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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (101 page)

Aquí no había pavimento en regla, y la confusa colección de géneros estaba amontonada de cualquier modo sobre la endurecida tierra. En la semioscuridad, Scarlett percibió cajas y balas de mercancías, arados, guarniciones y sillas de montar y ataúdes baratos, de pino. Muebles de segunda mano, que iban desde la madera ordinaria hasta la de palorosa, surgían entre las tinieblas, y la lujosa pero gastada tapicería de brocado o de seda contrastaba incongruentemente con el miserable ambiente. Tazones, jarras y bacinillas de loza se alineaban por el suelo en compactas hileras, y junto a las cuatro paredes había profundos nichos, tan oscuros que tuvo que sostener la lámpara encima de ellos para descubrir que contenían semillas, clavos, tornillos e instrumentos de carpintería.

«Yo hubiera imaginado que un hombre tan minucioso y detallista como Frank lo tendría todo más ordenado —pensó mientras se limpiaba con un pañuelo el polvo de las manos—. Esto es una porquería. ¡Vaya un modo de tener una tienda! Si quitase el polvo a los géneros y los pusiese a la vista de los parroquianos, vendería todo con mucha mayor rapidez.»

Y, si sus géneros se hallaban en tan deplorable estado, ¡cómo andaría su contabilidad!

«Voy a ver su libro de cuentas», pensó. Y cogiendo la lámpara, volvió a la parte delantera de la tienda. Willie, el muchacho del mostrador, se mostró algo reacio en entregarle el sucio «libro mayor». Era evidente que compartía la opinión de Frank de que las mujeres estaban de más en las cosas comerciales. Pero Scarlett le cerró el pico con cuatro palabras tajantes y le mandó que se fuese a comer. Se sintió más a sus anchas después de que él se fue, porque su desaprobación la molestaba. Se sentó en una silla con asiento de rejilla, junto a la enrojecida estufa, encogió una pierna bajo la otra y colocó el libro sobre su regazo. Era la hora de comer y las calles estaban desiertas. No entró ningún comprador; estaba sola en la tienda.

Fue volviendo las páginas lentamente, ojeando curiosamente nombres y cifras escritos por la cuidadosa y caligrafiada mano de Frank. ¡Era lo que ella esperaba! Frunció el ceño al ver esta nueva prueba de la falta de sentido comercial de Frank. Por lo menos quinientos dólares en débitos, algunos con varios meses de antigüedad, aparecían apuntados bajo los nombres de personas que Scarlett conocía muy bien. Los Merriwether y los Elsing entre otros muy familiares para ella. Juzgando por los depreciatorios comentarios de Frank acerca del dinero que «la gente» le debía, se había imaginado que las sumas eran muy pequeñas. ¡Pero aquello!

«Si no pueden pagar, ¿por qué siguen comprando? —pensó irritada^—, Y, si él sabe que no pueden pagar, ¿por qué sigue vendiéndoles cosas? Muchos de ellos podrían pagar si él los forzase un poco. Los Elsing ciertamente podrían pagar, ya que les es dable regalar a Fanny un vestido nuevo de raso y celebrar una boda tan costosa. Frank es demasiado blando, y la gente se aprovecha. Si cobrase siquiera la mitad de ese dinero, podría comprar el taller de aserrar, a pesar de haberme dado el dinero para los impuestos.»

Entonces pensó: «No puedo imaginarme a Frank, dirigiendo un taller de aserrar. ¡Santo Dios! Si lleva la tienda como un establecimiento de beneficencia, ¿cómo puede esperar ganar dinero con un taller así? El sheriff se lo iba a quitar antes de un mes. ¡Pero yo podría llevar la tienda mejor que él! Y también sabría dirigir un aserradero mejor que él, aunque ahora no tenga idea del negocio de maderas».

