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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (59 page)

—¡Melly, por el amor de Dios, no intentes ser valiente! Grita todo lo que quieras. Aquí no te oye nadie más que nosotras.

A medida que avanzaba la tarde, Melanie se lamentaba sin preocuparse de parecer valiente o no, e incluso gritaba a veces. Cuando lo hacía, Scarlett hundía la cabeza entre las manos y se tapaba los oídos. Su cuerpo se estremecía; hubiera preferido morir. Cualquier cosa era preferible a ser testigo pasivo de aquella tortura. Cualquier cosa era mejor que permanecer allí esperando la llegada de un niño que no acababa de presentarse nunca. ¡Esperando cuando, por lo que podía suponer, los yanquis debían de estar en Five Points!

Ahora se lamentaba amargamente de no haber prestado más atención a las conversaciones de las casadas sobre los partos. ¡Si lo hubiera hecho! De haberse interesado en tales asuntos, podría saber ahora si a Melanie le faltaba mucho tiempo o no. Tenía el vago recuerdo de una historia de la tía Pitty, según la cual una amiga suya pasó dos días luchando para dar a luz un niño y al fin murió sin haber llegado a parir. ¡Si Melanie tuviese que soportar dos días así! Pero Melanie era tan endeble que no soportaría dos días de semejante dolor. Si el niño no llegaba pronto, moriría. ¿Cómo osaría entonces Scarlett volver a ver a Ashley, si vivía aún, y decirle que Melanie había muerto después de prometerle que ella la cuidaría?

Al principio, Melanie se empeñaba en coger la mano de Scarlett cuando sentía dolores fuertes; pero se la apretaba de tal modo, que le trituraba los huesos. Al cabo de una hora, las manos de Scarlett estaban hinchadas y magulladas al extremo de no poder doblarlas siquiera. Entonces anudó dos grandes toallas, las sujetó a la cabecera del lecho y puso el extremo anudado en las manos de Melanie, quien se asió a ellas como a un áncora de salvación, retorciéndolas, estirándolas, desgarrándolas. Durante toda la tarde, su voz sonó como la de un animal moribundo preso en una trampa. A veces soltaba las toallas, se frotaba las manos débilmente y miraba a Scarlett con los ojos agrandados por el dolor.

—Habíame. Dime algo —cuchicheaba.

Y Scarlett debía hablar sobre cualquier cosa hasta que Melanie asía de nuevo el nudo y comenzaba a retorcerlo.

En el oscuro cuarto lleno de angustia, calor y moscas insistentes, el tiempo transcurría con tal lentitud que Scarlett apenas podía recordar la mañana. Le parecía que llevaba en aquel sitio oscuro, sudoroso, vahoso, toda su vida. Cada vez que Melanie gritaba, sentía deseos de imitarla, y sólo mordiéndose los labios podía evitar sufrir verdaderos accesos de histeria.

Una vez, Wade subió la escalera de puntillas y se detuvo en el umbral, sollozando:

—¡Wade tiene hambre!

Scarlett se dirigía hacia él, pero Melanie murmuró: —No te vayas, te lo ruego. Mientras estás aquí, puedo soportarlo. De modo que Scarlett, encargó a Prissy que recalentase la papilla del desayuno y se la diese al niño. En cuanto a sí misma, le parecía imposible volver nunca a comer después de aquella tarde.

El reloj de la chimenea se paró y Scarlett perdió toda posibilidad de saber la hora. Cuando disminuyó el calor en la habitación y los puntos luminosos que se filtraban por las persianas fueron menos brillantes, las apartó un tanto. Observó con gran sorpresa que estaba muy adelantada la tarde y que el sol, que parecía una bola carmesí, se hallaba muy bajo en el cielo. Había llegado a creer que aquella tarde ardorosa duraría eternamente.

Se preguntaba con ansiedad qué habría sucedido en el centro de Atlanta. ¿Habían partido todas las tropas? ¿Habrían llegado los yanquis? ¿Evacuarían la ciudad los confederados sin intentar más pelea? Entonces recordó, sintiendo un sobresalto en el pecho, los pocos confederados que allí había y los muchos y bien alimentados hombres de que disponía Sherman. ¡Sherman! El nombre del propio demonio no la hubiera asustado tanto. Pero no había tiempo para pensar en ello ahora, porque Melanie pedía agua, solicitaba una toalla fría para la cabeza, quería que la abanicase y que le espantase las moscas...

