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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (72 page)

Con sorpresa y placer vio la desteñida casa de estuco amarillo que se erguía entre las mimosas, sin cambio alguno aparente. Un sentimiento cálido de felicidad, de una felicidad que casi le arrancó las lágrimas, inundó su ser cuando las tres mujeres de la familia Fontaine salieron a recibirla con besos y gritos de júbilo.

Pero, cuando terminaron las primeras exclamaciones de cariñosa bienvenida, y todas se apiñaron en el comedor para sentarse, Scarlett experimentó una sensación de frío. Los yanquis no habían llegado a Mimosa porque estaba algo lejos de la carretera principal. Por lo tanto, los Fontaine conservaban aún su ganado y sus provisiones, pero en Mimosa reinaba el mismo silencio que en Tara y sobre toda la comarca. Todos los esclavos, excepto cuatro sirvientes de la casa, habían huido, asustados por la llegada de los yanquis. No había un solo hombre en la finca, a menos que se considerase como tal al niñito de Sally, Joe, que apenas había dejado los pañales. Solas en el gran caserón estaba la abuela Fontaine, que pasaba de los setenta años; su nuera, que siempre sería conocida como la «Señoritita», aunque había cumplido los cincuenta; y Sally, que apenas llegaba a veinte. Estaban lejos de todos los vecinos y sin protección alguna, pero si tenían miedo no lo mostraban en sus caras. Probablemente, pensó Scarlett, porque Sally y la Señoritita temían demasiado a la abuela, frágil como la porcelana, pero todavía indomeñable, para atreverse a expresar sus temores. La misma Scarlett temía a la anciana, porque poseía vista de lince y lengua afiladísima, y ella había tenido ocasión de comprobarlo en otros tiempos.

Aunque no estaban unidas por lazos de sangre, existía un parentesco espiritual y de experiencias comunes que enlazaba a aquellas mujeres. Las tres llevaban luto, las tres estaban agotadas, tristes, preocupadas, amargadas por un dolor que no se traducía en quejas o palabras agrias, pero que, sin embargo, asomaba en sus sonrisas y sus frases de bienvenida. Era comprensible: sus esclavos habían escapado y su dinero nada valía; el marido de Sally, Joe, había muerto en Gettysburg y la Señoritita había quedado viuda también, porque el joven doctor Fontaine había muerto de disentería en Vicksburg. Los otros dos hijos, Alex y Tony, andaban por Virginia, y nadie sabía si estaban vivos o muertos; y, en cuanto al viejo doctor Fontaine, se hallaba Dios sabe dónde, con la caballería del general Wheeler.

—Y ese viejo loco tiene setenta y tres años, aunque trate de parecer más joven, y tiene más dolores reumáticos que pulgas tiene un cerdo —decía la abuela Fontaine, orgullosa de su marido, con relucientes ojos que desmentían sus palabras de censura.

—¿Han tenido ustedes alguna noticia de lo que ha pasado en Atlanta? —preguntó Scarlett una vez que todo el mundo se hubo instalado confortablemente—. Nosotros, en Tara, estamos tan ansiosos...

—¡Dios mío! —dijo la anciana, apoderándose de la conversación como solía hacerlo—; estamos igual que tú. Sólo sabemos que Sherman tomó al fin la ciudad.

—La tomó al fin... ¿Qué hace ahora? ¿Dónde se combate ahora?

—¿Cómo quieres que tres mujeres solitarias, aisladas aquí en el campo, sepamos nada sobre la guerra, cuando hace semanas que no hemos leído ni una sola carta ni un periódico? —dijo la vieja dama con cierta sequedad—. Uno de nuestros negros habló con un negro que vio a otros que habían estado en Jonesboro, pero fuera de eso nada sabemos. Lo que decían era que los yanquis estaban instalados en Atlanta para dar descanso a sus hombres y a sus caballos, pero si esto es verdad o no tú podrás juzgarlo lo mismo que yo. Acaso necesitan reposo después de lo que les hicimos pelear.

