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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (131 page)

—¿Pero qué es lo que ocurre? ¿Qué quería decir? Si no me lo explicáis me volveré loca —dijo Scarlett cogiendo a Melanie por los brazos y sacudiéndola, como si de este modo pretendiera arrancarle una explicación.

—¿Que qué ocurre? Que por tu culpa probablemente Ashley y Kennedy han ido a la muerte. —A pesar del tremendo pánico, había una nota de triunfo en la voz de India—. Deja en paz a Melanie; se va a desmayar.

—Nada de eso —balbuceó Melanie, agarrándose al respaldo de una silla.

—¡Dios mío, Dios mío! ¿Matar a Ashley? ¡Por favor, explicadme!...

La voz de Archie rechinó como un gozne mohoso, cortando las palabras de Scarlett.

—¡Siéntense! —ordenó brevemente—. Cojan su labor. Cosan como si no hubiera pasado nada. Por lo que sabemos, los yanquis deben de estar espiándonos desde el anochecer. Siéntense, les digo, y cosan.

Obedecieron temblando; hasta Pittypat cogió su calcetín con temblorosos dedos, mientras sus ojos miraban a todos en demanda de una explicación.

—¿Dónde está Ashley, Melanie? ¿Qué le ha ocurrido? —gritó Scarlett.

—¿Dónde está tu marido? ¿No sientes interés por él? —Los claros ojos de India brillaban con malsano fulgor, mientras recogía y desarrugaba la toalla rota que había estado zurciendo.

—¡India, por favor! —Melanie dominaba su voz, pero su pálido y contraído rostro y su inquieta mirada revelaban la tensión que la poseía—. Scarlett, tal vez debiéramos habértelo dicho, pero habías pasado tanto esta tarde, que nosotros, que Frank pensó... Y además te exaltabas tanto contra el Klan...

—¿ElKlan?

Al principio, Scarlett pronunció la palabra como si nunca la hubiera oído y no comprendiese su significado.

—¡El Klan! —chilló más que dijo—. Ashley no es del Klan. ¡Frank no puede serlo! Me lo prometió.

—Ya lo creo que sí. Kennedy es del Klan y Ashley también, y todos los hombres que conocemos —gritó India—. Son hombres. ¿Comprendes? Y hombres blancos, y hombres del Sur. Deberías estar orgullosa de él, en lugar de obligarlo a deslizarse como una culebra cada vez que tenía que ir, como si fuese algo vergonzoso, y...

—¡ Y todas lo habéis sabido todo este tiempo y yo no!

—Teníamos miedo que te disgustases —dijo Melanie, enfadada.

—¿De modo que allí es adonde van, cuando yo los creo en los mítines políticos? ¡Oh, y me había prometido...! ¡Ahora los yanquis irán y confiscarán mis serrerías y mi casa y lo meterán en la cárcel! ¡Oh! ¿Qué significa lo que decía Rhett Butler?

Las miradas de India y Melanie se cruzaron llenas de loco temor. Scarlett se levantó violentamente tirando la labor.

—Si no me lo decís, me marcharé a la calle y me enteraré. Se lo preguntaré a todo el mundo y conseguiré enterarme...

—Siéntese —dijo Archie, mirándola con fijeza—. Yo se lo diré. Como usted salió a pavonearse esta tarde, y por su propia culpa se metió en un lío, el señor Wilkes y el señor Kennedy y los otros hombres han salido esta noche para matar a ese negro y a ese hombre blanco si consiguen cogerlos, y limpiar de bandidos toda Shantytown. Y, si lo que ese demonio nos dijo es verdad, los yanquis han sospechado algo, o se han enterado por algún medio, y han enviado tropas a desembarazarse de ellos. Nuestros hombres se han metido en una trampa. Y si lo que Butler dijo no es verdad, entonces es un espía y habría ido a entregarlos a los yanquis, y los matarán lo mismo. Y, si Butler los entrega a los yanquis, entonces yo lo mataré a él y será el último acto de mi vida. Y, si no los matan, entonces tendrán que marcharse todos a Texas y rendirse y tal vez no vuelvan nunca. Y todo por su culpa; sus manos están, pues, manchadas de sangre.

