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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (51 page)

Sí; las líneas que rodeaban Monte Kennesaw eran inexpugnables. Después de veintidós días de lucha, el general Sherman se convenció de ello al observar la enormidad de sus bajas. En vez de continuar el asalto frontal, desplegó su ejército en un amplio círculo, como antes, tratando de situarse entre los confederados y Atlanta. De nuevo resultó afortunada la maniobra. Johnston se vio forzado a abandonar las alturas en que se batiera tan bien, para proteger su retaguardia. Había perdido en aquella lucha un tercio de sus hombres y el resto, extenuado, se replegó, a campo traviesa, bajo la lluvia, hacia el río Chattahoochee. Los confederados ahora no podían esperar nuevos refuerzos, mientras el ferrocarril, que los yanquis dominaban, llevaba a Sherman tropas de refresco y pertrechos todos los días. Así, pues, las líneas grises retrocedieron, a través de los campos encharcados, hacia Atlanta.

La pérdida de las posiciones consideradas inexpugnables lanzó sobre la ciudad una nueva oleada de terror. Durante aquellos veinticinco días, todos se habían asegurado unos a otros que semejante cosa no podía suceder. ¡Y había sucedido! Pero seguramente el general detendría a los yanquis al lado opuesto del río. Aunque bien sabía Dios que el río estaba muy cerca. ¡Sólo a once kilómetros!

Entonces Sherman flanqueó de nuevo a los sudistas, vadeando el río aguas arriba, y las agotadas líneas grises hubieron de cruzar el agua amarillenta con toda celeridad, volviendo a colocarse entre los invasores y Atlanta y cavando trincheras apresuradamente al norte de la ciudad, en el valle de Peachtree Creek.

¡Luchar y retroceder, luchar y retroceder! Y cada retroceso acercaba más a los yanquis a la población. Peachtree Creek estaba sólo a ocho kilómetros. ¿En qué pensaba el general?

Los clamores de «¡Dadnos un hombre que resista y luche!» llegaron a Richmond. Richmond sabía que, si se perdía Atlanta, la guerra estaba perdida también, y, en cuanto el Ejército hubo cruzado el Chattahoochee, el general Johnston fue relevado del mando y sustituido por el general Hood, uno de los comandantes de cuerpo. Entonces la ciudad respiró un poco mejor. Hood no se retiraría. ¡No, no haría tal £Osa aquel gigantesco kentuckiano, de barba flotante y relampagueantes ojos, que tenía la reputación de un perro de presa! Sin duda lanzaría a los yanquis al otro lado del Peachtree Creek, les haría cruzar al otro lado del río y luego, paso a paso por el camino de retirada, los empujaría hasta Dalton. No obstante, el Ejército clamaba: «¡Devolvednos a Joe!» Porque ellos habían compartido con el viejo Joe el fatigoso repliegue de Dalton a Atlanta, y sabían bien las dificultades que el general había debido superar y que ignoraba la población civil.

Sherman no esperó que Hood se aprestase al ataque. El día siguiente al traspaso del mando, el general yanqui cayó rápidamente sobre la pequeña Villa de Decatur, nueve kilómetros más abajo de Atlanta, tomándola y cortando por allí la vía férrea que enlazaba Atlanta con Augusta, con Charleston, con Wilmington y con Virginia. Sherman había asestado a la Confederación un golpe certero. Había llegado el momento de actuar y Atlanta exigía acción a gritos.

Entonces, en una tarde de julio, de sofocante calor, Atlanta vio cumplido su deseo. Hood hizo algo más que resistir y luchar. Asaltó a los yanquis duramente en Peachtree Creek, lanzando a sus hombres desde las trincheras contra las líneas azules, aunque los soldados de Sherman que las guarnecían sumaban doble número que los confederados.

Acongojados, rogando a Dios que el ataque de Hood hiciese retroceder a los yanquis, todos los habitantes de Atlanta escuchaban el tronar del cañón y el crepitar de miles de fusiles que disparaban a ocho kilómetros del centro de la ciudad, sonando tan estrepitosamente como si el tiroteo se mantuviera en la esquina. Oían el fragor de las baterías, veían el humo detenerse sobre los árboles como flotantes nubes, pero pasaron horas sin que supiesen el resultado de la batalla.

