Lo que el viento se llevó (28 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Los músicos subieron a la plataforma, negros y sonrientes, con los gruesos rostros brillantes de sudor, y empezaron a templar los violines. El viejo Levi, cochero de la señora Merriwether, que había dirigido las orquestas de todas las rifas, bailes o bodas desde cuando Atlanta se llamaba Marthasville, golpeó con el arco en la madera para llamar la atención. Había hasta ahora muy pocas personas además de las señoras que dirigían la rifa, pero todos los ojos se volvieron hacia él. Entonces los violines, las violas, los banjos, las flautas y el acordeón empezaron la ejecución de
Lorena,
lentísima, demasiado lenta para ser bailada; el baile empezaría más tarde, cuando los mostradores estuviesen vacíos de mercancías. Scarlett sintió que le latía el corazón más rápidamente al oír la dulce melodía de aquel vals.

¡Los años pasan lentamente, Lorena! La nieve cubre nuevamente la hierba. El sol está lejano en el cielo, Lorena...

Un, dos, tres, uno, dos, tres, un resbalón... tres, vuelta... dos, tres. ¡Qué bello vals! Ella entrelazó sus manos, cerró los ojos y acompañó el ritmo suave con una leve oscilación del cuerpo. Había algo de embriagador en aquella trágica melodía y en el amor perdido de Lorena, que se mezclaba con su excitación y le hacía como un nudo en la garganta.

Entonces, como resucitados por la música del vals, de la calle oscura llegaron rumores: pisadas de caballos y estrépitos de ruedas, risas en el aire templado y la dulce aspereza de las voces de los negros, que discutían por el lugar donde debían poner los caballos. Hubo cierta confusión en las escaleras; alegría de corazones despreocupados, voces frescas de muchachas unidas a las profundas de los que las acompañaban, gritos de saludos y regocijo de jovencitas que reconocían a las amigas de las que se habían separado horas antes.

De pronto el ambiente se llenó de animación; en un momento entraron como mariposas gran cantidad de muchachas con vestidos multicolores de enormes frunces y calzones de encaje que asomaban por debajo; pequeños y candidos hombros redondos y desnudos; leves insinuaciones de mórbidos senos que se transparentaban bajo volantitos de encaje; chales de blonda echados descuidadamente sobre el brazo; abanicos recamados o pintados, de plumas de avestruz y de pavo real, suspendidos de la muñeca por finas tiras de terciopelo; muchachas con los cabellos negros peinados con raya y recogidos en trenzas en la nuca, en nudos tan pesados que la cabeza colgaba algo hacia atrás; muchachas con masas de rizos dorados en la nuca y largos pendientes del mismo metal, que se agitaban junto a los rizos rebeldes. Encajes, sedas, alamares, cintas y vestidos traídos a través del bloqueo, todo precioso y ostentado con orgullo, para hacer así mayor afrenta a los yanquis.

No todas las flores de la ciudad habían sido colocadas como tributo delante de los retratos de los jefes de la Confederación. Los capullos más pequeños y más fragantes adornaban a las jovencitas. Rosas amarillas prendidas detrás de la oreja, jazmines del Cabo y rosas de pitiminí en pequeñas guirnaldas dispuestas en cascadas sobres los rizos; ramilletes tímidamente escondidos entre los pliegues de la cintura; flores que antes del final de la noche encontrarían reposo en los bolsillos internos de los uniformes grises, como preciosos recuerdos.

Había numerosísimos uniformes entre la multitud, uniformes de hombres que Scarlett conocía, hombres que ella había visto en las galerías de los hospitales, en las calles o en los campos de maniobras. Uniformes resplandecientes, de brillantes botones y de galones de oro en los cuellos y en las mangas, con franjas rojas, amarillas o azules en los pantalones, según las diferentes armas, que hacían con el gris una magnífica combinación. Aquí y allí se veían fajas de oro y Scarlett, sables que centelleaban y batían contra las polainas brillantes, espuelas que resonaban y tintineaban.

«¡Qué hombres tan arrogantes!», pensó Scarlett con una sensación de orgullo mientras aquéllos saludaban, hacían señas a los amigos y se inclinaban para besar las manos de las señoras ancianas. Todos eran de aspecto juvenil, a pesar de sus largos bigotes rubios y de sus barbas negras o castañas; hermosos, intrépidos algunos con los brazos en cabestrillo, otros vendada la cabeza con una venda blanquísima que contrastaba extrañamente con su rostro bronceado. Algunos caminaban con muletas, ¡y qué orgullosas estaban las muchachas que los acompañaban aflojando cuidadosamente el paso para adaptarlo al de ellos! Entre los uniformes se vio resplandecer, de repente, una brillante mancha de color que oscureció hasta los vestidos de las muchachas y parecía, en medio de la multitud, un pájaro tropical: un oficial de Luisiana con los pantalones bombachos a listas blancas y azules, las polainas crema y la guerrera roja: un hombrecito moreno y sonriente parecido a un mono, con el brazo en un cabestrillo de seda negra. Era el enamorado de Maybelle Merriwether, Rene Picard. Ciertamente todo el hospital estaba presente, por lo menos, todos los que se hallaban en condiciones de andar, los que estaban con permiso ordinario o por enfermedad y los que prestaban servicio en el ferrocarril, en correos y en los hospitales, en los comisariados de Atlanta y de Macón. ¡Qué contentas estarían las señoras! El hospital debería hacer un montón de dinero aquella noche. De la calle llegó un ruido de tambores, un compás de pasos y gritos de admiración de los cocheros. Un toque de trompeta y después una voz de barítono dio la orden de «¡Rompan filas!». En un instante, los miembros de la Guardia Nacional y de la Milicia, vestidos con sus uniformes brillantes, hicieron crujir la angosta escalera y entraron en la sala, saludando, inclinándose, estrechando las manos.

