Lo que el viento se llevó (144 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Pero hasta las amigas más íntimas de Scarlett tenían que aguantarle muchísimo. Menos mal que lo hacían con gusto. Para ellas, representaba no sólo fortuna y elegancia, sino también el antiguo régimen, con sus viejos nombres
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viejas familias, viejas tradiciones, con las cuales estaban ansiosas de identificarse. Las viejas familias por que suspiraban habían expulsado a Scarlett, pero las damas de la nueva aristocracia no lo sabían. Lo único que sabían era que el padre de Scarlett había sido el amo de cientos de esclavos, que su madre era una Robillard, de Savannah, y su marido Rhett Butler, de Charleston. Y esto les bastaba. Scarlett era la cuña que habían podido introducir en aquella vieja sociedad en que tanto deseaban entrar, la sociedad que les daba de lado, que no devolvía sus visitas y que sólo les hacía una glacial inclinación de cabeza en la iglesia. Para alas, ignorantes de todo lo ocurrido, Scarlett no era sólo la cuña para introducirse en sociedad: era la sociedad misma. Siendo ellas señoras de relumbrón, no se daban cuenta de la falsedad que había también en las pretensiones de Scarlett. La medían con su rasero y aguantaban mucho de ella: sus desprecios, sus favores, sus enfados, su arrogancia, su nada disimulada brusquedad y la franqueza con que criticaba sus defectos.

Hacía tan poco que habían salido de la nada y estaban tan inseguras de sí mismas, que querían a toda costa parecer refinadas, que temían mostrar su carácter y replicar, no fuesen a ser consideradas plebeyas. A toda costa tenían que parecer señoras. Simulaban gran delicadeza, modestia e inocencia. Oyéndolas hablar se diría que no tenían la menor idea de que existiese perversidad en el mundo. Nadie podría imaginar que la pelirroja Brígida Flaherty, que era de una pureza inmaculada y de un orgullo incomparable, había robado los ahorros que su padre tenía escondidos, para ir a América a ser camarera en un hotel. Y al observar lo fácilmente que se ruborizaba Silvia (antes Sadie Belle) Connington, y Mamie Bart, no se sospecharía que la primera había crecido en el salón de baile que su padre tenía en el Bowery
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y servía en el bar cuando había aglomeración, y que la última, según se decía, procedía de uno de los lupanares de su propio marido. No; ahora eran unas criaturas virginales.

Los hombres, aunque también nuevos ricos, no aprendían tan fácilmente a conducirse o acaso se les hacía más difícil aceptar las exigencias de su nueva posición social. En las fiestas de Scarlett bebían mucho, demasiado, y generalmente, después de cada reunión, había uno o dos huéspedes inesperados que se quedaban a pasar la noche. No bebían como los hombres que Scarlett había tratado en su infancia. Se ahitaban de alcohol, se volvían estúpidos, pesados u obscenos. A pesar de la cantidad de escupideras que colocaban bien a la vista, a la mañana siguiente las alfombras mostraban siempre huellas de salivazos sucios de tabaco.

Sentía desprecio hacia esta gente, pero la divertía mucho. Porque la divertía, llenaba la casa con ellos. Y porque los despreciaba los mandaba a paseo tan a menudo como se le ocurría. Pero ellos lo aguantaban.

Más difícil les resultaba el trato con Rhett, pues sabían que éste leía a través de ellos y los conocía muy bien. No tenía ningún reparo en desnudarlos moralmente, aun bajo su propio techo, y siempre en forma que no admitía réplica. Él no se avergonzaba de cómo había hecho su fortuna, y parecía creer que a los demás les ocurría lo mismo, y rara vez perdía la oportunidad de sacar a relucir cosas que, de común acuerdo, todos preferían dejar en una discreta oscuridad.

No se podía saber nunca si se le ocurriría decir amablemente después de una copa de ponche: «Ralph, si yo hubiera tenido sentido común, hubiera hecho mi fortuna vendiendo valores de minas de oro a viudas y huérfanos como tú, en lugar de hacerla con el bloqueo; es mucho más seguro». «Bien, Bill, veo que tienes un nuevo tiro de caballos. ¿Te va bien la venta de bonos para tus inexistentes ferrocarriles? ¡Buen trabajo, muchacho!». «Mi enhorabuena, Amos, por haber conseguido por fin esa contrata del Estado. ¡Lástima que hayas tenido que untar tantas manos para conseguirla!».