Muy entrada la tarde comenzaron a llegar noticias —todas inciertas, contradictorias, amedrentadoras— que traían los heridos caídos al principio de la lucha. Aquellos hombres llegaban sofocándose, aislados o en grupos, y los de menos gravedad sostenían a los que cojeaban o se tambaleaban. Pronto hubo una verdadera corriente de heridos que caminaban penosamente a través de la ciudad hacia los hospitales, con los rostros oscurecidos, como de negros, por el polvo, el sudor y la pólvora, con las heridas sin vendar, sangrantes, rodeados por enjambres de moscas.

La casa de tía Pitty era una de las primeras de la ciudad que alcanzaban los que venían desde el norte, y, uno tras otro, se tambaleaban ante la verja, caían sobre la hierba y suplicaban:

—¡Agua!

Durante toda aquella ardiente tarde, tía Pittypat y los demás de la casa, blancos y negros, permanecieron al sol, con cubos de agua y vendas, dando agua y vendando heridas hasta que las hilas se acabaron y ya no quedaron ni sábanas ni toallas. La tía Pittypat, completamente olvidada de que no podía soportar la vista de la sangre sin desmayarse, trabajó hasta que sus menudos pies, calzados en zapatos no menos menudos, se hincharon y se negaron a sostenerla. Melanie, a pesar de lo adelantada que iba en su estado, prescindió de su pudor y trabajó al lado de Príssy, Cookie y Scarlett, con la faz tan tensa como las de los heridos. Cuando al fin se desmayó, no hubo sitio donde acomodarla, salvo en la mesa de la cocina, porque todos los lechos, divanes y asientos de la casa estaban llenos de heridos.

Olvidado en el tumulto, Wade, acurrucado entre los balaustres de la terraza, asustado, miraba el césped como un conejo enjaulado, dilatados los ojos por el terror, chupándose el dedo pulgar e hipando con desconsuelo. Scarlett le vio una vez y le gritó rudamente: —¡Vete a jugar en el patio de atrás, Wade Hampton! Pero él estaba demasiado aterrorizado y fascinado por el enloquecedor espectáculo que presenciaba para obedecer.

El césped estaba plagado de hombres rendidos, demasiado cansados para seguir adelante, demasiado débiles por sus heridas para moverse. Tío Peter los cargaba en el carruaje y los conducía al hospital, hasta que el viejo caballo estuvo literalmente cubierto de espuma. Las señoras Meade y Merriwether enviaron sus coches también, y éstos iban tan cargados que sus muelles crujían bajo el peso de los heridos. Más tarde, en el largo y ardiente crepúsculo, llegaron del campo de batalla las traqueteantes ambulancias y los furgones de intendencia, con los toldos sucios de barro, seguidos, camino abajo, por carros de
labranza,
carretas de bueyes y hasta vehículos particulares requisados por el Cuerpo de Sanidad. Pasaban ante la casa de Pittypat, oscilando en el desigual pavimento, atestados de heridos y moribundos, goteando sangre sobre el polvo rojizo. Al ver a las mujeres con cubos y vasijas, los carros se detenían y sonaba un coro trágico de gritos y murmullos: —¡Agua!

Scarlett sostenía las abatidas cabezas para que los secos labios pudiesen beber, y arrojaba cubos de agua sobre los cuerpos polvorientos y febriles y sobre las heridas abiertas a fin de que los desgraciados encontrasen algún alivio, siquiera momentáneo. Empinándose sobre los pies, tendía jarros de agua a los conductores de los vehículos y preguntaba a todos, sintiendo el corazón en la garganta:

—¿Qué noticias hay? ¿Qué noticias?

Todos contestaban igual.

—No sabemos nada. Aún no está nada resuelto. Es demasiado pronto para decir...

Cayó la noche, una noche bochornosa. No soplaba una ráfaga de aire y las antorchas de resina que sostenían los negros caldeaban aún más la atmósfera. El polvo cegaba la nariz de Scarlett y le resecaba los labios. Su vestido de algodón, tan limpio aquella mañana, tan oloroso a espliego, tan almidonado, estaba manchado de sangre, sudor y basura. A esto se refería Ashley cuando escribió que en la guerra no había gloria, sino suciedad y miseria.