Los de la Guardia Nacional eran muchachos orgullosos de jugar a la guerra que se prometían estar en Virginia el año próximo por aquella época, si la guerra duraba aún, y viejos con la barba blanca, que se lamentaban de no ser jóvenes, pero se sentían felices de llevar el uniforme, reflejando la gloria de los hijos que habían marchado al frente. En la Milicia había muchos hombres de mediana edad y algunos también más viejos, pero había bastantes jóvenes en edad militar, que se comportaban menos marcialmente que sus mayores y menores. Ya la gente empezaba a preguntar en voz baja que por qué no estaban con Lee.

¿Cómo podían caber todos en aquel salón? Parecía muy grande pocos minutos antes, pero ahora estaba abarrotado, con el aire impregnado de los olores de la calurosa noche de estío; olor a agua de colonia, a saquitos perfumados, a cosmético para los cabellos y a antorchas resinosas, a fragancia de flores, y todo ello un poco denso, porque el arrastrar de tantos pies levantaba un polvillo ligero. El estrépito y la confusión de tantas voces hacía casi imposible distinguir alguna palabra y, como si hubiese comprendido la alegría y la excitación del momento, el viejo Levi interrumpió
Lorena
a la mitad de un compás golpeando con su arco el atril. Después, empezando con nueva furia, la orquesta entonó
Bella bandera azul.

Cien voces se unieron al estribillo, cantándolo, gritándolo como una aclamación. El corneta de la Guardia Nacional subió a la plataforma y se unió a la música en el momento en que empezaba el coro, y las notas de plata resonaron sobre la masa de voces hasta dar escalofríos; una emoción intensa recorrió a la multitud.

¡Hurra, hurra por los derechos del Sur, hurra!

¡Hurra por la hermosa bandera azul

que lleva una sola estrella!

Scarlett, cantando junto a los demás, oyó el dulce tono de soprano de Melanie subir tras ella, claro y limpio como las notas argentadas de la corneta. Volvióse y vio a Melanie en pie, con las manos apretadas sobre el pecho, los ojos cerrados y una lágrima que apuntaba en sus ojos. Sonrió a Scarlett cuando la música terminó, haciendo un gesto de excusa mientras se secaba los ojos con un pañolito. —Me siento tan feliz —murmuró— y tan orgullosa de nuestros soldados, que me dan ganas de llorar.

En sus ojos había una luz profunda, casi de fanatismo, que por un momento iluminó su carita haciéndola bella.

La misma expresión había en el rostro de todas las mujeres cuando la canción terminó: lágrimas de orgullo sobre las mejillas, ya rosas, ya arrugadas, sonrisas en los labios, una luz ardiente en las miradas que dirigían a los hombres, la enamorada al amante, la madre al hijo, la mujer al marido. Estaban todas hermosas, con esa belleza que transforma también a la mujer más fea cuando se sabe protegida y amada.

Amaban a sus hombres, creían en ellos; tenían fe hasta su último suspiro. ¿Cómo podía la desgracia abatir a semejantes mujeres, defendidas como estaban por un ejército de valientes? Nunca hubo hombres como éstos, desde la creación del mundo hasta nuestros días, nunca jóvenes tan heroicos, tan tiernos y galantes. ¿Cómo era posible que algo impidiese la victoria de una causa justa como la suya? Una causa que ellas amaban tanto como los hombres, una causa a la que servían con sus manos y sus corazones, una causa de la que hablaban, en la que pensaban, con la que soñaban..., una causa por la que habrían sacrificado a aquellos hombres, de ser necesario, soportando su pérdida con el mismo orgullo con el que los hombres llevaban sus banderas en el campo de batalla.

Sus corazones estaban llenos de devoción y de orgullo, de seguridad en la victoria final. Los triunfos de Stonewall Jackson
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en Valley y la derrota de los yanquis en la batalla de los Siete Días cerca de Richmond lo mostraban claramente. ¿Cómo podía ser de otra manera, con jefes como Lee y Jackson? Otra victoria y los yanquis se arrodillarían pidiendo la paz, y los hombres volverían a casa, acogidos con risas y besos. Una victoria más y la guerra habría terminado.