—¡Pensar que has estado en Tara todo este tiempo y nosotras no lo sabíamos! —interrumpió la Señoritita—. ¡Oh, ahora me arrepiento de no haberme acercado hasta allí! ¡Pero ha habido tanto que hacer aquí, desde que se marcharon los negros, que yo no podía dejar esto! No obré como muy buena vecina. Claro que pensábamos que los yanquis habían quemado vuestra casa, lo mismo que habían quemado Doce Robles y la casa de los Macintosh, y que todos vosotros os habíais ido a Macón. Y nunca pensamos que tú pudieses estar en tu casa, Scarlett.

—¿Cómo íbamos a figurarnos otra cosa, cuando los negros del señor O'Hara llegaron aquí tan asustados que se les saltaban los ojos y nos dijeron que los yanquis iban a pegar fuego a Tara? —interrumpió a su vez la abuela.

—Y vimos que... —comenzó Sally.

—Estoy hablando yo, perdona —dijo la anciana brevemente—. Y dijeron que los yanquis habían acampado en derredor de Tara y que tu familia se disponía a marchar a Macón. Y después, esa misma noche, advertimos desde aquí el resplandor del incendio por la parte de Tara, y eso duró muchas horas, y espantó a nuestros imbéciles negros, y entonces se marcharon, ¿Qué es lo que se quemó?

—Todo nuestro algodón, por valor de ciento cincuenta mil dólares —replicó Scarlett con amargura.

—Da las gracias de que no fuera tu casa —dijo la abuela, apoyando la barbilla sobre el puño de su bastón—. Siempre puedes cultivar más algodón, pero no puedes cultivar una casa. Y a propósito, ¿has comenzado a recoger el algodón?

—No —dijo Scarlett—, y ahora casi todo está perdido. Me imagino que no quedarán más que unas tres balas utilizables, y eso allá, al pie del arroyo; pero ¿de qué nos van a servir? Todos nuestros peones del campo se han ido y no queda nadie para recoger la cosecha.

—¡Vaya, conque se marcharon todos los peones, se marcharon y no queda nadie para recogerlo! —exclamó la abuela, imitando el tono de voz de Scarlett y dirigiéndole una mirada satírica—. ¿Que les pasa a tus lindas patitas, niña, y a las de tus hermanas? —¿Yo recogiendo algodón? —gritó Scarlett, horrorizada como si la abuela hubiese sugerido algún crimen nefando—. ¿Como un peón negro? ¿Como un pordiosero blanco? ¿Como las mujeres de los Slattery?

—Pordioseros blancos, ¿eh? ¡Qué blanda y delicada se ha vuelto esta generación! Déjame que te diga, niña, que cuando yo era muy joven mi padre perdió todo su dinero, y a mí no me dio vergüenza trabajar honradamente con mis manos, incluso en el campo, hasta que mi padre tuvo bastante dinero para adquirir más esclavos. He cavado surcos para sembrar y he recogido algodón, y lo haría otra vez si fuese preciso. Y creo que tendré que hacerlo. ¡Conque pordioseros blancos!, ¿eh?

—¡Oh, mamá Fontaine! —exclamó su nuera, dirigiendo imploradoras miradas a las dos chicas, como suplicándoles que aplacasen a la septuagenaria dama—. De eso ya hace mucho tiempo, eran días muy diferentes y todo ha cambiado.

—Las cosas no cambian nunca cuando hay necesidad de trabajar honradamente —manifestó la soliviantada señora, que no estaba dispuesta a calmarse—. Lo siento por tu madre, Scarlett, cuando te oigo decir que el trabajo convierte en pordioseros blancos a las personas decentes. Cuando Adán cavaba y Eva hilaba...

Para cambiar de tema, Scarlett preguntó precipitadamente: —¿Y qué se sabe de los Tarleton y de los Calvert? ¿Les incendiaron también la casa? ¿Pudieron refugiarse en Macón?

—Los yanquis no llegaron hasta donde viven los Tarleton. Están fuera de la carretera central, lo mismo que nosotras, pero sí llegaron a casa de los Calvert y les robaron todo el ganado y todas las aves y obligaron a todos los negros a que se fuesen con ellos... —comenzó a decir Sally.