El cansancio daba a toda la escena un aspecto irreal, de pesadilla. No, aquello no podía ser real. Y, si lo era, entonces el mundo se había vuelto loco. De otro modo, ¿por qué había de estar ella allí, en el tranquilo jardín de tía Pittypat, a la luz de las vacilantes antorchas, vertiendo agua sobre aquellos mozos moribundos, muchos de los cuales le habían hecho la corte y aun ahora, al verla, intentaban forzar una sonrisa? Entre los hombres que llegaban vacilantes, por aquel camino oscuro y polvoriento, había muchos a quienes ella conocía bien, y muchos de los que morían allí mismo, ante sus ojos, con los rostros cubiertos de mosquitos y otros insectos, eran hombres con quienes había reído y danzado, para quienes había cantado y tocado, con quienes había bromeado... y a los que incluso había amado un poquitín.

Encontró a Carey Ashburn bajo un montón de heridos, en una carreta de bueyes, vivo, pero con un balazo en la cabeza. No era posible sacarle sin molestar a otros seis heridos, así que dejó que lo llevaran al hospital. Más tarde supo que había muerto antes de que el doctor pudiese reconocerle y que había sido enterrado en un sitio cualquiera, no se sabía exactamente dónde. ¡Muchos hombres habían sido enterrados ya aquel mes en tumbas a flor de tierra, presurosamente cavadas en el cementerio de Oakland! Melanie sintió no haber podido cortar un mechón de los cabellos de Carey para enviarlo a su madre, en Alabama.

A medida que avanzaba la ardorosa noche, a todos les dolía más la cabeza y se les doblaban las rodillas de cansancio. Scarlett y tía Pittypat gritaban sin cesar a todos los hombres que llegaban:

—¿Qué noticias hay? ¿Qué noticias?

Y con el transcurso de las horas lograron respuesta, una respuesta que hizo que cada una de ellas viese palidecer mortalmente los rostros de las otras.

—Retrocedemos. Nos retiramos. Son millares y millares más que nosotros. Los yanquis han copado a la caballería cerca de Decatur. Tenemos que ir a reforzarlos. Todos nuestros hombres estarán en la ciudad dentro de poco, Scarlett y Pitty se asieron mutuamente, para sostenerse.

—¿Vienen... vienen los yanquis?

—Sí, señoras, vienen; pero no teman, señoras. No tomarán Atlanta. No, señoras: hay un millón de kilómetros de fortificaciones en torno a la ciudad. He oído al viejo Joe en persona decir: «Puedo sostener Atlanta indefinidamente.»

—Pero ya no tenemos al viejo Joe. Tenemos a...

—¡Chist, tonto! ¡Cállate! ¿Qué necesidad tienes de asustar a estas señoras? Los yanquis no tomarán nunca esta población, señoras.

—¿Por qué no se han ido ustedes a Macón o a otro sitio donde estuvieran más seguras? ¿No tienen parientes allí?

—Los yanquis no tomarán nunca Atlanta, pero no será nada agradable para las mujeres estar en la ciudad mientras ellos lo intenten. Porque aquí va a volar mucha bala suelta.

Al día siguiente, cálido y lluvioso, el ejército derrotado afluyó a Atlanta. Eran miles de hombres agotados por el hambre y la fatiga, aniquilados por setenta y seis días de batalla y retirada, con los caballos esqueléticos y rendidos, con los cañones y armones atalajados con cabos de cuerda y tiras de cuero viejo. Pero no entraban como un tropel desordenado y en derrota. Marchaban en buen orden, a pesar de sus harapos, con sus rojas y desgarradas banderas de combate ondeando bajo la lluvia. Habían aprendido a replegarse con el viejo Joe, quien había convertido la retirada en una hazaña estratégica igual al avance. Las hileras de hombres sucios y barbudos avanzaron por la calle Peachtree a los acordes de
¡Maryland, mi Maryland!,
y toda la ciudad salió a saludarlos. Vencedores o derrotados, eran sus combatientes.

