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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (138 page)

Los hombres cuyas vidas había salvado Rhett intentaron, por decoro y sentido de la gratitud, hacer callar a sus mujeres, pero sin conseguirlo. Antes del anuncio de la próxima boda, los dos prometidos habían sido muy poco populares, pero la gente aún podía ser fina con ellos por puro cumplido. Pero ahora ni esa fría cortesía era ya posible. La noticia del noviazgo estalló como una bomba y escandalizó a toda la ciudad. Y hasta las mujeres más comedidas se apasionaron comentándola. ¡Casarse escasamente un año después de la muerte de Frank, ella que lo había matado! ¡Y casarse con ese hombre, ese Butler, dueño de un lupanar y que se aliaba con los yanquis en todos sus rapaces proyectos! A cada uno de ellos, por separado, podía tolerársele, pero la espantosa combinación Scarlett Rhett era demasiado. ¡Qué ordinarios y perversos eran los dos! Había que expulsarlos de la ciudad.

Tal vez Atlanta hubiera sido más tolerante con los dos si la noticia del noviazgo no hubiese llegado en los momentos en que los antecedentes de Rhett como partidario de los yanquis y
carpetbaggers
resultaban más odiosos para los respetables ciudadanos de lo que lo habían sido hasta entonces. El odio público contra los yanquis y todos sus aliados había llegado al máximo cuando la ciudad se enteró del proyectado enlace, porque el último reducto de la resistencia de Georgia a los yanquis acababa de caer. La larga campaña empezada cuando Sherman, cuatro años antes, se corrió desde más arriba de Dalton hacia el sur, llegaba a su momento culminante, y la humillación del Estado era completa.

Habían transcurrido tres años de reconstrucción, que fueron tres años de terrorismo. Todo el mundo había creído que las condiciones nunca podrían ser peores. Pero ahora Georgia se daba cuenta de que la fase peor de la reconstrucción estaba empezando.

Durante tres años, el Gobierno federal había estado intentando imponer en Georgia unas ideas y una ley ajenas, y, con un ejército para reforzar su imposición, lo había conseguido ampliamente. Pero sólo el poder militar sostenía el nuevo régimen. El Estado estaba bajo la ley yanqui, pero no por consentimiento propio. Los dirigentes de Georgia habían continuado luchando por el derecho del Estado a gobernarse a sí mismo de acuerdo con sus propias ideas. Habían continuado resistiendo todos los esfuerzos de Washington para obligarlos a inclinarse ante sus dictados como ante la ley del Estado.

Oficialmente, el Gobierno de Georgia no había capitulado. Aunque fue aquélla una lucha inútil, una batalla perdida desde el principio y que nunca podría ganarse, había, al menos, retrasado lo inevitable. Ya otros Estados del Sur tenían negros ignorantes ocupando importantes destinos en oficinas públicas, y legislaturas gobernadas por negros y por
çarpetbaggers.
Pero Georgia, por su obstinada resistencia, se había librado hasta entonces de esta degradación. Durante casi tres años, el gobierno del Estado había permanecido bajo el control de los blancos y de los demócratas. Con soldados yanquis por todas partes, las autoridades del Estado poco podían hacer más que protestar y resistir. Su poder era nominal, pero por lo menos habían sido capaces de conservar el gobierno del Estado en manos de los georgianos natos. Ahora, hasta ese poder nominal había terminado.

Exactamente lo mismo que Jonhston y sus hombres habían sido expulsados, paso a paso, hacía cuatro años, desde Dalton hasta Atlanta, así desde 1865 los demócratas de Georgia habían sido expulsados poco a poco. También el poder del Gobierno federal sobre los asuntos del Estado y la vida de los ciudadanos había ido aumentando invariablemente. La fuerza se había superpuesto a la fuerza, los edictos militares en número cada vez mayor habían reducido la autoridad civil cada vez a mayor impotencia. Por fin, en Georgia, con los estatutos de una provincia militar se había concedido a los negros la libertad electoral, permitiéndolo o no las leyes del Estado.

Una semana antes de que Scarlett y Rhett hiciesen públicas sus relaciones, habían tenido lugar elecciones de gobernador. Los demócratas del Sur presentaron como candidato al general Juan B. Gordon, uno de los más honrados y más apreciados ciudadanos de Georgia. El candidato de la oposición era un republicano llamado Bullock. La elección había durado tres días en lugar de uno. Trenes cargados de negros se habían precipitado de ciudad en ciudad, votando en cada colegio a lo largo de la línea. Naturalmente, Bullock había ganado.

Si la conquista de Georgia por Sherman había causado amargura, la conquista final del Gobierno del Estado por
çarpetbaggers,
yanquis y negros produjo una amargura tan intensa como el Estado no la había sentido jamás. Atlanta y Georgia hervían de ira.

Y Rhett era amigo del odiado Bullock.

