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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (140 page)

La hacía jugar, ¡a ella que casi lo había olvidado! ¡La vida había sido tan seria y tan amarga! Él sabía jugar y la arrastraba. Pero Rhett no jugaba nunca como un niño; era un hombre e, hiciera lo que hiciera, no podía dejar de serlo nunca. Scarlett no tenía jamás ocasión de mirarlo desde las alturas de la superioridad femenina, riéndose como se han reído siempre las mujeres del infantilismo de los hombres que tienen corazón de niño.

Esto la molestaba un poco cuando pensaba en ello. ¡Hubiera sido tan agradable sentirse superior a Rhett! A todos los demás hombres que había conocido, podía pararlos con un «¡Qué chiquillo!». Su padre, los gemelos Tarleton, con su afán de hacerla rabiar y sus bromas tan meditadas; los melenudos Fontaine, con sus enfados infantiles; Charles, Frank, todos los hombres que le habían hecho el amor durante la guerra, todos, excepto Ashley. Sólo Ashley y Rhett eludían su comprensión y su control porque los dos eran unos hombres y carecían de todas las cualidades y defectos de la infancia.

No comprendía a Rhett ni se preocupaba en comprenderlo, aunque había en él cosas que realmente la intrigaban; por ejemplo, el modo que tenía de mirarla cuando creía que ella no se daba cuenta. Algunas veces, volviéndose de repente, lo había encontrado observándola con una mirada alerta, ansiosa, expectante.

—¿Por qué me miras así —había preguntado irritada—, como un gato mira la guarida del ratón?

Pero la cara de Rhett cambiaba instantáneamente y se limitaba a echarse a reír. Pronto se le olvidaba y no volvía a preocuparse de aquello ni de nada concerniente a Rhett. Era demasiado enigmático para romperse la cabeza intentando descifrarlo, y la vida era tan divertida excepto cuando pensaba en Ashley.

Rhett la tenía demasiado ocupada para que pudiese pensar en Ashley demasiado a menudo. De modo que éste rara vez ocupaba sus pensamientos durante el día; pero por la noche, cuando estaba cansada de bailar y la cabeza le daba vueltas por haber bebido demasiado champaña, entonces se acordaba de Ashley. Frecuentemente, cuando la luna alumbraba su cama y descansaba adormecida en brazos de Rhett, pensaba lo perfecta que sería la vida si fueran los brazos de Ashley los que la estrechasen, si fuera Ashley el que le ponía el cabello sobre la cara, anudándoselo bajo la barbilla.

Una vez, cuando pensaba en esto, suspiró volviendo la cabeza hacia la ventana y al cabo de un momento sintió que el pesado brazo que rodeaba su cuello se volvía de hierro: y la voz de Rhett habló duramente:

—¡Que Dios condene tu alma al infierno por toda la enternidad!

Y levantándose se vistió y salió de la habitación a pesar de las asustadas preguntas y protestas de su mujer. Volvió a la mañana siguiente, cuando ella estaba desayunando en sus habitaciones. Venía despeinado y completamente borracho, ni se disculpó ni dio cuenta de lo que había estado haciendo.

Scarlett no le preguntó nada y estuvo terriblemente fría con él, como conviene a una esposa ofendida, y cuando terminó su desayuno se vistió bajo su turbia mirada y salió de compras. A su vuelta él no estaba en casa y no apareció hasta la hora de la cena.

Fue una comida silenciosa. Scarlett estaba nerviosa porque era su última comida en Nueva Orleáns, y quería hacer honor a los langostinos, y bajo la mirada de su marido no podía disfrutar de ellos. Sin embargo, se comió uno grandísimo y bebió una buena cantidad de champaña. Tal vez fue aquella mezcla lo que por la noche hizo retornar su antigua pesadilla, pues se despertó bañada en un sudor frío, sollozando entrecortadamente. Estaba de nuevo en Tara y Tara estaba desolada. Su madre había muerto y con ella había desaparecido del mundo toda la fuerza y la sabiduría. En ninguna parte del mundo había nadie a quien recurrir, nadie de quien fiarse. Y algo terrible la perseguía, y ella corría, corría con el corazón saltándosele del pecho, corría rodeada de una espesa niebla, gritando, buscando a ciegas aquel puerto de salvación desconocido, sin nombre, que se encontraba en algún lugar en la niebla, cerca de ella.

