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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (26 page)

Viviendo con consanguíneos de Charles y viendo la casa de donde él provenía, Scarlett pudo ahora comprender mejor al hombre que la hizo esposa, viuda y madre en tan rápida sucesión. Resultaba fácil ver por qué era tan tímido, tan natural, tan idealista. Si Charles había heredado algunas de las cualidades del severo, impávido y ardiente soldado que había sido su padre, éstas fueron destruidas en su infancia por la atmósfera femenil en que había sido educado. Había estado ligadísimo a la infantil Pittypat y encariñado con Melanie más de lo que lo están generalmente los hermanos; no era posible encontrar dos mujeres más dulces ni menos mundanas.

Tía Pittypat
[9]
fue bautizada como Sarah Jane Hamilton, sesenta años antes; pero, desde la época lejana en que su afectuosísimo padre le había puesto aquel apodo a causa de sus pies inquietos que trotaban continuamente, ninguno la había vuelto a llamar de otro modo. En los años que siguieron a este segundo bautizo, se verificaron en ella algunos cambios que hicieron este sobrenombre algo incongruente. De la niña vivaz y juguetona no habían quedado más que los piececitos, desproporcionados a su peso, y una tendencia a charlar sin límites. Era gruesa, colorada, de cabellos grises, y siempre estaba un poco jadeante a causa de su corsé demasiado apretado. Era incapaz de recorrer más de cincuenta pasos porque le dolían los pies, que calzaba con zapatos demasiado estrechos. Su corazón aceleraba los latidos a la más pequeña emoción y ella lo fomentaba sin avergonzarse, pronta a desmayarse en cualquier ocasión. Todos sabían que sus desmayos eran casi siempre fingidos; pero aun los que tenían confianza con ella se guardaban bien de decirlo. Todos la querían, la trataban como a una niña y rehusaban tomarla en serio, menos su hermano Henry.

Le gustaba chismorrear más que nada en el mundo, más incluso que los placeres de la mesa, y discurría durante horas enteras sobre los asuntos de los demás, de manera infantil e inofensiva. No tenía memoria para retener los nombres de las personas, de lugares y fechas, y a menudo confundía los personajes de un drama ocurrido en Atlanta con los de un drama sucedido en otra parte, cosa que no desorientaba a nadie porque no tomaban en serio lo que decía. Nadie le contaba nunca nada que pudiera ser escandaloso, por consideración a su estado de señorita, aunque tenía sesenta años; sus amigos conspiraban para que siguiera siendo una vieja niña protegida y mimada.

Melanie era parecida a su tía en muchas cosas. Tenía su timidez, sus súbitos sonrojos, su pudor, pero tenía sentido común. «Hasta cierto punto, lo admito», decíase entre sí Scarlett en contra de su voluntad. Como tía Pittypat, Melanie tenía la cara de una niña resguardada que no conocía más que bondad y simplicidad, verdad y amor; una niña que desconocía lo que era el mal y que viéndolo no lo habría reconocido. Habiendo sido siempre feliz, deseaba que todos los que la rodeasen lo fuesen también, o al menos que estuviesen satisfechos. Por esto, veía siempre de cada uno su lado bueno y lo comentaba con bondad. No había sirviente estúpida en la que ella no descubriese alguna cualidad de lealtad o afectuosidad, ningunta tan fea o desagradable en quien no encontrase gracia de formas o nobleza de carácter; no había hombre insignificante o fastidioso en el que ella no viese la luz de sus posibilidades en lugar de la realidad.

A causa de estas dotes, que provenían espontáneamente de un corazón generoso, todos se hacinaban en torno a ella. ¿Quién puede resistir la fascinación de una persona que descubre en las otras admirables cualidades jamás soñadas por ellas mismas? Contaba con más amigas que cualquier otra en la ciudad y también con muchos amigos, aunque tuviese pocos cortejadores, estando privada de aquella voluntad y egoísmo necesarios para cautivar los corazones masculinos.

