Lo que el viento se llevó (98 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

A pesar del placer que le causaba tal acogida, Scarlett sentía una vaga inquietud, que trató de disimular, acerca del aspecto de su vestido de terciopelo. Éste estaba todavía húmedo hasta las rodillas y manchado por el borde, a despecho de los frenéticos esfuerzos que Mamita y la cocinera hicieron con una tetera de agua hirviendo, un cepillo limpio y grandes sacudidas ante la encendida chimenea. Scarlett temía que alguien notase tales detalles y adivinase que éste era el único vestido decente que poseía. No obstante, la consolaba un poco pensar que muchos de los vestidos que llevaban otras invitadas tenían mucho peor aspecto que el suyo. Eran antiguos y la mayoría de ellos revelaban haber sido recientemente remendados y planchados. Por lo menos, el vestido de Scarlett estaba completo y era nuevo, por mojado que estuviese. En verdad, era el único vestido nuevo que se vio en la ceremonia, exceptuando el satinado vestido de novia de Fanny.

Recordando lo que tía Pitty le había dicho acerca de las finanzas de los Elsing, tenía curiosidad por saber de dónde había salido el dinero para el vestido y para las decoraciones, refrescos y música, que les debieron costar un pico. Dinero prestado, probablemente, a menos que todos los parientes de Elsing hubiesen cotizado para hacer que Fanny pudiese casarse con cierto esplendor. Tales bodas, en tiempos tan difíciles, parecían a Scarlett un despilfarro comparable a las lápidas para los hermanos Tarleton, y experimentaba la misma irritación y la misma ausencia de compasión que sintió cuando estuvo en el minúsculo cementerio de los Tarleton. Los tiempos en que se gastaba el dinero a manos llenas habían pasado. ¿Por qué persistían las gentes en llevar el tren de vida de antaño cuando los tiempos eran ahora tan distintos?

Pero dejó de lado este momentáneo enojo. Después de todo, el dinero no era suyo y no quería que las necesidades de los demás le estropeasen el atractivo de la velada.

Descubrió que conocía muy bien al novio, que era Tommy Wellburn, de Sparta, a quien ella había cuidado en 1863, cuando estaba herido en un hombro. Era, entonces, un guapo chico de metro ochenta de altura y había abandonado sus estudios de medicina para irse a la guerra, a servir en la Caballería. Ahora parecía un viejecito, encorvado como había quedado por una herida en la cadera. Caminaba con cierta dificultad y, como había observado tía Pittypat, tenía que abrir las piernas de un modo muy desagradable. Pero parecía no darse cuenta de su apariencia, o no le importaba, y su actitud era la de un hombre que no necesita ayuda de nadie. Había abandonado toda esperanza de continuar sus estudios y era ahora contratista, disponiendo de una cuadrilla de irlandeses que construían el nuevo hotel. Scarlett se preguntó cómo se las arreglaba para realizar ese trabajo tan penoso, pero se calló comprendiendo que nada es imposible cuando la necesidad apremia.

Tommy y Hugh Elsing y el pequeño Rene Picard, que parecía un mico, estuvieron charlando mientras se retiraban las sillas y los muebles junto a la pared como preparativo para el baile. Hugh no había cambiado desde que lo vio en 1862... Era todavía el mismo muchacho delicado, con el mismo ricito de pelo castaño claro colgando sobre la frente y las mismas manos finas, visiblemente inútiles para el trabajo manual, que ella recordaba tan bien. Pero Rene había cambiado desde aquel permiso que obtuvo cuando se casó con Maybelle Merriwether. Todavía conservaba en sus ojos la malicia francesa y el ímpetu vital de los criollos; pero, a pesar de sus fáciles risotadas, había en su fisonomía cierta dureza que no tenía en los primeros días de la guerra. Y el aire de refinada elegancia que lo impregnaba cuando lucía su elegante uniforme de zuavo había desaparecido.

