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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (53 page)

Prosiguió el asedio durante aquellos calurosos días de julio, días atronadores a los que seguían noches de sombría y ominosa calma. La ciudad comenzó a acostumbrarse a lo malo. Aquello, aunque duro, había sucedido y ya nada peor podía suceder. Habían temido un sitio, y ahora que lo sufrían encontraban que no era, a fin de cuentas, tan terrible. La vida proseguía casi como habitualmente. Sabían que se hallaban sobre un volcán, pero mientras éste no entrase en erupción no podían hacer nada. ¿Por qué inquietarse, pues? Además, probablemente no habría erupción ya. El general Hood mantenía a los yanquis fuera de la ciudad. ¡Y había que ver cómo aseguraba la caballería el ferrocarril de Macón! No: Sherman no tomaría la plaza.

Pero, a pesar de toda la aparente indiferencia con que los habitantes de Atlanta acogían el bombardeo y de la exigüidad de las raciones, a pesar de que se fingiera ignorar que los yanquis peleaban apenas a un kilómetro de la población, a pesar de la ilimitada confianza en las desharrapadas líneas grises que combatían en las trincheras, latía en Atlanta, bajo la superficie, una aterradora incertidumbre sobre lo que cada día pudiera traer.

Bajo una frágil apariencia de seguridad, vibraban el disgusto, la inquietud, el terror, el hambre y el tormento de sentir cómo la esperanza aumentaba y decaía de forma alternativa.

Gradualmente, Scarlett recobró el valor al ver las animadas caras de sus amigos, gracias a esa benéfica disposición de la naturaleza humana que nos hace acostumbrarnos a soportar lo que no cabe curar. Cierto que se sobresaltaba a cada explosión, pero ya no corría, gritando, al cuarto de Melanie para esconder la cabeza en las almohadas. Ahora, devorando su temor, se limitaba a decir con voz débil: —Esa granada ha caído cerca, ¿verdad?

También sentía menos temor a causa de que la vida había tomado para ella las características de un sueño, un sueño harto terrible para ser real. No era posible que ella, Scarlett O'Hara, se encontrase en tales condiciones, con un peligro mortal sobre su cabeza a cada hora y a cada minuto. No era posible que el tranquilo transcurso de la vida hubiese cambiado de un modo tan radical y en tan poco tiempo.

Era irreal —ridiculamente irreal— que aquel dulce cielo azul de las mañanas pudiese ser profanado por los humos de los cañones que se cernían sobre la ciudad como bajas nubes de tormenta; que los cálidos mediodías, llenos del penetrante aroma de las profusas madreselvas y de las flores de trepadora, se desgarrasen con el horror de los proyectiles estallando en las calles, crujiendo con un fragor apocalíptico, lanzando a centenares de metros de distancia cascos de hierro que despedazaban hombres y animales.

Las tranquilas, plácidas siestas de la tarde no existían, porque, aun cuando hubiese períodos de calma en medio del estruendo de la lucha, la calle Peachtree hervía de constantes ruidos, debido al estrépito de cañones y ambulancias, a los gritos de los tambaleantes heridos que llegaban de las trincheras, al cruzar de los regimientos que, a paso redoblado, se dirigían, presurosos, de un punto de las trincheras de la ciudad a otras fortificaciones más combatidas; a los emisarios que corrían, calle abajo, hacia el Cuartel General, presurosos como si exclusivamente de ellos dependiera el destino de la Confederación.

Las noches traían cierta quietud, pero era una quietud amenazadora. Cuando la noche callaba, lo hacía del todo, como si incluso las ranas, los grillos y los ruiseñores estuviesen tan asustados que no osaran elevar sus voces en el acostumbrado coro de las noches estivales.

Pe vez en cuando, un disparo de fusil en las primeras líneas de defensa rompía el angustioso silencio de la noche.

Con frecuencia, ya entrada la madrugada, con las lámparas apagadas y Melanie dormida, Scarlett, despierta, oía el sonido de la verja al girar, acompañado de suaves pero apremiantes golpes en la puerta.

