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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (113 page)

¡No, no lloraría! Sintió de nuevo que su garganta se ahogaba como le ocurría tantas veces desde que se había enterado de la triste noticia. Pero ¿de qué le serviría llorar? Las lágrimas no harían más que avivar su dolor y acabar de debilitarla. ¿Por qué, por qué Will, o Melanie, o sus hermanas, no le habrían escrito que su padre estaba enfermo? Habría cogido el primer tren a Tara, habría acudido a su cabecera, le habría incluso llevado un doctor de Atlanta. ¡Qué partida de imbéciles! Estaba visto que no sabían hacer nada sin ella. Pero ella no podía estar a la vez en mil sitios. ¡Y pensar que se mataba a trabajar para ellos, en Atlanta!

A medida que se prolongaba la espera se fue poniendo nerviosa. ¿Qué hacía Will? ¿Dónde se habría metido? Entonces escuchó a sus espaldas un ruido. Se volvió y vio a Alex Fontaine que cruzaba la vía y se dirigía hacia una carreta, con un saco de harina al hombro.

—Pero, Scarlett, ¿es usted? —exclamó.

En seguida se despojó de su peso y, con la alegría pintada en su rostro curtido y triste, se precipitó, con la mano extendida, hacia la mujer.

—¡Cuánto me alegro de verla! Acabo de encontrar a Will en la fragua. Estaba haciendo herrar al caballo. Como el tren traía retraso, creyó que tendría tiempo. ¿Quiere que vaya a buscarlo?

—Si me hace usted el favor, Alex —dijo Scarlett sonriendo, a pesar de su disgusto. ¡Le era tan grato volver a ver a alguien del Condado!

—Scarlett..., Scarlett... —empezó a decir Alex, sin soltarle la mano—. Siento mucho lo de su padre.

—Gracias —contestó Scarlett, lamentando que le hablara de ello.

—Si eso le sirve de consuelo, Scarlett, sepa que aquí estamos orgullosos de él —continuó Alex, soltándole al fin la mano—. Él..., en fin, él ha muerto como un soldado y por una causa digna de un soldado.

«¿Qué querrá decir con eso? —pensó Scarlett, aturdida—. ¿Lo habrán matado? ¿Se habrá batido, como Tony, contra los
scallatvags?»
Pero no quiso escuchar más. Si seguía hablando de él, se desharía en llanto y no quería ponerse a llorar antes de encontrarse con Will en medio del campo, lejos de todas las miradas indiscretas. Llorar delante de Will no tenía importancia. Will era como un hermano para ella.

—Alex, no quiero hablar de ello ahora —le dijo Scarlett.

—Ya sabe usted que la aprecio —declaró Alex, cuya ira alteró súbitamente sus facciones—. ¡Si fuera mi hermana...! Bien, Scarlett, ya sabe usted que nunca he hablado mal de una mujer, pero opino que alguien debía dar una buena paliza a Suellen.

«¿Qué le ocurrirá para hablar así? —se preguntó Scarlett—. ¿A qué viene hablar ahora de Suellen?»

—Es triste decirlo, pero por aquí todo el mundo opina como yo. Will es el único que la defiende, y Melanie, naturalmente, porque es una santa. No ve mal en nada y...

—Ya le he dicho que no quiero hablar ahora de esto —le dijo Scarlett secamente, sin que por eso pareciera que Alex se alterase. Al contrario, parecía comprender muy bien su frialdad y así aún resultaba todo más violento. No quería oír hablar mal de su familia y menos a un extraño, y no quería tampoco mostrar que no estaba al corriente. ¿Por qué Will no le había dado todos estos detalles?

Hubiera deseado que Alex no la mirara con tanta insistencia. Se apercibía de que Alex veía que estaba encinta y se notaba molesta. Y sin embargo Alex pensaba en cosas muy diferentes. Encontraba tan cambiada a Scarlett, que se había extrañado de reconocerla. Tal vez debíase a su embarazo. Las mujeres tenían una cara muy rara cuando estaban encinta y, además, debía estar alterada por la muerte del viejo O'Hara. Era su hija preferida. Pero no, el cambio debíase a algo más profundo. Parecía hallarse mejor que la última vez que la había visto. Al menos daba la impresión de tener buen apetito. Ya no tenía aquella expresión de animal acorralado de miedo. Al contrario, su mirada era dura. Ya no ponía aquellos ojos de entonces.

