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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (142 page)

En cualquier sitio del hotel donde ella estuviera, la seguía una multitud de jugadores de whist. Pero no podían seguirla muy a menudo porque estaba demasiado ocupada con la construcción de su casa para dejarse agobiar por los visitantes. Prefería aplazar sus actividades sociales para cuando ésta estuviese terminada y pudiese presentarse como la dueña de la mansión más lujosa y la que más espléndidas fiestas organizaba.

Durante los días largos y calurosos contempló cómo se elevaba su casa, de piedra roja y guijo gris, hasta llegar a dominar todas las demás de Peachtree Street. Olvidados almacén y serrerías, pasaba el tiempo en el solar discutiendo con los carpinteros, rifiendo a los albañiles, metiendo prisa al contratista. Viendo levantarse los muros pensaba con satisfacción que una vez terminada iba a resultar la casa más grande y hermosa de la ciudad. Sería aún más importante que el edificio inmediato que había sido adquirido por el Gobierno para residencia oficial del gobernador Bullock.

La residencia del gobernador era muy aparatosa, con maderas labradas en aleros y barandillas, pero la complicada labor de volutas de la casa de Scarlett dejaba chiquita a la residencia. Ésta tenía salón de baile, pero parecía una mesa de billar al lado de la enorme habitación que ocupaba todo el tercer piso de la casa de Scarlett. Para decirlo de una vez, la casa tenía de todo más que la residencia y más que cualquier otro edificio de la ciudad; más cúpulas, y torrecillas, y torres, y balcones y tragaluces, y muchas más ventanas con vidrios de colores.

Una galería daba vuelta a toda la casa, y cuatro tramos de escalones en las cuatro fachadas del edificio conducían a él. El parque era amplio y lleno de verdor, y había esparcidos por él bancos de hierro rústicos, un cenador de armadura metálica, cuya estructura, según habían asegurado a Scarlett, era del más puro estilo gótico; y dos grandes estatuas de hierro, un ciervo y un mastín tan grandes como una jaca de Shetland. Estos dos animales de metal eran para Wade y Ella, un tanto asombrados del esplendor y de la sombría elegancia de su nuevo hogar, las dos únicas notas alegres y simpáticas.

El interior de la casa estaba decorado a gusto de Scarlett: alfombras grandes y gruesas que no dejaban desnudo ni un dedo de entarimado, cortinas de terciopelo rojo, y un moblaje de nogal de lo más moderno y lujoso, tallado donde hubiera una pulgada que tallar, y tapizado con una crin tan suave que las señoras tendrían seguramente que apoyarse en él con sumo cuidado por temor a deslizarse y resbalar. Por todas partes había en las paredes grandes espejos de cuerpo entero y otros, más pequeños, de marco dorado; tantos, decía Rhett burlón, como en el establecimiento de Bella Watling. Acá y allá se veían grabados al acero con pesados marcos que Scarlett había encargado expresamente a Nueva York, de los cuales algunos medían dos metros y medio de largo. Las paredes estaban cubiertas con lujoso papel oscuro, los techos eran altos y la casa siempre estaba sombría, pues las ventanas se hallaban materialmente escondidas tras colgaduras de terciopelo color ciruela que impedían penetrar el sol.

En todo y por todo era una casa como para quedar mudo de asombro, y Scarlett, pisando las gruesas alfombras y hundiéndose en el abrazo de los suaves colchones de pluma, recordaba los suelos fríos, los duros catres de Tara, y se sentía satisfecha. Ella estaba convencida de que era la casa más bonita y más elegantemente puesta que había visto; pero Rhett decía que era una verdadera pesadilla; sin embargo, si eso la hacía feliz que lo fuese enhorabuena.

—Un extraño, sin necesidad de que nadie le dijese ni una palabra de nosotros, se daría cuenta de que la casa ha sido edificada con dinero mal adquirido —dijo—. Porque mira, Scarlett, el dinero mal ganado nunca lleva a buen fin y esta casa no puede ser prueba más clara de la verdad del axioma. Es precisamente el estilo de casa que ha de edificar un especulador.

