Lo que el viento se llevó (97 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

—¡Pero qué me dice usted, Scarlett! Los soldados... «María, Madre de Dios, hazme inventar una buena y plausible mentira», pensó ella apresuradamente. No convenía en modo alguno que Frank supiese que había ido a ver a Rhett. Frank tenía a Rhett por un gran canalla a quien era peligroso que las mujeres decentes hablasen siquiera.

—Fui allí... fui allí para ver si... si alguno de los oficiales quería comprar bordados de fantasía hechos por mí, para enviar a sus esposas. Bordo muy bien.

Él se recostó contra el respaldo; su indignación luchaba con su asombro.

—¿Fue usted a ver a los yanquis? ¡Pero, Scarlett, jamás debió usted...! Seguro que su padre no lo sabe. Seguro que la señorita Pittypat...

—¡Oh, me muero si se lo dice usted a tía Pittypat! —exclamó ella con verdadera ansiedad, y estalló en lágrimas. Era fácil llorar, porque se sentía entumecida y muy desgraciada, pero el efecto fue maravilloso. Frank no se habría sentido más embarazado e impotente si ella hubiese comenzado a desnudarse. Hizo chascar la lengua contra sus dientes, murmurando: «¡Oh! ¡Oh!» y esbozando hacia ella indecisos gestos. Por su mente cruzó la atrevida idea de que Scarlett debía reposar la cabeza sobre su hombro y que él le daría palmaditas cariñosas, pero no había hecho jamás una cosa así, y no sabía cómo conseguirlo. ¡Scarlett O'Hara, tan bonita y tan mimada, Scarlett O'Hara, la más orgullosa de las orgullosas, tratando de vender su labor a los yanquis! Su corazón ardía de indignación.

Ella continuó sollozando, murmurando unas cuantas palabras de vez en cuando, y él entonces acertó a comprender que las cosas no marchaban bien en Tara. El señor O'Hara todavía estaba trastornado, y no había provisiones bastantes para tanta gente. Por esto ella había tenido que venir a Atlanta a fin de ganar algún dinero para ella y para su niño. Frank hizo chascar la lengua otra vez y descubrió súbitamente que la cabeza de ella reposaba sobre su hombro. No sabía cómo estaba allí, pero estaba. Desde luego no era él quien la había puesto así, pero tenía a Scarlett sollozando contra su pecho flaco, lo que era una excitante y nueva sensación para él. Le dio unos golpecitos en la espalda, delicadamente al principio, pero al ver que ella no protestaba se sintió atrevido y lo hizo con más firmeza. ¡Pobre mujercita, tan femenina y aniñada! ¡Y qué valiente, al tratar de ganar dinero con sus labores de aguja! Pero eso de tener tratos con los yanquis..., eso era ya demasiado.

—No se lo diré a la señorita Pittypat, pero tiene usted que prometerme, Scarlett, que nunca más volverá a hacer una cosa así. Es un escándalo que una hija del padre de usted...

Los verdes ojos de Scarlett buscaron los suyos con expresión implorante.

—Pero, señor Kennedy, tengo que hacer algo. Debo cuidarme de mi pobrecito niño, y no hay nadie que se ocupe de nosotros ahora.

—Es usted una mujercita valiente —proclamó él—, pero no me gusta que haga usted una cosa así. Su familia se moriría de vergüenza.

—¿Qué debo hacer, entonces?

Los húmedos ojos de Scarlett le miraron como si él fuese infalible y ella estuviese pendiente de sus palabras.

—Bueno, en este momento, no sé. Pero ya se me ocurrirá algo.

—¡Oh, ya sé que sí! ¡Es usted tan inteligente, Frank!

Nunca le había llamado por este nombre, y el oírlo causó a Kennedy agradable impresión y sorpresa. La pobre muchacha estaba probablemente tan trastornada que ni siquiera se dio cuenta. Sentía por ella el mayor afecto, un afecto protector. Si había algo que pudiese hacer él por la hermana de Suellen O'Hara, ciertamente lo haría. Sacó de su bolsillo un gran pañuelo de hierbas y se lo entregó, y ella se enjugó los ojos y comenzó a sonreír, trémula.

—Soy una tonta —dijo, excusándose—. Perdóneme, por favor.

