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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (134 page)

—Ya lo sé —y en la oscuridad la señora Meade sonrió y deslizó su fina mano en la de su marido—. Pero casi preferiría que todo fuese verdad antes que ver en peligro un solo cabello de tu cabeza.

—Mujer, ¿sabes lo que estás diciendo? —gritó el doctor, estupefacto, ante el insospechado realismo de su mujer.

—Sí, lo sé. He perdido a Darcy y he perdido a Phil, y tú eres lo único que tengo; y, antes que perderte a ti, preferiría verte como parroquiano permanente de ese lugar.

—Estás delirando. No puedes saber lo que dices.

—¡Querido mío! —dijo la señora de Meade tiernamente, apoyando la cabeza en el brazo de su esposo.

El doctor resopló en silencio, le dio unas palmaditas en la mejilla y continuó:

—¡Y deberle el favor a ese Butler! La horca sería agradable comparada con eso. No, ni siquiera porque le debiera la vida podría ser amable con él. Su insolencia es enorme y su desvergüenza me hace saltar de ira. ¡Deber mi vida a un hombre que nunca sirvió en el Ejército!

—Melanie dice que se alistó después de la caída de Atlanta.

—Es mentira. Melanie es capaz de dar crédito a cualquier bandida, Y lo que no puedo comprender es por qué está haciendo todo esto, metiéndose en semejante jaleo. Siento decirlo, pero, vaya, siempre se ha hablado de él y de la señora de Kennedy. Los he visto, demasiado a menudo este año pasado, volviendo de pasear a caballo. Debe de haberlo hecho por ella.

—Si hubiera sido por Scarlett no hubiera movido una mano. Hubiera estado encantado de ver colgar a Frank Kennedy. Yo creo que ha sido por Melanie.

—Por Dios, ¿no querrás insinuar que haya habido nunca la menor cosa entre los dos?

—¡Oh, no seas tonto! Pero siempre le ha estimado mucho; sobre todo desde que procuró que canjearan a Ashley durante la guerra. Y debo decir en honor suyo que nunca se sonríe de ese modo tan desagradable cuando ella está delante. Es todo lo agradable y atento que puede... Sencillamente, un hombre distinto. Se podría decir, al ver cómo se porta con Melanie, que sería una persona decente si quisiera. Y ahora mi opinión sobre el porqué de lo que está haciendo es...

Hizo una pausa.

—Doctor, no te va a gustar mi idea.

—No me gusta nada de todo este asunto.

—Bien, pues yo creo que lo hace, en parte por Melanie, y en parte porque le parece una burla estupenda de todos nosotros. ¡Le hemos odiado tanto y se lo hemos demostrado tan a las claras! Y ahora os ha puesto en el dilema a todos vosotros: o bien decís que habéis estado en casa de esa mujer, avergonzándoos vosotros y vuestras mujeres delante de los yanquis, o decís la verdad y os cuelgan a todos. Y sabe muy bien que tendremos que quedarle agradecidos, a él y a su querida, y que casi preferiríamos que nos colgasen a deberles nada a ellos. ¡Oh, apostaría a que se está divirtiendo horrores!

El doctor refunfuñó:

—No parecía muy divertido cuando nos subió a esa casa, se lo aseguro.

—Doctor —la señora Meade vaciló—. ¿Qué aspecto tenía?

—¿Qué quieres decir?

—La casa de esa mujer. ¿Qué aspecto tiene? ¿Hay grandes candelabros de cristal? ¿Cortinas de terciopelo rojo y lunas de cuerpo entero biseladas y doradas por docenas? Y ¿dónde se... dónde se desnudan las muchachas?

—¡Santo Dios! —exclamó el doctor, que no podía dar crédito a sus oídos, pues nunca se había imaginado que la curiosidad de una mujer decente en lo que a sus hermanas menos virtuosas se refería fuera tan devoradora—. ¿Cómo puedes hacer unas preguntas tan indecorosas? No estás en tus cabales. Te voy a preparar un calmante.

