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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (32 page)

Ahora, todos bailarían, menos ella y las señoras de edad. Todos se divertirían, menos ella. Vio a Rhett Butler detrás del doctor y, antes de que pudiese cambiar la expresión de su rostro, él la miró, bajó una de las comisuras de la boca y levantó una ceja. Scarlett alzó la barbilla y se volvió a otro lado. En aquel momento oyó su nombre, pronunciado por una inconfundible voz charlestoniana que sobrepasó el griterío:

—Por la señora de Charles Hamilton..., ciento cincuenta dólares... en oro.

Un repentino murmullo atravesó la multitud al oír la suma y el nombre. Scarlett quedó tan aturdida que no pudo ni moverse. Permaneció sentada con la barbilla entre las manos y los ojos abiertos, asombrados. Todos se volvieron a mirarla. Vio al doctor inclinarse en la plataforma y decirle algo a Butler. Probablemente decía que ella estaba de luto y no podía bailar. Pero Rhett alzó los hombros con indiferencia.

—¿Quizás otra de nuestras bellezas? —sugirió el doctor.

—No —respondió Rhett, obstinado, mirando a la gente—. La señora Hamilton.

—Le digo que es imposible —insistió el doctor—. La señora Hamilton no querrá...

La voz de Scarlett salió de su boca casi involuntariamente, desconocida.

—¡Sí; estoy dispuesta!

Se puso en pie. El corazón le martilleaba tan violentamente que temió no poder sostenerse, trastornada por la excitación de ser nuevamente el centro de la atención, de ser la más deseada y, ¡sobre todo!, por la perspectiva de bailar...

—¡No, no me importa! ¡No me importa lo que digan! —murmuró, arrastrada por una especie de locura. Levantó la cabeza y salió del mostrador taconeando con un ruido de castañuelas y llevando su abanico completamente desplegado. Por un momento miró el rostro incrédulo de Melanie, la expresión de las señoras, a las muchachas petulantes y a los soldados que aprobaban con entusiasmo. Se encontró en medio de la sala y vio a Rhett Butler que avanzaba hacia ella, entre un pasillo de gente, con su burlona y detestable sonrisa. Pero esto no le importaba... Iba a bailar... A llevar el reel. Le hizo una señal y le dirigió una sonrisa fascinadora. Él se inclinó con una mano en el pecho.

Levi, aunque horrorizado por lo que veía, se repuso rápidamente y gritó:

—¡Escojan sus damas!

La orquesta entonó el reel más hermoso:
Dixie.

—¿Cómo se ha atrevido a destacarme así, capitán Butler?

—¡Mi querida señora Hamilton, era tan evidente que lo deseaba usted!

—¿Cómo ha podido gritar mi nombre tan públicamente?

—Hubiera usted podido rehusar...

—Pero... me debo a la Causa... No podía pensar en mí misma cuando usted ofreció tanto dinero y en oro. No se ría: todos nos miran.

—Nos mirarán igual. No trate de engatusarme con esta fábula de la Causa. Usted deseaba bailar y yo le he dado la oportunidad. Esta marcha es la última parte del reel, ¿verdad?

—Sí, ahora debo ir a sentarme.

—¿Por qué? ¿Le he pisado un pie?

—No... Hablarán mal de mí.

—¡Ah! ¿Pero eso la aflige?

—Es que..

—No está usted cometiendo ningún delito. ¿Por qué no baila el vals conmigo?

—Si mamá viese lo...

—¿Aún está cosida a la falda de su mamá?

—Tiene usted un modo detestable de representar como estúpida toda virtud.

—Las virtudes son todas estúpidas. ¿Qué le importa lo que diga la gente?

—Nada..., pero... No hablemos más de ello. Por fortuna, ahora empieza el vals. El reel me deja siempre sin respiración.

—No eluda mi pregunta. ¿Le ha importado alguna vez lo que digan las otras mujeres?