Rhett estaba inclinado sobre Scarlett, cuando se despertó y sin una palabra la tomó en sus brazos como a una niña, estrechándola fuertemente: sus duros músculos la confortaban, su murmullo sin palabras la tranquilizaba, hasta que cesaron sus sollozos.

—¡Oh, Rhett! Tenía tanto frío, y tanta hambre, tanto cansancio... y no podía encontrarlo. Corría y corría envuelta en la niebla y no podía encontrarlo.

—¿Encontrar qué, cariño?

—No lo sé, quisiera saberlo.

—¿Es la antigua pesadilla?

—Sí.

Mimosamente, la colocó en la cama, rebuscó en la oscuridad y encendió una vela. A la luz, sus ojos sanguinolentos y los duros rasgos de su rostro eran indescifrables como la piedra. La camisa abierta hasta la cintura mostraba un pecho moreno cubierto de vello negro y tupido. Scarlett, que seguía tiritando de miedo, pensó que aquel pecho sería fuerte y protector, y balbuceó:

—Cógeme, Rhett.

—¡Cariño! —repuso él suavemente, y cogiéndola en brazos se sentó en una butaca, meciendo a Scarlett como si fuera una niña.

—¡Oh, Rhett, es espantoso tener hambre!

—¡Debe de ser espantoso soñar que se muere de hambre después de una cena como la de esta noche y de aquel enorme langostino!

Sonreía al hablar, pero su mirada era bondadosa.

—¡Oh, Rhett! Yo corro, corro a la caza de algo y nunca consigo encontrar lo que voy buscando. Está siempre escondido en la niebla. Sé que si lo encontrara sería la salvación para siempre jamás y que nunca volvería a tener ni frío ni hambre.

—¿Es una persona o una cosa lo que vas buscando?

—No lo sé. Nunca se me ocurre pensarlo. Rhett, ¿crees que soñaré alguna vez que consigo llegar a la salvación?

—No —contestó él, atusando su alborotada cabellera—, no lo creo. Los sueños no son así. Pero creo que si te acostumbras a sentirte a salvo, y caliente, y bien alimentada todos los días de tu vida, dejarás de tener ese sueño. Yo, Scarlett, voy a ocuparme de ponerte a salvo.

—Rhett, eres encantador.

—Gracias por las migajas de tu mesa. Scarlett, deseo que todas las mañanas al despertarte te repitas: «Nunca volveré a pasar hambre; nada podrá hacerme daño mientras Rhett esté a mi lado y el Gobierno de los Estados Unidos esté en el poder».

—¿El Gobierno de los Estados Unidos? —preguntó ella sentándose sobresaltada con las mejillas aún bañadas por las lágrimas.

—La moneda ex confederada se ha convertido en una mujer honrada. He invertido la mayor parte de mi fortuna en bonos del Gobierno.

—¡Santo Cielo! —gritó Scarlett, incorporándose en su regazo, olvidada de su reciente temor—. ¿Quieres decir que has prestado tu dinero a los yanquis?

—A un magnífico interés.

—Me importa poco que sea a un cien por cien. Tienes que vender inmediatamente. ¡Qué ocurrencia dejar a los yanquis disfrutar de tu dinero!

—¿Y qué quieres que haga con él? —preguntó Rhett sonriendo al ver que los ojos de Scarlett ya no estaban dilatados por el terror.

—¿Qué, qué?... Pues comprar terrenos en Cinco Puntos. Apostaría que con la cantidad de dinero que tienes puedes comprar todo Cinco Puntos.

