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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (76 page)

—Y tú pareces unos de esos negros de teatro, con la cara embetunada como un zapato viejo —respondió Melanie con tono sereno. —¿Por qué me diste aquel trastazo?

—Porque tu pelo estaba ardiendo por detrás, querida. Jamás se me ocurrió que podías perder el sentido, aunque Dios sabe que has experimentado hoy emociones sobradas para matar a cualquiera... Tan pronto como metí los animales en el bosquecillo, volví aquí corriendo. La idea de que tú y el bebé estabais solos aquí me volvía loca. Y los yanquis, ¿te... te ofendieron mucho?

—Si te refieres a si me violaron, no —contestó Scarlett, gimiendo al intentar incorporarse. Si bien el regazo de Melanie era blando, el suelo del pórtico, sobre el que se hallaba tendida, no era muy cómodo—. Pero se lo llevaron todo, todo. Lo hemos perdido todo... ¿Por qué haces ese gesto como si no te importase?

—Estamos vivas las dos, y juntas, y nuestros hijitos no han sufrido el menor daño y nos queda todavía un techo para nuestras cabezas —respondió Melanie, y su voz parecía adquirir nuevo brío—. Y una cosa así es casi lo máximo que se puede esperar en estos tiempos... Pero, caramba, ¡el pobrecillo Beau está todo mojado! Me figuro que los yanquis incluso se habrán llevado los pañalitos limpios... Scarlett, ¿qué demonios tiene aquí, entre los pañales?

Metió una mano temblorosa entre las húmedas ropitas del nene, y después de maniobrar un poco sacó la abultada cartera. Por un momento, la miró y remiró como si no la hubiese visto jamás anteriormente, y en seguida soltó la risa, alegres carcajadas que no delataban el menor síntoma de histeria.

—¡Sólo a ti podía habérsete ocurrido esto! —gritó, echando los brazos al cuello de Scarlett; la besó—. ¡No hay una mujer más lista que tú!

Scarlett permitió tales caricias porque estaba demasiado débil para oponer resistencia, porque las palabras de lisonja eran como un bálsamo para su espíritu, y porque, en la oscura cocina llena de humo, había nacido en ella un respeto mayor hacia su cuñada, un sentimiento de camaradería que no había existido hasta entonces.

«He de confesar una cosa —pensó, casi de mala gana—; cuando la necesitas la encuentras a tu lado.»

28

El frío apareció de pronto como una fuerte helada. Rachas de viento glacial se deslizaron por debajo de las puertas e hicieron trepidar los cristales de las ventanas, con monótonos golpeteos. Las últimas hojas caían de los ya desnudos árboles, y solamente los pinos se mantenían firmes y conservaban su vestimenta, negra y fría en contraste con el grisáceo fondo. Los senderos rojizos llenos de baches estaban endurecidos por las heladas, y el hambre cabalgaba sobre los vientos que recorrían Georgia.

Scarlett recordaba con amargura su conversación con la abuela Fontaine. Aquella tarde, un par de meses atrás —que ahora parecían largos años—, ella había dicho a la anciana que ya conocía lo peor que pudiese ocurrirle jamás, y lo había dicho con la mayor sinceridad. Ahora, tal declaración parecía una hipérbole de colegiala. Antes de que las tropas de Sherman pasasen por Tara la segunda vez, poseía pequeños tesoros de víveres y de dinero, tenía vecinos más afortunados que ella y tenía el algodón, lo que le permitiría ir tirando hasta la primavera. Ahora no tenía ni algodón, ni víveres, y el dinero no le servía para nada, porque no había alimentos que comprar, y todos los vecinos estaban en igual o peor situación que ella. Por lo menos, Scarlett tenía la vaca y la ternera, unos cuantos cochinillos y el caballo, mientras que los vecinos no poseían más que lo poco que hubiesen podido esconder en los bosques o enterrar en alguna parte.