Sin duda, habría sillas vacías y niños que no verían más la cara de su padre, tumbas sin nombre cerca de las pequeñas bahías solitarias de Virginia y en las montañas de Tennessee; pero ¿era quizás un precio demasiado grande para la Causa? Era difícil encontrar seda para los vestidos, azúcar y té, pero éstas eran cosas sin las que se podía pasar. Por lo demás, los que atravesaban el bloqueo pasando delante de las narices de los yanquis traían de todo, haciendo la posesión de estas mercancías mucho mis emocionante. En breve, Raphael Semmes y la armada de la Confederación darían que hacer a los barcos de guerra yanquis, y entonces los puertos se volverían a abrir. Inglaterra ayudaría a la Confederación a ganar la guerra porque las fábricas inglesas estaban paradas por falta de algodón sureño. Naturalmente, la aristocracia inglesa simpatizaba con la aristocrática gente del Sur y estaba en contra de aquella raza ávida de dólares que eran los yanquis.

Así, las mujeres hacían susurrar sus sedas y reían, mirando a sus hombres con el corazón henchido de orgullo. Sabían que el amor se hacía más ardiente frente al peligro y que la muerte era doblemente dulce por la extraña excitación que la acompañaba.

Al contemplar aquella concurrencia, Scarlett sintió latir su corazón más aceleradamente por la desacostumbrada emoción que le daba el encontrarse en una reunión mundana; pero cuando vio la expresión reflejada en las caras de su alrededor, y la comprendió sólo a medias, su alegría empezó a desvanecerse. Todas las mujeres presentes ardían con una pasión que ella no sentía. Esto la asombró y la deprimió. El salón no se le antojó tan hermoso ni las muchachas tan brillantes; la intensidad del entusiasmo por la Causa que aún iluminaba todos los rostros le pareció... ¡sí, le pareció estúpida!

En una repentina ráfaga de conocimiento de sí misma que le hizo abrir la boca de estupor, se dio cuenta de que no compartía en modo alguno el ñero orgullo de aquellas mujeres, su deseo de sacrificarse a sí mismas y todo lo que poseían por la Causa. Antes de que el horror la hiciese decirse: «¡No, no..., no debo pensar esto! Es un error..., un pecado...», comprendió que la Causa no tenía ninguna importancia para ella y que estaba harta de oír hablar de la Causa a aquella gente que tenía en los ojos una expresión fanática. La Causa no le parecía sagrada, y la guerra le parecía una calamidad que mataba inútilmente a los hombres, costaba mucho dinero y hacía difícil obtener las cosas de lujo. También la enojaba la infinita labor de punto, la interminable preparación de vendas e hilas que le estropeaban las uñas. ¡Estaba harta de los hospitales! Harta, aburrida y asqueada del repugnante olor de gangrena y de los gemidos continuos, y asustada de la expresión que, al acercarse, daba la muerte a los rostros macilentos.

Miró alrededor furtivamente mientras estos impíos y pérfidos pensamientos le atravesaban la mente, con el temor de que alguien pudiera verlos escritos claramente en su faz. Pero ¿por qué, por qué no podía sentir como las otras mujeres? ¡Tan sensibles de corazón, tan sinceras en su devoción a la Causa! Ellas pensaban realmente lo que decían y lo que hacían. Y sí alguien pudiese sospechar alguna vez que ella... ¡No, no, nadie debía saberlo! Era necesario que siguiese fingiendo un entusiasmo y un orgullo que no sentía, haciendo su papel de viuda de un oficial confederado que soporta valerosamente su dolor, que tiene el corazón en la tumba de él y que siente que la muerte de su marido no tiene ninguna importancia si ha sido por el triunfo de la Causa. Pero ¿por qué era tan diferente, tan distinta de aquellas mujeres amorosas? Ella no podía amar a nadie ni nada con aquella falta de egoísmo. Era una sensación de soledad...: no se había sentido nunca sola en cuerpo y alma hasta entonces. Intentó sofocar aquellos pensamientos, pero la rigurosa honradez hacia sí misma que había en el fondo de su naturaleza no se lo permitió. Así, mientras la rifa continuaba y mientras junto a Melanie atendía a los clientes, su mente trabajaba activamente buscando una justificación frente a sí misma..., tarea que de ordinario no le resultaba difícil.

Las otras mujeres eran simplemente tontas e histéricas con sus discursos patrióticos, y los hombres eran igualmente fastidiosos cuando hablaban de los Derechos de los Estados. Sólo ella, Scarlett O'Hara Hamilton, tenía un claro buen sentido irlandés. No se alzaría por la Causa, pero tampoco revelaría ante todos sus verdaderos sentimientos. Tenía bastante equilibrio para considerar la situación y para afrontarla. ¡Cómo se quedarían todos si conociesen sus pensamientos! ¡Qué escándalo si de improviso se subiese a la plataforma de la orquesta y declarase que en su opinión la guerra debía terminar inmediatamente a fin de que todos pudiesen marchar a sus casas y ocuparse de su algodón y de que hubiese nuevas fiestas, diversiones y gran cantidad de vestidos de color verde claro!

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