El temor cedió el paso a la ira en el rostro de Melanie, al ver reflejarse en el de Scarlett, primero, lentamente, la comprensión, y luego un horror indescriptible. Se levantó y apoyó su mano en el hombro de Scarlett.

—¡Una sola palabra más, y sale para siempre de esta casa, Archie! —dijo severamente—. No es culpa suya. Ella únicamente ha hecho... ha hecho lo que creía que debía hacer. Todos no pensamos lo mismo, ni obramos lo mismo, y es una equivocación el juzgar a los demás, por nosotros. ¿Cómo pueden India y usted decirle cosas tan crueles, cuando su marido, igual que el mío, acaso..., acaso...

—Escuchen —dijo Archie en voz queda—. Siéntense, se oyen caballos. —Melanie se dejó caer en una silla y cogió una camisa de Ashley e inconscientemente empezó a desgarrar en tiras la pechera.

El ruido de los cascos se hizo más fuerte, al acercarse los caballos a la casa. Se distinguía el chasquido de los bocados, el tirar de las riendas y el ruido de las voces. Al detenerse las pisadas delante de la casa, una voz se elevó sobre las demás dando una orden, y las que escuchaban oyeron pasos que atravesaban un patio, por una puerta trasera. Sintieron que un millar de ojos enemigos las espiaban a través de las ventanas sin persianas, y las cuatro mujeres, con el corazón rebosante de pánico, inclinaron las cabezas y se aplicaron a la labor. Scarlett murmuraba para sus adentros: «He matado a Ashley. Lo he matado». Y en aquel espantoso momento no se le ocurría siquiera pensar que también podía haber matado a Frank. No había lugar en su imaginación más que para la imagen de Ashley tendido a los pies de los soldados yanquis, con el rubio cabello teñido en sangre.

Cuando resonó en la puerta la impaciente llamada de los yanquis, Scarlett miró a Melanie y vio como su pálido rostro cambiaba hasta volverse tan inexpresivo y su mirada tan indiferente como la del jugador de poker que hace una apuesta con una jugada ínfima. —Abra la puerta, Archie —dijo tranquila.

: Deslizando el cuchillo en la polaina y aflojando la pistola en el cinturón, Archie cruzó la estancia y abrió la puerta de par en par. Pittypat lanzó un pequeño chillido, como el ratón que siente cerrarse
ante
él, la ratonera, al ver agolpados a la puerta a un capitán yanqui y un pelotón de capotes azules. Pero las otras no dijeron nada. Scarlett vio con una ligerísima sensación de alivio que el oficial era conocido suyo. Era el capitán Tomás Jaffery, uno de los amigos de Rhett, y ella le había vendido madera para la construcción de su casa. Sabía que se trataba de un caballero. Tal vez como era un caballero no las metería en la cárcel. Él la reconoció en seguida y, quitándose el sombrero, la saludó, algo turbado.

—Buenas noches, señora Kennedy. —Y preguntó, volviéndose a las otras—: ¿Quién de ustedes es la señora Wilkes?

—Yo soy la mujer de Wilkes —contestó Melanie, levantándose, y toda su diminuta figura irradiaba dignidad—. ¿Puedo saber a qué debo esta intrusión?

Los ojos del capitán recorrieron rápidamente toda la habitación se fijaron en cada rostro, pasando luego a la mesa y al perchero, como en busca de alguna señal que le indicara si podían encontrarse los hombres en la casa.

—Desearía hablar con el señor Wilkes y el señor Kennedy.

—No están aquí —dijo Melanie con voz estremecida.

—¿Está usted segura?

—¿Duda usted de la palabra de la señora Wilkes? —exclamó Archie, temblando de rabia.

—Le ruego me perdone, señora, no quería ofenderla. Si me da usted su palabra no registraré la casa.

—Tiene usted mi palabra. Pero registre si quiere. Están en una reunión, en la ciudad, en el almacén del señor Kennedy.

