Lo que el viento se llevó (35 page)

Read Lo que el viento se llevó Online

Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

»No preveía esta vida para nosotros cuando te pedí en matrimonio. Pensaba en la vida de Doce Robles, tranquila, fácil, inmutable, como siempre. Nosotros nos asemejamos, Melanie, porque amamos las mismas cosas; veía ante nosotros una larga serie de años exentos de acontecimientos, dedicados a leer, a oír música y a soñar. ¡Pero nunca pensé en esto! ¡No en este trastorno, esta sangre y este odio! Ni los derechos de los Estados, ni los esclavos, ni el algodón, merecen esto. Nada merece lo que está sucediendo y lo que aún puede suceder, porque, si los yanquis vencen, el futuro será un increíble horror.

»No debería escribir esto, ni siquiera pensarlo. Pero tú me has preguntado qué sentía en el corazón; y éste está lleno del temor a la derrota. ¿Te acuerdas que en el banquete, el día en que fue anunciada nuestra boda, un tal Butler suscitó casi una pelea por sus observaciones sobre la ignorancia de los sudistas? ¿Te acuerdas que los gemelos querían matarle porque dijo que teníamos pocas fundiciones, pocas fábricas, pocos navios, arsenales e industrias mecánicas? ¿Te acuerdas cuando dijo que la flota yanqui podía ponernos un cerco tan estrecho que no lograríamos enviar fuera nuestro algodón? Tenía razón. Nosotros combatimos contra los nuevos fusiles yanquis con los mosquetones de la Guerra de Independencia; dentro de poco, el bloqueo será aún más severo y no dejará entrar ni las medicinas que necesitamos. Deberíamos haber escuchado a un cínico conocedor de la verdad, como Rhett Butler, en lugar de a hombres de Estado que hablaban... sin fundamento. En efecto, Rhett decía que el Sur no tenía nada con que iniciar la guerra, sino algodón y arrogancia. Nuestro algodón, hoy, no vale para nada, y nos queda solamente la arrogancia. Pero, a mi parecer, esta arrogancia es de un valor inconmensurable, y si...»

Scarlett dobló la carta atentamente sin terminar de leerla y la metió en el sobre, harto aburrida para continuar la lectura. Además, el tono de aquellas palabras y aquellos sosos discursos de derrota la deprimían. Después de todo, ella no leía las cartas para conocer las poco interesantes ideas de Ashley. Ya había tenido bastante con escucharle otras veces.

Lo único que ella deseaba saber era si Ashley escribía a su mujer cartas apasionadas. Hasta ahora, no las había escrito. Había leído todas las que estaban en la caja, y ninguna de ellas contenía una frase que un hermano no pudiera escribir a su hermana. Eran afectuosas, humorísticas, prolijas; pero ciertamente no había recibido cartas de un enamorado. Scarlett había recibido muchas cartas ardientes de amor, y podía reconocer a primera vista la auténtica nota de la pasión. Y esta nota faltaba. Como siempre después de sus secretas lecturas, experimentó una sensación de profunda satisfacción, sintiéndose segura de que Ashley la amaba aún. Le asombraba que Melanie no se diese cuenta de que su marido la quería como se podía querer a una amiga. Evidentemente, no observaba lo que faltaba en aquellas misivas. Melanie no había recibido nunca cartas de amor y por lo tanto no podía comparar.

«¡Qué cartas tan sosas! —pensó Scarlett—. Si mi marido me hubiese escrito estas tonterías, ya le habría dicho yo lo oportuno. Hasta Charles escribía cartas mejores que éstas.»

Repasó las cartas y recordó su contenido, rememorando fechas. Ninguna de ellas contenía descripciones amorosas; eran como las que Darcy Meade escribía a sus padres, o como las que el pobre Dallas MacLure había escrito a sus hermanas solteronas, Faith y Hope. Los Meade y los MacLure leían orgullosamente estas cartas a todo el vecindario, y Scarlett hasta había sentido cierta sensación de vergüenza porque Melanie no tenía cartas de Ashley que pudiese leer en voz alta en las reuniones de costura.

