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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (57 page)

«Un día voy a hacer pedazos a esta rapaza», pensó Scarlett con ira, bajando a toda prisa las escaleras para encontrarla.

—La señora Elsing está en el hospital. Van a llegar en el primer tren muchos soldados heridos. La cocinera estaba preparando la comida para llevársela. Y dice...

—No me importa lo que diga —repuso Scarlett, a punto de estallar—. Ponte un delantal limpio y vete a llevar una nota mía al hospital. Se la darás al doctor Meade, y si no está, al doctor Jones o a otro médico cualquiera. Y sí esta vez no corres te desuello viva.

—Sí, señora.

—Y pide noticias de la batalla a cualquiera de ellos. Si no saben nada, vete a la estación y pregunta a los conductores del tren de heridos si se lucha en Jonesboro o cerca de allí.

—¡Dios mío, señora Scarlett! —exclamó Prissy, con súbita expresión de terror en su negro rostro—. ¿No estarán los yanquis en Tara?

—No lo sé. Ya te digo que preguntes.

—¡Dios mío, señora! ¿Estarán allí? ¿Harán algo a mamá?

Y Prissy comenzó a gritar desesperadamente, añadiendo un nuevo desasosiego a la inquietud que ya experimentaba Scarlett.

—¡Basta de gritos! ¡No vaya a oírte la señorita Melanie! ¡Y ponte el delantal! ¡Pronto!

Así espoleada, Prissy se dirigió apresuradamente hacia la parte posterior de la casa, mientras Scarlett garabateaba una rápida nota en la última carta de Gerald, último trozo de papel que tenían. Al doblarla de modo que su nota saltase a la vista, distinguió las palabras de Gerald: «Tu madre... tifus... bajo ningún pretexto... vengas a casa.» Casi rompió a llorar. De no ser por Melanie, hubiera vuelto a casa en aquel mismo momento, aunque le costase hacer todo el camino a pie.

Prissy salió a la carrera, oprimiendo la carta en la mano, y Scarlett volvió con Melanie, meditando sobre una mentira plausible que explicase la ausencia de la señora Elsing. Pero Melanie no preguntó. Yacía de espaldas, la faz tranquila y plácida, y su aspecto calmó a Scarlett por un rato.

Se sentó y se esforzó en hablar de cosas sin importancia; pero el pensar en Tara y en una posible victoria de los yanquis la hería cruelmente. Imaginó a Ellen moribunda, a los yanquis entrando en Atlanta, quemándolo todo, matando a todos. Entretanto, el lejano tronar del cañón persistía, invadiendo sus oídos con olas rumorosas y estremecedoras. Finalmente le faltaron fuerzas para hablar y permaneció mirando por la ventana la calle calurosa y tranquila y las inmóviles y polvorientas frondas de los árboles. Melanie estaba silenciosa también, pero a intervalos el dolor contraía su serena faz.

Después de cada acceso de dolor decía siempre: «La verdad es que no es tan grave»; pero Scarlett no ignoraba que mentía. Y ella hubiera preferido un dolor clamoroso a aquel resignado sufrimiento. Comprendía que era su deber compadecer a Melanie, pero no lograba sentir por ella una sola chispa de simpatía. Su mente estaba demasiado desgarrada con su propia angustia.

En una ocasión miró airadamente el rostro de la parturienta, desfigurado por el dolor, y se preguntó por qué había de ser precisamente ella quien estuviera con Melanie en aquel momento concreto. ¡Ella, que no tenía nada en común con Melanie, que la odiaba y que hubiera deseado su muerte! Pero quizás aquel deseo quedase cumplido antes de la noche. Un frío y supersticioso terror la invadió al pensarlo. Desear la muerte de alguien traía mala suerte, casi tan mala como maldecir a otro. «Al que echa maldiciones le caen en la cabeza», solía decir Mamita. Oró, angustiada, pidiendo que no muriese, e inició una charla febril y trivial, casi sin darse cuenta de lo que decía. Melanie le puso la mano en la muñeca.

