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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (66 page)

—Acamparon en los alrededores de la casa, en todas partes, en el algodón, en el maíz. La hierba quedó cubierta por el azul de sus uniformes. Aquella noche encendieron un millar de hogeras de campamento. Arrancaron las vallas y echaron los maderos al fuego, para guisar con ellos, y después los cobertizos, y los establos, y el ahumadero. Mataron las vacas, los cerdos y los pollos... y hasta mis pavos (¡los preciosos pavos de Gerald, también perdidos!). Se llevaron las cosas, incluso los cuadros... algunos muebles, la vajilla.... —¿Y la plata?

—Pork y Mamita hicieron no sé qué con la plata... La metieron en el pozo... No me acuerdo ahora. —La voz de Gerald sonaba trémula—. Luego libraron una batalla desde aquí..., desde Tara. ¡Si vieras qué ruido...! Gente galopando y corriendo por todas partes. Y, después, los cañones de Jonesboro sonaban como un trueno... hasta las niñas lo oían, a pesar de estar enfermas, y me decían una y otra vez: «Papá, haz que se callen esos truenos.»

—¿Y mamá? ¿Sabía que los yanquis estaban en la casa? —No..., no lo supo nunca.

—¡Gracias a Dios! —dijo Scarlett—. Mamá se evitó esa pena. Ellen nunca lo supo, no oyó jamás al enemigo, que ocupaba la planta baja, ni oyó los cañones de Jonesboro, ni supo jamás que la tierra que formaba parte de su corazón era hollada por los yanquis.

—Yo vi a muy pocos de ellos, porque me quedaba arriba con las niñas y con tu madre. Al que más vi fue al joven cirujano. Era amable, muy amable, Scarlett. Después de haber trabajado todo el día, curando a los heridos, venía a sentarse con ellas. Incluso dejó algunos medicamentos. Me dijo que, cuando ellos se fuesen, las nenas se pondrían bien, pero que tu madre... Estaba tan delicada, dijo..., demasiado delicada para soportarlo. Dijo que le fallaban las fuerzas.

En el silencio posterior, Scarlett vio a su madre tal y como debió de estar en aquellos últimos días, como una frágil torre de refuerzo en Tara, haciendo de enfermera, trabajando, sin sueño ni comida para que otros pudiesen dormir y comer.

—Y después se marcharon... Después se marcharon. Permaneció en silencio largo rato; y luego le cogió la mano. —¡Me alegro de que hayas vuelto a casa! —dijo simplemente. Se oyó un ruido como de raspar en el porche trasero. El pobre Pork, acostumbrado durante cuarenta años a quitarse el polvo de los zapatos antes de entrar en casa, no lo olvidaba ni aun en aquellos momentos. Entró, sosteniendo con cuidado dos calabazas, y precedido por el fuerte olor a alcohol que emanaba de ellas.

—Se me ha vertido mucha, señora Scarlett. Es muy difícil verter el líquido de un barril sin espita en una calabaza. —No importa, Pork. Muchas gracias.

Scarlett cogió la mojada calabaza, arrugando la nariz al sentir aquel olor desagradable y acre.

—Bebe esto, papá —dijo, poniendo en su mano aquel extraño receptáculo y cogiendo la segunda calabaza llena de agua que traía Pork. Gerald levantó la suya, obediente como un chiquillo, y tragó ruidosamente. Scarlett le dio después agua, pero él negó con la cabeza.

Cuando ella cogió la calabaza del whisky de sus manos y se la acercó a la boca, vio que los ojos de él seguían sus movimientos mostrando una vaga desaprobación.

—Ya sé que las damas no beben alcohol —dijo, lacónica—. Pero hoy no soy una dama, papá, y esta noche tenemos que trabajar. No lo olvides.

Inclinó la vasija, llenó los pulmones de aire y bebió con avidez. El ardiente líquido pareció quemarle desde la garganta al estómago, ahogándola y arrancando lágrimas de sus ojos. Respiró otra vez y de nuevo levantó la vasija.

—¡Katie Scarlett! —protestó Gerald, poniendo en su voz la primera nota de autoridad que había oído ella desde su llegada—. Basta ya. No estás acostumbrada al alcohol y te puedes emborrachar.

—¿Emborracharme yo? —exclamó ella con una carcajada desagradable—. ¿Emborracharme? ¡Ojalá! Me gustaría emborracharme para olvidar todo esto.

