Lo que el viento se llevó (139 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

—Pero a ti era al primero a quien deseaba mandar a freír espárragos.

—¿Lo deseas todavía?

—Sí, aunque no tan a menudo como antes.

—Mándame cuando te parezca, si eso te hace feliz.

—No me hace extraordinariamente feliz —dijo Scarlett; e inclinándose lo besó indiferentemente. Los oscuros ojos de Rhett parpadearon y la miró buscando en los de ella algo que no encontró. Se rió brevemente.

—Olvídate de Atlanta. Olvida a aquellas arpías. Te he traído a Nueva Orleáns para que te diviertas, y me propongo conseguirlo.

Q
UINTA
P
ARTE
48

Scarlett se divirtió mucho y disfrutó de más diversiones que las que había tenido desde la primavera anterior a la guerra. Nueva Orleans era una ciudad extraña y brillante y Scarlett gozó allí con el placer de un prisionero a quien perdonan la vida. Los
carpetbaggers
estaban saqueando la ciudad; muchas personas decentes eran arrojadas de sus hogares y no sabían adonde recurrir para su próxima comida, y entre tanto un negro se sentaba en el sillón de gobernador militar. Pero la Nueva Orleáns que Rhett le enseñó era el lugar más alegre que había visto en su vida. La gente que conoció parecía tener tanto dinero deseaba y ninguna preocupación. Rhett la presentó a docenas de mujeres, mujeres bonitas, lujosamente vestidas, mujeres que reían de todo y nunca hablaban de las estúpidas cosas serias de los tiempos difíciles. Y los hombres que conoció... ¡qué interesantes eran, y qué distintos de los hombres de Atlanta y cómo luchaban entre sí por bailar con ella, y cómo la piropeaban como si fuera aún una linda joven!

Aquellos hombres tenían el mismo duro e inquieto aspecto de Rhett. Sus ojos siempre estaban alerta, como hombres que han vivido demasiado tiempo rodeados de peligros para poder estar nunca totalmente descuidados. Parecían no tener pasado ni futuro, y cortésmente eludían el contestar a Scarlett, cuando para entablar conversación les preguntaba qué eran o dónde estaban antes de ir a Nueva Orleáns. Eso por sí solo era extraño, porque en Atlanta todo recién llegado respetable se apresuraba a presentar sus credenciales, a hablar orgullosamente de su casa y su familia, para rastrear los tortuosos laberintos de amistades que enlazaban a todo el Sur.

Pero estos hombres reservados medían sus palabras cuidadosamente. Algunas veces, cuando Rhett estaba solo con ellos y Scarlett se encontraba en la habitación inmediata, oía risas y fragmentos de conversación que no tenían sentido para ella; palabras sueltas, nombres raros: Cuba y Nassau en los días del bloqueo, la inundación, oro, pisoteo de derechos, robo a mano armada y saqueo. Nicaragua, y Guillermo Walker, y cómo murió contra el paredón en Trujillo, una vez su súbita aparición hizo cesar bruscamente una charla sobre lo que les había ocurrido a los miembros de la banda de guerrilleros dee Quantrill, y pudo percibir los nombres de Frank y Jesse James
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. Pero todos tenían modales corteses, buen sastre, y evidentemente admiraban, así que a Scarlett le importaba poco que no quisiesen vivir más que en el presente. Lo que realmente importaba era que fuesen amigos de Rhett, y tuviesen hermosas casas y espléndidos carruajes, y que los llevasen a ella y a Rhett a deliciosos paseos, los invitasen a comidas, y organizasen fiestas en su honor. A Scarlett le gustaba mucho. Rhett se divirtió cuando ella se lo dijo.

—Sabía que te gustarían —dijo, riéndose.

—¿Por qué no? —Y sus sospechas se despertaron como siempre que él se reía.

—Son todos ovejas negras, bribones. Todos son aventureros o aristócratas del negocio turbio. Todos hacen dinero especulando en alimentos como tu amado esposo, o fuera de los cauces legales, o por caminos oscuros que no admiten un estudio detenido.

