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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (94 page)

Scarlett bajó la vista y vio la morena mano de él apretar la suya. —¡Creí que nunca, nunca podría perdonarle! Pero cuando tía Pitty me dijo ayer que usted... que podrían matarlo..., la cosa fue tan repentina que yo... yo...

Le miró a los ojos con mirada rápida e implorante, y en ella supo poner toda la agonía de un corazón destrozado.

—¡Oh, Rhett, me moriría si lo ahorcasen! ¡No podría resistirlo! ¿No comprende que yo...? Y, no pudiendo ya sostener el candente brillo de los ojos de Rhett, los suyos bajaron otra vez.

«Dentro de un momento voy a echarme a llorar —pensó, en un frenesí de sorpresa y de excitación—. ¿Lloro o no? ¿Qué parecería más natural?»

Él saltó:

—¡Pero, Scarlett! ¿Acaso quiere decir que usted...?

Y sus manos oprimieron tan fuertemente las de ella, que le hicieron daño.

Cerró los ojos con fuerza, tratando de hacer brotar las lágrimas; pero se acordó de que debía volver la cabeza un poco para que él pudiese besarla fácilmente. Ahora, dentro de un instante, se juntarían con los suyos los labios de Rhett, esos labios persistentes y duros que recordó de pronto con una avidez que la hizo sentirse débil. Pero él no la besó. La desilusión desazonó extrañamente a Scarlett. Abrió los ojos un tanto, mirándole de reojo. La negra cabeza de Rhett estaba inclinada sobre sus manos. Mientras ella lo miraba, él le tomó una y la besó, y colocó la otra junto a su mejilla un momento. Este gesto dulce y amoroso, cuando ella esperaba cierta violencia, la sorprendió. Se preguntaba qué expresión tendría el rostro de Rhett pero no podía averiguarlo, porque él tenía la cabeza agachada.

Scarlett bajó la vista prontamente por miedo a que Rhett se incorporase y viese la expresión de su propia fisonomía. Sabía que la sensación de triunfo que la invadía había de delatarla. De un momento a otro, él le propondría matrimonio, o por lo menos diría que la amaba, y entonces... Mientras lo contemplaba a través del velo de sus pestañas, él le volvió la mano con la palma hacia arriba para besarla también y, de pronto, sofocó una exclamación de asombro. Scarlett se fijó en su propia mano y, por primera vez en un año, cayó en la cuenta del aspecto que tenía. Un terror frío se apoderó de ella. Era la mano de un extraño, no la de Scarlett O'Hara, suave, blanca, con hoyitos, una mano de princesa. Esa mano era áspera, estaba quemada por el sol y salpicada de pecas. Las uñas eran irregulares, estaban rotas en algunos dedos, y la palma estaba cubierta de callos. En el pulgar había todavía una ampolla a medio cicatrizar. Otra cicatriz roja, producida por grasa hirviendo el mes anterior, hacía un efecto desagradable. Ella la miró con horror y, sin pensar en nada, cerró el puño.

Pero él no levantó aún la cabeza. La obligó inexorablemente a abrir el puño y observó su palma. Cogió la otra mano y las juntó en silencio sin dejar de examinarlas.

—Míreme —dijo él al fin, con voz muy queda—. Y no ponga esa expresión de niña candorosa.

Aun en contra de su voluntad, Scarlett se vio obligada a mirarle. Los ojos de ella expresaban desconcierto y desafío. Los de Rhett brillaban con intensidad bajo las cejas enarcadas.

—Conque han prosperado mucho en Tara, ¿verdad? Sacaron tanto dinero del algodón que ahora puede usted ir por ahí de viaje. ¿Qué labor manual ha estado usted haciendo...? ¿Arando?

Ella trató de retirar las manos; pero él las tenía cogidas fuertemente, pasando sus pulgares sobre las callosidades.

—Éstas no son las manos de una dama —dijo, soltándolas sobre el regazo de Scarlett.

—¡Oh, cállese! —exclamó Scarlett, sintiendo un instantáneo e intenso alivio al poder ya hablar sin fingimientos—. ¿Qué le importa a usted lo que yo haga con mis manos?