—¡Oh, si debo ser sincera..., no! Pero una muchacha debe ser cauta. Esta noche, sin embargo, no me importa nada, de verdad, absolutamente nada. —¡Bravo! Ahora empieza usted a pensar con su cabeza, en vez de dejar a los otros que piensen por usted. Éste es el principio de la sabiduría.

—Pero...

—Mientras que a su costa no se hable tanto como a la mía, no le dé ninguna importancia. Piense que no hay una sola casa en Charleston donde se me reciba. Ni mi tributo a nuestra justa y santa Causa ha sido bastante para rehabilitarme.

—¡Terrible!

—Nada de eso. Hasta que uno no ha perdido la reputación, no comprende que era un peso enorme y que la libertad es algo formidable.

—¡Dice usted cosas escandalosas!

—Escandalosas y verdaderas. Si se tiene valor... y dinero, para nada sirve la reputación.

—No todo se puede comprar con el dinero.

—Esto se lo debe haber dicho alguien. Usted sola no habría pensado semejante tontería. ¿Qué no se puede comprar?

—Ahora no sabría... Por ejemplo, la felicidad o el amor.

—Naturalmente que se puede comprar eso. Y, cuando no es posible, se compra alguno de sus mejores sustitutivos.

—¿Y usted tiene tanto dinero, capitán Butler?

—¡Qué pregunta tan materialista, señora Hamilton! Estoy sorprendido. Pero le diré que sí. Teniendo en cuenta que fui un chico que se encontró en su primera juventud solo frente a la vida y sin un céntimo, he prosperado bastante. Además, el bloqueo me rendirá un milloncejo.

—¡No!

—¡Oh, sí! La gente parece no comprender que se puede ganar tanto dinero con el naufragio de una civilización como con la construcción de otra.

—¿Y qué significa todo esto?

—Su familia, como la mía y todas las que están aquí esta noche, han hecho su fortuna transformando un desierto en un lugar civilizado. Esto se llama construir un imperio. Y la construcción de un imperio hace ganar mucho dinero. Pero se gana aún mucho más en su destrucción.

—¿De qué imperio está usted hablando?

—De este imperio en el que vivimos..., del Sur..., la Confederación... El reino del algodón..., de éste que está a nuestros pies. Sólo los bobos no lo ven y no saben sacar ventaja de esta confusión. Yo, por el contrario, estoy edificando gracias a este desastre mi fortuna.

—¿Cree usted verdaderamente que nos vencerán?

—Sí. ¿Por qué esconder la cabeza como un avestruz?

—Dios mío, cómo me fastidia hablar de esto... ¿Usted no dice nunca cosas agradables, capitán?

—¿Le agradaría a usted que le dijese que sus ojos son pequeños acuarios llenos de una maravillosa agua verde y que cuando los pececitos vienen a nadar en ellos, como ahora, están diabólicamente preciosos?

—No, no me gusta eso... ¿No es bonita esta música? ¡Oh, podría estar valseando sin interrupción...!

—Es usted la más admirable bailarina que jamás he tenido entre mis brazos.

—¡Capitán Butler, me aprieta demasiado! Todos nos miran...

—Si nadie nos viese, ¿protestaría usted igualmente?

—Capitán, me parece que se está usted propasando.

—Nada de eso. ¿Cómo podría, teniéndola entre los brazos...? ¿Qué música es ésta? ¿Una novedad?

—Sí. ¿No es bonita? La hemos robado a los yanquis.

—¿Cómo se llama?


Cuando la guerra cruel termine.

—¿Cómo es la letra? Cántemela.

Y ella comenzó:

Querido amor mío, ¿te acuerdas

de cuando nos vimos por última vez?

¿Cuando me declaraste tu amor

arrodillado a mis pies?

¡Oh, qué orgulloso estabas ante mí

con tu uniforme gris!

¡Cuando juraste eterna, fe

a tu amada y a tu patria!

¡Ahora lloro triste y sola

y mis suspiros y mis lágrimas son vanos!

¡Cuando la guerra cruel termine

quiera Dios que nos veamos!