Parecía que al escribir Ashley a Melanie olvidase la guerra y tratase de trazar, alrededor de ambos, un cerco mágico fuera del tiempo, alejando de sí todo lo que había sucedido desde que Fort Sumter se convirtiera en la comidilla del día. Hablaba de libros que él y Melanie habían leído, de canciones que habían cantado, de viejos amigos, de lugares que él había visitado en Europa. A través de las cartas había una melancólica nostalgia de Doce Robles: largas páginas dedicadas a evocar las frías estrellas de un cielo otoñal, los banquetes de cochinillo asado, las reuniones de pesca, las noches tranquilas bañadas en el claro de luna y la serena silueta de la vieja casa.

Ella volvió a pensar en las palabras de esta última carta: «¡Esto no!» Y le parecía el grito de un alma en pena delante de algo que no había querido y no tenía más remedio que afrontar. Pero, si Ashley no temía a las heridas y a la muerte, ¿cuáles eran sus temores? Completamente desprovista de sentido analítico, ella alejó de sí este pensamiento complejo.

«La guerra le fastidia... y él detesta las cosas que le fastidian. Por ejemplo, yo... Me amaba; pero tuvo miedo de casarse conmigo... Quizá temía que yo hubiese turbado su modo de pensar y de vivir. No; no fue precisamente miedo. Ashley no es cobarde. No puede serlo desde el momento en que fue citado en el orden del día y que aquel coronel Sloan escribió a Melanie una carta elogiosa por su valeroso comportamiento al llevar las tropas al asalto. Cuando se le mete una cosa en la cabeza, ninguno es más decidido y más valiente que él; pero... Vive dentro de sí en vez de vivir fuera y detesta ser arrastrado por el mundo... ¡Bah! No comprende. Si hubiese comprendido esto entonces, estoy segura de que se habría casado conmigo.»

Permaneció un instante estrechando las cartas contra su pecho y pensando con nostalgia en Ashley. Sus sentimientos hacia él no habían cambiado desde el día en que se enamoró. Era la misma primera emoción que la invadió aquel día (tenía catorce años) cuando bajo el pórtico de Tara le vio llegar a caballo y sonreírle, con los cabellos que brillaban al sol. Su amor era aún como el que una jovencita siente por un hombre que no llega a comprender; un hombre que poseía todas las cualidades que a ella le faltaban, pero que despertaban su admiración. Él era aún un Príncipe Azul soñado por una muchacha, la cual no pedía otro galardón por su amor que un beso.

Después de haber leído aquellas cartas, tuvo la seguridad de que Ashley la amaba a ella aunque se hubiese casado con Melanie; y esto era casi todo lo que Scarlett podía desear. Era aún muy joven. Si Charles, a pesar de su ineptitud y su embarazosa timidez, hubiese logrado despertar las venas profundas de pasión que estaban escondidas en ella, la jovencita no se hubiera limitado a desear en sus sueños sólo un beso. Pero las pocas noches pasadas con Charles no habían despertado sus emociones, y aún menos la habían madurado. Su marido no le enseñó qué cosa podía ser la pasión, la ternura, la verdadera intimidad del cuerpo y del espíritu.

La pasión le parecía a ella una esclavitud causada por una inexplicable locura varonil, no compartida por las mujeres; un proceso doloroso y molesto que conducía al penoso trance del parto. Eso no había sido una sorpresa para ella, porque, antes de la boda, Ellen le hizo comprender que el matrimonio es una cosa que las mujeres deben soportar con dignidad y firmeza: los susurrados comentarios con las otras mujeres, después de su viudez, le confirmaron esta idea. Scarlett estaba, pues, muy contenta de no tener ya nada que ver con la pasión y el matrimonio.

No tenía ya nada que ver con el matrimonio, pero con el amor sí, porque su amor por Ashley era diferente, era algo sagrado que le cortaba la respiración, una emoción que iba creciendo durante los largos días de silencio forzado y se alimentaba de recuerdos y esperanzas.

