Lo que el viento se llevó (136 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Las lágrimas rodaban por sus mejillas, sin que hiciese nada por ocultarlas, y sus manos se crispaban en tal forma que las uñas se le clavaban en la carne.

—¿Qué pesadilla?

La voz de él era tranquila y dulce.

—Es verdad. Se me olvidaba que usted no lo sabe. Pues bien, cuando trataba de ser amable con la gente y me decía que el dinero no lo era todo, en cuanto llegaba la hora de marcharme a la cama, siempre soñaba que estaba otra vez en Tara después de la muerte de mi madre, cuando los yanquis acababan de pasar por allí. Rhett, no se lo puede imaginar, me estremece pensarlo, lo veo de nuevo. ¡Todo está quemado, tan quieto, y no hay nada que comer! ¡Oh, Rhett, en mi sueño siento el hambre otra vez!

—Continúe.

—Yo tengo hambre, y todo el mundo, papá y mis hermanas, y los negros, están muertos de hambre y lo repiten una y otra vez: «¡Tenemos hambre, tenemos hambre!» Y yo estoy tan vacía que siento dolor. Y para mis adentros digo: «Si alguna vez salgo de ésta, nunca más volveré a tener hambre». Y entonces el sueño se desvanece en una niebla gris, y yo estoy corriendo, corriendo en la niebla, y corro tanto que mi corazón está a punto de estallar, y algo me impulsa, y ya no puedo respirar, pero pienso que si consigo llegar allí me salvaré. Pero yo no sé adonde quiero llegar. Y entonces me despierto y me siento estremecida de miedo, un miedo tan grande a volver a tener hambre otra
vez...
Cuando me despertaba de mi sueño, me parecía como si no hubiera en el mundo dinero bastante para evitar que yo pudiera volver a tener hambre. Y Frank era tan blando y tan compasivo con las gentes, que él nunca les hubiera sacado el dinero... No me comprendía. Yo pensaba que algún día llegaría a hacérselo comprender, cuando tuviéramos mucho dinero y yo menos miedo; a pasar hambre. Y ahora ha muerto y es demasiado tarde. Yo creí obrar bien y estaba completamente equivocada. ¡Ay, si pudiese empezar de nuevo, qué distinta iba a ser!

—Basta —dijo Rhett, soltándose de sus frenéticas manos y sacando de su bolsillo un pañuelo limpio—. Ahora séquese la cara. No tiene objeto que se ponga de ese modo.

Scarlett cogió el pañuelo y se enjugó las húmedas mejillas. Experimentaba cierta sensación de alivio, como si se hubiera desembarazado de una parte de la carga demasiado pesada para sus hombros. ¡Él parecía tan fuerte y tan tranquilo! Hasta la ligera contracción de su boca la animaba como si demostrase que compartía su tortura y turbación.

—¿Se encuentra ya mejor? Y ahora vamos con calma al fondo de todo esto. Dice que si pudiera volver a hacerlo sería completamente distinta. Pero ¿lo haría así? Piénselo fríamente. ¿Lo haría?

—Yo...

—¿No volvería a hacer lo mismo? ¿Podría obrar de otro modo?

—No.

—Entonces, ¿por qué se lamenta?

—¡He sido tan mala con él! Y ahora se ha muerto.

—Y si él no se hubiera muerto, usted seguiría siendo igual de mala. Por lo que puedo entender, no está usted disgustada por haberse casado con Frank, y haberle hecho desgraciado, y haber causado inadvertidamente su muerte; por lo que está disgustada es porque va a ir al infierno.

—Es que... ¡Está tan unido lo uno a lo otro!...

—Su moral es algo rara. Está en el mismo caso de un ladrón a quien se coge con las manos en la masa y que está asustado, no por haber robado, sino por miedo a ir a la cárcel.

—¡Un ladrón!

—¡Oh, no tome las cosas tan al pie de la letra! En otras palabras: si no se le hubiese ocurrido esa idea absurda de que estaba condenada a las eternas llamas del infierno, se encontraría muy a gusto desembarazada de Frank.