Scarlett, con su acostumbrada despreocupación por todos los asuntos que no caían directamente bajo sus ojos, no se había enterado apenas de que se había efectuado la elección. Rhett no había tomado parte en ella y sus relaciones con los yanquis no habían variado. Pero persistía el hecho de que Butler era partidario de los yanquis y amigo de Bullock. Y si el matrimonio se efectuaba, Scarlett se convertiría también en partidaria de los yanquis. Atlanta no estaba en disposición de ser tolerante o caritativa con nadie que perteneciese al campo enemigo, y la noticia de las relaciones, por llegar cuando llegó, hizo a la ciudad recordar todo lo malo que tenía contra la pareja y nada de lo bueno. Scarlett se enteró de que la ciudad estaba indignada, pero no se dio cuenta de lo exaltado de esta indignación hasta que la señora Merriwether, impelida por sus amigas de la parroquia, se encargó de hablarle por su propio bien.

—Ya que su querida madre ha muerto, y la excelente señorita Pitty, por no ser señora casada, no está calificada para..., bueno, para hablar de semejante asunto, creo que soy yo quien debo prevenirla, Scarlett. El capitán Butler no es la clase de hombre apropiado para que una mujer de buena familia se case con él. Es un...

—Él consiguió salvar la cabeza del abuelo Merriwether y también la de su sobrino, señora.

La señora Merriwether tragó saliva. Escasamente una hora antes había tenido una cuestión con el abuelo. El anciano le había dicho que no debía estimar en mucho su pellejo cuando no sentía ninguna gratitud hacia Rhett Butler, aunque el hombre fuera un bandido.

—Cínicamente inventó ese ignominoso truco contra todos nosotros para humillarnos frente a los yanquis —repuso la señora Merriwether—. Sabe usted tan bien como nosotros que ese hombre es un cínico. Siempre lo ha sido y ahora su descaro no tiene nombre. En una palabra, no es una clase de hombre como para ser recibido por las personas decentes...

—¿No? ¡Qué raro, señora Merriwether! Estaba muy a menudo en el salón de usted durante la guerra. Y le regaló a Maribella su traje blanco de boda. ¿No es verdad? ¿O estoy yo equivocada?

—Las cosas eran muy distintas durante la guerra, y mucha gente distinguida se asociaba con personas que no lo eran completamente... Se hacía por la Causa y estaba muy bien hecho. Estoy segura de que no puede usted pensar en casarse con un hombre que no ha estado en el Ejército, que se reía de los que se alistaban.

—Estuvo también en el Ejército durante ocho meses, tomó parte en la última campaña, peleó con Franklin y estaba con el general Johnston cuando se rindió.

—No lo había sabido hasta ahora —dijo la señora Merriwether, con aire incrédulo—. Pero no fue herido.

—Muchos hombres no lo fueron.

—Todo el que era alguien lo fue. Yo no conozco ningún hombre que no recibiera alguna herida —añadió triunfalmente.

Scarlett estaba picada ya.

—Entonces me figuro que todos los hombres que usted conoce eran tan tontos que no sabían resguardarse de un chaparrón ni de una lluvia de balas. Y ahora déjeme usted decirle una cosa, señora Merriwether, y puede usted repetírselo a sus amigas: me voy a casar con el capitán Butler, y no me importaría mucho que hubiese luchado al lado de los yanquis.

Cuando la digna matrona salió de la casa, con la boca torcida por la rabia, Scarlett comprendió que, en lugar de una amiga que censurase sus actos, tenía una enemiga declarada. Pero le importaba poco; nada de lo que la señora Merriwether pudiera hacer o decir le interesaba, ni lo que dijese e hiciese ningún otro..., ningún otro que no fuese Mamita.

Scarlett había soportado el desmayo de tía Pitty al enterarse de la noticia, se había hecho fuerte para ver a Ashley, que pareció envejecido súbitamente y que desvió la mirada al desearle felicidades. Se había divertido e incomodado a un tiempo con las cartas de tía Eulalie y de tía Pauline de Charleston, que escribían horrorizadas por la noticia, prohibiendo el matrimonio, diciéndole que no sólo arruinaría su posición social, sino que también pondría en peligro la de ellas. Casi se había reído cuando Melanie, con un ligero fruncimiento de cejas, le había dicho lealmente: «Desde luego, el capitán Butler vale mucho más de lo que la gente piensa, y fue muy bueno, y se mostró muy inteligente cuando salvó a Ashley... Y, además, después de todo luchó por la Confederación. Pero, Scarlett, ¿no te parece que no debías decidir tan de prisa?».

No, no le importaba lo que dijese nadie, excepto Mamita. Las palabras de Mamita fueron las únicas que la enfadaron grandemente y le hicieron mucho daño.

