Lo que el viento se llevó (75 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Se quedó al pie de la escalera, con el bebé en brazos. Wade se aferraba fuertemente a ella, con la cabecita oculta entre los frunces de su falda, mientras los yanquis invadían la casa, pasando sin miramientos por su lado y subiendo por la escalera, arrastrando muebles hacia la galería delantera, asestando cuchilladas y bayonetazos a todo mueble tapizado y registrando en búsqueda de tesoros ocultos. Arriba, se destripaban colchones y edredones de plumón hasta que la atmósfera del vestíbulo se llenó de plumas que fueron posándose lentamente por todas partes. La rabiosa impotencia apagó en ella el escaso temor que aún quedaba en su pecho mientras permanecía inerme viendo cómo los soldados saqueaban, robaban y destruían en derredor suyo.

El sargento que los mandaba era un hombrecillo canoso y con las piernas arqueadas, que dejaba ver en una mejilla el bulto del trozo de tabaco prensado que estaba masticando. Se aproximó a Scarlett antes que ninguno de sus hombres y, escupiendo groseramente al suelo y sobre las faldas de la joven, le dijo sin rodeos:

—Déme eso que tiene en la mano.

Ella se había olvidado de las cosas de valor que se proponía ocultar. Con una mueca tan sarcàstica y elocuente, según pensaba, como la que aparecía en el retrato de la abuela Robillard, tiró al suelo todo lo que tenía en la mano, y casi experimentó placer al ver cómo todos aquellos hombres se arrojaban al suelo.

—Dénos ahora la sortija y los pendientes.

Scarlett colocó al bebé con la cara hacia abajo, mientras el pobrecillo se ponía rojo de llorar, y se desprendió de los pendientes de granate, que fueron el regalo de boda de Gerald a Ellen. Después se quitó el solitario de zafiro que Charles le había dado como anillo de esponsales.

—No lo tire. Démelo a mí —ordenó el sargento, extendiendo la mano—. Esos bandidos ya cogieron bastante. ¿Tiene algo más?

Sus ojos examinaron las amplias faldas de la joven.

Por un momento Scarlett creyó perder el conocimiento, como si sintiese que unas manos rugosas se introducían por su escote y la manoseaban hasta las ligas.

—No tengo nada más, pero supongo que ustedes acostumbrarán a desnudar a sus víctimas.

—¡Oh, creeremos lo que nos dice! —respondió el sargento con aire condescendiente, escupiendo un pardusco salivazo al alejarse.

Scarlett enderezó al chiquillo y trató de calmar su llanto, oprimiendo con una mano el sitio en donde había escondido la cartera entre los pañales, no sin dar gracias a Dios de que Melanie tuviera un hijo de mantillas.

Arriba se oía todavía el pisoteo de las pesadas botas soldadescas, el chirrido de los muebles que parecían protestar cuando se los arrastraba sin ceremonia por el suelo, el estrépito de las porcelanas y de los espejos al romperse, las maldiciones al ver que no aparecía nada de valor. En el patio se oían gritos: «¡No los dejéis pasar! ¡Que no se escapen!», y los desesperados graznidos de patos y gansos. Sintió una punzada en el corazón al oír un chillido de agonía, seguido inmediatamente por el estruendo de un disparo de pistola, y comprendió que habían matado a la vieja cerda. ¡Maldita Prissy! ¡Había huido sin llevársela! ¡Si siquiera los marranillos estuviesen a buen recaudo! Pero era imposible saberlo.

Permaneció quieta en el vestíbulo mientras la soldadesca rebullía en torno suyo, vociferando y renegando. Los deditos de Wade seguían fuertemente agarrados a su falda. Se apretaba tanto contra ella que Scarlett percibía el temblor del niño, pero no logró hablarle con cariño para tranquilizarlo. Tampoco pudo dirigir palabra a los yanquis, ni para protestar, ni para increparlos, ni para suplicarles. Sólo sabía dar mentalmente gracias a Dios de que sus rodillas pudieran sostenerla, de que su cuello tuviera todavía fuerzas para mantener la cabeza erguida. Pero cuando una cuadrilla de hombres barbudos bajaron dificultosamente la escalera cargados con toda clase de objetos que le robaban, vio la espada de Charles en mano de un soldado y lanzó un grito de cólera.