Él saludó brevemente y salió cerrando la puerta. Los de la casa oyeron una orden ahogada por el viento.

—Rodeen la casa; un hombre en cada ventana y en la puerta.

Se oyó ruido de pasos. Scarlett reprimió un estremecimiento de terror al divisar vagamente rostros barbudos que las vigilaban a través de los cristales. Melanie se sentó y con mano firme cogió un libro de encima de la mesa. Era un ejemplar en rústica de
Los Miserables,
ese libro que había hecho las delicias de los soldados confederados. Lo leían a la luz de los fuegos del campamento y sentían cierto placer llamándolo
Lee's Miserables
[25]
. Lo abrió al azar y empezó a leer con voz clara y monótona.

—¡Cosan! —ordenó Archie con autoritario cuchicheo; y las tres mujeres, fortalecidas, por la fría voz de Melanie, recogieron sus labores e inclinaron las cabezas.

¿Cuánto tiempo leyó Melanie bajo aquel círculo de ojos vigilantes? Scarlett no lo supo nunca, pero le parecieron horas. No entendía ni una palabra de la lectura. Ahora empezaba a acordarse también de Frank y no sólo de Ashley. Así que ésa era la explicación de su aparente calma aquella tarde. Le había prometido que nunca tendría nada que ver con el Klan. ¡Oh, éstos eran precisamente los trastornos que ella había temido que le sobreviniesen! Toda la labor de aquel último año había sido inútil. Todas sus luchas, temores y trabajos se habían perdido. ¿Quién hubiera pensado que el frío e indiferente Frank se mezclara en aquellas locas aventuras del Klan? ¡Sí; era probable que en aquellos momentos ya estuviese muerto! Y, si no estaba ya muerto y los yanquis lo cogían, le ahorcarían y a Ashley también.

Se hundió las uñas en la palma de la mano, hasta que se formaron en ella cuatro medias lunas de un rojo brillante. ¿Cómo podía Melanie leer con aquella tranquilidad cuando Ashley estaba en peligro de ser ahorcado, cuando podía estar muerto? Pero algo en la serena voz de Melanie leyendo las peripecias de Jean Valjean la tranquilizaba y le impedía saltar y empezar a gritar.

Su mente retrocedió a aquella noche en que Tony Fontaine, perseguido y exhausto, sin un céntimo, había acudido a ellos. Si no hubiera llegado a su casa y recibido dinero y un caballo fresco, lo habrían ahorcado desde hacía mucho. Si Frank y Ashley no habían muerto ya en estos momentos, estarían en la misma situación y aún peor que Tony entonces. Con la casa cercada, no podían aproximarse a ella y coger dinero y ropas sin que los capturasen; y probablemente todas las casas de la calle estarían igualmente vigiladas por los yanquis, de modo que no podrían recurrir a los amigos en demanda de ayuda. Tal vez ahora estarían cabalgando como locos en dirección a Texas.

Pero tal vez Rhett los habría alcanzado a tiempo. Rhett siempre llevaba encima grandes cantidades de dinero. Acaso accediese a prestarles lo suficiente para que se marchasen. Pero esto era absurdo. ¿Por qué se iba a molestar por la seguridad de Ashley? Era seguro que no tenía por él la menor simpatía. Seguro que sentía cierto desprecio por él. Entonces, ¿por qué...? Pero tales cavilaciones hicieron crecer sus temores por la salvación de Ashley y de Frank.

«¡Oh, todo ha sido por mi culpa! —se lamentaba para sus adentros—. India y Archie dijeron la verdad. Pero yo nunca pensé que ninguno de ellos iba a ser tan loco que se afiliase al Klan. Y yo nunca creí que pudiera ocurrirme nada. Pero no podía haber obrado de otra manera. Melanie dijo la verdad. Cada uno tiene que hacer lo que debe. Y yo debía tener mis serrerías en marcha. Necesitaba dinero. Ahora probablemente lo perderé todo; y habrá sido por mi culpa.» Después de un gran rato de lectura, la voz de Melanie vaciló, arrastró algunas palabras y por fin quedó en silencio. Se volvió hacia la ventana y miró como si ningún soldado yanqui la mirara a ella desde el otro lado de los cristales. Las otras levantaron la cabeza sorprendidas por su actitud atenta, y ellas también atendieron. Se oía ruido de cascos de caballo, y una canción ahogada por las cerradas puertas y ventanas, apagada por el viento, pero aún reconocible. Era el más odiado y odioso de todos los cantos, el canto de los hombres de Sherman: «Marchando a través de Georgia», y era Rhett Butler el que lo cantaba.