Fairhill, la espléndida residencia de los Tarleton, estaba incendiada hasta los cimientos, y la señora Tarleton, con sus cuatro hijas, se alojaban de mala manera en la casa del capataz. La casa de los Munroe, cerca de Lovejoy, había quedado igualmente calcinada hasta el nivel del suelo.

El ala de madera de Mimosa también se había quemado, y si se había salvado el edificio central fue gracias a sus espesos muros de manipostería y a la frenética labor de las Fontaine y de sus esclavos con mantas y colchas mojadas. La casa de los Calvert, en cambio, no había sufrido daños, gracias a la intervención de Hilton, el capataz yanqui, pero no quedaba en la finca una cabeza de ganado, ni una gallina, ni siquiera una panocha de maíz.

En Tara, y en todo el condado, el problema de los víveres era el más importante. La mayor parte de las familias no poseían más que lo que les quedaba de su cosecha de ñames y de cacahuetes y la caza que podían obtener en los bosques. Y, como en los días prósperos de antaño, cada uno compartía con los vecinos menos afortunados cuanto poseía; pero no tardó en llegar el tiempo en que no hubo nada que compartir.

En Tara, comían conejo, zarigüeya y pescaditos de río, cuando Pork tenía suerte. Los demás días, se repartían pequeñas raciones de leche, avellanas, bellotas asadas y ñames. Siempre estaban hambrientos. A Scarlett sólo le parecía encontrar en derredor suyo manos tendidas, ojos suplicantes. Y verlos la ponía más furiosa aún, puesto que ella pasaba tanta hambre como los demás.

Mandó matar la ternerilla, porque consumía demasiada leche, y aquella noche todo el mundo comió tanta carne que todos se pusieron enfermos. Sabía que tenía que matar uno de los marranillos, pero lo iba aplazando, esperando poder criarlos hasta que creciesen. ¡Eran tan chiquitos todavía! Poco se sacaría de uno matándolo ahora, y, si se pudiese ir tirando un poco más, se haría bastante mayor. Todas las noches discutía con Melanie la conveniencia de enviar a Pork a caballo por los alrededores, provisto de algunos billetes «del Norte», a ver si podía comprar provisiones. Pero el temor de que quitasen a Pork el caballo y el dinero las retenía. No sabían por dónde andaban los yanquis. Podían hallarse a mil kilómetros de distancia o al otro lado del río. Una vez, Scarlett desesperada ya, quiso ir a caballo en busca de alimentos, pero las histéricas protestas de toda la familia, temerosa de los yanquis, la obligaron a desistir de sus planes.

Pork forrajeaba en un radio bastante amplio. A veces no regresaba en toda la noche, y Scarlett ni siquiera le preguntaba dónde había estado. En ocasiones, volvía con algo de caza; en otras, con unas panochas de maíz o una bolsa de guisantes secos. Una vez trajo un gallo, que dijo haber encontrado por los bosques. La familia lo comió con deleite, pero no sin cierto remordimiento porque sabían que Pork lo había robado, igual que el maíz y los guisantes. Una noche, poco después, llamó con los nudillos a la puerta de Scarlett, cuando ya todos los de la casa estaban dormidos, y mostró avergonzado una pierna acribillada de perdigones. Mientras ella se la vendaba, él contó torpemente que había sido descubierto al intentar meterse en un gallinero en Fayettevílle. Scarlett no intentó ni siquiera preguntarle de quién era el gallinero, pero le dio unas palmadas en el hombro, mientras las lágrimas le afluían a los ojos. Los negros eran irritantes a veces, estúpidos y perezosos, pero había en ellos una lealtad que no podía pagarse con dinero, un sentimiento de unidad con sus amos blancos que los impulsaba a poner en peligro su vida para llevar vituallas a su mesa.

En otros tiempos, los hurtos de Pork hubieran sido mirados como cosa grave, que probablemente exigiría aplicarle una paliza. En otros tiempos, se hubiera visto forzada a reprenderle severamente por lo menos. «Recuerda siempre, hija mía —le había dicho Ellen—, que eres responsable tanto del estado moral de tus negros como de su estado físico. Debes hacerte cargo de que son como niños, y hay que protegerlos contra sí mismos y debes siempre darles buen ejemplo.»