—¡Mejillas como la rosa, ojos como la esmeralda! —dijo con su perceptible acento francés al besar la mano de Scarlett, rindiendo homenaje a los afeites que animaban el rostro de la joven—. Tan linda como cuando la vi por vez primera en el bazar de caridad. ¿Se acuerda? No he olvidado nunca cómo echó su anillo de boda en mi cestita. ¡Ésa sí que fue una actitud valiente! Pero jamás creí que aguardaría usted tanto tiempo por otro anillo.

Sus ojos chispearon picarescamente, mientras daba un codazo en las costillas de Hugh.

—Y jamás creí yo que usted fuera a guiar el carro de una pastelería, Rene Picard —replicó ella. En vez de sentirse avergonzado de que sacasen a relucir su degradante ocupación, Rene pareció complacido y se rió a grandes carcajadas, dando palmadas en la espalda a Hugh.


Touché!
—exclamó, como en un asalto de esgrima—.
Ma bellemère,
la señora Merriwether, me obliga a hacerlo. Es el primer trabajo que he hecho en toda mi vida; ¡yo, Rene Picard, que pensaba llegar a viejo criando caballos de carreras y tocando el violin! Ahora conduzco el carro de la pastelería, ¡y me divierte! La señora Merriwether es capaz de conseguir que cualquier hombre haga lo que ella quiera. Debiera haber sido general: hubiéramos ganado la guerra, ¿eh, Tommy?

«¡Parece mentira —pensó Scarlett— que le divierta la idea de ser carretero cuando su familia era dueña de más de quince kilómetros de terreno a lo largo del río Mississippi y tenía además una gran casa en Nueva Orleans!»

—Si hubiéramos tenido a nuestras suegras en nuestras filas, hubiéramos vencido a los yanquis en una semana —convino Tommy dirigiendo los ojos a la orgullosa figura de su nueva madre política—. La única razón por la que resistimos tanto fue, sencillamente, porque las mujeres en la retaguardia no nos dejaban darnos por vencidos.

—¡Y ellas
nunca
se darán por vencidas! —añadió Hugh, con una sonrisa orgullosa, pero algo forzada—. No hay aquí esta noche ni una sola mujer que se haya rendido, a pesar de lo que hayan podido hacer en Appomattox
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los hombres de su familia. La cosa es mucho peor para ellas que para nosotros. Siquiera nosotros nos desahogamos combatiendo.

—Y ellas odiando —completó Tommy—, ¿verdad, Scarlett? A las mujeres les es mucho más doloroso ver hasta dónde han descendido los hombres de su familia y sus amigos que a nosotros mismos. Hugh iba a ser juez. Rene iba a tocar el violin ante las testas coronadas de Europa. —Bajó la suya cuando Rene le amenazó con asestarle un puñetazo—. Yo iba a ser médico. Y ahora...

—¡Que nos den tiempo! —exclamó Rene—. ¡Entonces me verán a mí de príncipe de los pasteles del Sur! Y a mi amigo Hugh, de rey de las astillas, y tú, Tommy, serás amo de esclavos irlandeses en vez de esclavos negros. ¡Qué cambio! ¡Qué divertido! Y a ustedes, ¿cómo les va, Scarlett? ¿Y Melly? ¿Ordeñan las vacas, recogen el algodón?

—¡Ciertamente que no! —contestó Scarlett con la mayor sangre fría, incapaz de comprender cómo Rene podía aceptar alegremente su ruina—. Nuestros negros lo hacen.

—He oído que Melly le puso a su hijo el nombre de Beauregard. Dígale que a mí me parece muy bien y que, a excepción de Jesús, no existe nombre mejor.

Y, aunque se sonreía, sus ojos relucieron de orgullo al mencionar el nombre del denodado héroe de Luisiana.
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—Bueno, existe el nombre de Robert Edward Lee —observó Tommy—. Y, aunque no trato de menguar la reputación del «Viejo Beau», mi primer hijo habrá de llamarse Bob Lee Wellburn. Rene rió y se encogió de hombros.