—No quiero un calmante. Quiero saber. ¡Oh, querido, es la única ocasión que tengo de conocer qué aspecto tiene una casa de placer, y eres lo bastante mezquino para no decírmelo!

—No me fijé en nada. Estaba demasiado azorado al encontrarme en semejante lugar para darme cuenta de lo que me rodeaba —dijo el doctor muy serio, más desconcertado ante aquel nuevo aspecto del carácter de su mujer que lo había estado ante ninguno de los acontecimientos de la velada—. Y ahora perdóname. Voy a ver si duermo un poco.

—Bien, duérmete entonces —contestó ella con acento de desilusión. Y, al inclinarse el doctor para quitarse las botas, habló desde la oscuridad con renovada animación—: Espero que Dolly se lo haya sacado todo al viejo Merriwether, y ya me lo contará.

—¡Santo cielos, mujer! ¿Quieres hacerme creer que las mujeres honestas hablan de esas cosas entre ellas?

—Anda, acuéstate —dijo la señora de Meade.

Al día siguiente granizaba, pero el viento del anochecer invernal barrió las partículas heladas y detuvo su caída. Empezó a soplar viento frío. Envuelta en su abrigo, Melanie caminaba aturdida siguiendo a un extraño cochero que la había llamado misteriosamente, ante un coche cerrado parado delante de la casa. Al acercarse al coche se abrió la puerta y pudo ver a una mujer en su oscuro interior.

Inclinándose para mirar dentro, Melanie preguntó:

—¿Quién es? ¿No quiere entrar en casa? Hace tanto frío...

—Por favor, entre y siéntese conmigo un minuto —dijo desde las profundidades una voz apagada, íntima y azorada.

—¡Oh!, ¿es usted, señora Watling? —exclamó Melanie—. Deseaba tanto verla... Tiene usted que entrar en casa.

—No puedo hacer eso, señora Wilkes.

La voz de Bella Watling sonaba escandalizada.

—Entre usted aquí y siéntese un minuto conmigo.

Melanie entró en el coche, y el cochero cerró la puerta tras ella. Se sentó al lado de Bella y le tendió la mano.

—¿Cómo podré agradecerle nunca bastante lo que ha hecho hoy? ¿Cómo podrá ninguno de nosotros agradecérselo?

—Señora Wilkes, no ha debido usted mandarme esa nota esta mañana. No es que no me sienta orgullosa de haber recibido esa nota de usted, pero los yanquis podían haberla cogido. Y en cuanto a decir que iba usted a ir a verme para darme las gracias... Señora Wilkes, ¿se ha vuelto usted loca? ¡Qué ocurrencia! Vine, tan pronto como empezó a oscurecer, para decirle que no debe pensar en semejante cosa. Pero, ¿cómo usted.,.? ¿Cómo yo...? No estaría nada bien, en absoluto.

—¿No estaría bien en mí el ir a visitar y a dar las gracias a una taujer caritativa que ha salvado la vida de mi marido?

—Cállese, señora Wilkes; ya sabe usted lo que quiero decir.

Melanie permaneció un momento callada, molesta por la complicación. Sin embargo, la hermosa mujer, discretamente vestida, sentada en la oscuridad del coche, no hablaba ni parecía ser como ella se imaginaba que una mujer mala —la dueña de una casa de placer— debía hablar y debía parecer. Algo vulgar y amanerada, sí, pero amable y de buen corazón.

—Estuvo usted magnífica ante el preboste de la gendarmería, señora Watling. Usted y las otras (sus... muchachas) salvaron sin duda la vida de nuestros hombres.

—El señor Wilkes es el que estuvo magnífico. Yo no comprendo cómo pudo tenerse en pie y contar su historia, y tan fríamente como lo hizo. ¡Si sangraba como un cerdo cuando yo lo vi la otra noche! ¿Está ya mejor, señora Wilkes?

—Sí, muchas gracias. El doctor dice que la herida sólo ha interesado la carne y que únicamente ha perdido una gran cantidad de sangre. Esta mañana estaba muy aliviado a fuerza de brandy, sin lo cual no habría tenido fuerza para soportarlo todo tan bien. Pero fue usted, señora Watling, la que los salvó. Cuando se puso como loca y habló de los espejos rotos, ¡sonaba su voz de un modo tan convincente!

