Lo que el viento se llevó (130 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

El saloncito de Melanie estaba tan tranquilo como todas las noches que Frank y Ashley salían y las mujeres se reunían a coser. La llama de la chimenea daba a la habitación alegría y calor. Una lámpara, colocada sobre la mesa, bañaba con suave luz las cuatro cabezas inclinadas sobre la labor. Cuatro faldas se extendían decorosamente sobre ocho piececitos cómodamente posados en los cojines. La tranquila respiración de Wade, Ella y Beau se oía a través de la entornada puerta del cuarto de los niños. Archie, sentado en un taburete al lado del hogar, con la espalda apoyada en la chimenea, con la boca distendida por el continuo masticar tabaco, trabajaba con su cuchillo un pedazo de madera. El contraste entre el sucio y despeinado anciano y las cuatro pulcras y estiradas señoras era tan grande como si él fuera un perro pardo, viejo y gruñón y ellas cuatro gatitos blancos.

La dulce voz de Melanie tenía un leve matiz de indignación al relatar la reciente salida de tono de las damas arpistas. Estas señoras, no habiendo conseguido llegar a un acuerdo con el Club de Caballeros Aficionados a la Música, a propósito del programa de su próximo recital, habían ido a ver a Melanie aquella tarde con la pretensión de rescindir el contrato. Había sido necesaria toda la diplomacia de Melanie para hacerlas desistir.

Scarlett, excitada, hubiera querido poder gritar: «¡Cállate ya con las damas arpistas!». Estaba deseando contar su terrible aventura, relatarla con todo detalle y aliviar así sus temores, atemorizando a las demás. Quería explicar lo valiente que había sido, para convencerse escuchando sus propias palabras de que efectivamente había sido valiente. Pero, cada vez que sacaba esta conversación, Melanie, hábilmente, la desviaba. Esto irritaba a Scarlett sobre toda ponderación. Melanie era tan egoísta como Frank.

¿Cómo los dos podían estar tan tranquilos cuando a ella le acababa de ocurrir una cosa tan terrible? ¿Cómo podían negarle la satisfacción de hablar de ello? Los acontecimientos de aquella tarde la habían agitado más de lo que ella misma quería reconocer. Cada vez que se acordaba de aquel perverso rostro negro que la espiaba desde las sombras en el oscuro sendero del bosque se estremecía. Cuando ptensaba en aquella negra mano en su pecho, y en lo que hubiera podido ocurrir si gran Sam no hubiese llegado, bajaba la cabeza y cerraba los ojos apretándolos fuertemente. Cuanto más tiempo llevaba sentada en el tranquilo saloncito, procurando coser, más tensos se ponían sus nervios. Sentía que de un momento a otro los iba a oír estallar con el mismo chasquido que produce la cuerda de un banjo al romperse.

El ruido que hacía Archie tallando su madera la molestaba; lo miró, pues, ceñuda. De pronto, se le ocurrió pensar que era raro que él estuviese allí sentado, trabajando su trozo de madera; generalmente, durante aquellos atardeceres en que le tocaba la guardia, solía estar tumbado en el sofá, durmiendo y roncando tan violentamente, que su larga barba saltaba sobre su pecho a cada ronquido. Aún le pareció más raro que ni Melanie ni India le hubiesen rogado que pusiera un papel en el suelo para recoger las virutas. La alfombra de delante de la chimenea estaba cubierta de pedacitos de madera, pero no parecían haberse dado cuenta de ello.

Mientras Scarlett lo miraba, él se volvió rápidamente hacia el hogar y escupió con tal violencia el tabaco que tenía en la boca, que India, Melanie y Pittypat se sobresaltaron como si hubiese estallado una bomba.

—¿Necesita hacer tanto ruido al escupir? —dijo India, con voz tan alterada, que Scarlett la miró sorprendida pues India era siempre un modelo de ecuanimidad.

Archie la miró tranquilamente.

