Lo que el viento se llevó (64 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

—¡Ah de la casa! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡Ah de la casa! Prissy se asió a ella con aterrado frenesí y Scarlett se volvió y le vio girar los ojos locamente.

—¡Vamonos, señora! —balbuceó con voz temblorosa—. ¡Vamonos! ¡Ahí no debe haber nadie que pueda contestar!

«¡Dios mío! —pensó Scarlett con un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo—. ¡Dios mío! ¡Tiene razón! ¡Cualquiera sabe lo que puede salir de aquí!»

Agitó las riendas y acució al caballo. El aspecto de la casa de los Macintosh había apagado en su alma la última lucecita de esperanza. La casa estaba quemada, desierta y en ruinas, como todas las plantaciones ante las que habían pasado durante el día. Tara estaba sólo a ochocientos metros, en el mismo camino, sobre la ruta del ejército, ¡Tara, pues, debía hallarse también arrasada! Sólo encontrarían ladrillos ennegrecidos, la luz de las estrellas brillando entre los muros sin techumbre... Ellen, Gerald, y las niñas, y Mamita, y los negros habrían partido Dios sabía adonde, y sólo hallarían aquella ominosa quietud envolviéndolo todo.

¿Por qué había emprendido aquella huida alocada, contraria a todo sentido común, conduciendo a Melanie y a su hijo? Mejor les hubiera sido morir en Atlanta que ir a morir entre las silenciosas ruinas de Tara, luego de ser torturados por aquel día de sol ardiente en el desvencijado vehículo.

Pero Ashley le había confiado el cuidado de Melanie. «Cuídala...» ¡Oh, el día bello y conmovedor en que él se había despedido de ella, besándola antes de partir para siempre! «Cuidarás de Melanie, ¿verdad? ¡Prométemelo!» Y ella lo había prometido. ¿Por qué había hecho semejante promesa, que ahora que Ashley había muerto la ataba más aún? Y en medio de su abatimiento odiaba a Melanie y los débiles gemidos del recién nacido, cada vez más apagados, que rompían el silencio.

Pero lo había prometido, y ahora aquellos dos seres eran tan suyos como Wade y Prissy, y tenía que luchar y esforzarse por ellos mientras le quedasen alientos y fuerzas. Podía haberlos dejado en Atlanta, instalado a Melanie en el hospital y partido sola. Pero, de hacerlo así, nunca más hubiera osado mirar a Ashley a la cara, ni en este mundo ni en el otro, para decirle que había abandonado a su hijo y a su mujer, dejándolos que muriesen entre desconocidos.

¿Dónde se hallaría él aquella noche mientras ella rodaba por aquel camino espectral con su hijo y su mujer? ¿Viviría y pensaría en ella incluso mientras yacía entre rejas en Rock Island? ¿O habría muerto de viruela meses atrás y se pudriría en cualquier larga zanja entre cientos de confederados?

Los nervios alterados de Scarlett estuvieron a punto de estallar cuando oyó un ruido cercano, entre la maleza. Prissy lanzó un alarido y se arrojó al suelo, con el niño debajo. Melanie movió las manos débilmente, buscando a su hijo, y Wade, demasiado espantado para gritar, se encogió, cubriéndose los ojos con las manos. Luego los matorrales se rompieron bajo unas pesadas pezuñas y un mugido bajo y quejumbroso hirió sus oídos.

—No es más que una vaca —dijo Scarlett, con voz áspera por el miedo—. No seas necia, Prissy. Has aplastado al niño y espantado a la señora Melanie y a Wade.

—¡Es un fantasma! —gimió Prissy, escondiendo el rostro en las tablas del coche.

Scarlett se volvió, empuñó la rama del árbol que usaba como fusta y golpeó con ella la espalda de Prissy. Estaba demasiado exhausta, y débil y asustada, para tolerar debilidades o sustos en los demás.

—Levántate, estúpida —dijo—, antes de que te parta esto en las costillas.

