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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (70 page)

Sólo sus sentimientos hacia Tara no habían cambiado. No se acercaba nunca a la casa, fatigada por venir a campo traviesa, sin que al divisar la blanca mansión, amplia y baja, su corazón rebosara de la alegría y del placer de regresar a ella. Jamás contemplaba desde la ventana los verdeantes pastos, los rojizos campos y las altas y enmarañadas copas de los entrelazados árboles del bosquecillo, sin sentirse inundada del sentimiento de su belleza. Su amor por aquella tierra de suaves y ondulantes cerros de tierra roja y brillante, aquella magnífica tierra del color de la sangre, del granate, del polvo de ladrillo, del bermellón, donde crecían tan maravillosamente arbustos verdes salpicados de blancos brotes, era una parte de Scarlett que resistía inalterable a todos los cambios. En ningún otro lugar del mundo existía una tierra como aquélla.

Cuando contemplaba Tara, comprendía en parte por qué se luchaba en las guerras. Rhett estaba equivocado al decir que los hombres hacían la guerra por el dinero. No; combatían por ondulantes hectáreas de tierra, suavemente surcada por el arado, por verdes pastos de erguida hierba recién segada, por perezosos y amarillentos riachuelos y por casas blancas y frescas, sombreadas de magnolias. Aquellas cosas eran las únicas merecedoras de que se luchase por ellas, aquella rojiza tierra que era de ellos, y que sería de sus hijos, y que habría de producir abundancia de algodón para los hijos de sus hijos.

Aquellas pisoteadas tierras de Tara eran lo único que le quedaba, ahora que su madre y Ashley ya no vivían, que Gerald estaba senil e inútil por las emociones y que su dinero, los negros, su seguridad y su posición se habían desvanecido de la noche a la mañana. Y, como si fuese ya una cosa del otro mundo, recordaba una conversación con su padre acerca de las tierras, y se maravillaba ahora de haber podido ser tan joven y tan ignorante como para no entender lo que él quería decir cuando afirmó una vez que la tierra era la única cosa del mundo que merecía que se luchase por ella.

«Porque es la única cosa en el mundo que perdura... y porque, para cualquiera que tenga en sus venas una sola gota de sangre irlandesa, la tierra en que vive y de la que vive es como su madre... Es lo único que justifica que se trabaje, se luche y se muera por ella.»

Sí, Tara merecía que se combatiese por ella, y ella aceptaba el combate simplemente y sin reparos. Nadie podría quitarle Tara. Nadie los dejaría a ella y a su gente a la ventura, viviendo de la caridad de sus parientes. Conservaría Tara aunque tuviese que reventar trabajando a todos los que allí vivían.

26

Scarlett llevaba dos semanas en Tara desde su regreso de Atlanta cuando la ampolla más inflamada que tenía en un pie comenzó a ulcerarse, hinchándosele hasta el punto de no poder ponerse el zapato y tener que cojear constantemente, apoyándose sobre el talón. Se desesperaba viendo la cárdena rozadura en el dedo. ¿Y si llegase a gangrenarse como las heridas de los soldados y tuviera ella que morir por no tener ningún médico cerca? Por amarga que fuese ahora la vida para ella, no sentía deseo alguno de abandonarla. Porque ¿quién se ocuparía de Tara si ella muriese?

Al principio, esperaba que reviviese el antiguo espíritu de Gerald y que éste tomase el mando; pero, en aquellas dos semanas, tal esperanza hubo de disiparse. Scarlett era consciente de que, lo quisiera o no, la plantación y todos sus habitantes quedaban en sus inexpertas manos, porque Gerald no hacía más que estar sentado en silencio, como si soñase, sumiso pero ausente de Tara. Cuando ella le pedía algún consejo contestaba únicamente: «Haz lo que te parezca mejor, hija mía.» O algo peor aún: «Consúltalo con tu madre, pequeña.»