Aquella espada era ahora de Wade. Había sido del padre y del abuelo del niño y Scarlett se la había regalado a éste el día de su último cumpleaños. Incluso se celebró con esta ocasión una pequeña ceremonia familiar, y Melanie había llorado lágrimas de orgullo y de penosos recuerdos, y había besado al niño diciéndole que tenía que crecer para llegar a ser un militar tan valiente como su padre y su abuelo. Wade estaba muy orgulloso, y con frecuencia se subía a la mesa sobre la cual pendía el arma en la pared, para pasarle la manita por encima. Scarlett podía soportar que la despojasen a ella, que sus propios objetos saliesen de la casa en manos de sus odiados enemigos, pero esto no. Aquella espada era el orgullo de su hijito. Wade, mirando a hurtadillas bajo la protección de la falda materna, al oír el grito, recobró el valor y el habla y emitió un gran sollozo. Extendiendo una mano, chilló:

—¡Es mía!

—¡No os podéis llevar eso! —dijo brevemente Scarlett, levantando el brazo.

—Conque no puedo, ¿eh? —dijo el soldadito que la transportaba mirándola con insolente expresión—. Bueno, pues sí puedo: ¡es el arma de un rebelde!

—No, no lo es. Es una espada procedente de la guerra de México. No me la podéis quitar. Es de mi hijo. ¡Era de su abuelo! ¡Oh, capitán! —gritó, dirigiéndose al sargento—, ¡mándele que me la devuelva! El sargento, lisonjeado por el «ascenso», adelantó un paso. —Déjame ver esa arma, Bub —dijo. No de muy buen grado, el soldado se la entregó. —El puño es de oro de verdad —observó.

El sargento le dio vueltas en sus manos y puso la empuñadura a la luz para poder leer la inscripción allí grabada:

«Al coronel William R. Hamilton —fue descifrando—, sus oficiales. Por su valor. Buena Vista, 1847.»

—¡Caramba, joven! —dijo—. Yo también estuve en Buena Vista. —¿De veras? —preguntó Scarlett muy fríamente. —¿Que si estuve? Se peleó de verdad allí, y puedo asegurarlo. Nunca he visto combates tan desesperados en esta guerra como los que vimos en México. ¿Así que esta espada era del abuelo de este mocosíllo? —Sí.

—Bueno, pues puede quedarse con ella —dijo el sargento, que ya estaba satisfecho con las alhajas y demás cosillas que había metido muy ataditas en un pañuelo.

—Pero ¡el puño es de oro bueno! —insistió el soldado. —No importa, se lo dejaremos como recuerdo —dijo el sargento, sonriendo.

Scarlett cogió la espada, sin dar las gracias siquiera. ¿Por qué agradecer a aquellos bandidos que le devolviesen algo que era suyo? Apretó el arma contra su cuerpo mientras el soldado discutía y argumentaba con el sargento:

—¡Maldita sea! ¡Ya les dejaré yo algún otro recuerdo a estos rebeldes! —vociferó finalmente el chasqueado cuando el sargento, perdiendo ya la paciencia, le mandó al infierno y le hizo callar. El furioso soldado se fue hacia la parte de atrás del edificio y Scarlett respiró más libremente. No habían dicho nada de quemar la casa. No le habían ordenado que se marchase para prender fuego. Acaso... acaso... La tropa iba llegando al vestíbulo de ingreso desde arriba y desde los patios de la casa.

—¿Habéis encontrado algo? —preguntó el sargento. —Un puerco y unos cuantos pollos y patos.

—Algo de maíz, unos ñames, unas alubias. Ese gato montes que vimos a caballo debe haber dado la alarma. —Así que no os habéis lucido, ¿eh?