—No es usted ninguna tonta. Es usted una mujercita valiente y trata de llevar sobre sí demasiada carga. Me temo que la señorita Pittypat no pueda ayudarla mucho. He oído que perdió la mayor parte de sus propiedades y que el mismo señor Henry Hamilton anda muy mal también. Sólo «iento no tener casa que ofrecerles como refugio. Pero, Scarlett acuérdese siempre de que, cuando Suellen y yo nos casemos, siempre habrá sitio bajo nuestro techo para usted y para el pequeño Wade Hampton.

¡Había llegado el momento! Seguramente los santos y los ángeles la protegían cuando le daban tan magnífica oportunidad. Se las compuso para aparecer muy trastornada y abrió la boca como para decir algo, cerrándola después de golpe. —No me dirá usted que no sabía que yo iba a ser hermano político suyo esta primavera —dijo él en tono nervioso y de buen humor. Y, al ver que los ojos de la joven se llenaban de lágrimas, preguntó alarmado—: ¿Qué pasa? No estará enferma Suellen, ¿verdad? —¡Oh, no! ¡No!

—Hay algo extraño aquí... Tiene usted que decírmelo. —¡Oh, no puedo! ¡Yo no sabía! Pensé que seguramente ella le había escrito a usted... ¡Oh, qué maldad! —Dígame, Scarlett, ¿qué hay?

—¡Oh, Frank, no quería decir nada! Pero suponía, naturalmente, que usted lo sabía... que ella le había escrito... —¿Escrito, qué? —Frank estaba temblando. —¡Oh, hacer esto a un hombre tan bueno como usted...! —¿Qué ha hecho?

—¿No se lo ha escrito? ¡Oh, me figuro que estaba demasiado avergonzada para escribírselo! ¡Con razón estaba avergonzada! ¡Oh, tener una hermana así...!

Ahora Frank ya no podía formular preguntas con los labios. La miraba con los ojos muy abiertos, el rostro grisáceo y las riendas flojas en sus manos.

—Va a casarse con Tony Fontaine el mes que viene. ¡Oh, lo siento tanto, Frank! Siento tener que ser yo la que se lo diga. Se cansó de esperar y tenía miedo a quedarse soltera.

Mamita estaba en el pórtico delantero cuando llegaron, y Frank ayudó a Scarlett a bajarse del cochecillo. Evidentemente, Mamita llevaba esperando bastante tiempo, porque su cofia estaba mojada y el viejo chai apretado contra su opulenta figura mostraba manchas de agua. Su arrugada y negra fisonomía reflejaba cólera y temor, y sus labios aparecían más protuberantes de lo que jamás los había visto Scarlett. Mamita echó un rápido vistazo a Frank y, cuando vio quién era, su rostro cambió y el agrado, la confusión y algo semejante al remordimiento se esparcieron por todas sus facciones. Se adelantó cadenciosamente hacia Frank, sonrió y hasta le hizo una reverencia cuando él le estrechó la mano.

—¡Es un placer ver amigos de casa! —dijo—. ¿Y cómo está usted, señor Frank? Tiene usted un aspecto magnífico. Si hubiese sabido que la señora Scarlett había salido con usted no me habría preocupado tanto, sabiendo que tenía quien la cuidase. Al volver aquí, me encuentro con que se ha marchado, y he andado tan loca como un pollo cuando le cortan la cabeza, pensando que ella iba por esta ciudad llena de esos asquerosos negros liberados. ¿Cómo fue que no dijo usted que iba a salir, nena? ¡Si estaba usted con un catarro...!

Scarlett hizo un significativo guiño a Frank y, a pesar de la angustia de éste por la mala noticia que acababa de oír, sonrió, viendo que ella le rogaba silencio y le hacía cómplice suyo en una agradable conspiración.

—Corre y prepárame ropa seca, Mamita —dijo Scarlett—. Y té bien caliente.

—¡Dios mío, y su vestido nuevo se ha estropeado! —gimió Mamita—. ¡Menudo trabajo voy a tener secándolo y cepillándolo para que pueda llevarlo esta noche a la boda!

Entró en la casa, y Scarlett se inclinó acercándose a Frank, y le dijo al oído:

—Venga usted a cenar esta noche. ¡Estamos tan solas! Y acompáñenos a la boda después. ¡Sea usted nuestro caballero! Y, se lo ruego, no diga usted nada a tía Pitty acerca de... acerca de Suellen. Le daría mucha pena, y no puedo soportar que ella sepa que mi hermana...

—¡No, no diré nada! —dijo Frank apresuradamente, asustado ante la idea.