—Confieso que sí —dijo, y escupió otra vez. Melanie miró a India con mirada de reconvención.

—Siempre me he alegrado de que el pobre papá no mascase tabaco —empezó a decir Pitty; pero Melanie frunció el ceño y le dijo las palabras más duras que Scarlett recordaba haberle oído nunca.

—¡Oh, cállate, tía! ¡Qué poco tacto tienes!

—¡Por Dios, querida! —dijo Pittypat, dejando caer la labor sobre su regazo—. No comprendo lo que os pasa a todas esta noche. Parecéis tan excitadas como si os estuviesen pinchando.

Nadie contestó. Melanie ni siquiera se disculpó por su brusquedad y, dominándose, volvió a su labor.

—Estás haciendo unas puntas larguísimas—. Tendrás que deshacerlo todo. Pero ¿quieres decirme qué es lo que os pasa?

Melanie siguió sin contestar.

«¿Les ocurriría algo?», se preguntaba Scarlett. ¿Había estado tan absorta en sus propios temores que no se habría dado cuenta? Sí; pese a los esfuerzos de Melanie para hacer que aquella velada pareciese una de tantas como habían pasado juntas, se notaba algo raro en la atmósfera que no podía ser debido únicamente al susto
f
à la alarma por lo que había pasado aquella tarde. Scarlett observó disimuladamente a sus compañeras, interceptando una mirada de India, que la disgustó, pues no era simplemente una mirada fría, sino cargada de odio y de algo más insultante que el desprecio.

«Como si pensara que yo tengo la culpa de lo que me ha ocurrido», se dijo Scarlett indignada.

India se volvió luego a Archie. Su expresión había cambiado, y le miró con velada ansiedad. Pero no encontró sus ojos; en aquel momento Archie los tenía fijos en Scarlett, y en su mirada había el mismo odio y el mismo desprecio que antes en la de India.

Melanie no se preocupó de reanudar la conversación y el silencio reinó en la salita. Se oía el zumbido del viento en la calle. Pronto se convirtió aquello en una velada muy desagradable. Scarlett empezó a notar cierta tensión en la atmósfera, y se preguntaba si habría existido desde el principio y ella habría estado demasiado alterada para observarlo. El semblante de Archie tenía una expresión expectante, y sus peludas orejas se enderezaban como las de un lince. Melanie e India podían a duras penas disimular la inquietud que les hacía levantar la cabeza de la labor cada vez que en el camino resonaban las pisadas de algún caballo, cada vez que las desnudas ramas de los árboles gemían bajo la renovada furia del viento, cada vez que una hoja seca crujía al caer sobre el césped. Se sobresaltaban a cada suave chasquido de los leños que ardían en el hogar, como si fuesen pisadas silenciosas.

Algo marchaba mal y Scarlett se preguntaba lo que era. Algo ocurría de que ella no estaba enterada. Una mirada al ingenuo y regordete rostro de tía Pittypat le dio a entender que la anciana estaba tan ignorante como ella misma. Pero Archie, Melanie e India lo sabían. En el silencio, casi podía oír los pensamientos de India y de Melanie, tan agitados como ardillas en una jaula. Ellas sabían algo, estaban esperando algo, y a pesar de sus esfuerzos no lo podían disimular. Y su inquietud se comunicó a Scarlett, poniéndola aún más nerviosa de lo que estaba. Manejando la aguja, excitada, se la clavó en el dedo y, con un gritito de dolor y disgusto que los sobresaltó a todos, se lo apretó hasta hacer brotar una roja gotita de sangre.

—Estoy demasiado nerviosa para coser —exclamó, tirando al suelo la labor—. Estoy tan nerviosa que me pondría a gritar de buena gana. Quiero irme a casa y meterme en la cama. Frank lo sabía y por lo tanto no debía haber salido. Mucho hablar de proteger a las mujeres contra los negros y los secuestradores, y, cuando le llega la ocasión de protegerlas, ¿dónde está? ¿En casa protegiéndome y cuidándome? Nada de eso. Está armando barullo con un montón de hombres, que tampoco hacen nada más que hablar y...