Eran siempre soldados cuyos semblantes desaparecían en la oscuridad del porche. De la sombra llegaban diferentes voces que le hablaban a la vez:

—Mis más humildes excusas, señora, por la molestia; pero ¿tendría un poco de agua para mí y para mi caballo?

A veces era una áspera voz montañosa; otras, los curiosos tonos nasales de las praderas del lejano Sur; otras, el suave deje de la costa, que sobresaltaba su corazón haciéndole recordar a Ellen.

—Señora, traigo un compañero... Venía en la grupa de mi caballo, pero me parece que no puede sostenerse. ¿Puedo dejarlo aquí?

—¿Puede darme un pan de maíz si le sobra, señora?

—Señora, perdone la intrusión, pero ¿puedo pasar la noche bajo este pórtico? He visto las rosas y olido las madreselvas, y de tal modo me ha parecido hallarme en mi casa que me he atrevido...

No, aquellas noches no eran reales. Eran una pesadilla, y los hombres formaban parte de ella: hombres sin cuerpos ni rostros, sólo con fatigadas voces que le hablaban desde la oscuridad. Darles agua y comida, sacarles almohadas a la terraza, vendar heridas, sostener las sucias cabezas de los moribundos... No; eso no podía ocurrirle a ella...

Una noche, ya muy entrado julio, fue tío Henry quien llamó a la puerta. Tío Henry venía ahora sin paraguas ni equipaje, y hasta sin su voluminoso vientre habitual. La piel del rostro, grueso y colorado, le caía, fofa, como las papadas de un perro de presa, y su abundante cabello blanco estaba increíblemente sucio. Llegaba casi descalzo, lleno de piojos y hambriento, pero su irascible carácter no había sufrido disminución.

—¡Necia guerra ésta en la que los viejos locos como nosotros tenemos que cargar las armas! —comentó.

Pero las muchachas tuvieron la impresión de que tío Henry estaba satisfecho de que lo necesitasen como si fuera un joven y de ser tan útil como un joven. Además, podía competir con ellos, cosa que le era imposible al abuelo Merriwether, según dijo tío Henry, jubiloso, a las muchachas.

—El viejo Merriwether anda muy molesto con su lumbago y el capitán quiso licenciarlo, pero él se opuso diciendo que prefería el tiroteo y los juramentos del capitán a la continua tortura que le daba su nuera insistiéndole en que dejase de mascar tabaco y se arreglase la barba todos los días. La visita de tío Henry fue breve, porque sólo tenía cuatro horas de permiso y necesitaba la mitad para llegar de las trincheras y volver.

—No os veré en algún tiempo, muchachas —anunció al sentarse en el dormitorio de Melanie y sumergir con delicia sus lacerados e hinchados pies en el recipiente de agua fría que Scarlett le había puesto delante—. Nuestra compañía sale mañana.

—¿Adonde? —preguntó Melanie, asustada, oprimiéndole el brazo. —No me pongas la mano encima —dijo tío Henry, irritado—. Estoy lleno de piojos. La guerra sería una excursión si no fuese por los piojos y la disentería. ¿Que adonde vamos? No me lo han dicho, pero lo supongo. O mucho me equivoco, o iremos hacia el sur, camino de Jonesboro, mañana por la mañana. —¿Por qué hacia Jonesboro?

—Porque va a lucharse de firme allí, queridas. Los yanquis van a cortar el ferrocarril, si pueden. Y, si lo cortan, ¡adiós Atlanta! —¡Ay, tío Henry! ¿Cree que lo cortarán? —¡Vamos, chiquillas! ¿Cómo van a cortarlo estando yo allí? Tío Henry sonrió viendo las asustadas caras de las jóvenes; después volvió a recuperar la seriedad.