Pero Scarlett, desbordante de orgullo y felicidad y llena de planes de las diversiones que iba a organizar cuando estuviesen definitivamente instalados en la casa, se limitó a tirarle, juguetona, de una oreja, diciendo:

—¡Vamos, hombre!

Scarlett sabía que a Rhett le gustaba provocarla con cualquier motivo. Y que si tomaba en serio sus burlas pasarían la vida peleándose. Y, como no le gustaban esas luchas de palabras porque siempre era ella la que llevaba las de perder, había decidido no atender nunca lo que él decía, y, cuando no tenía más remedio que oírle, entonces lo tomaba a broma, o por lo menos eso intentaba hacer.

Durante la luna de miel y la mayor parte de su estancia en el Hotel Nacional, habían vivido juntos en buena armonía; pero apenas se trasladaron a la nueva casa y Scarlett reunió a su alrededor sus nuevas amistades empezaron a surgir entre ellos amargas peleas. Eran peleas breves, muy cortas, porque era imposible estar mucho tiempo peleándose con Rhett, que parmanecía fríamente indiferente ante sus exaltadas palabras y esperaba su oportunidad para acorralarla en un lugar sin defensa. Scarlett se peleaba; Rhett no. Se limitaba a exponer su inequívoca opinión sobre ella, sus amigos, sus actos y su casa. Y algunas de estas opiniones eran de tal naturaleza que Scarlett no podía desoírlas por más tiempo ni tomarlas como bromas.

Por ejemplo: cuando decidió cambiar el nombre de «Almacenes Generales de Kennedy» por otro más eufónico y le pidió que discurriese un título en el que entrase la palabra emporio, Rhett sugirió: «Caveat Emporium»
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asegurándole que sería un nombre más en consonancia con el género de mercancías que se vendían en el almacén. A Scarlett le parecía que sonaba bien y hasta había llegado a hacer pintar la muestra, cuando Ashley Wilkes, bastante turbado, le tradujo su verdadero sentido. Y Rhett habíase reído locamente de la rabia de Scarlett.

Luego su modo de tratar a Mamita... Mamita no había cedido nunca ni una pulgada en su punto de vista de que Rhett era una mula con arneses de caballo; era cortés con él, pero fría. Siempre le llamaba «capitán Butler»; nunca «señorito Rhett». No le hizo la menor reverencia cuando le regaló las enaguas encarnadas, y desde luego no se las puso nunca. Procuraba mantener a Wade y a Ella lo más distantes posible de él, pese al hecho de que Wade adoraba al tío Rhett y de que Rhett, indudablemente, tenía mucho cariño al chiquillo. Pero, en lugar de despedir a Mamita o ser seco o severo con ella, Rhett la trataba siempre con la mayor deferencia, con mucha más cortesía que a ninguna de las señoras amigas recientes de Scarlett.

Verdaderamente, con mucha más cortesía que a la misma Scarlett. Siempre pedía permiso a Mamita para llevar a Wade a pasear a caballo, y la consultaba antes de comprar muñecas para Ella. Y Mamita a duras penas se mostraba cortés con él.

Scarlett opinaba que Rhett debía ser enérgico con Mamita, como corresponde al jefe de la casa, pero Rhett se reía, y decía que Mamita era el verdadero jefe de la casa.

Puso furiosa a Scarlett diciéndole que se disponía a sufrir mucho por ella, de allí a unos años, cuando el Gobierno republicano hubiera desaparecido de Georgia y los demócratas estuvieran de nuevo en el poder.

—Cuando los demócratas tengan un gobernador y una legislación propia, todos tus nuevos amigos republicanos serán barridos de la escena y los enviarán a servir a un bar, o a despachar en un bazar de ropa vieja, que es de donde proceden, y tú te encontrarás abandonada. Sin un solo amigo, ni aristócrata ni republicano. En fin, no hay que preocuparse del mañana.