Las mujeres lo encontraban odioso, terriblemente vulgar. Los hombres decían a su espalda que era grosero e inmoral. La nueva Atlanta no tenía por él más simpatía que había tenido la vieja, y él no hizo por conciliarse la de la segunda más que había hecho por ganarse la de la primera. Continuaba su camino, divertido, desdeñoso, impermeable a la opinión ajena, tan cortés, que su cortesía resultaba insultante. Para Scarlett seguía siendo un enigma, pero un enigma cuya solución la preocupaba muy poco. Estaba convencida de que nada le complacía, ni podría complacerle; de que o bien deseaba algo ardientemente y no lo conseguiría o bien nada deseaba, y por eso de nada se preocupaba. Reía con todo lo que ella hacía, fomentaba sus extravagancias e insolencias, se burlaba de sus pretensiones y pagaba sus cuentas.

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Rhett no se apartaba nunca de sus maneras suaves e imperturbables ni aun en los momentos de mayor intimidad. Pero Scarlett seguía teniendo la sensación de que la observaba a hurtadillas, sabía que si volvía la cabeza de repente encontraría en sus ojos la misma mirada expectante, la mirada de incansable paciencia que ella no conseguía interpretar.

Algunas veces era una persona con la que resultaba muy agradable vivir, a pesar de su molesta costumbre de no permitir que en su presencia nadie dijera una mentira, buscara un pretexto ni se diera tono. La escuchaba hablar del almacén, las serrerías, el salón, los ex presidiarios y el coste de su alimentación; y daba consejos inteligentes y acertados. Tenía una energía incansable para los bailes y fiestas, que a ella le agradaban tanto, y un repertorio inacabable de anécdotas groseras, con las que la entretenía las poco frecuentes noches que pasaban solos, cuando los manteles estaban levantados y mientras tomaban su café y brandy. Scarlett estaba segura de que él le daría cualquier cosa que le pidiese, que contestaría a cualquier pregunta que le hiciese, siempre que fuese hecha francamente, sin rodeos, y que le rehusaría cualquier cosa que quisiera obtener por medio de indirectas, insinuaciones o astucias femeninas. Tenía el desconcertante don de leerle el pensamiento y se reía de ella rudamente.

Scarlett, al ver la suave indiferencia con que generalmente la trataba, se preguntaba, aunque sin gran curiosidad por qué se habría casado con ella. Los hombres se casan por amor, por un hogar, por los hijos, pero ella sabía que él no se había casado por ninguna de esas cosas. Él —era seguro— no la quería. Se refería siempre a su encantadora casa como a un horror arquitectónico y decía que prefería estar en un hotel bien organizado a vivir en un hogar. Y nunca había hecho la menor alusión a los niños como hacían Charles y Frank. Una vez, tratando de coquetear con él, Scarlett preguntó que por qué se había casado, y se había sentido terriblemente ofendida cuando Rhett, mirándola a los ojos con burla, le contestó:

—Me casé contigo por simple capricho, querida mía.

No; Rhett no se había casado con ella por ninguna de las razones por las que generalmente se casan los hombres. Se casó con ella simplemente porque la deseaba y no tenía otra manera de conseguirla. Lo había confesado francamente la noche en que se le declaró. La había deseado exactamente igual que había deseado a Bella Watling. Esta idea no era muy agradable. En realidad era un insulto descarado. Pero se encogió de hombros a esa idea, como había aprendido a encogerse de hombros ante cualquier hecho desagradable.

Habían hecho un contrato y ella estaba satisfecha por su parte en él. Esperaba que él también lo estaría, pero tal idea no la preocupaba demasiado.

Mas una tarde, al consultar al doctor Meade acerca de un trastorno gástrico, se enteró de un hecho extraordinariamente desagradable ante el cual no podía encogerse de hombros. Y sus ojos fulgían de odio cuando aquel anochecer irrumpió como una tromba en su alcoba y anunció a Rhett que iba a tener un niño.