La abuela la interrumpió:

—¡Claro! Prometieron a todas las hembras negras trajes de seda y pendientes de oro. Eso fue lo que hicieron. Y Cathleen Calvert dijo que algunos de los soldados se llevaron a las negras sentadas a la grupa de sus caballos. Bueno, lo único que resultará serán chiquillos color de café con leche, y no creo que la sangre yanqui pueda mejorar la raza negra.

—¡Oh, mamá Fontaine!

—No pongas esa cara, Jane. Todas somos mujeres casadas, ¿no? Y, bien sabe Dios, hemos visto bebés mulatos antes de ahora. —¿Cómo no quemaron la casa de los Calvert? —Se salvó la casa gracias a las súplicas combinadas de la segunda señora Calvert y de Hilton, ese capataz yanqui —dijo la anciana, que siempre se refería a la ex institutriz como la «segunda señora Calvert», aunque la primera señora Calvert había muerto treinta años antes—. «Somos fieles y sinceros simpatizantes de la Unión» —continuó la vieja, tratando de hacer una parodia y pronunciando la frase a través de su larga y delgada nariz—. Cathleen aseguró que ambos habían jurado y perjurado que toda la casa de los Calvert era yanqui. ¡Y pensar que el señor Calvert murió en el «Wilderness»! ¡Y Raiford en Gettysburg, y Cade en Virginia con el ejército! Cathleen se sintió tan humillada que dijo que hubiera preferido que quemasen la casa. Agregó que Cade reventaría de rabia cuando regresara y se enterara de ello. Pero éste es el resultado de que un hombre se case con una yanqui... No tienen orgullo ni decencia, no piensan más que en su pellejo... Pero ¿cómo fue que no quemaron Tara, Scarlett?

Scarlett hizo una pausa antes de contestar. Sabía que la pregunta siguiente habría de ser: «¿Y cómo están todos los de tu casa? ¿Y cómo está tu querida madre?» Sabía que no podía decirles que Ellen estaba muerta. Sabía que si pronunciaba esas palabras estallaría en un mar de lágrimas y lloraría hasta ponerse enferma. No había llorado de veras desde que regresara a su hogar, y estaba segura de que, tan pronto como abriese las compuertas del llanto, todo aquel valor tan celosamente conservado desaparecería en la corriente. Pero sabía también, mirando con confusión las amistosas fisonomías que tenía a su alrededor, que si ocultaba la noticia del fallecimiento de Ellen jamás se lo perdonarían. La abuela, en particular, sentía gran afecto hacia Ellen, y eso que había poquísimas personas en el condado que a ella le importasen algo.

—Vamos, habla —dijo la abuela, con mirada penetrante—. ¿No sabes hablar, niña?

—Bueno, verán. Yo no llegué a casa hasta el día después de la batalla —contestó Scarlett precipitadamente—. Los yanquis ya se habían ido entonces. Papá... Papá me dijo que... que los yanquis no habían incendiado la casa porque Suellen y Carreen estaban tan enfermas con el tifus que no había medio de transportarlas.

—Es la primera vez que oigo que un yanqui hace algo decente —dijo la abuela, como sintiendo tener que oír algo favorable respecto a los invasores—. ¿Y cómo están ahora las pequeñas?

—¡Oh, están mejor, mucho mejor, casi bien, pero muy débiles! —contestó Scarlett.

En seguida, viendo que la pregunta que ella más temía se dibujaba en los labios de la vieja, buscó aceleradamente algún otro tema de conversación.

—¿No... no podrían prestarnos algo de comida? Los yanquis nos limpiaron, como una plaga de langosta. Pero si también andan ustedes mal de comida, me lo dicen francamente y...

—Envíanos a Pork con su carro y te daremos la mitad de lo que tenemos: arroz, harina, jamón, algunos pollos... —dijo la vieja dama, dirigiendo a Scarlett una mirada penetrante. —¡Oh, eso es mucho! Realmente, yo...