—No te esfuerces en hablar, querida. Ya sé lo preocupada que estas. Siento causarte tanta molestia.

Scarlett calló, pero distaba mucho de sentirse tranquila. ¿Qué pasaría si ni el doctor ni Prissy llegaban a tiempo? Se dirigió a la ventana, miró a la calle y volvió a sentarse de nuevo.

Pasó una hora y después otra. Se acercaba el mediodía y el sol ardoroso estaba ya muy alto. Ni un soplo de aire agitaba las hojas polvorientas. Los dolores de Melanie se hacían más agudos. El sudor impregnaba su cabellera y se le pegaba el camisón al cuerpo por muchos lugares. Scarlett secaba su rostro en silencio, sintiendo el alma roída por el temor. ¡Dios mío, si el niño llegara antes de aparecer el doctor! ¿Qué haría? No tenía ni la menor idea de cómo debía comportarse en momentos así. Durante varias semanas había temido aquella emergencia.

Había contado con Prissy para resolver el problema, si no había médico a mano, ya que ella conocía todo lo concerniente a la situación, según le había repetido con insistencia. Pero ¿dónde estaba Prissy y por qué no venía? ¿Por qué no llegaba tampoco el médico? Se asomó de nuevo a la ventana. Volvió a prestar oído y se preguntó si sería o no imaginación suya la impresión de que el cañoneo se apagaba a lo lejos. Y si estaba más lejos, significaba que se combatía más cerca de Jonesboro, y entonces...

Al fin, vio a Prissy que llegaba por la calle a paso rápido; Scarlett se asomó a la ventana. Prissy miró, vio a su ama y abrió la boca para gritar. Viendo el pánico escrito en la menuda faz negra, y temiendo que alarmase a Melanie gritando a voz en cuello malas noticias, Scarlett se apresuró a llevarse un dedo a los labios y se retiró de la ventana.

—Voy a traer más agua fresca —dijo, contemplando las oscuras ojeras de Melanie y tratando de sonreír.

Salió a toda prisa del cuarto, después de cerrar la puerta tras de sí.

Prissy, jadeante, se hallaba en el primer escalón.

—¡Están luchando en Jonesboro, señora! Los nuestros están perdiendo. ¡Dios mío, señora Scarlett! ¿Qué les pasará a mamá y a Poke? ¿Qué nos pasará si vienen los yanquis? ¡Dios mío!

Scarlett le puso una mano en la gimiente boca.

—¡Cállate, por amor de Dios!

¿Qué ocurriría si llegaban los yanquis, si entraban en Tara? Pero rechazó aquel pensamiento con energía para ocuparse sólo de la urgencia inmediata. Si pensaba en aquellas cosas, rompería a gritar y llorar como Prissy. .

—¿Y el doctor Meade? ¿Por qué no ha venido?

—No lo he visto, señora Scarlett.

—¿Cómo que no?

—No estaba en el hospital. Ni la señora Merriwether ni la Elsing. Un hombre me dijo que el doctor estaba en los vagones con los heridos que llegaban de Jonesboro; pero yo, señora, he tenido miedo de ir adonde están los vagones... porque hay muchos moribundos... Me asustan los muertos...

—Pero ¿y los demás médicos?

—¡Dios mío, señora! No he encontrado ni uno que leyera su nota. Todos andan corriendo por el hospital como locos. Uno me dijo: «¡Vete al diablo! No vengas hablando de niños que nacen cuando hay aquí tantos hombres que mueren. Busca una mujer cualquiera que os ayude.» Y entonces fui a ver si encontraba quien me diera noticias de la batalla, como usted me mandó, y...

—¿Dices que el doctor Meade está en la estación?

—Sí, señora. Él...

—Ahora escúchame bien. Voy a buscarlo. Tú, entretanto, estáte con la señora Melanie y haz todo lo que te diga. Pero, si se te escapara una sola palabra acerca de dónde se está librando el combate, te vendo, tan seguro como hay Dios. Tampoco le digas que no pueden venir los demás médicos. ¿Has comprendido?