Melanie hacía simplemente lo que habían enseñado a todas las chicas del Sur: tratar de que quien estuviera a su lado se sintiese cómodo y contento de sí. Era esta simpática conjuración femenina la que hacía tan agradable la sociedad del Sur. Las mujeres sabían que un país donde los hombres están contentos, donde no se los contradice y no se los hiere en su vanidad, es probablemente el mejor país para una mujer. Así, de la cuna a la sepultura, las mujeres se las ingeniaban para que los hombres estuviesen satisfechos de sí mismos, y éstos las recompensaban pródigamente con galantería y adoración. En realidad, los hombres daban con gusto cualquier cosa a las mujeres, excepto el reconocimiento de su inteligencia. Scarlett ejercía la misma fascinación de Melanie, pero con arte estudiado y con habilidad consumada. La diferencia entre las dos jóvenes consistía en el hecho de que Melanie decía palabras dulces y lisonjeras por el deseo de ver contentas a las personas, aunque fuese temporalmente, mientras que Scarlett lo hacía persiguiendo su propio fin.

Las dos personas que Charles más había querido no habían ejercido sobre él ninguna influencia fortalecedora, ni le habían enseñado cuáles eran las asperezas de la realidad; el lugar en que pasó la adolescencia había sido para él tan dulce y cómodo como el nido de un pajarillo. Era una casa tranquila, serena y muy anticuada comparada con Tara. Para Scarlett faltaba en ella el masculino olor a tabaco, a aguardiente y a aceite capilar; faltaban las voces roncas, los fusiles, los bigotes, las monturas, la bridas y los perros de caza. Experimentaba la nostalgia de las voces disputadoras que se oían en Tara apenas Ellen volvía las espaldas: Mamita que disputaba con Pork; Rosa y Teena que regañaban; sus propias contiendas con Suellen y los gritos amenazadores de Gerald. No era de extrañar que Charles hubiese sido tan afeminado viniendo de una casa como aquélla. Aquí no había nunca nada emocionante; cada uno se rendía cortésmente a las opiniones de los otros, y, en fin, el rizado autócrata negro de la cocina se salía con la suya. Scarlett, que pensó liberarse de las riendas una vez separada de la vigilancia de Mamita, descubrió con disgusto que las ideas de tío Peter sobre el modo de comportarse de una señora, especialmente de la viuda del señor Charles, eran aún más severas que las de Mamita.

En este ambiente, Scarlett volvió poco a poco a ser ella misma; y casi antes de darse cuenta su espíritu recobró la normalidad. Tenía sólo diecisiete años, estaba llena de salud y de energía y los parientes de Charles se esforzaban en hacerla feliz. Si no lo conseguían, la culpa no era de ellos, porque ninguno podía apartar del corazón de Scarlett el dolor que lo laceraba cada vez que se mencionaba el nombre de Ashley. ¡Y Melanie lo nombraba tan frecuentemente! Pero Melanie y Pittypat eran incansables buscando el modo de endulzar la pena que creían que la atormentaba. Ocultaban su propio dolor en el fondo de su alma para tratar de distraerla. Se preocupaban de sus comidas y cuidaban de que echase su siesta y de su paseo en coche. No sólo admiraban infinitamente su vivacidad, su personilla, sus manitas y piececitos y su piel de magnolia, sino que se lo decían a cada momento, acariciándola, abrazándola y besándola para confirmar sus palabras afectuosas. A Scarlett le traían sin cuidado las caricias, pero las alabanzas le hacían su efecto. Ninguno en Tara le había dicho cosas tan agradables. Mamita siempre había tratado de rebajar su presunción. El pequeño Wade ya no constituía una molestia, porque toda la familia, blancos y negros, lo idolatraban y había una incesante rivalidad entre los que aspiraban a tenerlo en brazos. Melanie, especialmente, era muy tierna con él. Aun en los momentos en que lloraba más desesperadamente, ella lo encontraba adorable y decía:

—¡Qué tesoro! ¡Quisiera que fuese mío!