Prissy alzó la cabeza, miró afuera del coche y comprobó que, en efecto, se trataba de una vaca blanca y rojiza que los contemplaba lastimeramente con grandes y espantados ojos. La res abrió las fauces y volvió a mugir.

—¿Estará herida? Ese mugido no parece normal.

—Muge porque tiene colmadas las ubres y necesita que la ordeñen —dijo Prissy, recuperando parte de su ánimo—. Debe ser del ganado de Macintosh y los negros la habrán echado al bosque antes de que llegasen los yanquis.

—La llevaremos con nosotros —decidió rápidamente Scarlett— y así tendremos leche para el niño.

—¿Cómo vamos a llevar una vaca con nosotros, señorita? Es imposible que nos llevemos una vaca. Las vacas no se dejan llevar si no están ordeñadas. Y tampoco podríamos ordeñarla sin atarla primero.

—Puesto que sabes tanto de eso quítate las enaguas, córtalas en tiras y ata la vaca a la trasera.

—Señora Scarlett, ya sabe usted que hace un mes que no llevo enaguas, y aunque las tuviese no podría hacer nada con ellas. No he tratado con vacas en mi vida y me dan miedo.

Scarlett soltó las riendas y se levantó la falda. La enagua de encajes
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la última prenda bonita que le quedaba en buen estado. Desanudó la cinta del talle, dejó deslizar la enagua hasta sus pies y arrugó con las manos los pliegues de fino hilo. Rhett le había traído de Nassau aquella tela y los encajes, en el último barco con que pudo burlar el bloqueo, y ella había trabajado una semana para bordarla. Resueltamente, la tomó por abajo, se puso una punta entre los dientes y tiró hasta que la tela, con un crujido, se desgarró, al fin, en toda su longitud. Continuó rasgándola con furia, empleando manos y dientes, y la enagua quedó en breve hecha tiras. Anudó los extremos de las tiras con sus dedos ensangrentados y llenos de ampollas, temblorosos por la fatiga.

—Sujétale esto a los cuernos —ordenó. Pero Prissy titubeaba. —Me asustan las vacas, señora. Nunca he andado con ellas. No soy negra de corral; soy negra de casa.

—Lo que eres tú es una negra imbécil, y la peor ocurrencia que papá ha tenido en su vida ha sido comprarte —repuso Scarlett, lentamente, sin fuerzas ya para estallar en cólera—. Y si puedo recobrar alguna vez el uso de mi brazo, te juro que romperé esta rama en tus espaldas.

Pensó en seguida que la había llamado «negra» y que su madre no lo habría aprobado.

Prissy miró con extraviados ojos, primero la contraída faz de su dueña y luego a la vaca, que mugía plañideramente. Scarlett le pareció menos peligrosa, así que se asió al costado del coche y permaneció donde estaba.

Scarlett se apeó del pescante. Se sentía medio derrengada, casi rígida, y cada movimiento le causaba una tortura en los doloridos músculos. No era Prissy la única que temía a las vacas. Scarlett las había temido siempre y aun la más inofensiva vaca lechera le parecía una cosa estremecedora; pero ahora no era cuestión de pararse en temores minúsculos cuando la rodeaban tantos temores grandes. Afortunadamente, la vaca era muy mansa. En su congoja, había buscado la compañía humana y no hizo ningún movimiento amenazador mientras le ataba las tiras de la enagua en torno a los cuernos. Scarlett anudó el otro extremo de la improvisada cuerda a la trasera del coche lo mejor que sus entorpecidos dedos se lo permitieron. Al ir a trepar de nuevo al pescante, una inmensa fatiga la acometió y se tambaleó un instante, presa del vértigo. Se sujetó a un borde del coche, para no caer. Melanie abrió los ojos y, viéndola a su lado, murmuró: —¿Estamos ya en casa, querida?

¡En casa! Ardientes lágrimas acudieron a los ojos de Scarlett al oír semejante palabra. ¡En casa! Melanie ignoraba que no había casa alguna y que estaban solas en el mundo desolado y enloquecido.