—¡Rhett!

—Vamos. Se está confesando y debe confesar la verdad como confesaría algunas mentiras. ¿La atormentó mucho su... conciencia cuando por trescientos dólares le ofreció a Frank el..., ¿cómo le llamaremos?..., esa joya que es más preciada que la vida?

El brandy estaba haciendo sus efectos, y Scarlett se sentía mareada e inquieta. ¿De qué le serviría no decirle la verdad, si él parecía leer en su interior?

—Yo entonces no me acordé gran cosa de Dios ni del infierno, y cuando me acordé... pensé que Dios comprendería.

—Pero, ¿usted no creyó que Dios comprendería por qué se casaba con Frank?

—Rhett, ¿cómo puede usted hablar así de Dios cuando no cree en Él?

—Usted cree en un Dios vengador, y eso es lo que ahora tiene importancia para usted. ¿Cómo no podría el Señor comprender...? ¿Siente que Tara sea aún suya y que no estén sus enemigos viviendo allí? ¿Siente no estar ya hambrienta y andrajosa?

—¡Oh, no!

—¿Tenía alguna alternativa no siendo la de casarse con Frank?

—No.

—Él no tenía ninguna obligación de casarse con usted, ¿no es así? Los hombres son libres. No tenía ninguna obligación de aguantar sus desplantes ni de hacer lo que no le placía, ¿verdad?

—Pero...

—Scarlett, ¿por qué preocuparse más por eso? Si tuviera que volver a hacerlo, volvería a mentir y a casarse con él. Volvería a poderse en peligro, y él volvería a tener que vengarse. Si se hubiera casado con su hermana Suellen, ella no hubiera causado su muerte, pero es probable que le hubiera hecho mucho más desgraciado que usted. No podía haber sido de otro modo —Pero yo pude haberme portado mejor con él. —Podría haberlo hecho si hubiera usted sido una persona distinta. Pero usted ha nacido para imponerse a todo el que se deje ¡imponer. Los fuertes están hechos para eso y los débiles para inclinarse ante ellos. Frank tuvo la culpa por no haberla azotado con un látigo. Me sorprende, Scarlett, que se le ocurra a usted desenterrar conciencia a estas alturas de su vida. Los oportunistas como usted no deben tenerla.

—¿Qué es un opor...? ¿Cómo ha dicho?

—Una persona que se aprovecha de las oportunidades.

—No debí hacerlo...

—Esto se ha discutido siempre, especialmente por aquellos que tienen las mismas oportunidades y no saben aprovecharlas.

—Rhett, se está usted burlando de mí, y yo había creído que iba a mostrarse cariñoso.

—Estoy siendo cariñoso, creo yo. Scarlett, querida, usted está mareada, eso es lo que le pasa.

—¿Se atreve...?

—Sí, me atrevo. Tiene usted lo que vulgarmente se llama una ¡borrachera y está a punto de sufrir una crisis de lágrimas. Así que voy a variar de asunto y voy a animarla contándole algunas noticias jque la divertirán. Realmente a eso venía esta tarde: a contarle mi noticia antes de marchar. —¿Adonde va?

—A Inglaterra, y tal vez pase allí unos cuantos meses. Olvide su conciencia, Scarlett. No tengo ganas de perder más tiempo discutiendo el destino de su alma. ¿No tiene ganas de oír mis noticias? —Pero... —empezó débilmente.

Luego se detuvo. Entre el brandy, que iba suavizando los ásperos contornos del remordimiento, y las palabras de Rhett, burlonas, pero tranquilizadoras, el pálido espectro de Frank empezaba a borrarse en las sombras. Acaso Rhett tuviese razón. Tal vez Dios comprendiese. Se recobró lo suficiente para rechazar la idea, y decidió: Mañana pensaré en todo esto».

—¿Cuál es esa noticia? —dijo haciendo un esfuerzo, limpiándole con el pañuelo y echándose para atrás el cabello, que había empezado a alborotársele.