—Gracias, pero no quiero poseer todo Cinco Puntos. Ahora que el Gobierno yanqui ha dominado toda Georgia, no puede decirse lo que ocurrirá. Quiero ponerlo todo fuera del alcance del enjambre de zánganos que se está volcando sobre Georgia por el norte, este, sur y oeste. Llevo demasiado tiempo tratándolos (ya lo sabes) para fiarme de ellos. No quiero poner mi dinero en fincas, prefiero bonos. Pueden ocultarse. Y, en cambio, las fincas no se pueden ocultar fácilmente.

—¿Tú crees? —empezó ella, pálida al acordarse de las serrerías y el almacén.

—No sé. Pero no te asustes, Scarlett. Nuestro gobernador es un buen amigo mío. Es sencillamente que los tiempos son demasiado inseguros ahora y que no quiero tener demasiado dinero en bienes inmuebles.

Pasó a su mujer de una de sus rodillas a la otra e, inclinándose, alcanzó un cigarro y lo encendió. Scarlett estaba sentada con los desnudos pies colgando, completamente olvidada de sus terrores.

—Lo que pienso tener en bienes muebles he de emplearlo en construir una casa. Pudiste convencer a Frank para que viviese en la de tía Pitty; pero a mí, no. No me creo capaz de soportar sus desmayos tres veces al día. Seguramente el tío Peter me asesinaría antes de dejarme vivir bajo el sagrado techo de los Hamilton. La señora Pitty puede llevarse a India Wilkes para que viva con ella y no dejar entrar al hombre del saco. Cuando volvamos a Atlanta nos iremos a vivir al Hotel Nacional hasta que esté terminada nuestra casa. Antes de salir de Atlanta compraré el solar grande de Peachtree, el que está al lado de la casa de Leyden. ¿Sabes cuál te digo?

—¡Qué encanto, Rhett! ¡Con las ganas que yo tengo de vivir en una casa propia! Que sea muy grande, ¿eh?

—Vaya, menos mal que estamos de acuerdo en algo. ¿Qué te parecería el estuco blanco con hierros forjados como estas casas criollas?

—¡Oh, no Rhett! Nada de estilo antiguo como estas casas de Nueva Orleáns. Yo ya sé lo que quiero. Y es lo más moderno que hay, porque vi la fotografía en... ¿Dónde fue? ¡Ah, sí! En el
Harpers Weekly.
Me fijé en él. Era al estilo de un chalet suizo.

—¿Un qué suizo?

—Un chalet.

—Deletréalo.

Scarlett lo hizo.

—¡Oh! —dijo Rhett, tirándose de los bigotes.

—Era encantador. Tenía el tejado abuhardillado, con una ventana larga y estrecha en el frente y, a cada extremo, una torrecilla hecha de mosaicos. Y las torrecillas tenían ventanas con cristales rojos y azules. ¡Y resultaba tan elegante!

—Supongo que tendría trabajo de marquetería en la barandilla del porche.

—Sí.

—Y una franja de volutas de madera que colgaban del tejado del porche.

—Sí; debes haber visto uno parecido.

—Sí, pero no en Suiza. Los suizos son una raza demasiado inteligente y sensible a la belleza arquitectónica. ¿Deseas de veras una casa como ésa?

—Ya lo creo.

—Esperaba que la convivencia conmigo te mejoraría el gusto. ¿Por qué no una casa criolla o en estilo colonial, con seis columnas blancas?

—Te digo que no quiero nada visto ya y antiguo. Y por dentro hemos de poner las paredes empapeladas de rojo, y cortinas de terciopelo rojo también en todas las puertas, y muebles carísimos de nogal, y alfombras grandes, gruesas, y... ¡Oh, Rhett!... Todo el mundo se pondrá amarillo de envidia cuando vea nuestra casa.

—¿Es necesario que todos se pongan amarillos de envidia? Bueno, pues, si quieres, pasarán envidia. Pero, Scarlett, ¿no se te ha ocurrido pensar que no resulta de demasiado buen gusto amueblar la casa tan lujosamente cuando todo el mundo está tan pobre?