Scarlett se rió y no sin razón, pues por aquel entonces Bullock estaba bien firme en su sillón de gobernador, veintisiete negros formaban parte del Parlamento y millares de los votantes demócratas de Georgia estaban desterrados.

—Los demócratas no volverán nunca. Lo único que hacen es excitar a los yanquis y alejar hasta lo infinito el día en que pudieran volver. Lo único que hacen es hablar fuerte y reunirse en mítines nocturnos.

—Sí, volverán. Conozco a la gente del Sur. Conozco a los georgianos; son tercos y de cabeza muy dura. Si necesitan hacer otra guerra para volver, harán otra guerra. Si tienen que comprar los votos de los negros como han hecho los yanquis, comprarán los votos de los negros. Si tienen que hacer votar a diez mil muertos como hicieron los yanquis, todos los cadáveres de todos los cementerios de Georgia estarán en las urnas. Las cosas se van a poner tan mal bajo la suave férula de nuestro buen amigo Rufus Bullock, que Georgia llegará a arrojarlo al fin.

—Rhett, no digas vulgaridades —gritó Scarlett—. Hablas como si yo no me hubiera de sentir muy contenta de ver volver a los demócratas. Y sabes que eso no es verdad. Me alegraré muchísimo de verlos volver. ¿Crees que me gusta ver a estos soldados por todas partes, recordándome...? No puedes creer que me guste. Yo soy georgiana también. Me alegraría mucho de ver volver a los demócratas, pero no ocurrirá así; ¡nunca! Y, aunque volviesen, ¿en qué podría afectar eso a mis amigos? Seguirían teniendo su dinero, ¿no es así?

—Si saben guardarlo... Pero dudo de la habilidad de ninguno de ellos para conservar el dinero cinco años siquiera, dada la prisa que se dan en gastarlo. Son los dineros del sacristán, que cantando se vienen y cantando se van. Su dinero no les hará ningún provecho. Lo mismo que el mío no te lo ha hecho a ti. Seguramente todavía no ha hecho de ti un caballo. ¿No es así, mi linda mula?

La riña que surgió de esta última observación duró varios días. Después del cuarto día de enfado de Scarlett y de sus silenciosas peticiones de una reparación, Rhett se marchó a Nueva Orleáns llevándose a Wade, a pesar de las protestas de Mamita, y estuvo allí hasta que a Scarlett se le pasó el berrinche. Pero la herida de que él no hubiese querido humillarse a ella no se había cerrado.

Cuando Rhett volvió de Nueva Orleáns, frío e inexpresivo, Scarlett devoró su indignación lo mejor que pudo, relegándola en su mente para volver a ocuparse de ella en otra ocasión. No quería en aquellos momentos preocuparse con nada desagradable. Quería ser feliz, pues su imaginación estaba llena de los planes para la primera fiesta que pensaba dar en su nueva casa. Sería un sarao monumental, con adornos de palmeras, una orquesta y todos los porches cubiertos de tapices, y una cena tal que de antemano se le hacía la boca agua. A esta fiesta se proponía invitar a toda la gente que conocía en Atlanta, todos los antiguos amigos y todos los nuevos y encantadores que había conocido después de volver de su viaje de novios. La emoción de la fiesta le hizo olvidar el disgusto por la aspereza de Rhett, y se sentía feliz mientras planeaba su fiesta, tan feliz como no se había sentido desde hacía muchos años.

¡Qué agradable era ser rica! Dar fiestas sin preocuparse del precio, comprar los muebles, los trajes, la comida más cara sin pensar nunca en la cuenta. Era maravilloso poder mandar unos billetitos de invitación a tía Eulalie y a tía Pauline en Charleston y a Will en Tara. ¡Oh, los locos envidiosos que decían que el dinero no lo era todo! ¡Qué absurdo era Rhett al decir que el dinero no le había servido de nada!