—Aún no —contestó con la mayor amabilidad que le permitía el nudo de su garganta—. Pero llegaremos pronto. Acabo de encontrar una vaca y así tendremos leche para ti y para el niño.

—¡Pobrecillo! —susurró Melanie, tendiendo débilmente la mano hacia su hijo y dejándola caer, desfallecida.

Trepar al pescante requirió todas las fuerzas de que Scarlett disponía, pero al cabo lo consiguió. El caballo, con la cabeza caída, se negaba a andar. Scarlett lo fustigó implacablemente. Confiaba en que Dios le perdonase el maltratar de aquel modo a un animal fatigado. Y si no le perdonaba, lo mismo daba. Después de todo, Tara estaba cerca y, tras medio kilómetro más, el caballo podía dejarse caer de una vez entre la varas, si quería. Al final el animal arrancó lentamente. El coche crujía y la vaca mugía lúgubre a cada paso. Aquel doliente mugido del animal penetraba de tal modo los nervios de Scarlett, que estuvo tentada de detenerse y desatarlo. ¿De qué les servía llevar la vaca si en Tara no había nadie? Ella no sabía ordeñarla, y, si lo intentaban, seguramente el animal cocearía al que pretendiera exprimir sus doloridas ubres. Pero ya que la tenía, sería mejor conservarla. Era casi lo único que le quedaba en este mundo.

Los ojos de Scarlett se nublaron al iniciar la subida de una suave ladera. En la otra vertiente se hallaba Tara. Pero en seguida sintió un inmenso abatimiento. El decrépito animal no podía subir la colina. ¡Y pensar que la cuesta le había parecido tan suave, tan poco empinada, cuando la trepaba al galope de su jaca de aladas patas! Parecía imposible lo empinada que se había vuelto desde la última vez que la viera. Jamás podría remontarla el caballo con una carga tan pesada. Se apeó con dificultad y tomó al animal por la brida. —Bájate, Prissy —ordenó—, y baja a Wade también. Llévale en brazos o de la mano. Da el pequeño a la señorita Melanie.

Wade rompió en lágrimas y sollozos. Scarlett sólo pudo distinguir entre ellos:

—¡Oscuro..., oscuro! Wade tiene miedo...

—Señora Scarlett, no puedo andar. Tengo los pies llagados y me aprietan los zapatos. Como Wade y yo no pesamos mucho...

—¡Baja! ¡Baja antes de que te tire yo del coche! Y como lo haga, te dejo sola en la oscuridad. ¡Venga!

Prissy, entre gemidos, miró los negros árboles que flanqueaban ambos lados del camino, aquellos árboles temibles que acaso la cogiesen y se la llevasen si abandonaba el cobijo del coche... No obstante, entregó el pequeño a Melanie, saltó al suelo, se empinó y cogió a Wade. El niño sollozaba, apretándose a su niñera.

—Hazle callar. No puedo soportar ese llanto —protestó Scarlett cogiendo la brida del caballo y haciéndolo arrancar a empellones—. Pórtate como un hombrecito, Wade, y deja de llorar o te doy unos azotes.

Y, mientras pisaba indignada el camino oscuro, pensaba con ira para qué habría inventado Dios los niños, aquellos seres inútiles, llorones, molestos, siempre necesitados de cuidado, siempre estorbando para todo.

En su fatiga moral no había lugar para compadecer al asustado niño, que procuraba correr al lado de Prissy, asiéndose a su mano y jadeando. Le quedaba sólo la pesadumbre de haberlo parido, el asombro de haberse casado alguna vez con Charles Hamilton.

—Señora Scarlett —balbuceó Prissy, sujetándole el brazo—, no vayamos a Tara. No debe de haber nadie. Se habrán ido todos. Puede que hayan muerto... Sí: mamá también y todos los demás.

El eco de sus propios pensamientos enfureció a Scarlett. Se libró de los dedos que apresaban su brazo.

—Bien: dame la mano de Wade. Puedes sentarte y quedarte aquí, si quieres.

—No, señorita, no...

—Entonces, cállate.