—No puedo creerlo; bromeas; es una gente distinguidísima.

—La gente distinguidísima de la ciudad está muerta de hambre —dijo Rhett— y vive en chozas en las que dudo mucho que me recibieran. ¿Sabes, querida? Aquí tuve yo algunos negocios durante la guerra, y esa gente tiene una memoria endiabladamente buena. Scarlett, eres para mí un perenne manantial de alegrías. Tienes un arte especial para escoger siempre lo peorcito en personas y cosas.

—¡Pero son tus amigos!

—¡Oh! A mí me gustan los bribones. Pasé mi primera juventud dedicado a fullero en un barco del río, y me gusta esa gente. Pero a mí no me ciegan; los conozco a todos muy bien. Mientras que tú —volvió a reír— no tienes instinto de la gente; no sabes distinguir entre lo barato y lo valioso. Algunas veces pienso que las únicas grandes damas con las que has tenido trato en tu vida fueron tu madre y Melanie, ninguna de las cuales parece haber tenido gran influencia sobre ti.

—¡Melanie! ¡Pero si es más fea que un zapato viejo, y sus trajes parecen siempre hechos por una costurera barata, y no sabe hablar dos palabras seguidas!

—Ahórrame tus celos, monina. La belleza no hace la dama, ni los vestidos la gran dama.

—¿De veras? Espera un poco, Rhett Butler, y ya verás. Ahora que tengo... que tenemos dinero, me voy a convertir en la señora más aristocrática que hayas visto en tu vida.

—Esperaré con interés —dijo él.

Más interesantes que la gente que conoció eran los trajes que Rhett le compraba, vigilando por sí mismo la elección de los colores, telas y formas. El miriñaque ya no estaba de moda, y el nuevo estilo era encantador, con el vuelo de las faldas todo echado desde delante para atrás, y drapeado formando grandes vuelos, con guirnaldas de flores y lazos y cascadas de encaje. Ella se acordaba de los discretos miriñaques de los años de la guerra y se sentía un poco azorada con esta nueva falda que indudablemente dibujaba su talle. ¡Y los deliciosos sombreritos que realmente no tenían nada de sombreros, sino que eran unos objetos planos que se llevaban caídos sobre un ojo y cargado de frutas, flores, plumas ondulantes y cintas rizadas! ¡Si Rhett no hubiera sido tan tonto y no le hubiera quemado los rizos postizos que se había comprado para aumentar su moño de pelo fosco que sobresalía de la cima de estos sombreritos! Y la delicada ropa interior, ¡qué lindísima era, y cuántos juegos tenía! Camisas y camisones, y enaguas del más fino hilo, todo guarnecido de exquisitos bordados y jaretas infinitesimales. Los zapatos de raso que Rhett le compró tenían tacones de tres dedos de alto y hebillas de pasta grandes y brillantes. Poseía de medias de seda una docena de pares, y ni uno solo con el talón de algodón. ¡Qué lujosas!

Incansable, compró regalos para la familia: un cachorrillo de San Bernardo para Wade, que siempre había deseado tener uno; un gatito de Angora para Beau, un brazalete de coral para la pequeña Ella, una pesada gargantilla con
pendentif
para tía Pittypat, una colección completa de las obras de Shakespeare para Melanie y Ashley, una complicada librea y un sombrero de copa de seda con plumero para el tío Peter, trajes largos para Dilcey y la cocinera, obsequios costosos para todo el mundo en Tara.

—Pero ¿qué has comprado para Mamita? —preguntó Rhett, mirando el montón de regalos, esparcidos encima de la cama, en su habitación del hotel, después de trasladar el gato y el perro al cuarto del tocador.

—Absolutamente nada. Estuvo muy antipática. ¿Cómo voy a llevarle un regalo si nos llamó muías?