Él, vestido con una bata de seda, estaba envuelto en una nube de humo, y sus ojos penetrantes se dirigieron al rostro de ella mientras hablaba. Pero no dijo nada. La contempló en silencio y sin ninguna emoción en su actitud.

—Ya sabes que yo no quiero más hijos. Nunca quise ninguno. Siempre que estoy a gusto he de tener un niño. ¡Oh!, ¡no estés ahí sentado riéndote! Tú tampoco lo quieres. ¡Oh, Madre de Dios!

Si él esperaba algunas palabras de ella, no eran éstas seguramente. Su rostro se endureció y sus ojos se volvieron inexpresivos.

—Bien, pues ¿por qué no regalárselo a Melanie? ¿No me has dicho alguna vez que estaba tan chiflada como para desear otro niño?

—¡Te mataría de buena gana! No quiero tenerlo. Te digo que no quiero.

—¿No? Sigue, por favor.

—¡Oh, se pueden hacer muchas cosas! Ya no soy la campesina boba que era antes. Sé que una mujer no tiene hijos si no los quiere. Hay muchas cosas...

Rhett estaba de pie, y la tenía cogida por las muñecas. En su rostro había una expresión de terrible pánico.

—Scarlett, loca. Dime la verdad. ¿Has hecho algo?

—No, no he hecho nada, pero lo voy a hacer. ¿Crees que voy a dejar que se me estropee otra vez el tipo? Precisamente cuando he conseguido recuperar la línea, y estoy pasándolo tan bien, y...

—¿De dónde has sacado esa idea? ¿Quién te ha dicho esas cosas?

—Mamie Bart..., ella...

—La encargada de una casa de mal vivir, que conoce todos esos trucos. Esa mujer no volverá a poner los pies en esta casa. ¿Me entiendes? Después de todo es mi casa, y yo soy el amo aquí. No quiero que vuelvas a hablar con ella ni una sola palabra.

—Haré lo que quieras. Suéltame. ¿Qué te puede importar?

—No me importa nada que tengas un niño o veinte, pero me importa que te puedas morir.

—¿Morir? ¿Yo?

—Sí, morir. Me figuro que Mamie Bart no te diría el peligro (¡tan grande!) que corre una mujer al hacer una cosa así.

—No —dijo Scarlett, con repugnancia—. Dijo, sencillamente que arreglaría las cosas muy lindamente.

—¡Por Dios! ¡La voy a matar! —gritó Rhett; y su cara estaba negra de rabia. Miró el rostro de Scarlett, surcado de lágrimas, y algo de su rabia se desvaneció, aunque no perdió su dureza.

—Escúchame, nena: no voy a dejarte jugar con tu vida. ¿Me oyes? Yo tampoco deseo chiquillos, ni pizca más que tú, pero puedo aguantarlos. No quiero volver a oírte decir locuras, y si te atrevieras... Scarlett, yo he visto una vez a una muchacha morir por eso. Era sólo una..., pero fue algo espantoso. No es un modo agradable de morir.

—¡Vamos, Rhett! —exclamó ella, asustada por la emoción de su voz. Nunca lo había visto tan emocionado—. ¿Quién? ¿Dónde?...

—En Nueva Orleáns... Fue hace muchos años. Era yo joven e impresionable. —De repente bajó la cabeza, enterrando los labios en el cabello de ella—. Tendrás tu hijo, Scarlett, aunque tenga que tenerte metida en un puño los nueve meses.

Ella se sentó en sus rodillas y le miró con franca curiosidad. Bajo su mirada, él se tornó de nuevo blando e inexpresivo, como si lo hubieran cambiado por arte de magia. Levantó las cejas y su boca recuperó la expresión burlona de antes.

—¿Tanto significo para ti? —le preguntó bajando los ojos.

Él le dirigió una mirada cual si calculase la cantidad de coquetería que encerraba la pregunta. Leyendo el verdadero significado de su conducta profirió una respuesta indiferente.

—Bien, sí... Ya ves; he invertido en ti una buena cantidad de dinero y, la verdad, sentiría perderlo.