A veces, a Scarlett le costaba trabajo disimular sus propios sentimientos. Encontraba que tía Pittypat era la más estúpida de las viejas y sus despistes y desmayos la irritaban en grado sumo. Sentía por Melanie una antipatía que crecía con el pasar de los días; a veces tenía que salir bruscamente de la habitación cuando Melanie, radiante de orgullo amoroso, hablaba de Ashley o leía en voz alta sus cartas. En general, la vida transcurría felizmente en lo posible, dadas las circunstancias. Atlanta era más interesante que Savannah, Charleston o Tara y ofrecía tal cantidad de insólitas ocupaciones en tiempo de guerra, que Scarlett tenía poco tiempo para pensar o aburrirse. Sólo alguna vez, cuando apagaba la luz y hundía la cabeza en la almohada, suspiraba y pensaba: «¡Si Ashley no se hubiese casado! ¡Si yo no tuviese que ir al hospital a curar los heridos! ¡Oh, si al menos tuviera algunos cortejadores!»

Inmediatamente sintió horror a ser enfermera, pero no podía esquivar aquel deber, porque formaba parte de dos comités, el de la señora Meade y el de la señora Merriwether. Esto significaba cuatro mañanas a la semana en un hospital opresor y maloliente, con los cabellos envueltos en un paño y una pesada bata que la cubría del cuello a los pies. Todas las señoras de Atlanta, viejas y jóvenes, hacían de enfermeras con un entusiasmo que a Scarlett le parecía casi fanático. Creían que ella estaba embebida del mismo fervor patriótico y se habrían escandalizado si hubiesen sabido cuan poco le interesaba la guerra. Exceptuada la continua preocupación de que Ashley pudiese morir, la guerra no le interesaba en absoluto, y si asistía a los enfermos era únicamente porque no sabía cómo deshacerse de aquella obligación.

Ciertamente, el hacer de enfermera no tenía nada de romántico. Para ella significaba gemidos, delirios, muerte y malos olores. Los hospitales estaban llenos de hombres sucios, piojosos, con la barba descuidada, que olían terriblemente y tenían en el cuerpo heridas tan horrorosas que daban náuseas. Los hospitales olían a gangrena; era un olor que llegaba a las narices mucho antes de que se abriese la puerta y que permanecía mucho tiempo en las manos y en los cabellos y la obsesionaba en sus sueños. Moscas y mosquitos revoloteaban zumbando en enjambres por las salas, atormentando a los heridos, que maldecían y sollozaban débilmente; Scarlett, rascándose las propias picaduras de los mosquitos, agitaba abanicos de hojas de palma hasta que le dolía la espalda; entonces deseaba que todos los hombres muriesen.

A Melanie, por el contrario, parecían no molestarla los olores, las heridas y las desnudeces, cosa que Scarlett encontraba extraña en ella, que parecía la más tímida y púdica de las mujeres. A veces, mientras aguantaba cubetas e instrumentos para el doctor Meade, que cortaba carnes gangrenadas, Melanie estaba palidísima. Una vez, después de una de estas operaciones, Scarlett la encontró vomitando en el guardarropa. Siempre se hallaba donde el herido pudiese verla, era gentil, alegre y llena de simpatía; los hombres la llamaban «ángel misericordioso». También a Scarlett le habría agradado ser llamada así, pero eso llevaba consigo el tocar a los hombres llenos de piojos, introducir los dedos en la garganta de los enfermos inconscientes para ver si se estaban ahogando con un trozo de tabaco de mascar, vendar extremidades y cortar pedacitos de carne que se iba corrompiendo. No, no le gustaba ser enfermera.