Suspiró al atar nuevamente la cinta alrededor del paquete y al ponerlo en su sitio. Entonces arrugó la frente, porque le vino a la imaginación la última parte de la carta, que se refería al capitán Butler. Era extraño que Ashley quedase impresionado por lo que aquel bribón dijera hacía un año. Indudablemente, el capitán Butler era un granuja, pero bailaba divinamente. Sólo un granuja podía decir lo que él dijo de la Confederación aquella noche en la rifa de beneficencia.

Se acercó al espejo y se alisó los cabellos, satisfecha de sí. Se sintió tranquilizada, como siempre que veía su piel de magnolia y sus ojos verdes, y sonrió para hacer aparecer los dos hoyuelos de sus mejillas. Arrojó de su mente al capitán Butler, recordando que a Ashley sus hoyuelos le gustaban mucho. Ningún remordimiento por amar al marido de otra o leer el correo de éste turbó su alegría de verse joven y bella y de sentirse segura del amor de Ashley.

Abrió la puerta y bajó rápidamente la sombría escalera de caracol, sintiéndose llena de júbilo. A mitad de la escalera empezó a cantar
Cuando esta guerra cruel termine.

12

La guerra continuaba, generalmente con discreto éxito; pero la gente había cesado de decir: «Una victoria más y la guerra habrá terminado», como tampoco decía ya que los yanquis eran unos cobardes. Todos estaban persuadidos de que no lo eran en realidad y que sería necesaria más de una victoria para derrotarlos. Hubo, sin embargo, victorias por parte de los confederados: en Tennessee, bajo el mando de los generales Morgan y Forrest, y en la segunda batalla de Bull Run; pero los hospitales y las casas de Atlanta estaban abarrotadas de enfermos y heridos, y cada vez eran más numerosas las mujeres vestidas de negro. Las monótonas filas de tumbas de soldados en el cementerio de Oakland se hacían cada vez más largas.

El dinero de la Confederación había disminuido de modo considerable y el precio de los alimentos y de la ropa aumentó en proporción. Los aprovisionamientos para el Ejército exigían tal cantidad de víveres que las mesas de los habitantes de Atlanta empezaron a mostrar cierta penuria. La harina estaba escasa y costaba tan cara que se empleaba generalmente el grano sarraceno para los bizcochos y el pan. Las carnicerías tenían poca carne y los corderos habían desaparecido; esa carne costaba tanto que sólo las personas ricas podían permitirse el lujo de comerla. En cambio, abundaba aún la carne de cerdo, la volatería y las legumbres.

El bloqueo yanqui se hizo más riguroso, y algunos artículos de lujo, como el té, el café, la seda, los corsés, el agua de colonia, las revistas de moda y los libros eran escasos y carísimos. Hasta los tejidos de algodón más ordinarios habían aumentando su precio y las señoras se veían obligadas, muy a pesar suyo, a ponerse los vestidos de las temporadas precedentes. Telas que años antes habían sido abandonadas en las buhardillas para llenarse de polvo volvían a aparecer, y en casi todas las tiendas se encontraban rollos de tela tejida a mano. Todos, soldados, burgueses, mujeres, niños y negros, empezaban a llevar estas telas. El color gris, que era el color de los uniformes de la Confederación, prácticamente había desaparecido y fue reemplazado por una ropa tejida a mano de color pardo.

Los hospitales empezaban a preocuparse por la falta de quinina, de calomelanos, opio, cloroformo y yodo. Las vendas de hilo y de algodón llegaron a ser un artículo demasiado precioso para tirarlas después de haberlas usado. Todas las señoras que hacían servicio de enfermeras en cualquier hospital se llevaban a casa cestos de ropa ensangrentada para lavarla y plancharla y ser puesta nuevamente en uso.

Para Scarlett, apenas salida de la crisálida de la viudez, la guerra no era más que un período de alegría y diversión. Las pequeñas privaciones de alimento y de vestuario no perturbaban su felicidad de haber vuelto al mundo.