—Sí, señora.

—Limpíate los ojos, coge un cántaro de agua fresca y vete arriba. Tienes que refrescar a la señora Melanie. Dile que me he ido a buscar al doctor Meade.

—¿Ha llegado el momento, señora Scarlett? —No lo sé, pero me temo que sí. Tú lo sabrás. Sube. Scarlett cogió de la consola su ancho sombrero de paja y se lo puso. Se miró al espejo y maquinalmente se arregló algunos mechones de cabello, pero sin verse en realidad. Aunque todo su cuerpo sudaba, la acometían helados escalofríos que irradiaban de su interior hasta sus mejillas y hasta las puntas de los dedos. Salió presurosa, bajo el sol ardiente, cegador, deslumbrante. Mientras bajaba de prisa por la calle Peachtree, el calor hacía latir sus sienes con violencia. A lo lejos, en la calle, percibió un confuso vocerío cuya intensidad aumentaba y disminuía. Al llegar ante la casa de los Leyden, comenzaba a jadear, a causa de lo ajustado que llevaba el talle; pero no aminoró el paso. El rumor de voces se hizo más intenso.

Desde la casa de los Leyden hacia Five Points, la calle presentaba una viva actividad: la actividad de un hormiguero que acaba de ser destruido. Negros de aterrorizados rostros corrían arriba y abajo de la calle, y en los porches había niños blancos que lloraban, sin que nadie los atendiese. La calle estaba llena de furgones militares y de ambulancias cargadas de heridos, así como de coches colmados de maletas y enseres. Muchos jinetes afluían en confusión por las calles laterales, camino del cuartel general de Hood. Frente a la casa de los Bonnet, vio al viejo Amos que sacudía las riendas del caballo de sus amos y que la saludó abriendo mucho los ojos.

—¿Todavía no se va, señora Scarlett? Nosotros ya nos marchamos. La señora está haciendo el equipaje. —¿Adonde os vais?

—¡Sabe Dios! Los yanquis están al llegar.

Ella echó a andar, presurosa, sin despedirse siquiera. ¡Los yanquis estaban al llegar! Ante Wesley Chapel se detuvo para tomar aliento y dejar que se calmase su palpitante corazón. Sí no se tranquilizaba, acabaría desmayándose. Mientras permanecía apoyada en una farola vio subir a la carrera, por Five Points, a un oficial a caballo. En un arranque, se precipitó en medio de la calle y le hizo señas con la mano. —¡Párese, haga el favor!

Él frenó tan rápidamente que el caballo se levantó sobe sus patas traseras. En la faz del hombre se leían profundas muestras de la fatiga y urgencia que le acuciaban; pero, con todo, se quitó inmediatamente el sombrero gris. —¿Señora?

—Dígame: ¿es cierto que los yanquis están al llegar? —Me temo que sí. —¿Lo sabe o no?

—Sí, señora. Lo sé. Hace media hora ha llegado al Cuartel General un despacho del frente de Jonesboro.

—¿De Jonesboro? ¿Está usted seguro?

—Estoy seguro. Es inútil inventar mentiras piadosas. El mensaje era del general Hardee, y decía: «He perdido la batalla y estoy en plena retirada.»

—¡Oh, Dios mío!

La oscura faz de aquel hombre cansado no exteriorizó emoción alguna. Aflojó las bridas del caballo y se caló el sombrero.

—¡Un momento, señor! ¿Qué debemos hacer?

—No puedo decirlo, señora. El ejército evacuará Atlanta en breve.

—¿Nos dejan abandonados a los yanquis?

—Temo que sí.

El caballo, espoleado, saltó como impulsado por un resorte, y Scarlett quedó sola en medio de la calle, hundida hasta los tobillos en el denso polvo.