—La quiero así —dijo ella obstinada—. Quiero que todos los que han sido tan malos conmigo se muerdan los puños. Y daremos grandes recepciones que harán a la ciudad entera arrepentirse de haber dicho cosas tan desagradables de nosotros.

—Pero ¿quién asistirá á nuestras recepciones?

—Hombre, me figuro que todo el mundo.

—Lo dudo; «La Vieja Guardia muere, pero no se rinde».

—Vas demasiado lejos, Rhett. Cuando se tiene dinero, todos le bailan a uno el agua.

—Menos la gente del Sur. Es más difícil al dinero del especulador entrar en los grandes salones que al camello pasar por el ojo de una aguja. Y en cuanto a las gentes de negocios sucios (es decir, tú y yo, cariño), tendremos suerte si no nos escupen a la cara. Pero, si quieres hacer la prueba, yo te apoyaré, querida, y estoy seguro de que la campaña me divertirá enormemente. Y, ya que estamos hablando de dinero, déjame explicarte lo siguiente: puedes gastar todo el dinero que quieras para la casa y para tus faralaes. Y si quieres joyas también las tendrás. Pero todo he de escogerlo yo. Y cualquier cosa que quieras para Wade y EEa. ¡Tienes un gusto tan endemoniadamente malo, mi vida! Y si Will Benteen no consigue arreglar lo del algodón, yo estoy dispuesto a ayudar y a colaborar con ese mirlo blanco del Condado de Clayton que tú tanto quieres. Está claro, ¿verdad?

—Desde luego. Eres muy generoso.

—Pero escúchame bien: ni un céntimo para el almacén, ni un céntimo para esa especie de factoría que tienes.

—¡Oh! —murmuró Scarlett, decepcionada.

Durante toda la luna de miel había estado cavilando cómo podría sacar la conversación de los mil dólares que necesitaba para comprar cincuenta pies de terreno con que poder agrandar el depósito de maderas.

—Yo creí que siempre me habías aplaudido mucho por ser de criterio amplio y no preocuparme de lo que la gente pudiera decir de que llevara un negocio, y resulta que tú eres lo mismo que los demás, que te asusta que la gente pueda decir que en la familia soy yo la que lleva los pantalones.

—Bien, pues no le va a quedar a nadie la menor duda sobre quién lleva los pantalones en la familia Butler —dijo Rhett, recalcando mucho cada palabra—. No me importa lo que digan los tontos, desde luego. Soy lo bastante mal educado para estar orgulloso de tener una mujer que está a la última en todo. Yo deseo que continúes dirigiendo el almacén y las serrerías. Hay que contar también con tus hijos. Cuando Wade sea mayor puede no parecerle bien vivir a costa de su padrastro, y entonces puede tomar él la dirección. Pero ni un céntimo de lo mío ha de emplearse en ninguno de esos negocios.

—¿Por qué?

—Porque no quiero contribuir a mantener a Ashley Wilkes.

—¿Vas a empezar otra vez?

—No, pero me preguntas mis razones y te las digo. Y otra cosa: no creas que me vas a poder escamotear los libros y mentirme sobre el precio de tus trajes y sobre todo lo que cuesta llevar la casa, para así poder guardar el dinero y poder comprar muías y otra serrería para Ashley. Tengo la intención de vigilar y comprobar cuidadosamente tus gastos; y yo sé lo que cuestan las cosas. ¡Oh, no te ofendas! Lo harías. Es más fuerte que tú. Es más fuerte que tú cualquier cosa que se refiere a Ashley o a Tara. No tengo nada que decir de Tara, pero me opongo terminantemente en lo que concierne a Ashley. Te estoy dirigiendo con riendas muy flojas; pero no olvides que, a pesar de todo, llevo látigo y espuelas.

49

La señora Elsing aplicó el oído al escuchar en el vestíbulo los pasos de Melanie dirigiéndose a la cocina, donde el ruido de la vajilla y el tintineo de la plata anunciaban un refrigerio y, volviéndose, habló con voz suave a las señoras sentadas en el salón con el cestito de costura en el regazo.

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