Ya nunca cambiaría; y Scarlett, al comprenderlo así, lo aceptó sin emoción. Gerald, mientras viviese, seguiría aguardando a Ellen, intentando oír su voz. Se hallaba en un nebuloso país fronterizo donde el tiempo no transcurría; y para él, Ellen estaba siempre en la habitación contigua. Al morir Ellen, perdió el resorte maestro de su existencia, y con él desaparecieron su impetuosa seguridad, su desparpajo y su inquieto dinamismo. Ellen había sido el auditorio ante el cual se representara el tumultuoso drama de Gerald O'Hara. Ahora, el telón había caído para siempre, las candilejas estaban apagadas y el público se había marchado, mientras el confuso y viejo actor permanecía sobre el escenario vacío, esperando su turno para continuar.

Aquella mañana, la casa estaba quieta porque todos, excepto Scarlett, Wade y las tres enfermas, andaban por el pantano buscando a la cerda. El mismo Gerald se había animado un poco y arrastraba los pies por el campo arado, apoyando una mano en el brazo de Pork y con un rollo de cuerda en la otra. Suellen y Carreen se habían dormido después de llorar, como hacían un par de veces al día por lo menos, con lágrimas de pena y de debilidad que corrían por sus demacradas mejillas al acordarse de Ellen. Melanie incorporada sobre las almohadas por primera vez aquel día, se envolvía en una sábana remendada entre las dos criaturillas, con la cabecita dorada y suave de la una acurrucada en un brazo, mientras que con el otro sostenía cariñosamente la testa negra y rizosa del hijo de Dilcey. Wade estaba sentado a los pies de la cama escuchando un cuento de hadas.

Para Scarlett, el silencio de Tara era insoportable, porque le recordaba demasiado vivamente el silencio mortal de toda la desolada comarca que hubo de atravesar aquel interminable día en que salió de Atlanta para volver a casa. La vaca y el ternero pasaban horas y horas sin exhalar un mugido. Los pájaros no piaban cerca de su ventana, e incluso la alborotada familia de estorninos que vivían entre el follaje de los magnolios, a través de varias generaciones, no cantaban aquel día. Scarlett llevó una silla junto a la ventana abierta de su cuarto, que daba al camino principal de entrada, dominando el macizo césped y los pastos solitarios y verdes del otro lado del camino, y allí permaneció sentada, con la falda por encima de las rodillas y la barbilla apoyada en las manos, asomada a la ventana. Tenía junto a ella un cubo de agua del pozo, y de cuando en cuando metía en él el pie ulcerado, haciendo una mueca de dolor cada vez que sentía la punzante sensación.

Malhumorada, apoyó la barbilla en la mano. Precisamente cuando más necesidad tenía de todas sus fuerzas, se le enconaba el dedo. Aquellos imbéciles no encontrarían nunca a la cerda. Habían tardado una semana en coger los cerditos, uno por uno, y ahora, al cabo de dos semanas, la marrana seguía en libertad. Scarlett tenía la seguridad de que, si hubiera estado con ellos en el pantano, se habría arremangado la falda hasta las rodillas y, cogiendo la cuerda, habría echado el lazo al animal en un abrir y cerrar de ojos.

Pero, aun en caso de cazar la cerda, si es que llegaba a cogerla, ¿qué harían después de comerse a ésta y a sus crías? La vida continuaría y el apetito también.

El invierno se aproximaba y no habría alimentos, ni siquiera los escasos restos de legumbres de los huertos vecinos. ¡Habría que tener tantas cosas! Guisantes secos, y trigo, y arroz, y semillas de algodón y de maíz para sembrar en primavera; y también otras ropas. ¿De dónde iba a salir todo aquello y cómo se pagaría?