Pero ahora, Scarlett relegó tal amonestación a un rincón de su cerebro. Que con ello alentaba el robo, y acaso el robar a gentes que vivían peor que ella ya no representaba un problema de conciencia. De hecho, el aspecto moral del asunto no tenía gran valor para ella. En vez de castigarlo o reprenderlo, sólo lamentaba que hubiese sufrido ese tropiezo.

—Ten más cuidado, Pork. No queremos perderte. ¿Qué haríamos sin ti? Has sido muy bueno y muy fiel, y cuando tengamos dinero otra vez voy a regalarte un gran reloj de oro con una inscripción que diga lo que se lee en la Biblia: «Te has comportado bien, siervo fiel y bueno.»

Pork se esponjó con la lisonja y se frotó vivamente la pierna vendada.

—Me agrada oír eso, señora Scarlett. ¿Cuándo espera usted tener dinero?

—No lo sé, Pork, pero lo tendré de un modo o de otro, antes o después. —Se inclinó mirándole con ojos tan ausentes pero tan amargamente enconados que el negro se agitó algo inquieto—. Algún día, cuando acabe esta guerra, he de tener mucho dinero y nunca más sufriré hambre ni frío. Ninguno de nosotros sufrirá jamás hambre ni frío. Todos vestiremos bien y tendremos pollo asado cada día y...

Calló. La regla más estricta de Tara, regla que ella misma había establecido y que se respetaba rigurosamente, consistía en que nadie podía hablar de lo bien que comían antes ni de lo que comerían ahora si pudiesen.

Pork abandonó la habitación mientras ella permanecía absorta, con la mirada perdida en el vacío. En otros tiempos, que ya no volverían, la vida había sido compleja, pletórica de intrincados y complicados problemas. Había existido el problema de conseguir el amor de Ashley y de conservar a una docena de admiradores menos afortunados pero sin dejarles perder las esperanzas. Había habido pequeños deslices de conducta que era necesario ocultar a las personas mayores; amigas celosas a las que desafiar o aplacar; había que elegir incesantemente nuevos vestidos, materiales y modelos, diferentes peinados que probar y, ¡oh, tantas, tantas cosas que resolver! Ahora, en cambio, la vida se había simplificado asombrosamente. Lo único que importaba era la comida, alimentos suficientes para no morirse de hambre, bastante ropa para no morirse de frío y un tejado sin demasiadas goteras sobre sus cabezas.

Fue durante esos días cuando Scarlett tuvo una y otra vez una pesadilla que iba a perseguirla después durante años. Lo que soñaba era siempre lo mismo, los detalles no variaban jamás, pero el terror que sentía se hacía mayor cada vez, y el temor de volver a soñar lo mismo de nuevo la perturbaba aun durante las horas en que estaba despierta. Se acordaba muy bien de los incidentes del día en que por primera vez tuvo tal pesadilla.

Había caído durante varios días una lluvia fría, y la casa estaba helada a causa de la humedad y las corrientes de aire. Los leños de la chimenea estaban húmedos y despedían mucho humo, pero poco calor. Desde el desayuno, nada habían podido comer, excepto un poco de leche, porque se habían acabado los ñames y ni los cepos que Pork colocaba en el bosquecillo ni su pesca habían producido nada. Habría que matar uno de los marranillos si querían comer algo al día siguiente. Con caras tensas y hambrientas, tanto blancos como negros parecían pedirle con los ojos que les proporcionase algún alimento. No tenía más remedio que arriesgar el caballo y enviar a Pork a que comprase algo donde pudiese.

Para empeorar las cosas, Wade estaba enfermo, le dolía mucho la garganta y tenía fiebre, y, por supuesto, no había ni médico ni medicinas por aquellos parajes.