—La he visto a usted hacer un montón de cosas que hubieran disgustado a la señorita Ellen, si lo hubiera sabido, y me ha dado mucha pena. Pero ésta es la peor de todas. ¡Casarse con ese mamarracho! No, no me diga que es de buena familia. Eso no significa nada. La gentuza puede salir de una buena familia igual que de una mala. Ese hombre es un mamarracho. Sí, señorita Scarlett. La he visto a usted como quitaba el novio, el señorito Charles, a la señorita Honey, no importándole a usted ni un comino por él. Y la he visto a usted robarle el novio, el señorito Frank, a su propia hermana. Y no he dicho ni una palabra a un montón de cosas que la he visto hacer, como, por ejemplo, vender madera vieja por nueva y mentir en las ventas, y salir a caballo sola, exponiéndose a los insultos de los negros, y causando la muerte del señorito Frank, y no dando de comer a los presidiarios ni casi para sostenerles el alma en el cuerpo. Pero no me callaría aunque la señorita Ellen desde la tierra prometida me gritase: «¡Mamita, Mamita, no sabes velar por el bien de mi hija!». Sí, señor, he aguantado todo eso, pero no voy a aguantar más, señorita Scarlett. No puede usted casarse con ese miserable. No, mientras yo tenga el alma en el cuerpo. No, mientras yo...

—Me casaré con quien quiera —dijo Scarlett fríamente parece que te estás olvidando de quien eres, Mamita.

—Y, si yo no le dijese a usted estas cosas, ¿quién se las iba a decir?

—He estado pensándolo mucho, Mamita, y he decidido que lo mejor que puedes hacer es volverte a Tara. Te daré algún dinero, y...

Mamita se puso en pie con toda dignidad.

—Yo soy libre, señorita Scarlett; no puede usted enviarme a donde yo no quiera ir, y yo volveré a Tara cuando usted vuelva conmigo. Yo no puedo abandonar a la hija de la señorita Ellen; no hay nada en el mundo que me obligue a marchar. Aquí estoy y aquí me quedo.

—No te tendré viviendo en mi casa y portándote groseramente con el capitán Butler. Me voy a casar con él y no hay más que hablar.

—Hay muchísimo más que hablar —replicó Mamita y en sus empañados ojos apareció un fulgor de lucha—. Nunca pensé en tener que decir esto a nadie de la sangre de la señorita Ellen. Pero, señorita Scarlett, escúcheme: no es usted más que una mula con arneses de caballo; puede usted limpiar las patas de una mula, enlucir sus ancas, y ponerle arneses de cobre brillante, y engancharla a un espléndido carruaje. Pero siempre será una mula, no engañará a nadie. Y a usted le pasa lo mismo. Usted tiene vestidos de seda, y las serrerías, y el almacén, y el dinero, y presume usted como un caballo de raza, pero sigue usted siendo una mula a pesar de todo. No engaña usted a nadie. Y ese Butler viene de buena familia y está enlucido y compuesto como un caballo de raza, pero es una mula con arneses de caballo exactamente igual que usted.

Mamita lanzó una penetrante mirada a su ama. Scarlett había perdido el habla y temblaba de pies a cabeza al oír el insulto.

—Si dice usted que se va a casar con él, lo hará usted, porque tiene usted la cabeza tan dura como la tenía su padre. Pero acuérdese, señorita Scarlett; yo no pienso abandonarla, yo me quedaré aquí y presenciaré eso.

Sin esperar una réplica, Mamita salió dejando a Scarlett; y si hubiera dicho: «¡Ya me verás en Filipos!»
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, su tono no hubiera sido más despectivo.

Mientras pasaban su luna de miel en Nueva Orleáns, Scarlett repitió a Rhett el discurso de Mamita. Con gran sorpresa e indignación vio que Rhett se reía mucho de la ocurrencia de Mamita sobre las muías con arneses de caballo.

—Nunca he oído tan profunda verdad expresada más sucintamente —dijo—. Mamita es una vieja admirable y una de las pocas personas que conozco cuyo respeto y aprecio desearía ganar. Pero, como soy una mula, me figuro que nunca conseguiré ninguno de los dos. Ni siquiera aceptó la moneda de oro de diez dólares que yo quise regalarle después de la boda. ¡He visto tan poca gente que no se humanice a la vista del dinero! Pero me miró a los ojos y dándome las gracias me dijo que era una negra libre y no necesitaba mi dinero.

—Pero ¿por qué lo ha tomado así? ¿Por qué está todo el mundo picoteando en mis asuntos como gallinas en un gallinero? Creo que es cosa mía con quién me he de casar y las veces que lo haga. Yo siempre me he ocupado de mis asuntos. ¿Por qué no han de ocuparse los demás de los suyos?

—Cariño, el mundo puede perdonarlo todo, excepto a la gente que se soluciona sola sus asuntos. Pero ¿por qué chillas como un gato escaldado? Has dicho bastante a menudo que no te importaba lo que los demás pudiesen decir de ti. ¿Por qué no lo demuestras? Sabes que te has expuesto a la crítica tantas veces en las cosas pequeñas, que no puedes esperar escapar de las habladurías en este asunto tan importante. Sabías que habría muchos comentarios si te casabas con un villano como yo. Si yo fuera un villano de baja extracción y muerto de hambre, la gente se quedaría muy tranquila. Pero un villano rico y floreciente... es imperdonable.

—Me gustaría que hablases seriamente alguna vez.

—Hablo seriamente; siempre es desagradable para los buenos ver a los malos florecer como el verde laurel. Anímate, Scarlett. ¿No me decías una vez que la principal razón por la que deseabas tener mucho dinero era porque así podrías mandar a todo el mundo a freír espárragos? Ahora te ha llegado la ocasión.

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