Había registrado ocultamente los bolsillos y la caja del dinero de Gerald, y lo único que pudo encontrar fueron unos paquetes de bonos de la Confederación y tres mil dólares en billetes, confederados también. Era casi lo suficiente para que pudiesen hacer una buena comida todos, pensó irónicamente, ahora que el dinero confederado valía poco menos que nada. Pero, aunque tuviese dinero, ¿dónde se podría encontrar víveres y cómo podría traerlos a casa? ¿Por qué había permitido Dios que se muriese el viejo caballo? Incluso aquel miserable animal que Rhett había robado supondría para ellos un mundo de diferencia. ¡Oh, aquellas finas muías que solían cocear en la pradera, al otro lado del camino, y los soberbios caballos para el coche, y su pequeña yegua, y los jacos de las niñas, y el magnífico caballo de Gerald, que galopaba y corría por los pastos...! ¡Oh, qué no daría ella por una de aquellas monturas, incluso por la mula más terca!

Pero no importaba... Cuando se curase el pie, iría andando hasta Jonesboro. Sería la caminata más larga que hubiese hecho en su vida, pero la haría. Aun en el caso de que los yanquis hubiesen quemado totalmente la ciudad, ella encontraría seguramente en la vecindad alguien que pudiese indicarle en dónde hallar provisiones. La compungida fisonomía de Wade surgió ante sus ojos. No le gustaban los ñames, decía; quería un ala de pollo, arroz y mucha salsa.

La brillante luz del sol en el jardín se nubló repentinamente y los árboles se borraron entre sus lágrimas. Dejó caer la cabeza entre los brazos y se esforzó en no llorar. El llanto no servía ahora de nada. La única ocasión en que podía servir el llanto era cuando se tenía cerca a un hombre de quien se quisiera obtener algún favor. Mientras estaba acurrucada allí, apretando los ojos para que no le brotasen las lágrimas, se sobresaltó al oír el ruido de los cascos de un caballo al trote. Pero no levantó siquiera la cabeza. ¡Se había imaginado aquel ruido tantas veces, durante los días y las noches de las dos semanas anteriores, lo mismo que había creído oír el crujido de la falda de Ellen! Su corazón martilleaba, como le ocurría siempre en tales casos, antes de ordenarse severamente a sí misma: «¡No seas idiota!»

Pero los cascos alteraron su compás, de manera sorprendentemente natural, hasta ponerse al ritmo del paso, y se oyó el rechinar de la arena. Era un caballo, ¡Oh, los Tarleton, los Fontaine! Miró rápidamente. Era un militar perteneciente a la caballería yanqui.

Automáticamente, Scarlett se ocultó detrás de la cortina y le miró, fascinada, a través de los pliegues de la tela, sintiéndose tan sobresaltada que el aire salía de sus pulmones con dificultad.

Encorvado sobre su montura, veía a un hombre grueso y de aspecto rudo, con una enmarañada barba que caía sobre la abierta guerrera azul. Sus ojillos, muy juntos, que bizqueaban al sol, parecían estudiar la casa con calma, bajo la visera de su ceñida gorra militar azul. Cuando se apeó despacio y anudó cuidadosamente las riendas alrededor del poste en que se ataban los caballos, Scarlett recobró el aliento tan repentina y dolorosamente como cuando se recibe un fuerte golpe en el estómago. ¡Un yanqui, un yanqui con un largo pistolón a la cadera! ¡Y ella estaba sola en casa con tres chicas enfermas y dos criaturas!

Conforme el militar avanzaba por el camino, con la mano en la funda de la pistola, y sus relucientes ojillos mirando a derecha e izquierda, una calidoscópica serie de confusas escenas pasó por su mente, historias que la tía Pittypat le había cuchicheado sobre ataques a mujeres solas, cuellos cortados, casas incendiadas con mujeres moribundas dentro, niños ensartados con bayonetas porque gritaban, todos los horrores ligados al odioso nombre de «yanqui».

Su primer aterrorizado impulso fue esconderse en un ropero, meterse debajo de la cama, echar a correr escaleras abajo y huir gritando hacia el pantano; cualquier cosa con tal de huir de aquel hombre. Pero oyó en seguida sus cautelosos pasos sobre los peldaños de la entrada, y luego en el vestíbulo, y comprendió que tenía cortada la retirada. El miedo la paralizó y, sin poder moverse, escuchó el paso del hombre de una habitación a otra en la planta baja y cómo pisaba más fuerte y firmemente al no descubrir a nadie. Estaba ahora en el comedor y en un instante entraría en la cocina.