—Va a haber una lucha muy dura, hijas. Necesitamos ganarla. Ya sabéis que los yanquis dominan todos los ferrocarriles, menos el de Macón; pero esto no es lo peor. Puede que no sepáis, hijas, que dominan también todas las carreteras, todos los caminos y todos los senderos, excepto la carretera de McDonough. Atlanta está metida en una bolsa y los cordones de esta bolsa están en Jonesboro. Si los yanquis ocupan la lina férrea, apretarán el cordón y nos cogerán dentro como a un ratón en la ratonera. No podemos dejar que nos arrebaten el ferrocarril... Tengo que irme, muchachas. Sólo he venido para despedirme y para asegurarme de que tú, Scarlett, estabas al lado de Melanie.

—Desde luego, sigue conmigo —repuso, afectuosamente, Melanie—. No se preocupe por nosotras, tío Henry, y procure cuidarse.

Tío Henry se secó los pies húmedos en la raída alfombra y gruñó mientras los introducía en los destrozados zapatos.

—Me voy —dijo—. Tengo que andar ocho kilómetros. Scarlett dame algo de comer. Cualquier cosa que tengas.

Besó a Melanie, le dijo adiós y bajó a la cocina, donde Scarlett estaba envolviendo en una servilleta un pan de maíz y algunas manzanas. —Tío Henry... ¿es... es tan grave la cosa? —¿Grave? ¡Dios mío, sí! ¡Pareces tonta! Estamos en las últimas. —¿Cree que los yanquis llegarán a Tara?

—¡Qué Tara ni qué...! —empezó tío Henry, irritado por aquella mentalidad, tan femenina, que sólo se preocupaba de lo que la afectaba personalmente en medio de las situaciones más graves.

Pero después, viendo la asustada y abatida cara de Scarlett, se suavizó.

—No lo creo. Tara está a ocho kilómetros del ferrocarril y el ferrocarril es lo que interesa a los yanquis. Tienes menos cerebro que un mosquito.

Se interrumpió bruscamente.

—Bueno, no he hecho todo este camino sólo para deciros adiós.

Venía a traer malas noticias a Melanie, pero no he tenido valor. Háblale tú.

—Ashley, ¿verdad? ¿Ha oído usted algo acerca de que... haya muerto?

—No. ¿Cómo voy a saber nada de Ashley cuando estoy metido en una trinchera, con fango hasta los ojos? —dijo rudamente el viejo—. No. Se trata de su padre. John Wilkes ha muerto.

Scarlett se dejó caer en la silla, con el paquete de la merienda a medio envolver.

—Vine a decírselo a Melanie, pero no he podido. Díselo tú. Y dale esto.

Sacó del bolsillo un pesado reloj de oro del que pendían algunos dijes, una miniatura de la difunta señora Wilkes y un par de macizos gemelos de camisa. Al ver aquel reloj que distinguiera mil veces en manos de John Wilkes, fue cuando Scarlett comprendió bien que el padre de Ashley había muerto en realidad. Quedó tan atónita que no pudo hablar ni llorar. Tío Henry se agitaba, tosía y procuraba no mirarla, temeroso de ver que una lágrima en sus ojos le hiciese perder el valor.

—Era un valiente, Scarlett. Díselo a Melanie y dile también que escriba a sus hijas. Ha sido un buen soldado, a pesar de su edad. Lo mató una granada. Cayó sobre él y sobre su caballo, e hirió a éste. Hube de rematar de un tiro al pobre animal. Era una yegua magnífica. También será mejor que escribas tú esto a la señora Tarleton. Quería mucho a la yegua. Vamos, envuélveme la merienda, niña. Tengo que irme. Y no lo toméis demasiado a pecho, querida. ¿Qué mejor modo puede tener un viejo de morir que haciendo el trabajo de un joven?

—¡Pero él no debía haber muerto! ¡No debía haber ido a la guerra! Debía haber vivido y visto crecer a sus nietos y morir tranquilamente en la cama... ¿Por qué hizo eso? No aprobaba la secesión y odiaba la guerra, y...

