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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (74 page)

—¿No sería ya tiempo de matar los cerdos, señora Scarlett?

—Ya te estás relamiendo con el mondongo, ¿verdad? —respondió ella riéndose—. Bueno, creo que también a mí me apetecería el cerdo, y si el tiempo se sostiene por unos días...

Melanie interrumpió con la cuchara en los labios:

—¿No oyes, querida? ¡Alguien se acerca!

—Alguien que grita —añadió Pork con inquietud.

En el seco y transparente aire otoñal, el ruido de cascos de caballo, que martilleaba con veloz ritmo, se oyó junto con una chillona voz de mujer que gritaba:

—¡ Scarlett! ¡Scarlett!

Las miradas de todos se cruzaron por un segundo alrededor de la mesa antes de que se echasen para atrás las sillas y todo el mundo se pusiese en pie de un salto. A pesar de que el miedo la hacía chillona y estridente, todos reconocieron la voz de Sally Fontaine, que sólo una hora antes se había detenido en Tara, camino de Jonesboro en una breve visita. Ahora, cuando todos se lanzaron confusamente hacia la puerta principal, la vieron llegar con la velocidad del viento sobre un caballo espumeante, con el pelo suelto y flotando a modo de cola y el sombrero colgando de las cintas. No recogió las riendas mientras galopaba como una loca hacia ellos, y sólo agitó el brazo hacia atrás, señalando la dirección en que venía.

—¡Vienen los yanquis! ¡Los he visto! ¡Por la carretera! ¡Los yanquis...!

Oprimió cruelmente el bocado sobre la boca de su montura, para evitar que el animal subiese al galope los peldaños delanteros de la casa. Describió un agudo ángulo, franqueó en tres saltos el césped de frente a la fachada y saltó por encima del metro y medio de altura que medían los arbustos que encuadraban el césped, como si estuviese participando en una cacería. Todos oyeron el pesado golpeteo de sus cascos conforme pasaba por el patio trasero y seguía por el angosto sendero entre las cabanas de los negros, y comprendieron que tomaba un atajo entre los campos hacia Mimosa.

Por un momento se quedaron paralizados, pero pronto Suellen y Carreen comenzaron a sollozar y a entrecruzar sus temblorosos dedos. El pequeño Wade, como si hubiese echado raíces, quedó quieto y temblando, sin fuerzas ni para gritar. Lo que él tanto temía desde Atlanta sucedía ahora. Los yanquis venían a robarlo.

—¿Yanquis? —dijo Gerald vagamente—. ¡Pero si los yanquis ya estuvieron aquí!

—¡Madre de Dios! —gritó Scarlett, y su mirada encontró los asustados ojos de Melanie.

Durante un fugaz momento pasaron por su memoria de nuevo los horrores de la última noche en Atlanta, las casas arruinadas que moteaban toda la región, todos los relatos de violaciones, tormentos y asesinatos que había oído. Vio otra vez al soldado yanqui en el vestíbulo, con el costurero de Ellen en la mano. Y pensó: «Moriré. Moriré aquí mismo. Creí que estas cosas habían terminado ya. Moriré. No puedo aguantar más.»

Pero luego sus ojos se detuvieron en el caballo, ensillado y sujeto al poste, que esperaba a Pork, para dar un recado a los Tarleton. ¡Su caballo! Los yanquis se quedarían con él, y con la vaca y la ternera. Y con la cerda y los cerditos —oh, cuántas penosas horas de búsqueda había costado esa cerda!— y las ágiles gallinas, y los patos que las Fontaine les habían regalado. Y los ñames y las manzanas en la despensa. Y la harina, y el arroz, y los guisantes secos. Y el dinero en la cartera del soldado yanqui. Ahora se apoderarían de todo lo que poseían y les dejarían morirse de hambre.

—¡No lo cogerán! —gritó en voz alta, y todos la miraron sobrecogidos, temiendo que su juicio se hubiese resentido ante tales noticias—. ¡No he de pasar hambre! ¡No me lo quitarán! —¿Qué te pasa, Scarlett? ¿Qué te pasa?

—¡El caballo! ¡La vaca! ¡Los cerdos...! ¡No los cogerán! ¡No les dejaré que me los quiten!