Hasta cuando sonreía, conservaba cierto aire autoritario y decidido. No debía divertirse mucho, no, el viejo Frank. Sí, ella había cambiado. Era sin duda una buena moza, pero su rostro había perdido toda su dulzura y toda su gracia. En fin, ya no tenía aquella manera provocativa de mirar a los hombres.

Bien, ¿y es que no habían cambiado todos, acaso? Alex echó una ojeada a sus toscos vestidos y su rostro volvió a adquirir una expresión amarga. De noche, cuando no podía conciliar el sueño y se ponía a preguntarse cómo haría operar a su madre, cómo daría una educación digna al hijo del pobre Joe, cómo encontraría dinero para comprar otra mula, llegaba a lamentar que la guerra hubiera terminado y no continuase todavía. No sabían los hombres lo felices que eran entonces. Siempre tenían algo que llevarse a la boca, aunque no fuera más que un trozo de pan de maíz. Siempre había alguien a quien dar una orden; no había que calentarse la cabeza para resolver problemas insolubles; no, en el Ejército no había preocupaciones, aparte de la de hacerse matar. Y, además, entonces existía Dimity Munroe. Alex hubiera querido casarse con ella, pero sabía que había demasiados que la perseguían para hacerla su mujer. La quería hacía largó tiempo y ahora el rosa de sus mejillas se ajaba, sus ojos perdían el brillo. ¡Si al menos Tony no hubiera tenido que huir a Texas! Con un hombre más en casa, la cuestión habría cambiado de aspecto. Su hermano tenía un genio de mil diablos, pero era tan simpático... ¡Pensar que estará sin un céntimo por alguna parte del Oeste! Sí, todos habían cambiado. ¿Cómo no habrían de haber cambiado? Alex suspiró fuertemente.

—No le he dado aún las gracias por lo que usted y Frank hicieron por Tony —dijo Alex—. Son ustedes los que le ayudaron a huir, ¿verdad? Es algo magnífico por su parte. He sabido de modo indirecto que se encuentra en Texas sano y salvo. No he querido escribirles para preguntárselo, pero ¿acaso Frank o usted le dejaron dinero? Quiero devolvérselo.

—¡Oh, Alex, no hable usted ahora de ello! Se lo pido por favor.

Por una vez en su vida el dinero no tenía importancia para ella.

—Voy a buscar a Will —dijo él—. Mañana asistiremos todos al entierro.

Volvió a cargarse el saco a la espalda y, en el momento en que iba a echar a andar, una carreta vacilante desembocó de una callejuela lateral y se dirigió chirriando hacia la estación.

—Siento haber llegado tarde, Scarlett —gritó Will desde el asiento.

Después de haber bajado penosamente del coche, Will se acercó cojeando y besó a Scarlett en la mejilla. Will no la había besado nunca y siempre la había llamado señorita Scarlett; pero, a pesar de su sorpresa, este gesto la conmovió y le causó una gran alegría. Él la ayudó a poner un pie en la rueda y a subir al carruaje y Scarlett vio que era el mismo carricoche destartalado que le había permitido huir de Atlanta. ¿Cómo podía rodar todavía? Will debía de haberlo cuidado con el mayor esmero. Al recuerdo de aquella noche trágica, sintió un ligero mareo. «No me importa —se dijo—; aunque tenga que ir descalza, aunque tía Pitty no vea un cuarto, me las arreglaré para comprar un carruaje nuevo y para que quemen éste.»

Al principio Will nada dijo y Scarlett se lo agradeció. Él tiró su viejo sombrero de paja al fondo del coche, chasqueó la lengua y el caballo se puso en marcha. Will seguía siendo el mismo, chupado y flaco, la mirada dulce, con el aire apacible y resignado de un animal de labor.