—¿Por qué te molesta tanto oír la verdad, cariño? Tienes que llevarle a Mamita un regalo. Le destrozarías el corazón si no lo hicieses, y corazones como el suyo valen demasiado para destrozarlos.

—No le llevaré nada; no lo merece.

—Pues se lo llevaré yo. Recuerdo que mi ama decía siempre que, cuando se fuese al Cielo, le gustaría llevar unas enaguas de seda tan tiesas que se tuvieran solas en pie y tan crujientes que el Señor Dios pudiese creer que estaban hechas de alas de ángeles. Le compraré a Mamita una seda encarnada y encargaré que le hagan unas enaguas elegantísimas.

—Nunca las admitirá de ti; preferiría morir a ponérselas.

—No lo dudo, pero lo haré de todos modos.

Las tiendas de Nueva Orleáns eran lujosas y tentadoras y el ir le compras con Rhett era un encanto. También lo era ir con él a comer, incluso más agradable que el ir de compras, porque sabía lo jue había que pedir y cómo debían cocinarlo. Los vinos, licores y champañas de Nueva Orleáns resultaban nuevos y excitantes para ella, que sólo conocía el zarzamora casero y los tragos bebidos a hurtadillas del frasco de brandy que para los desmayos tenía siempre a prevención tía Pittypat. Pero ¡oh, las comidas que encargaba Rhett! Lo mejor de todo en Nueva Órleáns era la comida. Recordando el hambre espantosa que había sufrido en Tara, y su más reciente penuria, Scarlett pensaba que nunca podría comer bastante de aquellos platos tan exquisitos; camarones a la criolla, palomas al jerez, ostras en salsa, setas dulces, menudillos de pavo, pescado sabiamente asado entre papeles untados de aceite, y limas. Su apetito no estaba nunca satisfecho, pues cuando recordaba los eternos guisantes secos, y los ñames de Tara, sentía ansia de hartarse de nuevo de los platos criollos.

—Comes como si cada comida fuera la última —decía Rhett—. No rebañes la fuente, Scarlett. Estoy seguro de que hay más en la cocina y no tienes más que pedírselo al camarero. Si no dejas de ser tan glotona te vas a poner tan gorda como las señoras cubanas y entonces me divorciaré de ti.

Pero Scarlett le sacó la lengua y pidió más pasteles, rellenos de chocolate o merengue.

¡Qué divertido era gastar todo el dinero que se quería, sin contar los centavos, sin pensar que había que ahorrarlos para pagar gastos caseros o comprar muías! ¡Qué divertido tratarse con gente alegre y rica y no con la nobleza pobre como la gente de Atlanta! ¡Qué divertido llevar trajes de crujiente brocado, que marcaban la cintura y mostraban el cuello y los brazos y más que un poco del pecho, y saber que los hombres la admiraban! ¡Qué divertido comer todo lo que se quería sin censores que dijesen que eso no era distinguido! ¡Qué divertido beber todo el champaña que se le antojaba! La primera vez que bebió demasiado estaba muy molesta cuando se despertó a la mañana siguiente, con un dolor de cabeza tremendo y el recuerdo de haber vuelto al hotel por las principales calles de Nueva Orleáns en un coche abierto, cantando a voz en grito el «¡Bella bandera azul!». Nunca había visto a una verdadera señora ni siquiera alegre; la única mujer a la que había visto borracha era a aquella Watling el día de la caída de Atlanta. Apenas se atrevía a enfrentarse con Rhett, tan grande era su humillación; pero a él el asunto pareció divertirle. Todo lo que Scarlett hacía parecía divertir a Rhett como si se tratase de un gatito juguetón.

Como era tan arrogante, resultaba agradable salir con él. Antes Scarlett no se había fijado gran cosa en ello, y en Atlanta todo el mundo estaba demasiado preocupado con sus problemas para interesarse por la apariencia de semejante individuo. Pero aquí en Nueva Orleáns podía ver que los ojos de las mujeres lo seguían y que hasta se estremecían cuando se inclinaba para besarles la mano. El convencimiento de que otras mujeres se sentían atraídas por su marido y acaso la envidiaban la hizo sentirse súbitamente orgullosa de mostrarse a su lado.