—Voy a contarles una anécdota, que es una historia auténtica. Y verán ustedes lo que nuestros criollos piensan acerca de nuestro bravo Beauregard y de vuestro general Lee. En el tren, cerca de Nueva Orleans, un virginiano, es decir, un partidario del general Lee, se encontró con un criollo de las tropas de Beauregard. Y el virginiano habló y habló de que el general Lee hizo esto y el general Lee dijo esto otro. Y el criollo, muy cortés, frunció el ceño como si tratase de recordar, y luego se sonrió y dijo: «¿Lee? ¡Ah, sí! ¡Ahora ya sé! ¡El general Lee! ¡Ese hombre de quien habla tan bien el general Beauregard!»

Scarlett trató de participar cortésmente en la hilaridad general, pero no veía al cuento gracia alguna, exceptuando la de que los criollos eran gentes tan vanidosas como las de Charleston y Savannah. Además, siempre opinó que el hijo de Ashley debió haber llevado el mismo nombre que su padre.

Los músicos, después de los discordantes sonidos preliminares, comenzaron a tocar
El viejo Dan Tucker,
y Tommy se volvió hacia ella.

—¿Quiere usted bailar, Scarlett? Yo no puedo tener ese gusto, pero Hugh o Rene...

—Lo siento, no bailo —dijo ella—, guardo luto por mi madre.

Sus ojos buscaron los de Frank y le hicieron levantarse de su asiento al lado de la señora Elsing.

—Me sentaré en aquella salita si me trae usted algunos refrescos, y entonces podremos charlar a gusto —le dijo a Frank.

Mientras él corría a traerle una copa de vino y una rebanada de bizcocho fina como un papel, Scarlett tomó asiento en la alcoba que había al final del salón y se arregló cuidadosamente la falda para que no se viesen las manchas mayores. Los humillantes acontecimientos de aquella mañana, con Rhett, quedaron lejos de su mente, borrados por la excitación de ver a tanta gente y oír música otra vez. Mañana pensaría en el comportamiento de Rhett y en su propia vergüenza y volvería a retorcerse otra vez. Mañana se preguntaría si había hecho alguna impresión en el corazón herido y maltrecho de Frank. Pero no esta noche. Esta noche vivía, la vida le desbordaba hasta por las puntas de los dedos, todos sus sentidos estaban tensos de esperanza y sus ojos fulguraban.

Desde la alcobita, miró el enorme salón y contempló a los que bailaban, acordándose de cuan hermosa era esa estancia cuando ella fuera a Atlanta por primera vez. Entonces, el piso de parqué brillaba como el vidrio y, por encima, la gran lámpara, con sus centenares de pequeños prismas, recogía y reflejaba todos los destellos de sus velas, lanzándolos otra vez en forma de diamantes, zafiros y rubíes por toda la sala. Los viejos retratos de las paredes mostraban su dignidad y cortesía y parecían mirar a sus huéspedes con aire de amable hospitalidad. Los sofás de palo de rosa eran mullidos y acogedores, y uno de ellos, el más ancho, había ocupado el lugar de honor en la salita en donde ella se sentaba ahora. Era el asiento favorito de Scarlett en todas las fiestas. Desde aquel sitio se divisaba el prolongado panorama del salón y del comedor antiguo, con la mesa ovalada de caoba a la que podían sentar veinte comensales, con veinte sillas de esbeltas patas arrimadas a las paredes, la maciza consola y el aparador cargado de pesada plata y de candelabros de siete brazos, vasos, vinagreras, jarras, botellas y relucientes copitas. ¡Scarlett se había sentado con tanta frecuencia en ese sofá durante los primeros años de la guerra, siempre con algún oficial guapo junto a ella, y había escuchado tantas veces los sonidos del violín y del violoncelo, del acordeón y del banjo, así como los crujidos que los pies de los bailarines producían sobre el encerado y pulido piso! Ahora, la gran lámpara colgaba sin luces. Estaba torcida y estropeada, y la mayor parte de sus cristalinos prismas se hallaban rotos, como si los ocupantes yanquis hubiesen hecho de aquella obra de arte un blanco para sus botas. Ahora sólo una lámpara de petróleo y unas cuantas velas alumbraban la estancia, y era la llameante y chisporroteante leña en la amplia chimenea la que proporcionaba más claridad. Su inquieto resplandor permitía ver hasta qué punto el piso estaba ahora irremediablemente deteriorado, estriado y astillado. Los oscuros rectángulos en el desteñido papel de las paredes evidenciaban que en otros tiempos colgaban allí bellos cuadros y retratos de familia, y las anchas grietas del estuco rememoraban el día en que una granada estalló en la casa durante el sitio, destrozando parte del tejado y del segundo piso. La pesada mesa de caoba, con sus botellas de cristal tallado, todavía presidía el espacioso comedor, pero estaba toda arañada, y sus rotas patas delataban improvisadas reparaciones. El aparador, la plata y las esbeltas sillas habían desaparecido. Faltaban también los cortinajes de damasco amarillo oscuro que cubrían las arqueadas ventanas al extremo de la estancia, y solamente quedaban restos de los visillos de encaje, limpios, pero visiblemente zurcidos.