—La verdad es que no hay mucho por aquí, sargento. Lo mejor se lo llevó usted. Más vale que nos vayamos antes de que toda la comarca sepa que hemos venido.

—¿Habéis mirado debajo del ahumadero? Casi siempre entierran allí las cosas.

—No hay nada.

—¿Habéis mirado debajo de la cabanas de los negros?

—En las cabanas no hay más que algodón. Ya le pegamos fuego.

Por un breve instante pasaron por la memoria de Scarlett aquellas largas jornadas en los campos de algodón abrasados por el sol. Sintió nuevamente el terrible dolor en los ríñones, la dolorosa desolladura en el hombro. Todo para nada. El algodón convertido en humo.

—No tiene usted gran cosa realmente, ¿verdad, joven?

—Vuestro ejército estuvo antes aquí —respondió ella con frialdad.

—Es cierto. Estuvimos por estos parajes en septiembre —dijo uno de los hombres, dando vueltas a algo que tenía en la mano—. Lo había olvidado.

Scarlett vio que lo que sostenía era el dedalito de oro de Ellen. ¡Cuántas veces lo había visto relucir en todas direcciones cuando su madre hacía pequeñas labores de fantasía! Al verlo, se despertaron en su mente no pocas memorias de la mano que solía moverlo. Y ahora estaba en las sucias y callosas manos de un invasor y pronto sería llevado al Norte para adornar la mano de alguna mujer yanqui que se enorgullecería de poseer cosas robadas. ¡El dedal de Ellen!

Scarlett bajó la cabeza para que los enemigos no la viesen llorar, y sus lágrimas fueron cayendo dulcemente sobre la cabecita del bebé. A través de la niebla lacrimosa vio cómo los soldados se movían hacia la puerta de entrada, oyó al sargento dar órdenes con bronca voz. Se iban y Tara estaba a salvo; pero, con el dolor del recuerdo de Ellen, apenas sintió alegría. El ruido de los sables y de los cascos no bastó para aliviar su pena y se quedó apoyada contra la pared, de pronto débil y nerviosa, mientras ellos bajaban por la avenida de ingreso, todos cargados con cosas robadas, ropa, mantas, cuadros, gallinas, patos, la cerda. A poco, hasta su olfato llegó el tufo de humo, y echó a andar, demasiado exhausta por todas las emociones, para preocuparse siquiera del algodón. Por los abiertos ventanales del comedor vio cómo el humo se elevaba perezosamente de las cabanas de los negros. Ya no había algodón. Ya no había dinero para los impuestos, ni para ayudarse a pasar un invierno tan duro. Nada podía hacer ella sino ver cómo ardía todo. Había visto otros incendios de algodón y sabía cuan difícil era extinguirlos, aunque trabajasen en ello muchos hombres. ¡Gracias a Dios, las cabanas quedaban lejos de la casa! ¡Gracias a Dios, no soplaba viento que pudiese llevar chispas a Tara!

De pronto, giró sobre sus pies, rígida como un perro de caza, y miró con ojos dilatados por el terror el vestíbulo y los pasillos en dirección a la cocina. ¡De la cocina salía humo! Entre el vestíbulo y la cocina pudo dejar al bebé en alguna parte. En alguna parte se sustrajo a los tirones de Wade, empujándole contra la pared. Penetró corriendo en la cocina llena de humo y hubo de echarse para atrás, tosiendo y con los ojos llenos de lágrimas causadas por la espesa humareda. Entró nuevamente, tapándose la nariz con la falda.

La estancia estaba oscura, ya que no recibía luz más que por una pequeña ventana, y el humo era tan denso que quedó medio a ciegas. Pero podía oír los silbidos y chasquidos de las llamas. Colocándose la mano sobre los ojos y entrecerrándolos, escudriñó y distinguió finas lengüetas llameantes que serpenteaban por el suelo de la cocina hacia las paredes. Alguien había esparcido por el suelo los troncos de leña encendidos que estaban antes bajo la campana de la gran chimenea, y el suelo de seco pino absorbía las llamas como agua.