«¡Qué imbécil soy! —pensó vehementemente—. Debí haber cogido los guantes de tía Pitty. Pero no me di cuenta de que mis manos estaban tan estropeadas. Y, claro, él tenía que advertirlo. Y, ahora me he encolerizado y seguramente lo he echado todo a perder. ¡Y que haya sucedido esto cuando estaba ya a punto de declararse!»

—Ciertamente, sus manos nada me importan —dijo Rhett fríamente, recostándose hacia atrás en la silla con la más indiferente expresión en sus facciones.

Iba a ser difícil tratar con Rhett. Ella tenía que resignarse sumisamente, le gustase o no, si pretendía convertir su derrota en victoria. Acaso hablándole con dulzura...

—Me parece muy poco galante meterse con mis pobres manos. Sólo porque guié un coche la semana pasada sin ponerme guantes y se me estropearon...

—¿Un coche? ¡Un cuerno! —contestó él, en el mismo tono tranquilo—. Ha estado usted trabajando con esas manos, y trabajando como un negro. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué me mintió diciendo que todo iba muy bien en Tara?

—Mire, Rhett...

—Vamos a ser francos. ¿Cuál es el verdadero objeto de su visita? Casi llegué a persuadirme, viendo sus coqueterías, de que yo le importaba algo y que me compadecía usted.

—¡Oh, Rhett, me da usted tanta lástima...!

—¡Qué le voy a dar lástima! Por lo que a usted respecta, me pueden colgar más alto que un campanario. Eso está escrito claramente en su cara, lo mismo que la dura faena está escrita en sus manos. Usted necesita algo de mí, y lo necesita tanto que no ha vacilado en montar una obra teatral. ¿Por qué no acudió a mí abiertamente diciéndome de qué se trataba? Hubiera tenido muchas más probabilidades de conseguirlo, porque, si hay una virtud que yo aprecie en la mujer, es la franqueza. Pero no; ha tenido usted que venir agitando los pendientes y haciendo pamplinas y gestos como una prostituta con un posible cliente.

No levantó un ápice su voz al decir estas palabras ni las subrayó en nada; pero para Scarlett sonaron como un trallazo y comprendió con desesperación que ya no le quedaba la menor esperanza de matrimonio. Si Rhett hubiese estallado de cólera y de vanidad herida y la hubiese insultado, como otros hombres hubieran hecho, ella habría podido manejarlo. Pero la tranquilidad de su tono la incapacitaba para pensar en otro camino que tomar. Aunque él estaba preso y los yanquis estaban en la sala contigua, se le ocurrió súbitamente que Rhett Butler era un hombre de quien resultaba muy peligroso burlarse.

—Veo que mi memoria se debilita. Debí acordarme de que usted era lo mismo que yo, y que nunca hace nada sin un motivo. Ahora vamos a ver. ¿Qué planes secretos tenía usted, señora Hamilton? ¿Es posible que estuviese usted tan mal informada que creyese que yo iba a pedirla en matrimonio?

El rostro de Scarlett enrojeció. Pero no contestó.

—¿Ha olvidado usted mi repetidísima afirmación de que yo no soy de los hombres que se casan?

Al no contestar ella, él le dijo con súbita violencia:

—¿Lo ha olvidado usted? ¡Contésteme!

—No lo he olvidado —contestó ella, abrumada.

—¡Qué espíritu de jugador tiene usted, Scarlett! —exclamó él con burla—. Especuló con la probabilidad de que mi encarcelamiento, al aislarme de toda compañía femenina, me afectara de tai modo que mordería el anzuelo como una trucha se zampa un gusanillo.

«Y eso es lo que hiciste —pensó Scarlett con interior enojo—, y si no hubiese sido por mis manos...»

—En fin; sabemos ya gran parte de la verdad, excepto sus móviles. A ver si puede usted decirme la verdad de por qué quería conducirme al matrimonio.