Era una idea más que atrevida la de que una mujer pudiese dirigir un negocio igual o aun mejor que un hombre; era una idea revolucionaria, pensó Scarlett, que se había criado en la tradición de que los hombres eran omniscientes y las mujeres no pecaban de inteligentes. Por supuesto, había descubierto que aquello no era realmente cierto, pero la agradable ficción todavía ocupaba un lugar en su mente. Hasta entonces, jamás había fijado en palabras una idea tan original. Se quedó sentada y quieta, con el libro en las manos, con la boca entreabierta por la sorpresa, recordando que durante los meses de estrechez en Tara ella había estado haciendo una labor de hombre y la había hecho bien. Le habían enseñado a creer que una mujer sola era incapaz de hacer nada, pero ella se las había arreglado para dirigir la plantación sin un hombre que la ayudase hasta que llegó Will. «¿Cómo? —exclamaba mentalmente—. ¡Las mujeres pueden hacer cualquier cosa, todo, sin el auxilio masculino... excepto parir hijos, y Dios sabe que ninguna mujer con los sentidos cabales tendría hijos si pudiese evitarlo!»

Con la idea de que ella era tan capaz como cualquier hombre, surgió de Scarlett una oleada de orgullo y un violento deseo de probarlo, de ganar dinero por sí sola, como lo ganan los hombres. Dinero que sería suyo propio, del que no tendría que pedir ni que dar después cuentas a ningún hombre.

«¡Qué lástima que no tenga yo dinero bastante para comprar el aserradero! —dijo en voz alta, suspirando—. Estoy segura de que lo haría funcionar magníficamente. Y no dejaría que saliese de él a crédito ni una astilla.»

Suspiró otra vez. No podía sacar dinero de ninguna parte, y por lo tanto la idea era irrealizable. Frank era el que tenía que cobrar el dinero que le debían y adquirir ese taller. Era un medio seguro de hacer dinero, y cuando fuese dueño del negocio ya descubriría ella alguna manera de hacerle ser más comerciante en sus transacciones de lo que había sido con la tienda.

Arrancó una de las últimas páginas del libro de cuentas y comenzó a copiar la lista de deudores que no habían hecho pago alguno en los meses recientes. Tendría que hablar de ello a Frank en cuanto llegase a casa. Debía hacerle comprender que aquellas gentes tenían que liquidar sus deudas, aunque fuesen viejos amigos, aunque fuese embarazoso reclamarles el dinero. Claro que ello disgustaría a Frank, quien era tímido y deseaba conservar la buena opinión que de él tenían sus amigos. Su delicadeza era tal, que antes perdería ese dinero que obrar como un verdadero comerciante para lograr el cobro.

Y probablemente diría que nadie tenía ahora dinero para pagarle. Bueno, acaso fuese así. La pobreza no era cosa nueva para ella. Pero casi todo el mundo había podido salvar plata o alhajas, o apegarse a una finquita. Frank podía aceptar algo de eso en vez de dinero contante. Podía imaginarse ya cómo Frank habría de gemir cuando ella le expusiese la idea. ¡Llevarse las alhajas o las propiedades de sus amigos! «Bueno —se dijo con una sacudida de hombros—, que gima todo lo que quiera. Yo le voy a decir que, si él se conforma con ser pobre toda su vida por causa de los amigos, yo no. Frank jamás llegará a ser nada como no muestre más energías. ¡Y tiene que llegar a ser algo! Tiene que ganar dinero, aunque para ello me vea obligada yo a ponerme sus pantalones.»

Estaba escribiendo aceleradamente, con la expresión tensa por el esfuerzo y la lengua apretada contra los dientes, cuando se abrió la puerta de la calle y una ráfaga de frío viento barrió la tienda entera. Un hombre alto entró en el tenebroso compartimiento con pasos ligeros y silenciosos como los de un indio. Y, al levantar los ojos, Scarlett vio a Rhett Butler.

Estaba resplandeciente en su nueva indumentaria, con un abrigo que ostentaba una airosa pelerina echada hacia atrás sobre sus fuertes hombros. Se quitó su alto sombrero de copa en una gran reverencia cuando sus miradas se cruzaron y se llevó la mano a la pechera de una impecable camisa a pliegues. Sus blancos dientes relucían al destacarse de su morena tez y sus osados ojos parecieron escudriñarla totalmente.