Dejaron el pueblo tras ellos y se adentraron en la carretera rojiza que conducía a Tara. En el horizonte quedaba un leve tinte rosáceo, y espesas nubes negras, desgreñadas como plumas, conservaban aún reflejos dorados y verde pálido. La calma def crepúsculo campesino se extendía sobre ellos, sedante como una oración. ¿Cómo había podido ella permanecer tanto tiempo, pensó Scarlett, privada del fresco aroma de los campos, del espectáculo de la tierra trabajada y de la dulzura de las noches de estío? ¡Olía tan bien la tierra roja y húmeda, era una amiga tan fiel, que hubiera querido bajarse para coger un puñado! A ambos lados de la carretera, los setos de madreselva exhalaban un perfume penetrante, como siempre que había llovido, el perfume más dulce del mundo. Sobre sus cabezas, las rápidas golondrinas aleteaban dando vueltas y, de vez en cuando, un conejo asustado cruzaba la carretera, moviendo su rabito blanco como una borla de polvera.

Mientras atravesaban los campos arados donde se alineaban vigorosos arbustos, Scarlett constató con alegría que el algodón crecía bien. ¡Qué hermoso todo aquello! Los vaporosos jirones de bruma sobre los pantanos, de tierra roja, el algodón y los sombríos pinos al fondo, como una muralla. ¿Cómo había podido vivir tanto tiempo en Atlanta?

—Scarlett, antes de hablarle del señor O'Hara..., y tengo intención de contárselo todo antes de llegar a casa..., querría saber su opinión sobre un punto. Tengo la impresión de que ahora es usted el cabeza de familia.

—¿De qué se trata, Will?

Durante un instante, él fijó en ella su mirada dulce y serena.

—Querría saber si a usted le disgustaría que me casara con Susele.

Scarlett quedó tan sorprendida que tuvo que agarrarse al asiento para no caer de espaldas. ¡Will casarse con Suellen! Desde que ella le había arrebatado a Frank, se había imaginado que ya nadie querría nunca a su hermana.

—¡Por Dios, Will!

—¿La disgusta?

—Disgustarme, no; pero ya ve, Will, que me ha cortado la respiración. ¡Casarse usted con Suellen! Si yo creía que usted estaba enamorado de Carreen...

Will agitó las riendas sin apartar los ojos del caballo. Scarlett le veía de perfil. Su rostro permaneció impasible, pero ella tuvo la impresión de que había exhalado un ligero suspiro. —Sí, tal vez —confesó Will.

—¿Y qué?, ¿no le quiere ella?

—No se lo he preguntado nunca.

—Pero Will, ¿está usted loco? Pregúnteselo en seguida. Carreen vale bastante más que Suellen.

—Scarlett, usted no sabe nada de lo que ha ocurrido en Tara. No nos ha prestado mucha atención estos últimos meses.

—Conque no, ¿eh? —se chanceó Scarlett, montando en cólera—. ¿Qué cree usted que hacía entonces en Atlanta? ¿Creía usted que andaba en coche y que estaba de baile todas las tardes? ¿No les he enviado dinero todos los meses? ¿No soy yo quien ha pagado los impuestos, quien ha hecho reparar el techo, quien ha comprado el arado nuevo y las muías? ¿No he...?

—Vamos, no se amosque usted —interrumpió Will sin turbarse—. Si ha habido alguien que supiera lo que hacía usted, soy yo. Ya sé que ha hecho usted el trabajo de dos hombres.

—Entonces ¿por qué me dice usted eso? —le preguntó Scarlett un poco calmada.

—Bien, no le niego que nos haya pagado las cosas y que hayamos vivido gracias a usted. Lo que le digo es que no parecía usted muy ocupada por averiguar nuestros pensamientos. No se lo censuro, Scarlett. Usted es así. No se ha preocupado nunca de lo que pasaba por el caletre de los demás. Lo que trato de explicarle es por qué no le he preguntado nunca a Carreen si me quería, porque no hubiera servido de nada. Ha sido como una hermana para mí, y apuesto a que a nadie le habrá contado las cosas que me ha contado a mí. Pero no se ha repuesto aún de la muerte de ese muchacho y no se repondrá jamás. Creo que ya puedo decírselo: Carreen se dispone a ingresar en un convento, en Charleston.

—¿Se burla usted de mí?