Apenas había terminado los primeros compases cuando otras dos voces le interrumpieron, voces de borrachos, rabiosas y alocadas que tropezaban en las palabras y las confundían. Hubo una breve orden del capitán Jaffery delante del porche y rápido movimiento de pies. Pero aun antes de que se oyesen esos ruidos las señoras se miraron Unas a otras estupefactas porque las voces de borracho que escandalizaban en unión de Rhett eran las de Ashley y Hugh Elsing. Se oyeron voces más fuertes en el camino principal: la del capitán Jaffrey, breve e interrogante; la de Hugh, chillona, con locas carcajadas; la de Rhett, rotunda y atrevida, y la extraña e irreal de Ashley gritando a voz en grito:

—¿Qué diablos ocurre? ¿Qué diablos ocurre?

«No puede ser Ashley —pensó Scarlett enloquecida—. Ashley no se emborracha nunca. Y Rhett, ¿cómo es posible? Cuando Rhett se emborracha, se va quedando cada vez más tranquilo, nunca se exalta como ahora.»

Melanie se levantó y con ella Archie. Oyeron la aguda voz del capitán:

—Estos dos hombres quedan detenidos.

La mano de Archie se cerró sobre la culata de su pistola.

—No —susurró Melanie con firmeza—. No, déjamelo a mí.

Había en su rostro la misma mirada que Scarlett recordaba haberle visto aquel día en Tara, cuando Melanie, de pie en lo alto de los escalones, contemplaba al yanqui muerto, mientras de su frágil puño se desprendía el pesado sable. Un alma dulce y tímida, vigorizada por las circunstancias hasta la furia de una tigresa. Abrió la puerta de par en par.

—Métalo dentro, capitán Butler —llamó con un acento claro cargado de odio—. Supongo que habéis conseguido emborracharlo otra vez. Métalo dentro.

Desde el oscuro y sinuoso sendero, el capitán yanqui habló: —Lo siento señora Wilkes, pero su esposo y el señor Elsing están detenidos.

—¿Detenidos? ¿Por qué? ¿Por embriaguez? Si a todo el que se embriaga en Atlanta lo arrestaran, la guarnición yanqui entera se pasaría la vida en el calabozo. Bien, métalo en casa, capitán Butler, suponiendo que sea usted capaz de andar.

La inteligencia de Scarlett parecía en estado de embotamiento. Durante unos instante no pudo comprender nada. Ella sabía que ni Rhett ni Ashley estaban bebidos y estaba segura de que Melanie lo sabía también. Y sin embargo allí estaba Melanie, tan agradable y refinada corrientemente, gritando como una arpía, y delante de los yanquis para más vergüenza, que los dos estaban demasiado borrachos para poder andar siquiera.

Hubo una breve discusión salpicada de juramentos, y unos pies inseguros ascendieron los escalones. En el umbral apareció Ashley, con la cara lívida, bamboleándosele la cabeza, el brillante cabello despeinado, con su larga figura envuelta de la cabeza a los pies en la negra capa de Rhett. Hugh Elsing y Rhett, ninguno de los dos demasiado firme sobre sus pies, lo sostenían a cada lado, y era obvio que de no haber sido por su ayuda hubiera caído al suelo. Detrás de eÜos llegaba el capitán yanqui; su rostro era una mezcla de sospecha y burla. Permaneció en pie ante la puerta abierta; sus hombres, llenos de curiosidad, se asomaban por encima de sus hombros. El aire frío barrió la habitación.

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