Hambrienta y fatigada, después de cuidar al niño durante largas horas, lo dejó en manos de Melanie por un rato y fue a tumbarse en la cama. Con los pies helados, daba vueltas y vueltas, sin poder dormirse, abrumada por el temor y la desesperación. Una y otra vez pensaba: «¿Qué puedo hacer? ¿A quién acudir? ¿No hay en el mundo nadie que pueda ayudarme?» ¿No le quedaba ya ningún recurso? ¿Por qué no había alguien, alguna persona sabia y fuerte, que quitase tan pesada carga de sus hombros? Ella no estaba hecha para soportar tanto peso. No sabía cómo llevarlo... Y al fin se entregó a una inquieta modorra.

Se hallaba en un país salvaje y extraño, tan oscurecido por torbellinos de niebla que no podía ver ni su propia mano al ponerla ante los ojos. El suelo parecía oscilar bajo sus pies. Era como una tierra embrujada, silenciosa, de un ominoso silencio, y ella estaba perdida allí, perdida y asustada como un niño en las tinieblas. Se sentía hambrienta y helada, y tan aterrada por aquella ignota atmósfera que la rodeaba que quería gritar y no podía. En la neblina, percibía cosas extrañas que venían a tirar de su falda, a cogerla y arrastrarla hacia un suelo incierto y movedizo en el que ella se sostenía difícilmente en pie; percibía manos crueles, espectrales. Luego sentía que, más allá, entre la opaca atmósfera, existía un refugio, un asilo, un techo que podía proporcionarle protección, calor, hospitalidad. Pero ¿dónde estaba? ¿Podría llegar hasta él antes de que esas manos la agarrasen y la derribasen entre las movedizas dunas?

De pronto se veía corriendo, corriendo como loca entre la neblina, chillando y gritando, extendiendo los brazos para asir lo que no era más que aire y niebla húmeda. ¿Dónde estaba el refugio? No daba con él, pero estaba cerca, oculto en alguna parte. ¡Si pudiese llegar hasta allí, estaría salvada! Pero el terror debilitaba sus piernas y el hambre le hacía perder los sentidos.

Dio un desesperado grito y se despertó viendo junto a ella el inquieto rostro de Melanie y sintiendo la mano de Melanie que la sacudía para despertarla.

La pesadilla se repitió una y otra vez, en cuanto se acostaba con el estómago vacío. Y esto ocurría con mucha frecuencia. Estaba tan asustada que temía quedarse dormida, aunque se decía febrilmente a sí misma que era tonto tener miedo de un sueño. Era tonto, claro... pero la idea de caer desmayada en aquella región de nieblas era para ella tan aterradora que comenzó a dormir en la cama de Melanie, a fin de que ésta la despertase en cuanto comenzara a gemir y a revolverse inquieta, dejando adivinar que era víctima de la pesadilla una vez más.

Bajo la tensión, se fue quedando pálida y flaca. Su cara perdió sus lindos contornos, haciendo sobresalir los pómulos, acentuando sus oblicuos ojos verdes y haciéndola parecerse a un gato hambriento en busca de presa. «Bastantes pesadillas tengo durante el día para que sufra otras por la noche», pensaba con angustia, y comenzó a guardar su pequeña ración diaria para comerla precisamente antes de irse a la cama.

En los días de Navidad, Frank Kennedy y un pequeño pelotón del comisariado llegaron hasta Tara en inútil busca de cereales y animales para el Ejército. Parecía un grupo de harapientos rufianes, montados sobre caballos cojos o macilentos, en tal estado que resultaba evidente que no podían ser empleados en servicios más activos. Al igual que sus monturas, aquellos individuos eran inútiles como fuerzas en el frente de batalla y, a excepción de Frank, al que no le faltaba un ojo le faltaba un brazo o algún otro órgano. Casi todos llevaban uniformes azules cogidos a los yanquis, y durante un breve momento de terror las gentes de Tara creyeron que habían vuelto los soldados de Sherman.

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