«Los dos somos muy guapos», pensaba Scarlett complacida.

Sí, como Rhett le había dicho, el matrimonio podía ser muy divertido. No sólo era divertido, sino que también le estaba enseñando muchas cosas. Esto era verdaderamente extraño, pues Scarlett había creído que la vida ya no tenía que enseñarle nada. Ahora se encontraba cada día como una niña a punto de descubrir algo nuevo.

Primero aprendió que el matrimonio con Rhett era completamente distinto de lo que había sido con Charles o con Frank. Éstos la habían respetado y se habían asustado de su carácter. La habían suplicado y cuando a ella le venía en ganas les había concedido sus favores. Rhett no la temía y muchas veces Scarlett pensaba que tampoco la respetaba gran cosa. Lo que quería hacer lo hacía y si a ella no le gustaba se reía de ella. Desde luego, Scarlett no estaba enamorada de Rhett, pero le era muy agradable vivir con él. Lo más interesante en él era que, aun en sus arranques de pasión sazonados unas veces con crueldad, otras con irritante burla, parecía siempre dominarse, conteniendo siempre sus pasiones.

«Estoy segura de que no está realmente enamorado de mí —pensaba, y estaba bastante satisfecha del estado de las cosas—. Me disgustaría que perdiese su dominio por completo.» Pero, sin embargo, la idea de la posibilidad de semejante cosa cosquilleaba su curiosidad y la excitaba.

Viviendo con Rhett aprendió muchas cosas de él, ella que creía conocerlo ya admirablemente. Se enteró de que su voz podía ser unos ratos suave como la piel de un gato y quebrarse y estallar en juramentos de repente. Podía relatar con aparente sinceridad y aprobación historias de valor, virtud y amor de los extraños lugares donde había vivido e historias libertinas del más frío cinismo. Scarlett estaba segura de que ningún hombre debería contar aquellas historias a su mujer, pero eran entretenidas y agradaban a aquel fondo rudo y material que había en ella. Rhett podía ser un amante ardiente, casi tierno, por un breve espacio y casi inmediatamente cambiarse en un demonio burlón, que rasgaba la cubierta de su ardiente temperamento, le prendía fuego y se burlaba de la explosión. Se enteró de que sus cumplidos tenían siempre dos filos y que sus expresiones más tiernas eran de doble intención. En fin, en las dos semanas que pasaron en Nueva Orleáns, Scarlett aprendió muchísimas cosas de él, excepto lo que realmente era.

Algunas mañanas, Rhett despedía a la doncella y le traía él mismo la bandeja del desayuno, y se lo iba dando como si fuera una niña; cogía el cepillo de la cabeza y le cepillaba el largo y oscuro cabello hasta dejarlo reluciente. En cambio, otras mañanas la despertaba bruscamente de su profundo sueño, arrancándole de encima todas las mantas de la cama y haciéndole cosquillas en los pies desnudos. Unas veces escuchaba con profundo interés detalles de sus negocios con muestras de aprobar su sagacidad; otras calificaba sus turbias transacciones de porquería y robo a mano armada y con fractura. La llevaba al teatro y la aburría repitiéndole que Dios no aprobaba aquellas diversiones; a las iglesias, y,
sotto vocee,
le contaba divertidas obscenidades, y luego la reñía por reírse. La animaba a decir todo lo que se le ocurría, a ser impertinente y atrevida. Ella aprendió de él a usar palabras picantes y gustaba de sazonar con ellas su conversación porque esto le atraía admiradores. Pero no poseía el sentido del humor que atemperaba la malicia de Rhett, ni su sonrisa, que parecía burlarse de sí mismo cuando estaba burlándose de los demás.

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