—¡Ha sido usted tan bueno para mí hoy y me ha hecho tanto bien...! Seré valiente otra vez.

Le apretó la mano al despedirse, concentrando en él toda la batería artillera de sus ojos.

Mamita, que estaba esperándola junto a la puerta, le dirigió una mirada inescrutable y la siguió, respirando con dificultad, hasta el dormitorio.

Permaneció silenciosa mientras la despojaba de sus mojadas ropas, las fue colgando sobre las sillas y arropó a Scarlett en la cama. Cuando le trajo una taza de hirviente té y un ladrillo caliente envuelto en un trozo de franela, miró a Scarlett y le dijo en el tono más cercano a la excusa que jamás oyera Scarlett en su voz:

—Nenita, ¿por qué no dijo usted a su Mamita lo que se proponía? Entonces no hubiera tenido que arrastrarme hasta esta Atlanta. Estoy demasiado vieja y demasiado gorda para estos trotes.

—¿Qué quieres decir?

—Nenita, no puede usted engañarme. La conozco a usted. He visto la cara del señor Frank, y he visto la cara de usted y puedo leer lo que piensan como un pastor lee su Biblia. Y he oído lo que usted le dijo bajito sobre la señorita Suellen. Si se me hubiese pasado por el magín que a quien usted quería era al señor Frank, me habría quedado en casa, que es donde yo debía estar.

—Bueno —contestó Scarlett brevemente, encogiéndose bajo las sábanas y comprendiendo que era inútil tratar de despistar a Mamita—. ¿Quién creíste que era?

—Niña, no sé, pero no me gustó su cara ayer. Y me acordé de que la señorita Pittypat había escrito a la señora Mellie que ese pillastre de Butler tenía muchísimo dinero, y yo nunca olvido lo que oigo. Pero el señor Frank es un caballero, aunque no pueda presumir de guapo.

Scarlett le dirigió una mirada penetrante y Mamita se la devolvió con omnisciente calma.

—¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Ir a contárselo a Suellen? —Voy a ayudar a usted en todo lo que pueda para que guste al señor Frank —respondió Mamita, subiendo las ropas de la cama alrededor del cuello de Scarlett.

Scarlett permaneció quieta un rato mientras Mamita daba vueltas por la estancia. Era para ella un alivio que no hubiera ya necesidad de palabras entre ambas. No se le pedían explicaciones, no se le hacían reproches. Mamita había comprendido, y se callaba. En Mamita, Scarlett había encontrado a una mujer más realista que ella misma. Aquellos ojos moteados y cansados veían claro, con la directa percepción del salvaje y del niño, sin remordimientos de conciencia cuando se trataba de salvar a su «niña». Scarlett era su niña, y lo que a la niña se le antojaba, aunque perteneciese a otra, Mamita estaba dispuesta a ayudarla para conseguirlo. Los derechos de Suellen y de Frank no entraban en su mente, a no ser para causarle cierta risa ahogada. Scarlett estaba en apuros y hacía cuanto podía, y Scarlett era la hija de la señora Ellen. Mamita se puso de su parte sin un momento de vacilación.

Scarlett percibió este refuerzo silencioso, y, conforme el ladrillo caliente daba vida a sus pies, la luz de la esperanza que había renacido débilmente durante el frío trayecto de regreso se convirtió en una llama y penetró en todo su ser, haciendo que la sangre circulara por sus venas en fuertes borbotones. Las fuerzas le volvían, y con ellas una excitación nerviosa que le daba deseos de reír. «No estoy vencida aún», pensó jubilosa.

—Pásame el espejo, Mamita —le dijo.

—No saque afuera los hombros —ordenó Mamita, entregándole el espejo con una sonrisa en sus gruesos labios. Scarlett se miró en él. —Estoy tan blanca como un espectro —dijo— y mi pelo parece la cola de un caballo.

—No está usted tan linda como de costumbre.

—Hum... ¿Llueve mucho?

—A cántaros; ya lo sabe usted.

—Bueno, pero a pesar de eso tienes que ir al centro de la ciudad para un encargo.

—Yo no salgo con un tiempo así.

—Sí sales, o iré yo misma.

—¿Qué tiene usted que hacer que no pueda esperar? Me parece que ya ha hecho bastante por hoy. —Necesito —dijo Scarlett mirándose atentamente al espejo— una botella de agua de colonia. Podrás luego lavarme la cabeza y friccionarme con colonia. Y cómprame un tarrito de bandolina para sujetar el cabello.