—Mi noticia es ésta —contestó él haciéndole un guiño—: yo la quiero a usted más que a ninguna de las mujeres que conozco. Y, ahora que ya no existe Frank, pensé que le interesaría saberlo. Sí, lo pensé.

Scarlett apartó sus manos de las de Rhett y se puso en pie indignada.

—Yo... Es usted el hombre más grosero del mundo; venir aquí precisamente en estos momentos, con esa indecencia. Debía yo saber que no podía usted cambiar. ¡Cuando el cadáver de Frank está aún caliente! Si tiene usted alguna idea de decoro, márchese de aquí inmediatamente.

—Tranquilícese, o vamos a tener aquí a tía Pitty dentro de un minuto —dijo él, no levantándose, sino extendiendo los brazos y cogiéndola de las muñecas—. Estoy seguro de que equivoca usted mis intenciones.

—¿Equivocar sus intenciones? ¡No equivoco nada!

Y se esforzaba en desasirse.

—¡Suélteme y salga de aquí! Nunca había oído nada de tan mal gusto...

—Cállese —dijo él—. Estoy pidiéndole que se case usted conmigo. ¿Se convencerá si me pongo de rodillas?

Scarlett murmuró:

—¡Oh!

Y se dejó caer sin respiración en el sofá.

Le miró asombrada, con la boca abierta, preguntándose si el brandy la habría trastornado, recordando inconscientemente su frase acostumbrada: «Querida mía, yo no soy hombre de esos que se casan». O ella estaba bebida, o él estaba loco. Pero no parecía loco. Estaba tan tranquilo como si hablara del tiempo. Y su voz resonaba en sus oídos completamente natural.

—Siempre he pensado que llegara a ser mía, Scarlett, desde aquel primer día que la vi en Doce Robles, cuando tiró aquel vaso y juró y demostró que no era usted una señora. Siempre me propuse llegar a poseerla de una manera o de otra. Pero como usted y Frank han hecho algún dinero, comprendo que no la conseguiré con proposiciones ilícitas. Así que me he convencido de que tendré que casarme con usted.

—¡Rhett Butler! ¿Es ésta una de sus perversas burlas?

—Le estoy hablando con el corazón en la mano y no me cree. No, Scarlett; es una declaración en toda regla. Reconozco que no es del mejor gusto venir en estos momentos, pero tengo una magnífica excusa para mi falta de tacto. Me marcho mañana por bastante tiempo y temo que, si espero hasta la vuelta, la encontraré casada con otro que tenga algún dinero. Y así pensé: «¿Por qué no conmigo y con mi dinero?». Realmente, Scarlett, no puedo pasarme toda la vida esperando a cazarla entre dos maridos.

Y lo pensaba, no cabía la menor duda sobre ello. Ella tenía la boca seca, mientras procuraba convencerse. Tragaba saliva y le miraba a los ojos intentando encontrar la clave de aquello. Estaban llenos de risa, pero había algo más en el fondo que Scarlett no le había visto jamás: un fulgor que desafiaba el análisis. Estaba sentado cómoda y descuidadamente, pero Scarlett sentía que la observaba con tanta ansiedad como el gato observa el agujero del ratón. Le producía el efecto de tener un resorte en tensión bajo su aparente calma, de tal forma que ella se echó hacia atrás algo asustada.

Estaba, efectivamente, pidiéndole que se casase con él; estaba haciendo lo increíble. Alguna vez, Scarlett había planeado cómo le haría sufrir si llegase a proponérselo. Una vez había decidido que si él pronunciaba estas palabras ella lo humillaría y le haría sentir su poder y experimentaría un maligno placer al hacerlo. Y ahora él había hablado y ella ni siquiera se acordaba de sus planes porque no lo sentía en su poder, como no lo había sentido jamás. De hecho, él era el dueño de la situación, de tal modo que ella estaba tan azorada como una jovencita ante la primera declaración, y sólo era capaz de ruborizarse y tartamudear.

—Yo... yo nunca me volveré a casar.

—Ya lo creo que volverá; ha nacido usted para casada. ¿Por qué no conmigo?

—Pero, Rhett, yo... yo no le quiero.