En lugar del viejo sofá curvado que tanto le gustaba, había un duro banco poco confortable. Se sentó en él con la mejor voluntad posible, deseando que su falda estuviese suficientemente presentable para poder bailar. ¡Qué agradable sería poder bailar otra vez! Pero, por supuesto, más podía hacer con Frank, en esta retirada alcobita que girando por el salón, ya que aquí podía aparentar escuchar fascinada su conversación y alentarle a dar nuevos vuelos a su fantasía.

Pero la música era ciertamente incitante. Su zapatito marcaba nostálgicamente el compás al ritmo del pesado pie del viejo Levy, que pulsaba un banjo y anunciaba las figuras de la «danza de los lanceros». Los pies se arrastraban, siseaban y repiqueteaban en el suelo conforme las dos filas de bailarines avanzaban la una hacia la otra, retrocedían y giraban para formar un pasillo arqueando los brazos.

El viejo Dan Tucker se bebió un azumbre (Media vuelta a la pareja) ¡Se cayó en el fuego y apagó la lumbre! (Más ligeras, señoritas)

Después de los monótonos y agotadores meses en Tara, era agradabilísimo oír otra vez la música y el ruido de pies que bailaban, muy grato ver rostros familiares que se reían a la débil luz, repitiendo antiguas bromas y chistes, conversando, discutiendo y flirteando. Era como volver a la vida después de estar muerta. Casi le parecía que habían regresado los antiguos tiempos. Si al menos pudiese cerrar los ojos y no ver los raídos y reformados vestidos, las remendadas botas masculinas y zapatitos femeninos; si al menos su imaginación no evocase las fisonomías de los muchachos que ahora no tomaban parte en los «lanceros», casi podría pensar que nada se había alterado. Pero mientras contemplaba a los viejos agrupados en el comedor junto al frasco de vino, a las matronas que se alineaban a lo largo de la pared cuchicheando tras sus manos faltas de abanicos, y a los bailarines que se agitaban, se le ocurrió la idea repentina de que todo estaba tan cambiado como si aquellas familiares figuras fuesen fantasmas.

Parecían iguales, pero eran diferentes. ¿Por qué? ¿Era sólo que todos tenían cinco años más? No, era algo más que el mero transcurso del tiempo. Algo les faltaba, a ellos y a su mnundo. Cinco años antes, una sensación de seguridad los envolvía tan completa y suavemente que ni siquiera se percataban de ella. A su amparo habían florecido. Ahora se había disipado, y con ella la emoción de antaño, la sensación de que les aguardaba algo delicioso y excitante a la vuelta de la esquina, el antiguo hechizo de su manera de vivir.

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