Lo que el viento se llevó (100 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Él iba a visitarla todas las noches porque la atmósfera de la casa era agradable y suave. La sonrisa de Mamita al abrirle la puerta de entrada era la sonrisa reservada para las personas de calidad. La tía Pitty le servía café reforzado con coñac o aguardiente y revoloteaba, solícita, en derredor suyo mientras Scarlett estaba pendiente de todas sus frases. A veces, por las tardes, se llevaba a Scarlett en el cochecillo cuando tenía que salir por asuntos de negocios. Estos paseos eran siempre alegres, porque Scarlett le hacía preguntas tan ingenuas «como suelen hacer las mujeres», se decía él complacido. Por tal motivo, no podía por menos de reírse de su ignorancia en las cosas de negocios, y ella se reía también, diciendo:

—Bueno, claro, no puedes esperar que una mujercita tonta como yo entienda vuestras cosas de hombres.

Le hacía sentirse, por primera vez en su vida de solterón meticuloso, un hombre fuerte y notable, modelado por Dios en un molde más noble que los demás hombres, creado especialmente para proteger a las pobrecillas mujeres ingenuas e indefensas.

Cuando, al fin, se hallaron ambos frente al funcionario matrimonial, la manita confiada de Scarlett en la de Frank, y sus inclinadas pestañas destacándose como espesas y negras medias lunas sobre sus rosadas mejillas, no sabía aún cómo había acontecido todo. Sólo le contaba que había hecho algo romántico y emocionante por primera vez en su vida. Él, Frank Kennedy, había hecho perder el equilibrio a tan encantadora criatura haciéndola caer en sus varoniles brazos. Era una sensación embriagadora.

Ningún pariente ni amigo asistió al acto. Los testigos fueron personas extrañas. Scarlett había insistido en ello, y él había cedido, aunque con sentimiento, porque le hubiera agradado tener a su lado a su hermana y a su cuñado, que residían en Jonesboro. Y una recepción con brindis a la salud de la novia en la sala de la señorita Pitty, entre amigos gozosos, hubiera sido una gran satisfacción para él. Pero Scarlett no quiso que estuviese presente ni siquiera la señorita Pitty.

—¡Nadie más que nosotros dos, Frank! —le rogó, oprimiéndole el brazo—. Como si nos hubiésemos fugado. ¡Siempre deseé que me raptasen para casarme! ¡Hazlo, querido mío, hazlo por mí!

Fueron este título cariñoso, todavía tan nuevo para sus oídos, y las relucientes lágrimas que bordeaban los ojos verdes de la joven cuando lo miraban suplicantes, los que le hicieron capitular. Después de todo, un novio tiene que hacer concesiones a su novia, especialmente en lo que se refiere a la boda, ya que las mujeres dan tanta importancia a las cosas sentimentales.

Y, casi sin enterarse, se encontró casado.

Frank le dio los trescientos dólares, aturdido por su cariñosa persistencia, de mala gana al principio, porque ello suponía el derrumbamiento de sus esperanzas de comprar el aserradero. Pero no podía consentir en el desahucio de la familia de su esposa, y su pena pronto amenguó a la vista de su radiante alegría, y se eclipsó totalmente ante el adorable agradecimiento con que ella premiaba su generosidad. Frank jamás había experimentado esa sensación de ser un bienhechor amado, y estimó que, después de todo, ese dinero estaba bien gastado.

Scarlett envió inmediatamente a Mamita a Tara, con el triple propósito de entregar el dinero a Will, anunciar su boda y traer a Wade a Atlanta. A los dos días, tenía una breve nota de Will, que llevaba consigo y que leía y releía con creciente júbilo. Will le anunciaba que se había pagado la contribución y que Jonnas Wilkerson se había mostrado furioso al saberlo, pero que no había proferido ninguna amenaza más, hasta el presente. Will terminaba deseando que fuese muy feliz, una lacónica felicitación de fórmula, exenta de todo comentario. Sabía que Will comprendería lo que ella había hecho y por qué y que se abstenía de alabarlo o censurarlo. «Pero ¿qué pensará Ashley? —se preguntaba Scarlett febrilmente—. ¿Qué pensará de mí ahora, después de todo lo que le dije tan poco tiempo atrás en el huerto de Tara?»

También recibió una carta de Suellen, con pésima ortografía, violenta, insultante, manchada de lágrimas, tan llena de veneno y de veraces juicios sobre su modo de ser, que jamás podría olvidarla ni perdonar a la que la escribió. Pero ni siquiera las palabras de Suellen podían nublar su júbilo al ver que Tara quedaba a salvo, por lo menos del peligro inmediato.

Era difícil hacerse cargo de que Atlanta y no Tara iba a ser ahora ¡su residencia permanente. En su desesperación por conseguir el dinero para los impuestos, ningún otro pensamiento más que Tara y el destino que la amenazaba pudo tener cabida en su mente. Aun en el momento de su boda, no había dedicado un solo pensamiento al hecho de que el precio que pagaba por la seguridad de su hogar era su permanente destierro de él. Ahora que la cosa no tenía remedio, lo comprendió así, con una oleada de nostalgia difícil de disipar. Pero estaba hecho. Y estaba reconocida a Frank por haber salvado a Tara; le tenía afecto y estaba resuelta a que jamás se arrepintiese de haberse casado con ella.