—Ni una palabra. No quiero ni escucharte. ¿Para qué están los vecinos?

—Son ustedes tan buenos que no puedo... Pero tengo que marcharme ya. En casa estarán inquietos por mí.

La abuela se levantó rápida y cogió a Scarlett por el brazo. —Vosotras dos quedaos aquí —ordenó, empujando a Scarlett hacia el pórtico de atrás—. Tengo que hablar dos palabras en privado con esta niña. Ayúdame a bajar, Scarlett.

La Señoritita y Sally le dijeron adiós y prometieron ir a visitarlos muy pronto. Estaban devoradas por la curiosidad de saber qué era lo que la abuela tenía que decir a Scarlett; pero, a menos que ésta quisiese contárselo, no iban a enterarse. Las viejas eran difíciles de convencer. La Señoritita cuchicheó algo al oído de Sally mientras reanudaban su labor de costura.

Scarlett permaneció junto a su caballo, con la brida en la mano, sintiendo el corazón oprimido.

—Ahora, vamos a ver —dijo la abuela mirándola a los ojos—. ¿Qué pasa en Tara? ¿Qué es lo que no nos has contado?

Scarlett levantó la vista hacia aquellos ojos intensos y comprendió que podía decir la verdad sin llorar. Nadie se atrevía a llorar delante de la abuela Fontaine sin su permiso.

—Mamá ha muerto —dijo sencillamente.

La mano que se apoyaba en su brazo se lo apretó hasta hacerle daño, y los arrugados párpados que enmarcaban los amarillentos ojos se agitaron convulsivamente. —¿La mataron los yanquis?

—Murió de tifus. Murió... el día antes de volver yo. —¡No me digas más! —exclamó la abuela severamente, y Scarlett notó como tragaba saliva—. ¿Y tu padre? —Papá... Papá no es el mismo. —¿Qué quieres decir? Habla. ¿Está enfermo? —La emoción... Se ha vuelto muy extraño. No es... —¡No me digas que no es el mismo! ¿Tiene perturbado el cerebro? Era casi un alivio oír la verdad expresada tan abiertamente. Por fortuna, la anciana no pronunció palabras de consuelo, que hubieran provocado el llanto de Scarlett.

—Sí —contestó suavemente—. Ha perdido la cabeza. Obra como si estuviese aturdido, y a veces no parece ni recordar que mamá ha muerto. ¡Oh, señora, se me parte el corazón al verle sentado hora tras hora, aguardándola con tanta paciencia, él, que era más impaciente que un niño! Pero es todavía peor cuando se acuerda de que ha muerto. De vez en cuando, después de haber permanecido inmóvil aguzando el oído para escuchar sus pasos, salta del asiento de pronto y marcha a tropezones hasta el lugar en donde está la tumba. Y cuando regresa casi arrastrándose, con la cara bañada en lágrimas, me dice y me repite hasta que yo he de hacer un esfuerzo para no ponerme a gritar: «Katie Scarlett, la señora O'Hara ha muerto. Tu madre ha muerto»; y eso es tan terrible para mí como cuando se lo oí decir por primera vez. Y otras veces, ya muy entrada la noche, oigo cómo la llama, y tengo que saltar de la cama y decirle que mamá ha ido a los pabellones para visitar a un negrito enfermo. Y él no quiere que ella se canse tanto haciendo de enfermera de los demás. ¡Y es tan difícil hacer que se acueste otra vez! Es como un niño pequeño. ¡Oh, cómo quisiera que el doctor Fontaine estuviese aquí! ¡Sé que seguramente haría algo por papá! Y Melanie también necesita un médico. No se repone del parto tan pronto como debiera...

—¿Cómo? ¿Melly tiene un nene? ¿Y está contigo?

—Sí.

—¿Qué hace Melly contigo? ¿Por qué no está en Macón con su tía y sus parientes? Me parece que tú no la querías muy bien, niña, a pesar de ser hermana de Charles. Dime, pues, ¿cómo es que se ha reunido con vosotros?

—Es una larga historia, señora. ¿No quiere usted volver a la casa y sentarse?

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