La milicia del Estado, que saliera tan poco tiempo atrás con sus resplandecientes uniformes nuevos, apenas se distinguía de las tropas veteranas, de tan sucios y andrajosos como iban sus hombres. En sus ojos brillaba una nueva mirada. Sus tres años de excusas, de explicaciones de por qué no iban al frente, habían quedado atrás desde que cambiaron la seguridad de la retaguardia por los peligros del combate. Muchos dejaron una vida regalada para sufrir una dura muerte. Eran veteranos ya, pese a su breve servicio, con una veteranía bien ganada. Buscaban entre la multitud los rostros amigos y los miraban, orgullosos, retadores. Ahora podían llevar la cabeza muy alta.

Los viejos y los muchachos de la Guardia Territorial desfilaron también. Los primeros, demasiado fatigados para seguir el compás de la marcha; los segundos, con caras de niños rendidos, precozmente enfrentados a problemas propios de adultos. Scarlett distinguió a Phil Meade y apenas lo reconoció, tan negra tenía la cara de pólvora y suciedad y tan transformada por el esfuerzo y la fatiga. El tío Henry cojeaba bajo la lluvia e iba sin sombrero, con la cabeza asomando por el agujero de una pieza de tela impermeable en que se envolvía. El abuelo Merriwether iba en un avantrén, con los pies desnudos protegidos por los harapos de una manta. Pero, por mucho que buscó, no vio rastro de John Wilkes.

En cambio, los veteranos de Johnston caminaban con el paso incansable y negligente que habían adquirido en tres años de lucha y aún les quedaba energía para sonreír y saludar a las muchachas bonitas y dirigir rudos sarcasmos a los hombres sin uniforme. Caminaban hacia las trincheras que rodeaban la ciudad, y que ya no eran zanjas sin profundidad, presurosamente cavadas, sino verdaderas fortificaciones, con parapetos que cubrían todo el cuerpo hasta el pecho con sacos de tierra y maderos puntiagudos. Kilómetro tras kilómetro, las trincheras rodeaban la ciudad, como rojas incisiones en la tierra, coronadas por rojizos baluartes, en espera de los hombres que debían llenarlas.

La muchedumbre aclamaba a las tropas como las hubiera aclamado en caso de triunfo. El temor invadía todos los corazones; pero ahora que ya había ocurrido lo peor, ahora que la guerra entraba por las puertas, un verdadero cambio se operó en la ciudad. Nada ya de pánico ni histerismo. Lo que el corazón temiera no se reflejaba en el rostro. Todos parecían alegres, aunque su alegría fuese forzada. Todos procuraban mostrar semblantes valerosos y confiados a las tropas. Todos repetían lo que dijera el viejo Joe poco antes de ser relevado del mando: «¡Puedo sostener Atlanta indefinidamente!»

Ahora que Hood se había retirado, muchos de la ciudad deseaban también, como los combatientes, que volviese el viejo Joe; pero no lo confesaban, limitándose a darse ánimos con las palabras de aquel general:

—¡Puedo sostener Atlanta indefinidamente!

La táctica prudente del general Johnston no era compartida por Hood, quien atacó en seguida a los yanquis por el este y por el oeste. Sherman rodeaba la ciudad tanteando, como el atleta que pretende cazar en una presa el cuerpo del antagonista, y Hood no esperó en sus trincheras el asalto del enemigo. Salió de ellas arrojadamente y cayó sobre los yanquis. En un intervalo de breves días se sucedieron las batallas de Atlanta y Erza Church, encuentros importantes en comparación con los cuales el combate de Peachtree Creek era una mera escaramuza. Pero los yanquis no retrocedían. Habían sufrido graves pérdidas, mas podían permitírselo impunemente. Sus baterías, sin cesar, diluviaban proyectiles sobre Atlanta, matando a la gente en sus casas, derrumbando los tejados de los edificios, abriendo profundos cráteres en las calks. Los ciudadanos se refugiaban lo mejor que podían en bodegas, en agujeros cavados en el suelo y en pequeños túneles excavados bajo los terraplenes del ferrocarril. Atlanta estaba sitiada.

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