Cuando pensaba en las jornadas largas y monótonas del año precedente le parecía que la vida había tomado ahora un ritmo velocísimo. Cada día le traía una nueva aventura, nuevos hombres que solicitaban hacerle una visita, que le decían que era bella y que luchar y quizá morir por ella era un privilegio. Amaba a Ashley con todas las fuerzas de su corazón, pero no podía por menos de incitar a otros hombres a pedirla por esposa.

La guerra, siempre presente en el fondo, daba a las relaciones sociales una agradable ausencia de ceremonial que las personas ancianas observaban alarmadas. Las madres se maravillaban viendo que hombres para ellas desconocidos venían a visitar a sus hijas; jóvenes que llegaban sin tarjetas de presentación y cuyos antecedentes eran desconocidos. La señora Merriwether, que jamás besó a su marido antes de casarse, no daba crédito a sus ojos cuando sorprendió a Maybelle besando a su novio. Su consternación aumentó cuando su hija rehusó sentirse avergonzada. A pesar de que Picard pidió inmediatamente la mano de Maybelle, aquello a su madre no le agradó nada. La señora Merriwether tuvo la sensación de que el país iba hacia la ruina moral y no se abstuvo de decirlo, apoyada por las otras madres.

Pero los que temían morir de un día a otro ciertamente no podían esperar un año a que se les permitiera llamar a una muchacha por su nombre de pila anteponiendo, naturalmente, el tratamiento de «señorita». Ni podían perder tiempo en un noviazgo largo, como se acostumbraba antes de la guerra. A lo más esperaban un par de meses antes de pedirla por esposa. Y las muchachas, a las que se les había enseñado que era necesario negarse al menos las tres primeras veces, ahora aceptaban a la primera petición.

Todo esto divertía a Scarlett, la cual, aparte del fastidio de curar enfermos y preparar vendas, no hubiese querido que la guerra terminase jamás. En verdad, ahora soportaba de buen grado el servicio del hospital, porque éste era un sitio buenísimo para la caza. Los débiles heridos sucumbían a su fascinación sin lucha. Bastaba sólo cambiarles las vendas, darles un golpecito en las mejillas y abanicarles un poco y enseguida se enamoraban. ¡Era el paraíso, comparado con el año anterior!

Scarlett volvió a vivir como antes de casarse con Charles; como si no se hubiese casado nunca ni hubiese recibido la triste noticia de su muerte y no hubiera traído al mundo a Wade. Guerra, matrimonio y maternidad habían pasado sobre ella sin tocar ni una cuerda profunda de su intimidad; y el niño estaba tan bien cuidado por los demás, en la casa rojiza, que había casi olvidado que lo tenía. Era nuevamente Scarlett O'Hara, la bella de la comarca. Sus pensamientos eran idénticos a los de su existencia anterior, pero el campo de sus actividades se había ampliado grandemente. Sin preocuparse de la desaprobación de las amigas de tía Pittypat, se comportaba como antes de su matrimonio; iba a las reuniones, bailaba, salía a caballo con oficiales, coqueteaba y, generalmente, hacía lo mismo que antaño cuando estaba soltera; sólo conservaba el luto. Sabía que para Pittypat y Melanie el quitárselo sería un golpe demasiado fuerte. Se sentía feliz, cuando pocas semanas antes era tan desgraciada; feliz de tener admiradores, feliz de su propia fascinación; feliz cuanto era posible serlo con Ashley casado con Melanie y en peligro. Pero era más fácil soportar el pensamiento de que Ashley pertenecía a otra cuando él estaba lejos. Y, gracias al centenar de kilómetros que había entre Atlanta y Virginia, a veces le parecía que Ashley era tan suyo como de Melanie.

Other books

Giving In by J L Hamilton
The Safety of Nowhere by Iris Astres
Kentucky Home by Sarah Title
Flirt: The Interviews by Lorna Jackson
Act of Passion by Georges Simenon
The End of the World by Paddy O'Reilly