—¡Verdaderamente decía «uniforme azul», pero nosotros lo hemos cambiado por «gris»...! Baila usted el vals muy bien, capitán Butler. ¿Sabe usted que muchos grandes hombres no saben bailar? ¡Y pensar que pasarán años y años antes de que yo vuelva a bailar otra vez!

—Sólo pocos minutos. La comprometo para el próximo reel..., y después para el siguiente y el otro.

—¡Oh, no; no puedo! ¡No debo! ¡Mi reputación quedaría destrozada!

—¿Qué importa un baile más? Quizá yo permita que otros bailen con usted después que hayamos bailado cinco o seis piezas; pero la última la quiero yo.

—Está bien. Sé que es una locura, pero no me importa. No me importa nada de lo que digan. Estoy harta de estar en casa. Quiero bailar, bailar. ¡Y no vestir más de negro! Detesto el crespón fúnebre.

—Quíteselo.

—¡Oh, no puedo quitarme el luto...! No debe apretarme tanto, capitán. Hará usted que me enfade.

—Está usted magnífica cuando se enfada. Ahora la aprieto más..., así, a ver si se enfada de verdad. No se puede dar una idea de lo deliciosa que estaba aquel día en Doce Robles, cuando, enfadadísima, tiraba los objetos...

—¡Oh..., se lo ruego...! ¿No puede olvidar aquel día?

—No; es uno de mis recuerdos más bellos..., una delicada y bien formada belleza meridional en la cual hierve la sangre irlandesa... Es usted muy irlandesa, ¿lo sabe?

—¡Dios mío, la música termina...! ¡Oh, tía Pittypat que sale de la sala de los refrescos! Estoy segura de que la señora Merriwether debe habérselo dicho. Por caridad, alejémonos; vamos a asomarnos a la ventana. No quiero que me hable ahora. Tía Pittypat tiene los ojos desorbitados...

10

A la mañana siguiente, mientras desayunaban, Pittypat estaba llorosa y Melanie en silencio. Scarlett tenía un aire provocativo.

—No me importa lo que digan. Sé que he hecho ganar más dinero para el hospital que todas las demás... con todas las antiguallas que han vendido.

—Pero ¿qué importa el dinero, tesoro mío? —gemía Pittypat, retorciéndose las manos—. Yo no podía creer lo que veían mis ojos... ¡Pensar que el pobre Charles murió apenas hace un año...! Y ese tremendo capitán Butler poniéndote en evidencia... ¡Es una persona horrible, Scarlett! La prima de la señora Whiting, una tal señora Coleman, cuyo marido vino de Charleston, me ha contado que es la oveja negra de una familia muy buena. ¡Oh! ¿Cómo es posible que semejante individuo haya salido de la familia Butler? Nadie lo recibe en Charleston: tiene una pésima reputación y hay también una historia con una muchacha..., algo horrible que ni siquiera la señora Coleman sabía bien. —No creo que sea tan horroroso —interrumpió Melanie dulcemente—. Parece un caballero; y si se piensa en el valor que demuestra forzando el bloqueo...

—No es nada valiente —rebatió Scarlett con perversidad, poniéndose un poco de miel en la tostada—. Lo hace para ganar dinero. Me lo ha dicho él. No le importa nada la Confederación y dice que perderemos la guerra. Pero baila divinamente.

Las otras dos mujeres habían enmudecido de horror. —Estoy cansada de estar en casa y no quiero permanecer más en ella. Si anoche se habló de mí, mi reputación está desprestigiada; de modo que no me importa nada de lo que puedan decir.

No pensaba que esta idea procedía de Rhett Butler. ¡Era tan simple y se adaptaba tan bien a sus sentimientos!

—¿Qué dirá tu madre cuando lo sepa? ¿Qué pensará de mí? Una fría turbación se apoderó de Scarlett al pensar en la consternación de Ellen cuando conociese la escandalosa conducta de su hija. Pero cobró valor al pensar en los cuarenta kilómetros de distancia que separaban a Atlanta de Tara. Ciertamente Pittypat no diría nada a Ellen, para no quedar mal como acompañante. Si Pittypat no decía nada, Scarlett estaba salvada.