—No voy a lavarle la
cabeza
en un día como éste y no voy tampoco a ponerle colonia en la cabeza como si fuese usted una mujer perdida. No lo haré mientras me quede un soplo de vida.

—Sí, mujer, mira en mi bolso, saca la moneda de oro de cinco dólares y vete a la ciudad. Y... Mamita, ya que vas allí, tráeme también un tarro de colorete.

—¿Y eso qué es? —preguntó Mamita con desconfianza.

Scarlett devolvió su mirada con una frialdad que estaba muy lejos de sentir. No había medio de saber hasta qué punto se podía dominar a Mamita.

—No te importa Tú lo pides y nada más.

—Yo no compro nada sin saber lo que es.

—Bueno, es pintura, ya que eres tan curiosa. Pintura para la cara. Y no te quedes ahí inflada como un sapo. Anda.

—¡Pintura! —prorrumpió Mamita—. ¡Pintura para la cara! ¡Bueno, no es usted tan mayor que no le pueda aún dar unos azotes! ¡En mi vida me he escandalizado tanto! ¡Ha perdido usted el juicio! ¡La señora Ellen se estará revolviendo en su tumba! ¡Pintarse como una...!

—Tú sabes muy bien que la abuela Robillard se pintaba. Y...

—Sí, y llevaba sólo una enagua y la humedecía en agua para que se pegase más y mostrase la forma de las piernas; pero ¡no va usted a hacer cosas así! Aquellos tiempos de cuando la vieja señora era joven eran escandalosos; pero los tiempos cambian y...

—¡Dios santo, basta ya! —exclamó Scarlett, perdiendo la paciencia y apartando a un lado las ropas de la cama—. ¡Ya te estás volviendo a Tara!

—No puede usted mandarme a Tara si yo no quiero ir. Soy libre —respondió Mamita, enardecida—. Yo me quedo aquí. Vuélvase usted a la cama. ¿Quiere usted pescar una pulmonía? ¡Deje usted ese corsé! Déjelo usted quieto, niña. Pero, señora Scarlett, yo no voy a ninguna parte con este tiempo. ¡Dios mío! Ahora sí que es usted lo mismo que su padre. ¡Vuélvase a la cama! Yo no puedo ir a comprar pintura. ¡Me moriría de vergüenza...; todo el mundo sabría que es para mi niña! Señora Scarlett, es usted tan preciosa que no necesita pinturas. Nenita, son cosas que no usan más que mujeres malas.

—Bueno, pero son las que consiguen lo que quieren. ¿No es verdad?

—Jesús, tener que oír esas cosas! ¡Querida, no diga cosas semejantes! Deje usted esas medias mojadas, niña. No puedo dejarla que vaya usted misma a comprar esas porquerías. La señora Ellen me atormentaría en mis sueños. Vuélvase a la cama. Iré yo. Miraré a ver si encuentro una tienda en donde no nos conozcan.

Aquella noche en casa de la señora Elsing, cuando Fanny se había casado ya y el viejo Levy y los demás músicos templaban sus instrumentos para el baile, Scarlett miró con placer en derredor suyo. ¡Era tan excitante para ella encontrarse nuevamente en una fiesta de esta índole! Se sentía satisfecha de la calurosa acogida que se le había dispensado. Cuando entró en la casa del brazo de Frank, todo el mundo se había precipitado hacia ella con gritos de alegría y de bienvenida. La besaron, le dieron fuertes apretones de mano, le dijeron cuánto la habían echado de menos y le aseguraron que no debía volver nunca a Tara. Los hombres parecían haber olvidado que ella había tratado de destrozar sus corazones en otros tiempos, y las chicas, que había hecho lo posible por quitarles sus novios y pretendientes. Incluso la señora Merriwether, la señora Whiting, la señora Meade y otras damas de edad que se habían mostrado frías con ella durante los últimos días de la guerra, olvidaron su conducta ligera y su propia desaprobación y recordaron sólo que Scarlett había sufrido mucho en la derrota común y que era la sobrina de la señorita Pittypat y la viuda de Charles. La besaron y le hablaron con gentileza, lamentaron con lágrimas en los ojos la muerte de su querida madre, y le preguntaron extensamente por su padre y por sus hermanas. Todos pedían noticias de Melanie y Ashley, y querían saber por qué no habían regresado a Atlanta.

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