Las damas de Atlanta conocían los asuntos de sus vecinos casi tan perfectamente como· los propios, y se interesaban más en ellos. Todas sabían que, durante años, Frank había tenido una «inteligencia» con Suellen O'Hara. De hecho, él mismo había dicho avergonzadamente que esperaba casarse en la primavera. Por lo tanto, el tumulto de chismorreos, suposiciones y profundas sospechas que siguió al anuncio de su secreta boda con Scarlett no era sorprendente. La señora Merriwether, que jamás permitía que su curiosidad quedase insaciada por mucho tiempo si podía evitarlo, le preguntó a quemarropa que cómo era que se había casado con una hermana cuando era el prometido de la otra. Y hubo de comunicar a la señora Elsing que recibió por toda respuesta una mirada aturdida. Ni siquiera la señora Merriwether, por osada y entremetida que fuese, se atrevió a sondear a Scarlett sobre el particular. Scarlett apareció modesta y quieta en aquellos días, pero se leía en sus ojos una satisfecha complacencia que enojaba a sus amigas, aunque ninguna se atrevió a perturbar esa ficticia suavidad.

No se le ocultaba a ella que todo se comentaba en Atlanta, pero no le importaba. Después de todo, no había nada inmoral en casarse con un hombre. Tara estaba a salvo. Que hablase la gente. Ella tenía otras cosas de que ocuparse. Lo más importante era hacer que Frank comprendiese, pero haciéndolo con mucho tacto, que la tienda debía procurarle mayores beneficios. Después del gran susto que Jonnas Wilkerson le había dado, jamás estaría tranquila hasta que no tuviese algún dinero ahorrado. Y, aun si no surgía ningún nuevo apuro, era preciso que Frank ganase más dinero, si ella tenía que pagar los impuestos del año siguiente. Además, lo que Frank había dicho acerca del molino de aserrar se le había quedado en la mente. Frank podía ganar mucho dinero con un taller de aserrar. Cualquiera podía ganarlo, cuando la madera alcanzaba precios tan fantásticos. Se lamentaba silenciosamente de que los fondos de Frank no fuesen suficientes para pagar la contribución en Tara y comprar además el aserradero. Y había decidido que Frank tenía que hacer más dinero con la tienda, de un modo o de otro, y hacerlo pronto, a fin de poder adquirir el taller antes de que otro se apresurase a comprarlo. Ella podía ver muy bien que era una ganga. Si ella fuera hombre, el aserradero sería suyo. Aunque tuviese que hipotecar la tienda para conseguir el dinero. Pero, cuando se lo indicó delicadamente a Frank, al día siguiente de su boda, él se sonrió y le dijo que su preciosa cabecita no estaba hecha para preocuparse de las cosas de negocios. Le sorprendió incluso que ella supiese lo que era una hipoteca, y, al principio, pareció divertirle. Pero esta diversión pasó pronto y se tornó en desagrado, ya en los primeros días de su matrimonio. En una ocasión, incautamente, le dijo que había «gente» (tuvo cuidado de no revelar nombres) que le debía dinero, pero que no podía pagar por el momento, y, naturalmente, no quería hacer mucha presión sobre amigos antiguos y «gente distinguida». Frank lamentó después habérselo dicho, porque desde entonces ella le había hecho preguntas sobre el particular una y otra vez. Lo hacía con aire infantil y encantador, por sentir la curiosidad, decía, de saber quién le debía y cuánto. Frank se mostraba muy evasivo en el asunto. Tosía nerviosamente y agitaba las manos y repetía tas acostumbradas frases sobre «su linda cabecita».

Había comenzado a penetrar en él la idea de que esa misma linda cabecita era excelente para los números. En verdad, mucho mejor que la de él, y el fenómeno era inquietante. Se quedó atónito al ver que podía sumar rápidamente y de memoria una larga columna de cifras, cuando él necesitaba papel y lápiz para más de tres cantidades. Y las fracciones no presentaban para ella la menor dificultad. Le parecía a él que había algo incongruente en que una mujer estuviese al corriente de las fracciones y de las cosas de negocios, y es más: creía que, si alguna mujer tenía la desgracia de poseer conocimientos tan inexplicables en una dama, debía fingir no tenerlos. Ahora, le desagradaba hablar de negocios con ella tanto como le había gustado hacerlo antes de casarse. Veía que ella lo entendía todo demasiado bien, y experimentó la usual indignación masculina contra la doblez de las mujeres. Añadíase a ello el usual desencanto masculino al descubrir que una mujer tiene cerebro.