Se volvió rápidamente hacia los cuatro negros que se acurrucaban junto a la puerta, con caras que se habían vuelto de un color ceniciento.

—¡El pantano! —les dijo rápidamente.

—¿Qué pantano?

—¡El pantano junto al arroyo, estúpidos! Llevad los cerdos al pantano. ¡En seguida! Pork, tú y Prissy deslizaos por los bajos de la casa y sacad a los cerdos. Suellen, Carreen y tú, llevad los cestos con todos los víveres que podáis cargar y escondedlos por el bosquecillo. Mamita: mete la plata en el pozo otra vez. Y tú, Pork, escúchame. Pork, ¡no te quedes ahí pasmado! ¡Llévate a papá! No me preguntes adonde. ¡Adonde quieras! Papá, vete con Pork... Así me gusta, papá.

Aun en su frenesí, pensó en lo que la presencia de uniformes azules podía significar para el errático cerebro de Gerald. Se detuvo, retorciéndose las manos con desesperación, y los asustados sollozos de Wade, que se agarraba a la falda de Melanie, acrecentaron su pánico. —Y yo, ¿qué debo hacer? —preguntó Melanie, cuya voz permanecía tranquila entre los gemidos y lágrimas y precipitados pasos de los demás. Aunque su rostro estaba blanco como el papel y todo el cuerpo le temblaba, aquella imperturbabilidad de su voz dio fortaleza a Scarlett, demostrándole que todos confiaban en sus órdenes, en su guía y dirección.

—La vaca y la ternera —dijo sin vacilar— están pastando. Monta el caballo y condúcelas al pantano y allí...

Antes de que Scarlett pudiese terminar la frase, Melanie se liberó de los tirones de Wade y bajó la escalerilla delantera, corriendo hacia el caballo, levantándose las faldas para correr mejor. Scarlett apenas había podido distinguir las delgadas piernas y una ondulación de faldas y enaguas, cuando Melanie se hallaba ya montada, con los pies colgando muy por encima de los estribos. Recogió las riendas y batió los talones contra los costados del animal; pero, de pronto, contuvo bruscamente el caballo, con una contorsión de terror en el rostro.

—¡Mi hijo! —gritó—. ¡O mi hijo! ¡Los yanquis lo matarán! ¡Dámelo! Tenía ya la mano en la silla para apearse del caballo, pero Scarlett le vociferó:

—¡Sigue! ¡Sigue! ¡Llévate la vaca! ¡Yo me encargo del crío! ¡Vete, por favor! ¿Crees que iba yo a permitir que tocasen al hijo de Ashley? ¡Vete, vete!

Melanie miró hacia atrás con aire desesperado, pero al fin martilleó con sus tacones los flancos del animal, que, despidiendo arena con los cascos, arrancó sendero abajo, hacia los pastos.

Scarlett pensó: «Jamás pensé que vería a Melly Hamilton a horcajadas sobre un caballo!», y volvió precipitadamente hacia la casa. Wade seguía lloriqueando, tratando de agarrarse a sus faldas. Al subir los escalones de tres en tres vio a Suellen y a Carreen con los canastos de madera en brazos, corriendo hacia la despensa, y a Pork, que tiraba no muy suavemente del brazo de Gerald, arrastrándole hacia el pórtico trasero.

Gerald murmuraba algo quejosamente y tiraba a su vez como un niño recalcitrante.

Desde el patio trasero, Scarlett oyó la voz estridente de Mamita: —¡Tú, Prissy! ¡Métete debajo de la cama y dame los marranillos! ¿No ves que soy demasiado grandota para meterme por el enrejado? Dilcey, ven aquí y haz que esta idiota...

«¡Y yo que creía que era tan buena idea meter los cerdos debajo de la casa, para que nadie los robase! —pensó Scarlett, corriendo hacia su cuarto—. ¡Oh! ¿Por qué no se me ocurrió construir una porquera en el pantano?»