—Eso no es un inconveniente. Yo no sé que el amor haya sido indispensable en sus otros dos matrimonios.

—¡Oh! ¿Cómo puede decir...? Ya sabe que he tenido mucho cariño a Frank.

Él no dijo nada.

—Yo estaba..., yo estaba...

—Bien, no discutamos sobre eso. ¿Quiere pensar en mi proposición mientras estoy fuera? —Rhett, no me gusta dejar las cosas en el aire. Prefiero decírselo ahora. Pienso marcharme a casa, a Tara, pronto. India Wilkes vendrá a quedarse con tía Pittypat. Quiero irme a casa por una larga temporada. Y... y yo no quiero volver a casarme.

—¡Bobadas! ¿Porqué?

—No sé por qué; no lo he pensado. Sencillamente, no quiero volverme a casar.

—Pero, hija mía, realmente usted nunca ha estado casada. ¿Cómo puede usted saber? Voy a admitir que ha tenido mala suerte: una vez por despecho y otra vez por dinero. ¿Ha pensado alguna vez en casarse sencillamente por gusto? —¿Por gusto? No diga tonterías. No hay ningún placer en estar casada.

—¿No? ¿Por qué no?

Había recobrado cierta especie de calma, y con ella toda su natural rudeza, que el brandy hacía aparecer más a la superficie.

—Hay placer para los hombres, aunque Dios sabe por qué. Nunca he podido comprenderlo. Pero todo lo que la mujer saca en limpio es algo que comer, y mucho trabajo, y tener que aguantar todas las chifladuras de un hombre, y... un bebé todos los años.

Él se reía tan estruendosamente, que su risa resonaba en la quietud de la casa, y Scarlett sintió abrirse la puerta de la cocina.

—Cállese. Mamita tiene oídos de lince y no es decoroso reír tan pronto después de... Deje de reír. Sabe de sobra que es verdad. ¡Placer! ¡Vamos, hombre!

—Le digo que ha tenido usted mala suerte, y lo que acaba de decir lo demuestra. Ha estado casada con un niño y con un viejo. Y estoy completamente seguro de que su madre le dijo que las mujeres tienen que soportar algunas cosas a cambio de las compensadoras alegrías de la maternidad. Bien, pues todo eso es una equivocación. ¿Por qué no casarse con un verdadero joven que tiene bastante mala reputación y costumbre de tratar a las mujeres? Sería divertido.

—Es usted ordinario y presuntuoso, y yo creo que esta conversación ya ha durado bastante. ¡Es de tan mal gusto!

—Y enormemente divertida también. Apostaría a que nunca discutió las relaciones matrimoniales con ningún hombre más que con Charles y con Frank.

Scarlett lo miró ceñuda. Rhett sabía demasiado. Ella se preguntaba dónde habría aprendido todo lo que sabía de las mujeres. Aquello no era decente.

—No se enfade. Fije el día, Scarlett. No insisto en un matrimonio inmediato, para salvar las apariencias. Esperemos el tiempo prescrito. Vamos a ver: ¿cuál es exactamente el término legal?

—Yo no he dicho que me voy a casar con usted. No es decoroso ni siquiera el hablar de semejante cosa en estos momentos.

—Ya le he dicho por qué hablo de ello. Me marcho fuera mañana y soy un enamorado demasiado ardiente para contener mi pasión por más tiempo. Pero tal vez he estado demasiado precipitado en mi pretensión.

Con una rapidez que la desconcertó, se dejó resbalar del sofá hasta quedar de rodillas, y, con una mano caballerescamente puesta sobre su corazón, recitó muy de prisa:

—Perdóneme por asustarla con la impetuosidad de mis sentimientos, querida Scarlett; quiero decir, querida señora Kennedy. No debe haber pasado inadvertido para su perspicacia que la amistad hace mucho tiempo sentía hacia usted ha madurado convirtiéndose en un sentimiento más hermoso, más puro, más sagrado. ¿Me atreveré a decirle su nombre? ¡Ah! Es el amor lo que me hace tan atrevido.

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