Echó a correr otra vez hacia el comedor y cogió una alfombra del suelo, derribando dos sillas con gran estrépito al hacerlo.

«¡No podré apagarlo jamás..., jamás, jamás! ¡Oh, Dios mío, si al menos hubiese alguien para ayudarme! ¡Tara perdida..., perdida! ¡Oh, Dios mío! ¡Esto debió ser lo que aquel infame soldado quiso hacer cuando habló de que iba a dejarnos algo más como recuerdo! ¡Oh! ¿Por qué no le dejé llevarse la espada?»

En el comedor, pasó por delante de su hijo, acurrucado junto a la pared con el arma entre sus brazos. Tenía los ojos cerrados, y su rostro reflejaba una expresión de descanso, de sobrehumana paz.

«¡Dios mío! ¡Se ha muerto! ¡Le han matado de miedo!», pensó torturada. No obstante, pasó de largo corriendo hacia el gran cubo de agua potable que siempre estaba en el pasillo de la cocina.

Empapó un extremo de la alfombra en el cubo, y absorbiendo una profunda bocanada de aire, se zambulló nuevamente en la estancia llena de humo, cerrando la puerta tras de sí. Durante una eternidad, se tambaleó y tosió, sacudiendo la alfombra mojada sobre las llamas, que surgían veloces en derredor suyo. Dos veces, su larga falda se prendió, pero ella apagó el fuego con las manos. Podía percibir el olor de su cabello al chamuscarse, ya que el peinado se le había deshecho y la larga cabellera oscilaba ahora sobre sus hombros. Las llamas corrían por delante de ella, siempre algo más lejos, hacia las paredes del otro pasillo cubierto, como encolerizadas culebras que ondulaban y se erguían, y, al fin, vencida ya por el agotador esfuerzo, comprendió que todo era inútil.

De pronto se abrió la mampara y la corriente de aire hizo elevarse las llamas nuevamente. Se cerró con un golpetazo, y, entre los torbellinos de humo, Scarlett, medio cegada, vio a Melanie que pisoteaba las llamas y golpeaba con algo pesado y oscuro. La vio tambalearse, la oyó toser, divisó entre una nebulosa su rostro descompuesto y sus ojos dilatados y apretados para protegerse de la humareda, vio cómo su delicada figura se curvaba en todas direcciones sacudiendo otra alfombra hacia arriba y hacia abajo. Durante toda otra eternidad, lucharon y se tambalearon y Scarlett pudo observar que las llameantes rayas se acortaban. De pronto, Melanie se volvió hacia ella y, con un grito, la golpeó sobre los hombros con toda su escasa fuerza. Scarlett cayó al suelo en un remolino de humo y de tinieblas.

Cuando abrió los ojos, se hallaba acostada en el pórtico posterior, con la cabeza apoyada confortablemente sobre el regazo de Melanie. El sol de la tarde brillaba sobre su rostro. Las manos, la cara y los hombros le escocían de manera insoportable por las quemaduras. Todavía salían de los pabellones negras espirales de humo que envolvían las cabanas de espesas nubes, y le llegaba un fuerte olor a algodón quemado. Scarlett observó también jirones de humo que salían de la cocina y se agitó frenéticamente para levantarse.

Pero se sintió retenida y sujeta, y escuchó cómo la voz tranquila de Melanie decía:

—Estáte quieta, querida. El fuego está apagado. Se quedó quieta por un momento, con los ojos cerrados, suspirando con alivio, y oyó los indescriptibles pero satisfechos sonidos que exhalaba el bebé, cerca de ella, y el tranquilizador hipo de Wade. ¡No había muerto su hijo, gracias a Dios! Abrió los ojos y halló fijos en ella los de Melanie. Sus rizos estaban requemados, su cara ennegrecida por los tizones, pero los ojos le brillaban de emoción y sonreía.

—¡Pareces una negra! —murmuró Scarlett, sepultando fatigosamente la cabeza en aquella blanda almohada.

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