—Gracias, señora, pero yo creo que el capitán Butler lo hizo también estupendamente —dijo Bella con una nota de tímido orgullo en su voz.

—¡Oh, estuvo espléndido! —exclamó Melanie con calor—. Los yanquis no tuvieron más remedio que creer en su testimonio. ¡Estuvo tan admirablemente en todo! Nunca podré demostrarle bastante mi agradecimiento... Ni a ustedes tampoco. ¡Qué buenos son ustedes!

—Muchas gracias, señora Wilkes; era un placer para mí el hacerlo. Yo espero que no la molestaría mucho que yo dijese que el señor Wilkes era asiduo de mi casa. El nunca... ¿sabe usted?

—Sí, ya sé. No, no me molestó nada. ¡Le estoy tan agradecida!

—Apostaría que las otras señoras no me están agradecidas —dijo Bella con repentina amargura—. Y apostaría que tampoco lo están al capitán Butler. Apostaría que lo odian por esto más aún. Apostaría que será usted la única señora que me ha de dar las gracias. Apostaría que ni siquiera me mirarán si me encuentran en la calle. Pero no me importa. No me hubiera importado que colgasen a los maridos de todas ellas. Pero me importaba por el señor Wilkes. No se me ha olvidado lo delicada que estuvo usted conmigo, durante la guerra, en lo del dinero para el hospital. Ni una sola señora en toda la ciudad fue conmigo tan delicada como usted entonces. Yo nunca olvido una atención que me hacen. Y pensé que usted pudiera quedarse viuda con un niño, si ahorcaban al señor Wilkes... Y es tan mono su niño, señora Wilkes. Yo también he tenido un hijo y...

—¡Oh! ¿De veras? ¿Y vive en...?

—¡Oh, no! No está en Atlanta. No ha estado nunca aquí. Está fuera, en un colegio. No lo he visto desde que era pequeñín. Yo... Bueno, hablando de otra cosa, cuando el capitán Butler me pidió que mintiese para salvar a aquellos hombres, yo quise saber quiénes eran, y cuando oí que el señor Wilkes era uno de ellos, no vacilé. Les dije a las muchachas: «¡Os zurraré hasta mataros a todas si no ponéis un cuidado especial en asegurar que estuvisteis con el señor Wilkes todo el tiempo!»

—¡Oh! —dijo Melanie, aún más azorada al enterarse de la amenaza de Bella a sus muchachas—. ¡Eso es muy amable en usted y en ellas también!

—No más de lo que usted merece —repuso Bella con entusiasmo—. Pero no lo hubiera hecho por nadie más. Si hubiera sido por la señora Kennedy, no habría movido un dedo, aunque el capitán Butler dijese lo que quisiese.

—¿Por qué?

—Bien, señora Wilkes, la gente de nuestra profesión se entera de un montón de cosas. ¡Buen susto se llevarían muchas de vuestras encopetadas damas si tuviesen idea de todo lo que sabemos de ellas! Y esa señora no es buena, señora Wilkes. Mató a su marido, y a ese pobre chico Wellburn, lo mismo que si les hubiera disparado un tiro. Hizo que todo el mundo en Atlanta tuviera que hablar de ella, excitando a los negros y a la gentuza. Vamos, si ni una sola de mis muchachas...

—No debe usted decir esas cosas de mi cuñada —dijo Melanie con frialdad.

Bella puso una mano ansiosa en el brazo de Melanie, pero la retiró en seguida.

—Por favor, no me hable así, señora Wilkes. No podría sufrirlo, después de lo buena y cariñosa que ha sido conmigo. Se me olvidó que usted la quiere mucho; siento lo que he dicho. También siento mucho la muerte del pobre señor Kennedy. Era muy buena persona. Yo acostumbraba a comprarle algún género para mi casa y siempre me trató amablemente. Pero la señora Kennedy, sencillamente, no es de la misma categoría que usted, señora Wilkes. Es una mujer sumamente fría, y cuando lo pienso no puedo impedir que... Bueno: ¿cuándo será el entierro del señor Kennedy? —Mañana por la mañana. Pero está usted equivocada en lo que piensa de la señora Kennedy. En estos mismos momentos está postrada por el dolor.