Al llegar el crepúsculo, Prissy, deslizándose como un minúsculo fantasma negro, le llevó una lámpara encendida. Melanie se sintió más débil. Comenzó a llamar insistentemente a Ashley, como en delirio, hasta que aquella abominable monotonía despertó en Scarlett el deseo de ahogar su voz con una almohada. Acaso llegase el médico, al fin. ¡Si viniera pronto! La esperanza renació en su corazón. Se encaró a Prissy y le ordenó que fuese a casa del doctor a ver si estaba él o su mujer.

—Si no está él, pregunta a la señora Meade o a Betsy lo que tenemos que hacer y pídeles que te acompañen.

Prissy salió con gran estrépito y Scarlett la miró correr por la calle con una velocidad de la que no la hubiera creído capaz. Tras un prolongado rato, Prissy volvió sola.

—El doctor no ha ido a casa en todo el día. Es posible que se haya marchado con los heridos. Señora Scarlett, el señorito Phil ya no existe.

—¿Ha muerto?

—Sí, señora —repuso Prissy, esponjándose por la importancia que le daban las noticias que traía—. Me lo ha dicho Talbot, el cochero. El tiro...

—No me importa nada.

—No he visto a la señora Meade. La cocinera dice que la señora Meade quiere lavarlo y enterrarlo antes de que lleguen los yanquis. La cocinera dice que si los dolores de la señorita Melanie son muy fuertes puede usted poner un cuchillo debajo de la cama, y el dolor se partirá en dos.

Aquellos útiles informes inspiraron a Scarlett el deseo de volver a abofetear a Prissy. Melanie abrió unos ojos inmensos y murmuró:

—Querida, ¿están llegando los yanquis?

—No —dijo Scarlett con energía—. Prissy es una mentirosa.

—Sí, señora; lo soy —convino, fervientemente, Prissy.

—Están llegando —repuso Melanie, sin dejarse engañar y enterrando el rostro en la almohada.

Y su voz sonaba velada.

—¡Pobre hijo mío, pobre hijo mío!

Luego, tras un intervalo, añadió:

—No debes quedarte aquí, Scarlett. Vete y llévate a Wade.

Lo que decía Melanie no dejaba de ser lo mismo que Scarlett estaba pensando; pero oírselo a ella la enfureció, avergonzada como si su oculta cobardía se transparentara en su faz.

—Eres una necia. No tengo miedo. Y sabes que no te abandonaré.

—Puedes hacerlo. Voy a morirme.

Y empezó a quejarse otra vez.

Scarlett bajó las oscuras escaleras lentamente, como una vieja, tanteando el camino, agarrándose a la barandilla para no caer. Le pesaban las piernas como si fueran de plomo, rendidas por el esfuerzo y la fatiga, y el pegajoso sudor que bañaba su cuerpo la hacía tiritar de frío. Llegó extenuada hasta la terraza y se detuvo en lo alto de la escalera. Se apoyó contra un pilar del pórtico y con una mano temblorosa se desabrochó el corpino más abajo del pecho. Una oscuridad suave y cálida llenaba la noche. Scarlett contempló las tinieblas, con la cabeza embotada como un tronco.

Todo estaba concluido. Melanie no había muerto y el niño, que emitía sonidos como los de un gatito recién nacido, estaba en manos de Prissy, recibiendo su primer baño. Melanie se había dormido. ¿Cómo podía dormir después de aquella pesadilla de agudos dolores y de una asistencia ignorante, que debía haberle producido más daño que provecho? ¿Cómo no había muerto? Scarlett pensaba que ella misma hubiera muerto en el curso de tales manipulaciones. En cambio, Melanie, una vez concluido todo, había murmurado débilmente cuando su cuñada se inclinaba sobre ella: «Gracias», para luego quedarse dormida. ¿Cómo podía haberse dormido? Scarlett olvidaba que también ella se durmió después de nacer Wade. Lo había olvidado todo. Su mente era un vacío; el mundo, un vacío; no había existido la vida antes de aquel interminable día ni existiría después, sólo una noche calurosa y pesada, sólo el ruido de su fatigosa y ronca respiración, el frío y viscoso sudor que corría de las axilas a la cintura y de las caderas a las rodillas: un sudor espeso, congelado, pegajoso.