Vibraba ahora en su voz una nota suave, casi compasiva, y ella se rehízo un poco. Acaso no lo hubiese perdido todo aún. Por supuesto, se habían ido al diablo todas las esperanzas de boda; pero, aun en su desesperación, Scarlett se alegraba de ello. Había en aquel hombre impasible algo que la asustaba, y ahora la idea de casarse con él le producía terror. Pero, si ella era lista y lograba despertar su simpatía y sus recuerdos, podría quizá conseguir un préstamo. Puso en su rostro una expresión infantil y apaciguadora.

—¡Oh, Rhett...! ¡Podría usted ayudarme tanto, si fuese bueno!

—No hay nada que me complazca tanto como ser bueno.

—Rhett, en nombre de nuestra antigua amistad, quisiera que me hiciese un favor. —¡Ah! La dama de las manos callosas va a decirnos al fin su verdadero objetivo. Ya me parecía que eso de visitar a los enfermos y a los prisioneros no era papel adecuado para usted. ¿Qué necesita? ¿Dinero?

La rudeza de su pregunta eliminaba toda esperanza de preparar el terreno de manera sutil y sentimental.

—No sea usted tan crudo, Rhett —dijo ella en tono conciliatorio—. Sí, necesito algún dinero. Quisiera que me prestase trescientos dólares.

—¡La verdad al fin! Se habla de amor y se piensa en el dinero. ¡Qué femenino es esto! ¿De veras necesita usted mucho ese dinero?

—¡Oh, sí! Es decir, no de un modo terrible; pero me vendría muy bien.

—Trescientos dólares es una gran cantidad hoy en día. ¿Para qué los quiere?

—Para pagar las contribuciones sobre Tara.

—Así pues, quiere que le preste dinero. Bueno, puesto que habla usted de negocios, yo hablaré también como hombre de negocios. ¿Qué garantía me dará usted?

—¿Qué garantía...?

—Resguardo. Algo en prenda. Como es natural, yo no deseo perder ese dinero.

Su voz era ficticiamente suave, casi melosa; pero ella no lo notó. Acaso se arreglarían las cosas, después de todo.

—Mis arracadas.

—No me interesan las arracadas.

—Le daré una hipoteca sobre Tara.

—¿Y qué haría yo con una finca rústica?

—Podría usted... podría..., es una buena plantación. Y nada habría de perder usted. Yo le pagaría con el algodón del año próximo.

—No estoy muy seguro de ello.

Rhett se recostó hacia atrás con la silla y metió las manos en los bolsillos.

—El precio del algodón baja. Los tiempos son difíciles y el dinero anda escaso.

—¡Oh, Rhett! ¿Por qué me atormenta usted? ¡Usted que tiene millones!

Sus ojos reflejaron viva malicia al mirarla.

—De modo que todo va muy bien y no necesita mucho el dinero. Bueno, me alegro de saberlo. Es satisfactorio saber que nuestros amigos no carecen de nada.

—¡Oh, Rhett, por amor de Dios...! —comenzó ella a decir con desesperación, perdiendo ya todo dominio de sí misma. —Baje la voz. No querrá usted que los yanquis la oigan, supongo... ¿Nadie le ha dicho que tiene ojos de gato..., de un gato en la oscuridad?

—¡Rhett, por favor! Se lo diré todo. ¡Necesito tanto ese dinero! Mentí, mentí al decir que todo iba bien. Las cosas no pueden estar peor. Papá está..., está..., bueno, no es el mismo. Está muy raro desde que murió mamá, y no me puede ayudar en nada. Es como un niño. ¡Y no tenemos un solo peón para cultivar el algodón, y somos tantos a comer, trece personas! ¡Y los impuestos son tan elevados! Rhett, se lo contaré todo. ¡Oh, usted no sabe! ¡No puede saber! Durante un año hemos estado a punto de morirnos de hambre. Nunca teníamos bastante que comer, y es terrible irse a la cama con hambre y despertarse con hambre. Y carecemos de ropas de abrigo, y las pequeñas están siempre enfermas, y...

—¿De dónde sacó usted ese lindo vestido?