Scarlett envió invitaciones a todos sus amigos y conocidos, viejos y nuevos, aun a aquellos que no le eran gratos. No exceptuó ni siquiera a la señora Merriwether, que había estado tan seca con ella cuando fue a visitarla al Hotel Nacional, ni a la señora Elsing, que había estado fría como el hielo. Invitó a la señora Meade y a la señora Whiting, que sabía que no la apreciaban y que se verían en un apuro por no tener vestido para asistir a una reunión tan elegante. La inauguración de los salones de Scarlett, o «apretujadero», como se había puesto de moda llamar a tales reuniones, mitad baile, mitad recepciones, fue el asunto más discutido que se había visto en Atlanta.

Aquella noche la casa y los porches cubiertos de tapices se vieron invadidos de gente que bebió su ponche de champaña y comió sus dulces y sus ostras a la crema; que bailó al son de la orquesta, cuidadosamente oculta tras un bosque de palmeras y plantas espinosas. Pero ninguno de aquellos que Rhett había dado en llamar la vieja guardia, excepto Melanie y Ashley, tía Pittypat y tío Henry, el señor y la señora Meade y el viejo Merriwether, estuvieron presentes.

Algunos de la vieja guardia habían decidido sin gran entusiasmo asistir a la fiesta. Unos aceptaban en consideración a la actitud de Melanie, otros porque sabían que tenían con Rhett una deuda por haber salvado sus vidas y las de sus familiares. Pero dos días antes de la recepción se corrió por Atlanta el rumor de que el gobernador Bullock había sido invitado. La vieja guardia significó su desaprobación con un montón de tarjetas, lamentando su imposibilidad de aceptar la amable invitación de Scarlett. Y el pequeño grupo de antiguos amigos que asistieron, violentos pero enérgicos, se retiraron en el momento en que el gobernador entró en casa de Scarlett. Ésta estaba tan asombrada y ofendida ante tales desaires que la fiesta perdió para ella todo el encanto. ¡Su elegante «apretujadero»! ¡Ella que lo había planeado tan brillante! ¡Y sólo acudían unos pocos viejos amigos y ningún viejo enemigo para admirarla! Después que se hubo despedido el último invitado, hubiera llorado y gritado de despecho, si no hubiera sido por el miedo a que Rhett se riese de ella, el miedo a leer el «ya te lo había dicho» en sus burlones ojos negros. Así, devoró su rabia de mala gana y se fingió indiferente.

Hasta la mañana siguiente no se desahogó con Melanie.

—Me has insultado, Melanie "Wilkes, e hiciste que Ashley y los demás me insultasen. Sabes de sobra que no se hubieran marchado de casa tan pronto si tú no los hubieras arrastrado. Sí, te vi. En el mismo momento que yo me acerqué para presentarte al gobernador Bullock, echaste a correr como un conejo.

—Yo no creí, no podía creer que él hubiese de estar presente —repuso Melanie entristecida—. Aunque todo el mundo decía...

—¡Todo el mundo! De modo que todo el mundo está comentando y cotilleando a costa mía, ¿no es eso? —gritó Scarlett furiosa—. ¿Es que me vas a decir que si hubieses sabido que iba a estar presente no hubieras asistido a la fiesta?

—No —dijo Melanie en voz baja con ojos fijos en el suelo—. Querida, no hubiera podido ir.

—Dios me libre de las mosquitas muertas. ¿De modo que me hubieras insultado como todos los demás?

—¡Por Dios! —exclamó Melanie, verdaderamente desolada—. Tú eres mi hermana, querida mía, la viuda de Charles, y yo...

Puso una mano temblorosa en el brazo de Scarlett, pero ésta se sacudió, lamentando profundamente no poder empezar a lanzar juramentos tan fuertes como acostumbraba a lanzarlos su padre cuando se enfadaba. Mas Melanie hizo frente a su ira. Y, mientras valientemente clavaba su mirada en los enfurecidos ojos verdes de Scarlett, sus débiles hombros parecían robustecerse y un manto de dignidad, que chocaba extrañamente con su rostro y su figura infantiles, se extendió sobre ella.

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