Notó que el pesado ritmo de su respiración se convertía en una serie de sollozos espasmódicos. Sus ojos estaban secos y ardorosos como si nunca más pudieran brotar lágrimas de ellos. Se incorporó fatigosamente y se levantó las amplias faldas hasta los muslos. Sentía frío, calor y humedad a la vez y el efecto del aire de la noche en las pantorrillas la refrescaba. Pensó en lo que diría tía Pitty si pudiese verla de pie en el porche, con las faldas levantadas y exhibiendo la ropa interior; pero no le importaba. Nada le importaba. El tiempo se había detenido. Lo mismo podía acabar de anochecer que ser ya medianoche. No lo sabía y la tenía sin cuidado.

Oyó rumor de pisadas en el piso superior y pensó: «Dios maldiga a Prissy», antes de que sus ojos se cerrasen. Tras un intervalo de inconsciencia, encontró a Prissy a su lado, charlando complacida.

—Lo hemos hecho muy bien, señora Scarlett. No creo que mi madre lo hubiera hecho mejor.

En la sombra, Scarlett la miró, demasiado fatigada para insultarla, demasiado fatigada para reprenderla, o para enumerar las ofensas que Prissy le hiciera, sus temores, su insoportable torpeza, su inutilidad en el momento crítico, el no encontrar las tijeras, el verter en el lecho la vasija con agua, el haber dejado caer al niño un momento después de nacer. ¡Y ahora se jactaba de lo bien que se había comportado!

¡Pensar que los yanquis querían liberar a los negros! ¡La que se iba a armar!

Volvió a recostarse en el pilar, en silencio, y Prissy, consciente del mal humor de su ama, se apartó de puntillas y se esfumó en la oscuridad del porche. Tras un largo rato, durante el cual su respiración se tranquilizó al fin y su mente se sosegó, Scarlett oyó un débil rumor de voces en el camino y el pisar de muchos pies viniendo del norte. ¡Soldados! Se levantó despacio y se bajó las faldas aunque sabía que nadie podía verla en la oscuridad. Cuando un número imprecisable de ellos pasó como sombras ante la casa, los llamó. —¡Eh! ¡Por favor!

Una sombra se separó del grupo y se acercó a la puerta. —¿Se van ustedes? ¿Nos abandonan?

Creyó ver que la sombra se quitaba el sombrero. En la oscuridad sonó una voz tranquila.

—Sí, señora. Así es. Somos los últimos hombres que quedaban en los parapetos, un kilómetro y medio al norte de aquí.

—Ustedes... ¿Es verdad que el ejército se retira?

—Sí, señora. Los yanquis están llegando, ¿comprende? Eso es lo que ocurre.

¡Los yanquis llegaban! Lo había olvidado. Se le obstruyó súbitamente la garganta y no pudo pronunciar otra palabra más. La sombra se alejó, mezclándose con las demás, y de nuevo los pies sonaron en la oscuridad. «Los yanquis llegan, los yanquis llegan...» Tal era el ritmo que parecían marcar las pisadas, el mismo que el súbitamente inquieto corazón de Scarlett parecía rimar a cada latido. ¡Los yanquis llegan!

—¡Están llegando los yanquis! —gritó Prissy, encogiéndose al lado de Scarlett—. ¡Nos van a matar a todos, señorita! ¡Nos van a clavar las bayonetas en el vientre! ¡Nos...! —¡Oh, cállate!

Ya era bastante tremendo pensar aquellas cosas para oírlas, además, proferidas por labios temblorosos. Un renovado temor la invadió. ¿Qué le cabía hacer? ¿Cómo podía escapar? ¿Dónde podía encontrar ayuda? Todos los amigos le habían fallado.

