller de aserrar—. Acaso...

—¿Para qué? ¿Más impuestos?

—¿Le importa a usted algo?

—Sí, porque se está usted preparando para pedirme un préstamo. ¡Oh, conozco los síntomas! Y se lo concederé, querida señora Kennedy, sin esa tentadora «garantía colateral» que usted me ofreció pocos días atrás. Por supuesto que si usted insiste en darla...

—Es usted el más brutal...

—De ningún modo. Sólo quería tranquilizarla. Sabía que estaría preocupada por ese detalle. No mucho, pero algo. Y estoy dispuesto a concederle el préstamo. Pero quiero saber en qué va usted a gastar el dinero. Creo tener derecho a saberlo. Si es para comprarse vestidos bonitos, o un coche, ahí va y que le aproveche. Pero, si es para comprarle a Ashley Wilkes un calzón nuevo de montar, siento tener que negarme al préstamo. Roja de cólera, Scarlett tartamudeó antes de poder coordinar las palabras.

—¡Ashley Wilkes jamás ha tomado un centavo mío! ¡Ni lo tomaría aunque se muriese de hambre! ¡Es usted incapaz de comprender lo caballero y lo soberbio que es! ¿Cómo lo va a comprender siendo usted... lo que es?

—No comencemos otra vez con los calificativos. Yo podría llamarle unas cuantas cosas que no desmerecerían de todas las que me pudiera usted llamar a mí. Se olvida de que he seguido sus pasos a través de la señorita Pittypat, y ella es tan bondadosa que cuenta todo lo que sabe en cuanto encuentra a alguien interesado en escucharla. Sé que Ashley está en Tara desde que regresó de Rock Island. Sé que incluso usted ha tolerado tener a su mujer a su lado, lo que le habrá costado gran esfuerzo.

—Ashley es...

—¡Oh, sí! —dijo él agitando la mano negligentemente—. Ashley es demasiado sublime para mi terrenal comprensión. Pero haga usted el favor de acordarse de que fui testigo interesado de su tierna escenita con él en Doce Robles, y algo me dice que Ashley no ha cambiado desde entonces. Ni usted tampoco. No hizo un papel tan sublime aquel día, a lo que me parece recordar. Y no creo que el papel que hace ahora sea mucho mejor. ¿Por qué no saca de allí a su familia y se pone a trabajar? Por supuesto que ello será un capricho mío, pero no tengo intención de prestarle a usted un centavo para Tara y contribuir a la manutención de Ashley. Entre hombres hay un nombre muy feo para los que permiten que una mujer los mantega.

—¿Cómo se atreve usted a decir tales cosas? ¡Ha estado trabajando como un peón negro! —A pesar de su cólera, se le desgarraba el corazón al recuerdo de Ashley cortando leña para la cerca de Tara.

—¡Y debe valer su peso en oro como tal peón! Debe ser listísimo con el estiércol y...

—Él es...

—Sí, ya lo sé. Concedamos que hace todo lo que puede, pero no es una gran ayuda, me imagino. De Wilkes, jamás se conseguirá un peón agrícola, ni nada útil. Su raza es puramente ornamental. Ahora baje usted de esas erizadas plumas y no haga caso de mis rudos comentarios acerca del orgulloso y honorable Ashley. Es extraño que persistan tales ilusiones aun en mujeres que razonan fríamente como usted. .. ¿Cuánto dinero necesita y para qué lo quiere?

Al ver que ella no contestaba, repitió:

—¿Para qué lo quiere? A ver si se las compone para decirme la verdad. Sirve lo mismo que cualquier embuste. De hecho, es más práctico, porque, si me miente, seguramente lo habré de averiguar, y piense cuan embarazoso sería esto para usted. Recuerde siempre, Es carlata, que de usted lo puedo tolerar todo, todo menos la mentira...: su antipatía, sus iras, todas sus tretas de oficio, pero no la mentira. Bueno, ¿para qué lo quiere?

Rabiosa como estaba por lo que Rhett había dicho de Ashley, hubiera dado cualquier cosa por poder escupirle y arrojarle orgullosamente a su burlona cara la oferta de dinero que hacía. Por un momento estuvo a punto de hacerlo, pero la fría mano del sentido común la contuvo. Devoró su cólera de mala gana y trató de asumir una expresión de placentera dignidad. Él seguía recostado sobre el respaldo de la silla con las piernas estiradas hacia la estufa.

—Si hay algo en el mundo que me divierta de veras —observó él— es el espectáculo de sus luchas mentales cuando una cuestión de principio está en pugna con una cuestión práctica, como es el dinero. Naturalmente, en usted el lado práctico siempre vence, pero yo continúo a su alrededor para ver si el lado mejor de su naturaleza logra triunfar algún día. Y, cuando llegue ese día, haré la maleta y me marcharé de Atlanta para siempre. Hay demasiadas mujeres en las que triunfan siempre los buenos instintos... Bueno, volvamos a los negocios. ¿Cuánto y para qué?

—No sé cuánto necesitaré exactamente —dijo hoscamente Scarlett—. Pero quiero comprar un taller de aserrar... y creo poderlo comprar barato. Y necesitaré un carro y un par de muías. Quiero que sean muías buenas. Y un cochecillo y un caballo para mi uso personal.

—¿Un taller de aserrar?

—Sí, y, si me presta usted el dinero, podemos hacer el negocio a medias.

—¿Y qué demonio haría yo con un taller de aserrar?

—¡Hacer dinero! Podemos hacer muchísimo dinero. O bien le pagaré los intereses del préstamo... Vamos a ver, ¿qué interés se considera como remunerativo?

—El cincuenta por ciento se considera como muy satisfactorio.

—Cincuenta... ¡Oh, está usted de broma! No se ría usted. Hablo en serio.

—Por eso es por lo que me río. Me pregunto si otra persona que no sea yo puede comprender todo lo que pasa en esa cabeza que hay detrás de su carita tan engañosamente ingenua.

—Bueno, ¿a quién le importa nada de todo eso? Óigame, Rhett, y vea si esto no le parece buen negocio. Frank me habló de ese hombre que es dueño de un molino de aserrar, uno pequeñito que hay en el extremo de Peachtree Street. Ese hombre necesita dinero contante cuanto antes, y está dispuesto a venderlo barato. No hay muchos aserraderos por aquí, hoy en día, y, dado el modo que la gente tiene de estar reconstruyéndolo todo, puede vender la madera cortada y alisada a cualquier precio. El propietario se quedaría y dirigiría el taer a sueldo. Frank compraría el aserradero él mismo si tuviese dinero. Me figuro que se proponía comprarlo con el dinero que me dio para la contribución.

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