—¡Querida señora Kennedy! —dijo avanzando hacia ella. Y soltó una ruidosa carcajada.

Al principio, ella quedó tan asustada como si un fantasma hubiese invadido la tienda, pero en seguida, apresurándose a sacar el pie, que tenía encogido debajo de una pierna, se incorporó rígidamente y le dirigió una fría mirada.

—¿Qué viene usted a hacer aquí?

—Fui a visitar a la señorita Pittypat y me enteré de su matrimonio, y me apresuro, por lo tanto, a venir a felicitarla.

El recuerdo de la humillación sufrida con él la hizo ponerse roja de vergüenza.

—¡No sé cómo tiene usted la osadía de ponerse ante mi vista!

—¡Muy al contrario! ¿Tiene usted valor para enfrentarse conmigo?

—¡Oh, es usted el más...!

—¿Y si pactásemos una tregua? —dijo Rhett sonriéndole, en una sonrisa amplia y luminosa que revelaba descaro en él, pero no vergüenza de sus propias acciones ni condenación de las ajenas. Involuntariamente, ella hubo de sonreírse también, pero con sonrisa forzada, violenta.

—¡Qué lástima que no lo ahorcasen!

—Hay otras personas que opinan lo mismo, me temo... Vamos, Scarlett, sosiégúese. Parece como si se hubiese tragado un ariete, y esto no la favorece, la verdad. Ha tenido ya tiempo suficiente para rehacerse de mi..., bueno, de mi pequeña broma.

—¿Una broma? ¡No la olvidaré jamás!

—¡Sí, se le pasará! Quiere usted aparecer muy indignada porque le parece que ésa es la actitud más procedente y respetable. ¿Me puedo sentar?

—No.

Él se dejó caer sobre una silla junto a ella e hizo una mueca.

—Conque, ¿no pudo aguardarme ni siquiera un par de semanas? —dijo con un suspiro burlón—. ¡Qué variable es la mujer!

Al ver que ella no replicaba, continuó:

.: —Dígame, Scarlett, así entre amigos..., entre amigos antiguos y muy íntimos..., ¿no hubiera sido más acertado aguardar hasta que yo saliese de la cárcel? ¿O es que los encantos de la vida matrimonial con Frank son más atractivos que los de unas relaciones ilícitas conmigo?

Como siempre que sus sarcasmos despertaban la ira en ella, la ira luchaba con la risa causada por su mismo descaro.

—No sea usted absurdo.

—¿Y no le importaría satisfacer mi curiosidad acerca de un punto que me viene intrigando desde hace algún tiempo? ¿No ha sentido usted jamás la menor repugnancia femenina, ningún escrúpulo de delicadeza antes de casarse, no ya con un hombre, sino con dos, por quienes no sentía usted amor, ni siquiera afecto? ¿O es que yo estaba mal informado acerca de la delicadeza de nuestras mujeres del Sur?

—¡Rhett!

—Ya me ha constestado. Siempre he creído que las mujeres poseían un temple y una resistencia desconocidos para los hombres a pesar de la bonita ficción que me enseñaron en la niñez de que las mujeres son seres frágiles, tiernos y sensitivos. Pero, claro, según el código europeo de etiqueta, es de mal gusto que marido y mujer se amen. De muy mal gusto en verdad. Siempre me ha parecido que los europeos tenían razón en este particular. Casarse por conveniencia y amar por placer. Un sistema muy acertado, ¿verdad? Está usted más cerca del viejo mundo de lo que yo creía.

Qué agradable hubiera sido poderle gritar: «¡No me casé por conveniencia!» Pero, desgraciadamente, Rhett estaba al corriente de todo, y cualquier protesta de inocencia ofendida sólo suscitaría en él más comentarios punzantes.

—Esto son cosas que usted se figura —contestó ella glacialmente. Deseosa de cambiar de tema, le preguntó—: ¿Cómo pudo usted salir de la prisión?