Al pensar en la cocina, Scarlett sintió que la invadía una rabia repentina, tan aguda que traspasaba su corazón como una cuchillada. Y, ante aquel violento furor, el miedo se desvaneció totalmente. ¡La cocina! Allí, sobre la lumbre, había dos pucheros, uno lleno de manzanas puestas a cocer y el otro con una mescolanza de legumbres penosamente traídas de Doce Robles y del huerto de los Macintosh..., la comida destinada a nueve personas hambrientas, cuando apenas alcanzaba para dos. Scarlett había estado reprimiendo su propio apetito durante varias horas, esperando el regreso de los demás; y la idea de que el yanqui se comiese su escaso almuerzo la llenó de cólera.

¡Malditos todos! Habían caído como una nube de langostas, dejando que Tara muriese de hambre, lentamente, y ahora volvían para robar lo poco que dejaron. Su vacío estómago se retorcía. ¡Santo Dios, allí había un yanqui que no robaría más!

Se quitó el gastado zapato y, descalza, se deslizó velozmente hacia el despacho, sin notar siquiera dolor en su lastimado pie. Abrió sin ruido el cajón de arriba y sacó la pesada pistola que había traído de Atlanta, el arma que llevara Charles, pero que nunca había usado. Buscó en la caja de cuero que colgaba de la pared bajo el sable y sacó una bala. La metió en el cargador con mano firme. Rápida y silenciosamente, corrió hacia el rellano y bajó la escalera apoyándose en la baranda con una mano y sosteniendo la pistola junto a la pierna, entre los pliegues de su falda.

—¿Quién anda ahí? —gritó una voz nasal, y ella se detuvo en mitad de la escalera, latiéndole la sangre con tanta fuerza en los oídos que no podía apenas percibir sus palabras—. ¡Alto o disparo! —dijo la voz.

El estaba en la puerta del comedor, encogido y en tensión, sosteniendo en una mano la pistola y en la otra una cajita de costura, de madera de rosa, con el dedal y el alfiletero de oro, y las tijeritas montadas también en oro. Scarlett notaba las piernas paralizadas, pero la rabia sofocaba su rostro. ¡El costurerito de Ellen, en sus manos! Quiso gritarle: «¡No lo toques! ¡No lo toques, asqueroso...», pero las palabras no lograron salir de su boca. Sólo podía mirarle horrorizada, por encima del pasamanos, viendo cómo su rostro pasaba de una tensión agresiva a una sonrisa medio despectiva, medio amistosa.

—Veo que hay alguien en casa, ¿eh? —dijo él, metiendo otra vez la pistola en su funda y avanzando por el vestíbulo hasta quedar, precisamente, debajo de ella—. ¿Sólita, verdad?

En un relámpago, ella asomó el arma por encima del pasamanos, casi tocando el barbudo rostro del hombre. Antes de que él pudiese siquiera llevar la mano a la pistola, Scarlett apretó el gatillo. El retroceso del arma la hizo vacilar, el estruendo de la explosión la ensordeció y un humo acre cosquilleó su nariz. El hombre se desplomó hacia atrás, cayendo, piernas y brazos abiertos, con tal violencia, que retemblaron los muebles. La cajita se le escapó de la mano y su contenido se dispersó por el suelo. Sin darse siquiera cuenta de que se movía, Scarlett descendió los últimos peldaños y se quedó de pie, viendo lo que quedaba del rostro desde más arriba de la barba, un orificio sangriento donde antes estaba la nariz, y los vidriosos ojos quemados por la pólvora. Mientras lo contemplaba, dos regueros de sangre se deslizaron por el pulido suelo, uno brotando de la cara y otro de la nuca. Sí, estaba muerto. No cabía duda. Había matado a un hombre.

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