—Lo hice con las cortinas de mi madre —contestó ella, demasiado desesperada ya para ocultar su vergüenza—. Pude aguantar el hambre y el frío; pero, ahora, los recién llegados nos aumentan la contribución. Y hay que pagar el dinero en seguida. Y no tengo más que una moneda de oro de cinco dólares. ¡He de conseguir el dinero para los impuestos! ¿No lo comprende? Si no pago... perdemos Tara, y ¡no podemos perderla! ¡No puedo dejar que me la quiten!

—¿Por qué no me dijo todo esto desde el principia, en vez de jugar con mi susceptible corazón..., siempre débil en lo que concierne a las mujeres bonitas? No, Scarlett, no llore usted. Ha ensayado ya todo menos eso, y no creo poder aguantarlo. Mis sentimientos están ya muy heridos al descubrir que era mi dinero y no mi encantadora persona lo que le interesaba a usted.

Recordó ella que Rhett frecuentemente decía atrevidas verdades sobre sí mismo cuando hablaba con ironía..., burlándose de sí mismo tanto como de los demás. Le miró. ¿Realmente había herido sus sentimientos? ¿Estaba realmente enamorado de ella? ¿Había estado Rhett a punto de declararse antes de ver sus manos? ¿O preparaba solamente la odiosa proposición que ya le había hecho dos veces anteriormente? Si en verdad estaba enamorado de ella, podría apaciguarlo. Pero sus negros ojos la analizaban de una forma que no era la de un enamorado, mientras se reía plácidamente.

—No me satisface su garantía. No soy plantador. ¿Qué otra cosa tiene usted que pueda ofrecerme?

Había llegado finalmente el momento de la verdad. ¡A por todas! Aspiró una profunda bocanada de aire y le miró decididamente a los ojos, abandonando toda coquetería y toda pretensión, ya que su ánimo se disponía para enfrentarse con lo que más temía.

—Tengo... me tengo a mí misma. —El perfil de su mandíbula se contrajo casi hasta ponerse rígido y sus ojos se tornaron esmeraldas—. ¿Se acuerda usted de aquella noche en el pórtico de la casa de tía Pitty, durante el sitio? Usted dijo... usted dijo que me deseaba.

Él se echó hacia atrás con negligencia y miró el tenso rostro de Scarlett; pero su morena fisonomía era inescrutable. Algo pasó por sus ojos, mas nada dijo.

—Usted dijo... usted dijo que jamás había deseado a una mujer como me deseaba a mí. Si todavía me desea usted, seré suya, Rhett. Haré todo lo que usted me diga; pero, por amor de Dios, ¡escriba una orden de pago por esa suma! Siempre cumplo mi palabra. Le juro que no me volveré atrás. Le firmaré un documento, si quiere.

Él la miró extrañamente, siempre inescrutable. Mientras hablaba, Scarlett no podía adivinar si su proposición asqueaba o divertía a Rhett. ¡Si al menos él dijese algo! Sentía afluir la sangre a sus mejillas.

—Necesito el dinero muy pronto, Rhett. Si no, nos echarán a la calle, y ese maldito capataz que tuvo papá será el amo de aquello y...

—Un instante. ¿Por qué cree usted que la deseo todavía? ¿Qué le hace creer que vale trescientos dólares? La mayor parte de las mujeres no piden tanto.

Scarlett enrojeció hasta la raíz de sus cabellos. No podía humillarse más.

—¿Por qué hace eso? —prosiguió Rhett—. ¿Por qué no abandona la finca y se va a vivir en casa de la señorita Pittypat? La mitad de la casa es suya.

—¡Por amor de Dios! —exclamó ella—. ¿Cómo es usted tan insensato? No puedo permitir que Tara se pierda. Es nuestro hogar. No, no quiero perder Tara. ¡No, mientras me quede un soplo de vida!

—Los irlandeses —dijo él poniendo la silla en posición normal y sacándose las manos de los bolsillos— son la raza más especial que hay. ¡Ponen todo su interés en tantas cosas que no valen la pena! La tierra, por ejemplo. Pero ¡si cada trozo de terreno es igual a otro trozo cualquiera...! Bueno, vamos a aclarar la cuestión, Scarlett. Usted viene a mí con una proposición comercial. Yo le doy trescientos dólares y usted será mi amante.

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