Abrió de un tirón el cajón superior del pupitre y dio vueltas al envoltorio hasta tener en su mano la cartera del yanqui. Cogió precipitadamente la sortija con el solitario y los pendientes de brillantes de donde los había escondido en el costurerito y los metió en la cartera. Pero ¿dónde esconderlo? ¿En el jergón? ¿En la chimenea? ¿Echarlo al pozo? ¿Ocultarlo en su pecho? ¡No, allí menos que en ninguna parte! El bulto podía notarse, y si los yanquis se apercibían de él la desnudarían y la registrarían.

«¡Me moriría si lo hiciesen!», pensó con terror.

Abajo, había una confusión infernal de pies que corrían y voces que sollozaban. Aun en su frenesí, Scarlett deseaba que Melanie estuviese a su lado, aquella Melly de voz imperturbable, aquella Melly que tan valiente se mostrara el día en que ella mató de un tiro al yanqui. Melly valía por tres de los demás. Melly... ¿qué había dicho Melly? ¡Ay; sí, el crío!

Oprimiendo la cartera contra su seno, Scarlett atravesó el vestíbulo corriendo hacia la habitación en donde el pequeño Beau dormía en su cunita. Lo tomó en sus brazos, y el nene se despertó, agitando los diminutos puños y gimiendo sin saber por qué. Oyó gritar a Suellen:

—¡Anda, Carreen! ¡Anda! Ya tenemos bastante. ¡Date prisa, hermana, date prisa!

Se oyeron fuertes gruñidos, alaridos indignados en el patio trasero, y, mirando por la ventana, Scarlett vio a Mamita andando y meciendo las caderas a través de los campos de algodón, con un cerdito debajo de cada brazo. Detrás de ella iba Pork, llevando también dos cerditos y empujando ante él a Gerald. Y éste iba dando tropezones por los surcos, agitando su bastón.

Asomando el cuerpo afuera de la ventana, gritó: —¡Coge la cerda, Dilcey! ¡Que se la lleve Prissy! Dilcey levantó la cabeza, mostrando inquietud en su rostro de bronce. En el delantal llevaba un montón de cubiertos de plata. Señaló el sótano de la casa.

—La cerda ha mordido a Prissy y la ha acorralado debajo de la casa.

«¡La cerda sabe lo que se hace!», pensó Scarlett. Volvió precipitadamente a su habitación y a toda prisa sacó de su escondrijo los brazaletes, broche, miniatura y taza que había encontrado en el equipaje del muerto. Pero ¿dónde ocultarlos? Era difícil, llevando al bebé en una mano y la cartera de alhajas en la otra. Comenzó por tratar de poner al niño sobre la cama.

En cuanto lo soltó, el bebé se puso a llorar a grandes gritos, y esto le dio a ella una magnífica idea. ¿Qué mejor escondrijo podría encontrar que los pañales del nene? Le dio la vuelta rápidamente, abrió las ropas y metió la cartera entre los pañales, junto a uno de los costados de la criatura, que acentuó entonces los chillidos, mientras ella se apresuraba a ceñir fuertemente el paño triangular alrededor de aquellas piernecitas que pataleaban furiosamente.

«Ahora —pensó, respirando profundamente—. Ahora, hacia el pantano.»

Agarrando a la llorosa criatura con un brazo y llevando las alhajas en la otra mano, echó a correr hacia el vestíbulo de la planta baja. De pronto se detuvo en su veloz marcha, temblándole de miedo las piernas. ¡Qué silenciosa estaba la casa! ¿Se habrían ido todos, dejándola sola? ¿Nadie la había aguardado? No había supuesto que la dejarían sola. En aquellos tiempos, cualquier cosa podía ocurrirle a una mujer enteramente sola, y si venían los yanquis...

Saltó al oír un ligero ruido y, volviéndose vivamente, vio a su olvidado hijito, hecho un ovillo junto al barandal de la escalera, con los ojos dilatados por el terror. Trató de decir algo, pero su garganta se movió sin producir el menor sonido.

—Levántate, Wade —le mandó brevemene, El niño corrió hacia ella, como un animalito asustado, y asiéndose a su amplia falda, sepultó el rostro entre sus pliegues. Scarlett sentía las manitas que trataban de agarrarse a sus piernas. Comenzó a bajar los escalones, pero sus movimientos se veían obstaculizados por los tirones de Wade, y entonces le dijo furiosamente—: Suéltame, Wade, ¡suéltame y camina! —Pero el chico todavía se agarró más a ella.