Sus chispeantes ojos se fijaron en el rostro de India, y se detuvo. La respiración de India era entrecortada, sus claros ojos sin pestañas se fijaban insistentes en el rostro de Scarlett con aterradora frialdad.

—Si no te molesta demasiado, India —dijo ella con acento sarcástico—, te agradecería que me dijeses... ¿por qué estás toda la noche mirándome? ¿Tengo monos en la cara, o qué?

—No me molesta nada decírtelo; lo haré con mucho gusto —repuso India, con los ojos relampagueantes—. Me indigna el verte menospreciar a un hombre tan bueno como Kennedy, cuando, si supieras...

—¡India! —exclamó Melanie deteniéndola, con las manos crispadas sobre su labor.

—Creo conocer a mi marido mejor que tú —y la perspectiva de una pelea, su primera pelea franca con India, calmó los nervios de Scarlett y la colmó de animación. La mirada de Melanie se fijó en la de India, y ésta, dominándose, apretó los labios. Pero casi inmediatamente volvió a hablar y su voz estaba preñada de odio.

—Me pones mala, Scarlett O'Hara, hablando de que te protejan. Te importa poco que te protejan. Si te importara, nunca te habrías expuesto como lo has hecho durante todos estos meses, paseándote por toda la ciudad, luciéndote ante los extraños, esperando que te admiraran. Lo que te ha ocurrido esta tarde es lo que te mereces, y si hubiese justicia en este mundo debía haberte o currido algo peor.

—¡Por Dios, India, cállate! —gritó Melanie.

—Déjala hablar —protestó Scarlett—. Me estoy divirtiendo mucho. Ya sabía yo que me odiaba y que era demasiado hipócrita para confesarlo. Si creyera que alguien la podía admirar, sería capaz de pasearse desnuda por las calles desde la mañana hasta la noche.

India estaba en pie; su delgado cuerpo se estremecía ante el insulto.

—¡Sí, te odio! —dijo con voz clara, aunque temblorosa—. Pero no es hipocresía lo que me impidió decírtelo. Es una cosa que tú no puedes comprender porque no la tienes: buena educación, cortesía. Es la convicción de que si todos nosotros no estamos unidos, y sepultamos nuestros odios, nunca podremos vencer a los yanquis. Pero tú, tú has hecho todo lo que has podido para rebajar el prestigio de las personas decentes, atrayendo escarnio y vergüenza sobre un buen marido, dando a los yanquis y a la gentuza el derecho de reírse de nosotros y a hacer insultantes comentarios a costa nuestra. Los yanquis no saben que tú no eres, que no has sido nunca, uno de los nuestros. Los yanquis no tienen sentido suficiente para darse cuenta de que tú no tienes ninguna distinción. Te has paseado a caballo por los bosques exponiéndote a un ataque, y has expuesto a todas las mujeres decentes de la ciudad a ser atacadas, porque has llevado la tentación ai corazón de los negros y de la gentuza blanca. Y has puesto la vida de nuestros hombres en peligro porque han ido a...

—¡Dios mío! —gritó Melanie; y, aun en medio de su ira, Scarlett se sintió asombrada al oír a Melanie pronunciar el nombre de Dios en vano—. Debes callarte. Ella no lo sabe, y... Debes callarte; lo has prometido.

—¡Niñas! —imploró tía Pittypat, con labios temblorosos.

—¿Qué pasa que yo no pueda saber?

Scarlett, furiosa, se había puesto en pie contemplando el frío rostro de India y el de la suplicante Melanie.

—Parecen ustedes gallinas en el corral —dijo de pronto Archie, con acento de disgusto. Y, antes de que nadie hubiera tenido tiempo de protestar, alzó la cabeza y se levantó rápidamente—. Alguien llega por el sendero y no es el señor Wilkes; cesen el cacareo.