—¡Oh, eso! —respondió Rhett con un ligero gesto—. No hubo gran dificultad. Me soltaron esta mañana. Recurrí a un delicado sistema de comunicar a escondidas con un amigo de Washington que figura mucho en las altas esferas del Gobierno Federal. ¡Un gran tipo! Uno de esos firmes patriotas de la Unión de quienes yo solía comprar mosquetes y miriñaques para la Confederación. Cuando se puso en su conocimiento, de manera adecuada, mi angustiosa situación, se apresuró a utilizar su influencia, y me dejaron en libertad. La influencia lo es todo, Scarlett. Recuérdelo si la detienen alguna vez. La influencia lo es todo y la culpabilidad o la inocencia es meramente una cuestión académica.

—Juraría que no era usted inocente.

—No. Ahora que estoy libre de trabas, admitiré francamente que soy tan culpable como Caín. Maté al negro. Fue insolente con una dama, y ¿qué otra cosa podía hacer un caballero del Sur? Y, puesto que hago mi confesión, debo admitir también que maté a un soldado yanqui de caballería después de tener unas palabras con él en un bar. Jamás me acusaron de tal pecadillo, así es que acaso algún otro pobre diablo haya sido ahorcado por él, hace tiempo.

Rhett hablaba de sus crímenes con tanto desparpajo que la sangre se le helaba a Scarlett en las venas. Palabras de indignación subían ya a sus labios cuando se acordó súbitamente del yanqui que yacía bajo la maraña de vides de Tara. Aquello no había inquietado su conciencia más que si hubiese pisado una cucaracha. No podía condenar a Rhett cuando ella era tan culpable como él.

—Y como al parecer estoy naciendo confesión general, le diré en estricta confianza (lo que significa que no debe decírselo a la señorita Pittypat) que sí tenía el dinero, puesto a salvo en un Banco de Liverpool.

—¿El dinero?

—Sí; el dinero que tanta curiosidad inspiraba a los yanquis. No fue realmente tacañería lo que me impidió darle el dinero que usted necesitaba. Si yo hubiese girado una letra, se hubieran enterado de un modo u otro, y usted no hubiera percibido ni un centavo. Mi única esperanza estaba en no hacer nada. Sabía que el dinero se hallaba completamente seguro, porque si ocurría lo peor, si lo localizaban, si trataban de quitármelo, yo hubiera denunciado a todo «patriota» yanqui que me vendió municiones y maquinaria durante la guerra. Y algunos de los elevados personajes de Washington no olerían muy bien. De hecho, fue mi amenaza de confesarlo todo lo que me sacó de la cárcel. Yo...

—¿Quiere ello decir que... que realmente tiene usted en su poder el oro de la Confederación?

—Todo, no. ¡Cielos, no! Debe haber por lo menos una cincuentena de antiguos burladores del bloqueo que tienen un poco escondido en Nassau, en Inglaterra y en el Canadá. Por eso somos muy mal mirados por los confederados que no supieron ser tan listos como nosotros. Yo poseo cerca de medio millón. Piénselo, Scarlett; ¡medio millón de dólares, si hubiese usted dominado su fiero carácter y no se hubiese precipitado al lazo conyugal otra vez!

¡Medio millón de dólares! Scarlett sintió una punzada casi como de dolor físico al pensar en una cantidad tan grande. Las irónicas palabras de Rhett pasaron por su cabeza sin que ella las oyese siquiera. Era difícil creer que existiese tanto dinero en aquel mundo amargo y empobrecido. ¡Tanto dinero, tanto dinero, y alguien lo tenía, alguien que lo tomaba como cosa de juego, y que no lo necesitaba! Y ella sólo tenía un esposo enfermo y aviejado, y esta sucia y miserable tiendecilla como protección contra un mundo hostil. No era justo que una mala persona como Rhett Butler poseyese tanto y que ella, que soportaba tanto peso, tuviese tan poco. Le indignaba verlo delante con su elegante indumentaria, atormentándola sin piedad. Bueno, no sería ella la que fomentase su vanidad con alabanzas a su inteligencia. Buscaba con ansia palabras para herirle.

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