Al llegar al rellano de la escalera, toda la planta baja pareció levantarse ante sus ojos. Cada uno de los objetos, cada mueble, parecía cuchichearle: «¡Adiós! ¡Adiós!» Un sollozo obstruyó su garganta. Estaba abierta la puerta del despachito en el cual Ellen había trabajado con tanta diligencia, y podía ver un ángulo del viejo pupitre. Allí estaba también el comedor, con las sillas en desorden y la comida todavía en los platos. En el suelo quedaban las alfombras que Ellen había tejido con sus propias manos. Y quedaba el retrato de la abuela Robillard con los pechos medio descubiertos, el pelo recogido hacia arriba y las aletas de la nariz marcadas profundamente que parecían darle un aspecto de perpetua superioridad sobre el vulgo. Todo aquello que había formado parte integrante de sus recuerdos más lejanos, todo lo que estaba ligado a la más profundas raíces de su ser, parecía gritarle ahora: «¡Adiós! ¡Adiós, Scarlett O'Hara!»

¡Los yanquis lo quemarían todo... todo! Esta era la última mirada a su casa, la última mirada, exceptuando lo que aún pudiese ver de su exterior, desde el bosquecillo o el pantano, mientras las chimeneas quedaban envueltas en humo y el tejado se derrumbaba estrepitosamente entre las llamas.

«No puedo dejaros —pensó, en tanto que el miedo hacía castañetear sus dientes—. No puedo dejaros. Papá tampoco os dejaría. Les dijo la otra vez que tendrían que quemar el tejado encima de su cabeza. De modo que tendrán que quemaros también sobre la mía, porque yo tampoco puedo abandonaros. Sois lo único que me queda.»

Al tomar esta decisión, parte de su miedo se disipó y quedó sólo una emoción seca y concentrada en su pecho, como si el temor se le hubiese helado. Mientras estaba así, oyó por la avenida de entrada a la finca el ruido de numerosos cascos de caballos, el golpeteo de bocados, estribos y sables en sus vainas y una voz ronca que gritaba: «¡Pie a tierra!» Prestamente, se inclinó hacia el niñito, que seguía junto a ella, y su voz era apremiante, pero extrañamente afectuosa:

—¡Suéltame, Wade, anda, precioso! Baja la escalera corriendo y vete por el patio de atrás hacia el pantano. Mamita estará allí con la tía Melanie. Anda, corre, cariño mío, no tengas miedo.

Al percibir el cambio de tono, el chiquillo levantó la vista, y Scarlett se sintió acongojada por la expresión de sus infantiles ojos, que parecían los de un conejillo preso en un lazo.

«¡Oh, Madre de Dios! —rogó con el pensamiento—. ¡Que no le dé ahora un ataque! No, delante de los yanquis no. Que no sepan que les tenemos miedo.» Y como quiera que el muchachito se agarraba a sus faldas todavía más desesperadamente, le dijo con voz clara:

—Pórtate como un hombrecito. ¡No son más que una cuadrilla de malditos yanquis! —Y bajó la escalera para afrontarlos.

Sherman cruzaba el Estado de Georgia, desde Atlanta hasta el mar. Tras de él quedaban las humeantes ruinas de Atlanta, a la que se había pegado fuego al abandonarla el ejército azul. Ante él se ofrecían casi quinientos kilómetros de territorio virtualmente indefenso, donde no se hallaban sino unos cuantos milicianos del Estado y los viejos y los chiquillos de la llamada Guardia Territorial.

Allí se le presentaba aquel fértil Estado, salpicado de plantaciones, en el que sólo quedaban mujeres, niños, ancianos y negros. En un radio de trece kilómetros de anchura, los yanquis avanzaban saqueando y quemando. Había centenares de casas ardiendo, centenares de casas que crujían bajo sus pies. Pero, para Scarlett, que contemplaba cómo los yanquis se volcaban sobre la parte delantera de la suya, no se trataba de una desgracia general. Era algo enteramente personal, una acción maligna dirigida solamente contra ella y contra su gente.

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