Su voz sonaba con autoridad varonil. Las mujeres callaron inmediatamente; la cólera se borró de sus semblantes, mientras él cruzaba ligero la habitación para ir a la puerta.

—¿Quién está ahí? —preguntó, sin dar al visitante tiempo para que llamara.

—El capitán Butler. Déjeme entrar.

Melanie cruzó la habitación tan rápidamente, que los aros de su miriñaque se agitaron con violencia, dejando ver sus enaguas casi hasta la rodilla, y, antes de que Archie pudiera poner la mano en el pomo, ella abrió la puerta por completo. Rhett Butler estaba en el umbral, con el ancho sombrero negro hundido hasta los ojos; el viento huracanado le ceñía al cuerpo los pliegues de la amplia capa. Por primera vez olvidó sus corteses modales. Ni siquiera se quitó el sombrero, ni pareció ver a las demás personas de la estancia. No tenía ojos más que para Melanie; sin pensar ni en saludarla le dijo bruscamente:

—¿Adonde han ido? ¡Dígamelo pronto! Es cuestión de vida o muerte.

Scarlett y Pittypat, llenas de sobresalto, se miraron desconcertadas, como gatas acorraladas. India cruzó la habitación, poniéndose al lado de Melanie.

—No se lo digas —gritó—. Es un espía, es de los enemigos.

Rhett ni siquiera la miró.

—¡Pronto, señora Wilkes; tal vez sea tiempo aún!

Melanie estaba paralizada por el terror y no hacía más que mirar a Rhett fijamente.

—Pero ¿qué...? —balbuceó Scarlett.

—¡Cállese! —le gritó Archie—. ¡Y usted también, señorita Melanie! ¡Largo pronto de aquí, demonio! ¡Vayase de una vez, condenado!

—No, Archie, no —dijo Melanie poniendo una mano temblorosa sobre el brazo de Rhett, como para protegerle de Archie—. ¿Qué ha ocurrido? Pero ¿cómo... ¿Cómo es posible que sepa...?

En el oscuro rostro de Rhett la impaciencia luchaba con la cortesía.

—¡Dios santo, señora Wilkes! Han estado todos vigilados desde el principio, sólo que habían sido demasiado listos, hasta esta noche. ¿Que cómo lo sé? Estaba jugando al poker esta noche con dos capitanes yanquis borrachos, y lo han dejado escapar. Los yanquis sabían que iba a haber jaleo esta noche y estaban preparados. Los muy locos se han metido en una trampa.

Por un momento pareció como si Melanie se tambalease bajo un rudo golpe. Rhett la sostuvo pasándole el brazo por la cintura.

—No se lo digas; quiere engañarte —protestó India con furia—. ¿No le has oído que ha estado con unos oficiales yanquis esta noche?

Ni siquiera entonces la miró Rhett; sus ojos se fijaban con ansiedad en el lívido rostro de Melanie.

—Dígame adonde iban. ¿Tenían algún lugar de cita?

A pesar de su miedo y de su falta de comprensión, Scarlett pensó que nunca había visto una cara más pálida e inexpresiva que la de Rhett; pero indudablemente Melanie vio algo más, algo que le hizo entregarle su confianza. Se enderezó, desasiendo su menudo cuerpo del brazo de Rhett. Y dijo lentamente con voz estremecida:

—Fuera del camino de Decatur, cerca de Shantytown. Se reúnen en un sótano de la plantación del viejo Sullivan, en una casa medio quemada.

—Gracias. Iré al galope. Cuando vengan los yanquis aquí, finjan no saber nada de esto.

Desapareció tan rápidamente, hundiéndose en la oscuridad con su capa negra, que apenas pudieran creer que había estado allí, hasta que oyeron el crujido de la grava y el desenfrenado galopar de un caballo.

—¡Venir aquí los yanquis! —gritó tía Pittypat, y girando sobre sus piececitos cayó desplomada en el sofá, demasiado espantada para poder llorar.

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