Los yanquis llegaban, el ejército partía, los yanquis llegaban... ¿Qué debía hacer? ¿Huir? No, no podía huir. Allí estaba Melanie, en cama, aguardando la llegada de su hijo. ¿Por qué tendrían hijos las mujeres? Si no fuese por Melanie, ella, con Wade y Prissy, se esconderían en los bosques y los yanquis no los encontrarían. Pero no podía llevarse a Melanie a los bosques. Ahora no. Si hubiese tenido su hijo antes, incluso el día precedente, acaso habrían podido montar en una ambulancia, salir de la ciudad y esconderse en cualquier sitio. Pero ahora... Ahora debía encontrar al doctor Meade y volver a casa con él. Acaso él apresurara el nacimiento del niño. Se recogió las faldas y corrió calle abajo; sus pies se movían al ritmo de la frase que repetía en su mente: «Los yanquis llegan, los yanquis llegan.»

Five Points rebosaba de gente que miraba de un lado a otro con extraviados ojos, así como de furgones, ambulancias, carretas de bueyes, carros cargados de heridos. Surgía de la multitud un sordo rumor, semejante al romper del mar en la orilla.

Un extraño espectáculo impresionó sus ojos. Muchas mujeres llegaban del ferrocarril cargadas con jamones. A su lado se apresuraban niños pequeños tambaleándose bajo el peso de grandes recipientes de melaza. Numerosos muchachos llevaban sacos de patatas o trigo. Un viejo transportaba un pequeño barril de harina en un carro de mano. Hombres, mujeres y niños, blancos y negros, todos con la faz congestionada, se apresuraban por la calle cargados con sacos, paquetes y cajones de víveres, más víveres que cuantos ella había podido ver en un año. La muchedumbre abrió pronto camino dando paso a un coche. Era una victoria sobre cuyo pescante iba la elegante y delicada señora Elsing, con las riendas en una mano y el látigo en la otra. Tenía muy pálido el rostro y sus largos cabellos grises pendían, despeinados, sobre la espalda, mientras fustigaba al caballo como una furia. En el asiento posterior del coche iba Melissy, su mamita negra, que aferraba un grasiento trozo de tocino con una mano, mientras con la otra y con los pies procuraba sujetar las cajas y maletas apiladas a su alrededor. Un saco de guisantes secos se había reventado y el contenido se derramaba por la calle. Scarlett llamó a gritos a la Elsing, pero el vocerío de la muchedumbre apagó su voz y el coche continuó su loca carrera.

Durante un momento no pudo comprender lo que todo aquello significaba. Luego, acordándose de que los depósitos de intendencia estaban próximos al ferrocarril, imaginó que el Ejército debía haberlos abierto al pueblo para que éste salvase lo que pudiera antes de que llegaran los yanquis.

Se abrió camino vivamente a través de la gente, adelantó a la cargada e histérica multitud que se aglomeraba en Five Points y corrió tan de prisa como pudo hacia la estación. En medio de las ambulancias en confusión, entre nubes de polvo, vio médicos y camilleros inclinándose, levantando cuerpos, apresurándose. ¡Gracias a Dios que iba a encontrar en breve al doctor Meade! Pero al doblar la esquina del hotel Atlanta, pudo ver por completo la estación y las vías, y se sintió anonadada.

Bajo el sol implacable, tendidos hombro con hombro, o cabeza con pies, yacían cientos de hombres heridos, sobre los rieles, sobre los andenes, en interminables filas bajo las cocheras. Muchos estaban rígidos y silenciosos, pero otros muchos se retorcían, gimientes, bajo el ardoroso sol. Por doquier, enjambres de moscas cubrían a los hombres, zumbando y rozando sus rostros. Por todas partes había sangre, vendajes sucios, gemidos, blasfemias de dolor, mientras los camilleros transportaban hombres. Un olor revuelto de sangre, sudor, excementos y cuerpos sucios se alzaba en el aire caluroso, produciendo una fetidez que despertó náuseas en Scarlett. Los hombres encargados de las ambulancias se apresuraban de un lado a otro, entre las postradas y patéticas figuras de los heridos, y con frecuencia cargaban con algunos que sacaban de las apretadas filas, mientras los demás los contemplaban fijamente, esperando que llegase su turno.

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