—A muchos nos pasa lo mismo, pero ¿de qué sirve?

Y tío Henry emitió un estruendoso ruido nasal.

—¿Crees que me agrada que los tiradores yanquis me tomen como blanco... a mi edad? Pero ahora no hay otra opción para un caballero. Vamos, un beso, hija, y no te disgustes por mí. Ya verás como salgo vivo de la guerra. Scarlett lo besó y le oyó bajar las escaleras en la oscuridad. Después percibió el rumor de la cancela. Permaneció un instante mirando los objetos que tenía en la mano. Y después subió para dar la noticia a Melanie.

A finales de julio llegó la desagradable nueva, predicha por tío Henry, de que los yanquis, abriéndose de nuevo en semicírculo, descendían hacia Jonesboro. Cortaron el ferrocarril seis kilómetros al sur de la ciudad; pero fueron repelidos por la caballería confederada y luego los ingenieros, sudorosos bajo el sol abrasador, repararon la línea. Scarlett estaba frenética de ansiedad. Esperó durante tres días, con un terror que crecía cada vez más en su corazón. Luego recibió una tranquilizadora carta de Gerald. El enemigo no había llegado a Tara. Se oía desde allí al fragor de la lucha, pero no se había visto un solo yanqui.

La carta estaba tan llena de orgullo y jactancia por la energía con que los yanquis fueron rechazados de la vía férrea que hubiera podido creerse que la hazaña había sido realizada personalmente por él, sin ayuda de nadie. Dedicaba tres páginas a elogiar el valor de las tropas y al fin decía concisamente que Carreen estaba enferma. Ellen aseguraba que era tifus. No estaba muy grave y Scarlett no debía preocuparse, pero bajo concepto alguno debía volver a casa, aunque el ferrocarril se hallara libre. Ellen se alegraba ahora de que Scarlett y Wade no hubieran ido a Tara cuando comenzó el asedio y deseaba que Scarlett fuese a la iglesia y rezase algunos rosarios por el restablecimiento de Carreen.

La conciencia de Scarlett se sintió inquieta leyendo aquellas frases. Hacía meses que no iba a la iglesia. Antaño, semejante omisión le habría parecido un pecado mortal; pero ahora, por alguna razón, el no concurrir a la iglesia no le parecía tan grave como antes. No obstante, obedeció a su madre, y, subiendo a su alcoba, rezó un apresurado rosario. Cuando se incorporó, no se sintió tan confortada como antes tras una oración. Incluso le parecía que Dios no le prestaba atención, como tampoco a los confederados del Sur, pese al millón de plegarias que se elevaban diariamente a El.

Aquella noche se sentó en la terraza con la carta de Gerald en el regazo, para, tocándola, sentir a Tara y a Ellen más cerca de ella. La lámpara del salón proyectaba a través de la ventana una extraña claridad dorada sobre la parra del porche y en torno de Scarlett formaban un muro de combinadas fragancias los amarillos rosales trepadores y las madreselvas. La noche era infinitamente serena. Desde el crepúsculo no había sonado ni un tiro de fusil y el mundo parecía hallarse muy lejos. Scarlett, sola, se balanceaba en su mecedora, triste después de leer las noticias de Tara, ansiosa de que la acompañase alguien, aunque fuese la misma señora Merriwether. Pero ésta se hallaba de turno de noche en el hospital, la señora Meade estaba en su casa festejando a Phil, que había vuelto de las trincheras, y Melanie dormía. No tenía ni la más ligera esperanza de una visita. En la última semana no se había presentado un solo visitante, puesto que todos los hombres útiles estaban en las trincheras o se batían con los yanquis en las cercanías de Jonesboro.

No solía estar tan sola como ahora, y además no le agradaba estarlo. Cuando se hallaba sola, le daba por pensar y los pensamientos en aquellos días no eran nada agradables. Había adquirido las costumbres de los demás y pensaba, como ellos, en el pasado y en la muerte.

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