Quizá le hubiera sido más soportable si hubiese podido emplear su fascinación con los convalecientes, porque muchos de ellos eran simpáticos y de buenas familias; pero como viuda no podía hacerlo. Las señoritas de la ciudad, a las que no se les permitía entrar en el hospital por temor a que viesen cosas no adecuadas a sus ojos virginales, se ocupaban de ellos. Las no impedidas por el matrimonio o la viudez hacían verdaderos estragos entre los convalecientes; y aun las menos atrayentes, observó Scarlett, no tardaban en quedar prometidas. Con excepción de los enfermos y heridos graves, el mundo de Scarlett era exclusivamente femenino, y esto la atormentaba porque nunca había tenido fe ni simpatía en el propio sexo y, lo que era peor, la fastidiaba profundamente. Tres días a la semana debía asistir a los comités de trabajo de las amigas de Melanie para la preparación de vendas. Las muchachas, todas las que habían conocido a Charles, eran buenas para con ella en estas reuniones, especialmente Fanny Elsing y Maybelle Merriwether, hijas de las matronas notables de la ciudad. Pero la trataban con deferencia, como si fuera vieja y su vida hubiera terminado. Sus charlas sobre bailes y pasatiempos le hacían envidiar esas diversiones y se sentía irritada de que su viudez la excluyera de ellas. ¡Y era tres veces más atractiva que Fanny y que Maybelle! ¡Oh, qué injusta era la vida! ¡Qué extraño era que todos creyeran que su corazón estaba en la tumba de Charles! ¡Por el contrario, estaba en Virginia, con Ashley!

A pesar de estas aflicciones, Atlanta le agradaba. Su permanencia se prolongaba y las semanas iban pasando.

9

Scarlett, sentada junto a la ventana de su dormitorio en aquella mañana de verano, miraba desoladamente los coches y carrozas llenos de muchachas, de soldados y acompañantes que bullían alegremente a lo largo de la calle Peachtree a fin de coger ramas para decorar el local de la rifa que debía efectuarse aquella noche a beneficio de los hospitales.

La carretera roja tenía zonas de sol y de sombra bajo las ramas de los árboles, y el trotar de los caballos levantaba nubecitas de polvo bermejo. El coche que iba en cabeza llevaba cuatro robustos negros provistos de hachas para cortar los árboles de verdor perenne y romper las lianas que se retorcían sobre ellos. En la parte posterior de este coche había acumuladas cestas cubiertas de servilletas, canastas con víveres y una docena de melones. Dos de los negros llevaban una armónica y un banjo y tocaban una burlesca versión de
Si os queréis divertir, venid a la caballería.
Detrás de ellos venía la alegre cabalgata: muchachas con traje de algodón floreado, ligero chai, cofia y mitones para proteger la blancura de la piel; otras con pequeños quitasoles que se alzaban por encima de sus cabezas; señoras ancianas, plácidas y sonrientes entre las risas, las interpelaciones y las bromas de un coche a otro; convalecientes entre robustas acompañantes y gráciles muchachas que los cuidaban con grandes aspavientos; oficiales a caballo que iban a paso tranquilo a los lados de los coches; crujidos de ruedas, tintineo de espuelas, centelleo de alamares, agitar de quitasoles y de abanicos, cantos de negros. Todos recorrían la calle Peachtree para hundirse en el bosque y hacer una merienda y una comilona de melones. «Todos —pensó Scarlett— menos yo.»

Al pasar, la llamaban y le hacían señales de saludo, a las que ella trataba de responder de buen talante, cosa que le era difícil. En el corazón le había empezado un pequeño dolor sordo que subía poco a poco a la garganta, donde se le hacía un nudo, y el nudo se descomponía en lágrimas. Todos iban a la merienda menos ella. Todos irían aquella noche a la rifa y al baile menos ella. Es decir, menos ella, Pittypat, Melanie y las desgraciadas que estaban de luto. Pero parecía que a Melanie y a Pittypat la cosa no les importaba nada. No habían pensado siquiera en ir. Scarlett, por el contrario, lo había pensado, y deseaba ir; lo deseaba vehementemente.

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