Melanie salió de la habitación de Scarlett, cansada por la tensión, pero alegre hasta las lágrimas por el nacimiento de la hija de Scarlett. Rhett, nervioso, estaba de pie en el salón, rodeado de colillas que habían quemado la hermosa alfombra.

—Ya puede usted entrar, capitán Butler —dijo Melanie, avergonzada.

Rhett penetró rápidamente en la alcoba y Melanie pudo ver, antes de que el doctor Meade cerrase la puerta, cómo se inclinaba sobre la criaturita desnuda en el regazo de Mamita. Melanie se dejó caer en una butaca, ruborizándose, azorada por haber sorprendido, sin querer, una escena tan íntima.

«¡Ah! —pensó—. ¡Qué cariñoso y qué preocupado ha estado todo este tiempo el pobre capitán Butler! Y no ha bebido ni una gota de vino. ¡Qué simpático! ¡Tantos caballeros que se emborrachan mientras están naciendo sus hijos! Me temo que esté deseando echar un trago. ¿Se lo propondré? No, no sería discreto en mí».

Se arrellanó, cansada, en su butaca. ¡Le dolía tanto la espalda! Parecía como si se le fuese a partir por la cintura. ¡Oh, qué suerte había tenido Scarlett de que el capitán Butler estuviese allí junto a la puerta del cuarto mientras nacía el bebé! Si ella hubiese tenido a Ashley el espantoso día del nacimiento de Beau no hubiera sufrido ni la mitad. ¡Ay, si la chiquitína que estaba allí, al otro lado de la puerta, fuese suya en lugar de ser de Scarlett! «¡Qué mala soy! —pensó, sintiéndose culpable—. Le estoy envidiando su niña a Scarlett, que siempre ha sido tan buena para mí. Perdóname, Señor. Yo no deseo la niña de Scarlett, ¡pero desearía tanto tener una mía!».

Colocó un almohadón tras su dolorida cintura y pensó con ansia en una hijita suya. Pero el doctor Meade no variaba de opinión en este asunto. Y, aunque ella hubiera arriesgado con gusto su vida por tenerla, Ashley no quería oír hablar de semejante cosa. ¡Una hija! ¡Cómo querría Ashley a una hija!

¡Una hija! ¡Dios! ¿No le dijo al capitán Butler que era una niña, cuando seguramente él quería un niño? ¡Oh, qué tonta!

Melanie sabía que para una mujer un hijo, sea del sexo que sea, siempre es bienvenido, pero para un hombre, y sobre todo para un hombre como el capitán Butler, una niña sería un golpe, una ofensa a su virilidad. ¡Oh, qué satisfecha estaba de que Dios hubiese permitido que su único hijo fuese varón! Ella sabía que, de haber sido la esposa del capitán Butler, hubiera preferido morir en el parto a obsequiarle con una hija como primogénito.

Pero Mamita, saliendo de la habitación con sus andares de pato, la tranquilizó, haciéndola maravillarse al mismo tiempo al pensar en la clase de hombre que era el capitán Butler.

—Voy a bañar a la niña ahora mismo —dijo Mamita—. Me he disculpado con el capitán Butler de que haya sido una niña. Pero, ¡santo Dios, señorita Melanie! ¿Sabe usted lo que me ha contestado? Me dijo: «Cállese, Mamita. ¿Quién quiere un niño? Los chicos no son ninguna diversión; no son más que un manantial de preocupaciones. Las niñas sí que son un encanto; no cambiaría yo ésta por una docena de chicos». Y entonces ha querido coger a la niña, desnuda como estaba; pero yo le agarré por la muñeca y le dije: «¡Ya verá, señorito Rhett! Ya llegará el día en que tenga usted un niño y entonces les veremos gritar de alegría»; pero hizo una mueca y movió la cabeza diciendo: «Mamita, está usted loca, los chicos no sirven para nada; yo soy buena prueba de ello». Sí, señorita Melanie, se ha portado como un caballero en esto —terminó Mamita amablemente. Y Melanie pudo darse cuenta de que la conducta de Rhett lo había enaltecido mucho ante Mamita—. Tal vez haya estado algo equivocada, a propósito del señorito Rhett. ¡Este día es un día feliz para mí!

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