Pensó de pronto en Rhett Butler, y una repentina calma ahuyentó sus temores. ¿Cómo no había pensado en él aquella mañana mientras andaba de un lado a otro en tan gran desconsuelo? Cierto que lo detestaba, pero Rhett era fuerte y resuelto y no temía a los yanquis. Y aún estaba en la ciudad. Cierto que ella se había indignado con él y que él le había dicho cosas imperdonables la última vez que se vieron; pero bien podían olvidarse semejantes cosas en un momento así. Además, él tenía coche y caballo. ¿Por qué no había pensado antes en él? Podía llevarlos a todos ellos lejos de aquel lugar maldito, lejos de los yanquis, a otra parte, a cualquier parte...

Se volvió hacia Prissy y le habló con febril premura.

—¿Sabes dónde vive el capitán Butler? En el hotel Atlanta.

—Sí señora, pero...

—Vete allí tan de prisa como puedas y dile que lo necesito. Deseo que venga en seguida, trayendo su coche y su caballo o una ambulancia, si la encuentra. Dile lo del niño. Y dile que quiero que nos saque de aquí. ¡Vamos, de prisa!

Se incorporó y dio un empujón a Prissy para estimularla.

—¡Dios mío, señora Scarlett! ¡Me asusta salir sola, con esta oscuridad! ¿Y si me cogen los yanquis?

—Si te das prisa, alcanzarás a esos soldados y ellos no dejarán que los yanquis te cojan. Rápido.

—¡Tengo miedo! ¿Y si el capitán Butler no está en el hotel?

—Preguntas dónde está. ¿Es que no tienes sentido común? Si no lo encuentras en el hotel, vete al bar de la calle Decatur y pregunta por él. Y si no, a casa de Bella Watling. Búscalo. ¿No ves que si no te das prisa llegarán los yanquis y nos cogerán a todos, imbécil? ¡Date prisa!

—Mamá me pegará con un buen tronco de algodónero si sabe que he ido a un bar o a una casa mala.

Scarlett se levantó con brusquedad.

—Y yo te desollaré si no vas. Te puedes quedar en la calle y llamarlo a gritos, ¿no? O preguntar a alguien si está dentro. ¡Largo!

Y viendo que Prissy agitaba los pies y gruñía, Scarlett le dio de nuevo un empujón que casi la derribó de cabeza por las escaleras.

—Vete o te vendo y no vuelves a ver tu madre ni a ninguno de los que conoces. ¡Y te venderé para trabajar en el campo, además! ¡De prisa!

—¡Dios mío, señora...!

Pero, bajo la enérgica presión de la mano de su dueña, acabó descendiendo los escalones. Crujió la cancela. Scarlett gritó:

—¡Corre, estúpida!

Oyó que iniciaba un trote cuyo ruido se amortiguó luego en el suelo blando.

23

Cuando Prissy hubo partido, Scarlett, fatigada, entró en el piso bajo y encendió la lámpara. La casa abrasaba, como si aún conservase entre sus paredes todo el ardor del día. Parte del embotamiento de Scarlett se había disipado y ahora su estómago reclamaba alimento. Recordó que no había comido nada desde la noche anterior, excepto una cucharada de papilla. Empuñó la lámpara y pasó a la cocina. El fuego se había apagado, pero la estancia se hallaba sofocantemente caldeada aún. Encontró medio panecillo de harina de maíz y lo mordió con avidez mientras miraba en torno buscando otra cosa. En la olla había quedado un resto de papilla, que devoró con un cucharón de cocina sin esperar a ponerlo en el plato. La papilla estaba espantosamente sosa, pero tenía demasiada hambre para reparar en ello. A la cuarta cucharada, el calor de la cocina le pareció tan insoportable que salió con la lámpara en una mano y un trozo de pan en la otra y se dirigió al vestíbulo. Sabía que debía subir y permanecer junto a Melanie. Si pasaba algo, estaría demasiado débil para gritar. Pero la idea de volver a aquella habitación donde había pasado tales horas de pesadilla le resultaba intolerable. No, no volvería allí aunque Melanie estuviese muriéndose. No quería regresar a aquel dormitorio. Colocó la lámpara en el alféizar de la ventana y salió al porche. Allí hacía mucho más fresco, aunque un tibio calor impregnaba la noche. Se sentó al pie de las escaleras en el círculo de luz proyectado por la lámpara y continuó mordiendo el pan de maíz.

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