—Creo —respondió Pittypat— que haré bien en escribir a Henry sobre este asunto... Aunque me fastidia hacerlo... Él es el único pariente que tenemos, y le rogaré presente sus quejas al capitán Butler... Dios mío..., si Charles viviese... ¡No debes hablar más con ese hombre, Scarlett!

Melanie estaba sentada en silencio, con las manos cruzadas. Los buñuelos se enfriaban en su plato. Se levantó y, situándose detrás de Scarlett, le pasó los brazos alrededor del cuello.

—Tesoro —le dijo—, no te preocupes. Comprendo que lo que hiciste anoche es un gesto valeroso y que aportará una gran ayuda al hospital. Y, si alguien intenta decir una palabra en contra tuya, se las verá conmigo. No llores, tía Pitty. Es doloroso para Scarlett no figurar en nada: piensa que es una niña. —Y jugueteó levemente con los negros cabellos de Scarlett—. Quizás hagamos bien todas en ir de vez en cuando a alguna reunión. Hemos sido demasiado egoístas permaneciendo encerradas en nuestro dolor. Vivir en tiempo de guerra es diferente. Cuando pienso en todos los soldados que están en esta ciudad, lejos de sus familias y sin amigos con los que pasar el tiempo..., y en los convalecientes que están en condiciones de dejar la cama, pero no lo suficiente bien para incorporarse a su regimiento... Sí, hemos sido egoístas. Deberíamos albergar a tres convalecientes en casa, como todos, y algunos de los soldados que están aquí de servicio deben venir a comer los domingos. Vamos, Scarlett, no te inquietes. La gente no murmurará cuando comprenda... Nosotras sabemos que tú querías a Charles.

Scarlett estaba bien lejos de sentir inquietud, y las dulces manos de Melanie entre sus cabellos la irritaban. Sentía deseos de echar hacia atrás la cabeza y gritar: «¡Oh, cuántas historias!», porque guardaba vivo recuerdo de cómo los miembros de la Guardia Nacional, la Milicia y los soldados del hospital se habían disputado el placer de bailar con ella la noche anterior.

Melanie era la persona cuya defensa menos deseaba Scarlett en el mundo. Que pensase en defenderse a sí misma, y si aquellas viejas brujas tenían ganas de arañar..., ¡bah, no tenía por qué ocuparse de ellas! Había en el mundo demasiados oficiales apuestos para molestarse por lo que dijeran cuatro viejas.

Pittypat se enjugaba los ojos, algo calmada por las palabras de Melanie, cuando Prissy entró con una carta.

—Para usted, señora Melanie. La ha traído un negrito.

—¿Para mí? —dijo Melanie, asombrada, rasgando el sobre.

Scarlett estaba comiendo sus buñuelos, sin ocuparse de nada, hasta que el llanto de Melanie le hizo alzar la cabeza y ver a la tía Pittypat que se llevaba la mano al corazón.

—¡Ha muerto Ashley! —gritó la solterona, echando la cabeza hacia atrás y dejando caer los brazos inertes.

—¡Oh, Dios! —exclamó Scarlett, sientiendo helársele la sangre.

—¡No, no! —gritó Melanie—. ¡Pronto tráeme las sales, Scarlett! Vamos, querida tía Pitty, ¿te encuentras mejor? Respira así, profundamente. No, no es Ashley. Siento mucho haberte asustado; lloraba porque me siento feliz... —Abrió el puño que tenía cerrado y se llevó a los labios algo que lanzó un destello. Scarlett vio que era un anillo de oro—. ¡Soy tan feliz! —Y empezó nuevamente a llorar—. Lee, lee —dijo, señalando la carta, que había caído al suelo—. ¡Oh, qué simpático, qué bueno!

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