—Tal vez —dijo Bella con evidente incredulidad—. Ea, tengo
qué
marcharme. Tengo miedo de que alguien pueda reconocer este Éoche si estoy aquí más tiempo. Y si alguna vez me encuentra usted en la calle no necesita usted hablarme, señora Wilkes. Yo me hago cargo.

—Me sentiré orgullosa de hablar con usted, orgullosa de deberle un favor. Y espero que nos volveremos a ver.

—No —repuso Bella—, no estaría bien. Buenas noches.

47

Scarlett estaba sentada en su alcoba, picando de la bandeja que Mamita le había llevado y escuchando el viento que rugía fuera. La casa estaba aterradoramente tranquila, más tranquila aún que unas horas antes, cuando Frank yacía en el salón. Entonces se oían pasos de puntillas, voces apagadas, cuchicheos compasivos de los vecinos y, de vez en cuando, los sollozos de la hermana de Frank, que había llegado de Jonesboro para el funeral.

Pero ahora la casa estaba envuelta en silencio. Aunque su puerta estaba abierta, no se podía oír ningún ruido en el piso de abajo. Wade y la pequeñina estaban en casa de Melanie desde que el cuerpo de Frank fue llevado a la casa, y Scarlett echaba de menos el ruido de los pasos del niño y el ronroneo de Ella. Había una tregua en la cocina y no llegaba a Scarlett el ruido de las disputas de Peter, Mamita y Cookie. Y tía Pitty, en la biblioteca, se mecía en la chirriante mecedora en consideración al dolor de Scarlett.

Nadie había ido a sus habitaciones, creyendo que quería que la dejasen a solas con su pena; pero estar a solas con su pena era lo último que Scarlett deseaba. Si sólo hubiera sido pena lo que la abrumaba, la hubiera soportado como había soportado otras. Pero, además de su aturdimiento por el golpe de la muerte de Frank, había en ella temor y remordimiento y el tormento de una conciencia recién despierta. Por primera vez en su vida lamentaba alguno de sus actos, y lo lamentaba con un temor supersticioso que parecía envolverla y que la hacía lanzar largas miradas de reojo al lecho en el cual había reposado con Frank.

Había matado a Frank, lo había matado lo mismo que si hubiese sido suyo el dedo que oprimió el gatillo. Él le había suplicado que no saliera sola, pero ella no le había hecho caso. Y ahora estaba muerto por culpa de su terquedad. Dios la castigaría por eso. Pero había sobre su conciencia otro delito más terrible aún y más abrumador que haber causado su muerte, un delito que no la había turbado nunca hasta que contempló su rostro inmóvil en el ataúd. Había algo desesperado y patético en aquel rígido rostro que la acusaba. Dios la castigaría por haberse casado con él, cuando a quien él amaba realmente era a Suellen. Tendría que inclinarse ante el juicio de Dios y responder por aquella mentira que le había dicho cuando él volvía del campamento yanqui en su calesa.

Era inútil que se dijese ahora que el fin justifica los medios, que las circunstancias la habían impelido a engañarle, que dependía de ella el destino de demasiada gente para haberse parado a considerar los derechos que a la felicidad tenía Suellen ni los que tenía él. La verdad se irguió, poderosa, y tuvo que inclinarse ante ella. Se había casado con él fríamente, y fríamente se había valido de él. Y le había hecho desgraciado durante los últimos seis meses cuando podía haberle hecho muy feliz. Dios la castigaría por no haber sido mejor para él, la castigaría por todas sus bravatas, y sus pullas, y sus riñas tempestuosas, y sus indirectas malintencionadas para enajenarle amistades y avergonzarlo con la construcción del salón, el manejo de las serrerías y el contrato de los presidiarios.

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