Lo pronto o tarde que en su vida matrimonial se enterara Frank del engaño que Scarlett había utilizado para casarse con él, nadie lo pudo saber. Acaso la verdad surgió ante sus ojos cuando vio a Tony Fontaine, evidentemente libre de todo lazo sentimental y que fue a Atlanta por cuestiones de negocios. Acaso le fue dicha más directamente en las cartas de su hermana desde Jonesboro. Su hermana no podía explicarse tal boda. Ciertamente no lo supo por la propia Suellen. Jamás le escribió y, naturalmente, él no podía escribir explicándolo. ¿De qué servían las explicaciones, de todos modos, ahora que ya estaba casado? Le angustiaba en su fuero interno la idea de que Susele no conociese la verdad porque siempre habría ella de creer que él la había traicionado rufianamente. Era probable que así lo pensasen todos y que le criticasen... Ello lo colocaba en embarazosa posición. Y no cabía justificarse, porque no podía ir a contar que había perdido la cabeza por una mujer, y un caballero no podía publicar el hecho de que su esposa le había cazado con un embuste.

Scarlett era su esposa, y una esposa tiene derecho a la lealtad de su marido. Además, no podía llegar a creer que ella se había casado sin sentir el menor afecto hacia él. Su vanidad masculina no permitía que tal idea se albergase por mucho tiempo en su imaginación. Era más lisonjero suponer que ella se había enamorado de él tan violentamente, que hasta había recurrido a una falacia para conseguirlo. Pero todo era muy enigmático. Comprendía que él no era muy buen partido para una mujer a quien doblaba la edad, bonita e inteligente además; pero Frank era un caballero y se reservó las dudas para su fuero interno. Scarlett era su esposa y él no podía insultarla haciéndole embarazosas preguntas que, después de todo, no podían remediar las cosas.

Y no es que Frank desease de modo especial remediarlas, porque le parecía que su matrimonio había de ser feliz. Scarlett era la más encantadora e interesante de las mujeres y la consideraba perfecta por todos estilos, excepto en el detalle de ser obstinada. Frank supo desde los primeros tiempos de su vida conyugal que, mientras se hacía lo que Scarlett quería, esa vida podía ser sumamente agradable, pero cuando se la contrariaba... Complaciéndola en todo, era tan alegre como un chiquillo, se reía con gran facilidad, gastaba bromitas inocentes, se sentaba en sus rodillas y le tiraba de las barbas hasta hacerle confesar que se sentía veinte años más joven. Sabía mostrarse inesperadamente cariñosa y atenta, calentándole las zapatillas ante la chimenea cuando llegaba a casa por las noches, preocupándose de si se había mojado los pies y de sus interminables catarros de cabeza y recordando siempre que a él le gustaba la molleja del pollo y que echaba tres cucharadillas de azúcar al café. Sí, la vida con Scarlett era plácida y confortable... mientras todo se hacía a gusto de ella.

A las dos semanas de casados, Frank atrapó la gripe, y el doctor Meade le mandó guardar cama. El primer año de la guerra, Frank había pasado dos meses en el hospital con pulmonía, y desde entonces temía mucho recaer, razón por la cual se alegró de poder quedarse a sudar bajo tres mantas y beber los brebajes calientes que Mamita y la tía Pittypat le llevaban de hora en hora.

La enfermedad se prolongó y, conforme pasaban los días, Frank se preocupaba más y más por su tienda. Ésta había quedado a cargo del dependiente del mostrador, que venía a la casa todas las noches a informar acerca de las transacciones hechas en el día, pero Frank no se hallaba satisfecho. Se inquietaba tanto, que Scarlett, que había estado aguardando una oportunidad de tal índole, posó su fresca manita sobre la frente del enfermo y dijo:

—Ahora, amor mío, me enfadaré si te pones así. Yo iré a la ciudad y veré cómo van las cosas.

Y allí fue, sonriendo mientras acallaba sus débiles protestas. Durante las tres semanas siguientes a su boda, tenía verdadera ansia de ver cómo estaban sus libros de cuentas y averiguar el estado de sus finanzas. ¡Qué suerte que él estuviese enfermo en cama!

La tienda estaba emplazada cerca de Cinco Puntos, y su tejado nuevo se destacaba, reluciente, entre los ahumados ladrillos de las demás casas viejas. Un tejadillo de madera cubría la acera hasta el borde del arroyo, y en las largas barras de hierro que conectaban los soportes se ataban los caballos y muías que inclinaban la cabeza bajo la lluvia fría y persistente, con los lomos protegidos por mantas y cobertores. El interior de la tienda era casi como el establecimiento de Bullard en Jonesboro, salvo en que aquí no había ociosos ante la roja y candente estufa afilando ramitas con la navaja y escupiendo chorros de jugo de tabaco sobre las escupideras colmadas de arena. La tienda, aunque mayor que la de Bullard, era mucho más oscura. El tejadillo de madera impedía el paso a la luz del día invernal, y el interior de la tienda aparecía sombrío y pobretón, ya que sólo unos tenues haces de luz penetraban en ella a través de las altas ventanillas de las paredes laterales. El piso estaba cubierto de húmedo serrín y en todas partes se veía polvo y suciedad. Existía cierta apariencia de orden en la parte delantera de la tienda, en donde altos estantes se elevaban hasta las sombras, rebosantes de rollos de paño, de loza, de enseres de cocina y de artículos diversos. Pero en la parte de atrás, al otro lado de los departamentos de madera, reinaba el caos.

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