¡Qué lentamente caminaba el caballo! La espuma que su boca dejaba caer mojaba la mano de Scarlett. Rememoró unas palabras de la melodía que una vez cantara con Rhett. No podía recordar el resto:

Sólo unos pocos días más de soportar la carga...

«Sólo unos pasos más —repetía su cerebro una y otra vez—, sólo unos pasos de soportar la carga...»

Remontaron al fin la cuesta y aparecieron ante su vista las encinas de Tara, elevada masa sombría bajo el oscuro cielo. Scarlett miró con ansiedad, buscando una luz. No había ninguna.

«¡Se han ido! —clamaba su corazón, que le pesaba en el pecho como frío plomo—. ¡Se han ido!»

Dirigió el caballo hacia el camino. Los cedros, entrelazando las ramas sobre sus cabezas, los envolvieron con la oscuridad de una noche cerrada. Esforzando su vista en el túnel de tinieblas vio —
¿o
sería una ilusión de sus ojos fatigados?— los blancos ladrillos de Tara, borrosos e indistintos. ¡El hogar! ¡El hogar! Los muros blancos tan queridos, las ventanas con flotantes cortinas, las amplias terrazas, ¿estarían ante ella, en la oscuridad, o ésta sólo ocultaría, piadosa, un espectáculo horrendo como el de la casa de los Macintosh?

La avenida parecía tener kilómetros de longitud, y el caballo, aunque acuciado por su mano, andaba más despacio cada vez. Los ojos de Scarlett sondeaban con afán las tinieblas. La techumbre parecía intacta. ¿Sería posible? No, no lo era. La guerra no respetaba nada, ni siquiera Tara; construida para durar al menos quinientos años. No podía haber respetado Tara.

El incierto perfil adquirió relieve. Scarlett acució aún más al caballo. Las blancas paredes emergían entre la oscuridad, y no parecían ennegrecidas por el humo. ¡Tara se había librado! ¡Su casa! Soltó las riendas y cubrió a la carrera los últimos pasos, anhelosa de tocar con las manos aquellos muros. Entonces vio una figura, más sombría que la oscuridad, que emergía del negror de la terraza y se detenía en lo alto de los escalones. Tara no estaba desierta. ¡Había alguien en casa!

Un grito de alegría brotó de su garganta para expirar instantáneamente. La casa estaba oscura y silenciosa y la figura no se movía ni le hablaba. ¿Qué podía pasar? ¿De qué se trataba? Tara estaba intacta, sí, pero mostraba la misma estremecedora quietud que se cernía sobre el resto de la martirizada comarca. Entonces la figura se movió. Rígida y lenta, descendió los peldaños.

—¿Papá? —preguntó ella, con voz temblorosa, casi dudando de que fuera él—. Soy yo, Katie Scarlett. He vuelto.

Gerald avanzó hacia ella, silencioso como un sonámbulo, arrastrando su pierna rígida. Se acercó a Scarlett y la miró turbado, como si la creyese una imagen de sueño. Luego apoyó una mano sobre su hombro. Scarlett notó que su mano temblaba, como si su padre despertase de una pesadilla y empezase a comprender a medias la realidad. —¡Hija mía! —dijo, con un esfuerzo—. ¡Hija mía! Y luego guardó silencio. «¡Caramba, qué viejo está!», pensó Scarlett.

Los hombros de Gerald estaban encorvados. En el rostro que ella veía confusamente no quedaba ni rastro de aquella virilidad, de aquella infatigable vitalidad de Gerald. Y aquellos ojos que se fijaban en los de su hija poseían una mirada casi tan temerosa y atónita como los del pequeño Wade. Gerald no era más que un hombre viejo y vencido.

Y, ahora, el miedo a las cosas desconocidas que la rodeaban la dominó, tal como si emergiese de pronto de las tinieblas y cayese sobre ella, sin que pudiese hacer más que permanecer allí, muda, mirando a su padre, con todo el torrente de preguntas que se le ocurrían acumulado y quieto en sus labios. Llegó del coche un débil vagido. Gerald pareció sobreponerse dificultosamente a sí mismo.

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