—Ya sabía el efecto que Je causaría, pero lo que quisiera pedirle es que no discutiera con ella, que no la riñese, y sobre todo que no se burlase. Déjela usted. Es su único deseo. Tiene el corazón destrozado.

—Yo conozco a cien mil que tienen el corazón destrozado y no se les ha ocurrido meterse en un convento por ello. Míreme a mí. Y he perdido mi marido.

—De acuerdo, pero a usted no se le ha destrozado el corazón —declaró Will plácidamente. Y cogiendo una brizna de hierba del suelo del carruaje se la puso en la boca y comenzó a mordisquearla.

Esta observación sobrecogió a Scarlett. Como siempre que oía emitir una verdad, por desagradable que le resultase, una especie de honradez interior y profunda la obligaba a reconocerla como tal. Calló un instante, para tratar de figurarse a Carreen de monja.

—Prométame que no irá a contrariarla en su deseo. —Bien, se lo prometo —dijo Scarlett, mirando a Will en seguida con cierta extrafieza. Will había amado a Carreen, y todavía ahora la quería bastante para aceptar el separarse de ella y favorecer su proyecto. Y se quería casar con Suellen. ¿Tenía esto pies ni cabeza? —¿Qué significa todo esto, Will? ¡Si usted no ha querido a Suellen nunca!

—Sí, la quiero en cierto sentido —dijo él, quitándose la hierba de la boca y examinándola como si ofreciera un extraordinario interés—. Suellen no es tan mala como usted se imagina. Scarlett. Creo que nos entenderemos muy bien los dos. Lo que necesita Suellen es un marido e hijos. Al fin y al cabo, eso es lo que todas las mujeres necesitan.

Will y Scarlett callaron de nuevo, mientras el carricoche proseguía su marcha por la carretera llena de baches. Scarlett pensaba. Debía de ocurrir algo más profundo y más importante para que un muchacho tranquilo y reservado como Will quisiera casarse con una mujer impertinente como Suellen, que no hacía más que quejarse de todo.

—No me ha dicho usted el verdadero motivo, Will. Soy el cabeza de familia y tengo derecho a saberlo.

—Es verdad —respondió Will—. Me parece que, por otra parte, lo entiende usted de sobra. No puedo marcharme de Tara. Es mi hogar, Scarlett, el único hogar que he tenido, y le tengo tanto apego, que amo cada piedra. He trabajado allí como si fuera mío. Y cuando una cosa cuesta algo, uno acaba por amarla. Usted sabe lo que quiero decir, ¿no?

Sí lo sabía. Sintió una súbita ternura por aquel hombre que amaba tanto lo que ella también amaba más en el mundo.

—Mire el cálculo que me he hecho —continuó él—: su papá ya no existe y Carreen estará en el convento. Ya no quedaremos más que Suellen y yo, y, naturalmente, yo no puedo quedarme en Tara, si no me caso con Suellen. Ya sabe usted cómo murmura la gente...

—Pero..., pero, Will, quedan aún Melanie y Ashley.

Al nombre de Ashley, Will se volvió hacia ella y la miró con sus ojos claros e insondables. Igual que en otro tiempo, adivinó Scarlett que Will sabía de sobra a qué atenerse acerca de ella y de Ashley. Tenía la intuición de que lo sabía todo, sin aprobarlo ni censurarlo.

—Van a marcharse muy pronto.

—¿Marcharse? ¿Adonde? Tara es su hogar tanto como el nuestro.

—No, no se sienten en su hogar en Tara. Esto es lo que mata a Ashley. No se siente en su propia casa y tiene la impresión de no ser lo suficientemente útil para justificar su parte de manutención y la de su familia. No sabe nada del campo y se da cuenta. No es que no lo tome con gana, pero no ha nacido para granjero. Usted lo sabe mejor que yo. Cuando se pone a cortar madera, siempre parece que va a darse un hachazo en un pie. No sabe conducir el arado mejor que Beau; se llenaría un libro con todo lo que ignora de los trabajos del campo. No es culpa suya. No ha sido educado para eso. Y, caray, le preocupa ser un hombre y vivir en Tara a expensas de una mujer, sin darle gran cosa en compensación.

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