Bebió otra vez y una lenta oleada de calor le recorrió las venas e inundó su cuerpo hasta hacerle sentir un cosquilleo en la punta de los dedos. ¡Qué agradable sensación la de aquel fuego caritativo! Parecía penetrar hasta su corazón, oprimido por el hielo, y el vigor se extendía de nuevo velozmente por todo su cuerpo. Viendo la sorprendida y apenada fisonomía de Gerald, le volvió a acariciar las rodillas e intentó repetir una de aquellas picarescas sonrisas que tanto le agradaban antes.

—¿Cómo podría emborracharme, papá? Soy hija tuya. ¿Acaso no he heredado la cabeza más firme de todo el condado de Clayton?

El casi sonrió, contemplando la fatigada cara de su hija. El whisky le reconfortaba también. Scarlett se lo volvió a dar.

—Ahora vas a beber otro trago, y luego te acompañaré arriba para que te metas en la cama.

Se contuvo. Así hablaba ella a Wade, pero no debía dirigirse en la misma forma a su padre. Era una falta de respeto. Mas él estaba pendiente de sus palabras.

—Sí, señor, a meterte en la cama —añadió, en tono ligero— y a darte otro trago, incluso todo lo que quede, para que duermas. Necesitas dormir, y Katie Scarlett está aquí; de modo que no tienes que preocuparte de nada. Bebe.

Gerald bebió de nuevo, obediente, y ella, deslizando su brazo por debajo del suyo, le hizo levantarse.

—¡Pork!

Pork asió la calabaza con una mano y el brazo libre de Gerald con la otra. Scarlett cogió la vela encendida y los tres atravesaron el oscuro vestíbulo y ascendieron los tortuosos escalones que conducían al cuarto de Gerald.

La habitación en donde Suellen y Carreen yacían quejándose y revolviéndose sobre la misma cama apestaba al olor del trapo retorcido que ardía en una salsera llena de sebo y que constituía la única iluminación. Cuando Scarlett abrió la puerta, la densa atmósfera de la estancia, con las ventanas cerradas y el aire saturado de todos los olores propios del cuarto de un enfermo, olores a medicamentos y a fétida grasa quemada, casi la hicieron desvanecerse. Ya podían decir los médicos que el aire fresco era fatal en la habitación de un enfermo. Pero si ella tenía que permanecer allí, necesitaba aire puro o se moriría. Abrió las tres ventanas, dejando penetrar el aroma de la tierra y de las hojas de encina, pero el aire fresco no bastaba para disipar los insoportables hedores acumulados durante varias semanas en aquella habitación cerrada.

Carreen y Suellen, pálidas y demacradas, dormían con sobresalto y se despertaban para mascullar vagas palabras, mirando con asombro desde el elevado lecho de cuatro columnas, donde habían cuchicheado juntas en días mejores y más felices. En un rincón de la estancia había una cama vacía, una estrecha cama estilo francés, de pies y cabecera curvados, que Ellen había traído de Savannah. Allí había reposado Ellen.

Scarlett se sentó junto a las dos niñas y las contempló como una estúpida. El whisky bebido con el estómago vacío empezaba a jugarle malas pasadas. Unas veces, sus hermanas le parecían estar muy alejadas y sus voces débiles e incoherentes llegaban hasta ella como zumbidos de insectos. Otras, parecían adquirir un enorme volumen, llegando hasta ella con la velocidad de un relámpago. Estaba cansada, cansada hasta los tuétanos. Podía acostarse y dormir días enteros.

¡Si lograse siquiera dormirse y al despertar viera que Ellen le sacudía suavemente el brazo diciendo: «Es tarde ya, Scarlett. No seas tan perezosa»! Pero eso ya no sucedería más. ¡Si viviese Ellen, si hubiese alguna persona mayor que ella, de más experiencia, a quien poder acudir! ¡Alguien en cuyo regazo pudiese ella reposar la cabeza, alguien en cuyos hombros pudiese descargar el peso que ahora la abrumaba!

La puerta se abrió despacio y entró Dilcey, llevando el niñito de Melanie junto al pecho y la calabaza de whisky en la mano. A la luz humeante e incierta de la vela, parecía más delgada que la última vez que Scarlett la viera y la sangre india se acusaba más en su rostro. Los salientes pómulos parecían más prominentes, la nariz aguileña más afilada, y la piel cobriza relucía con mayor brillo. Su deslucido vestido de percal estaba abierto por el escote, mostrando un voluminoso y bronceado pecho. Estrechamente arrimado a ella, el bebé de Melanie oprimía con avidez su boquita de capullo de rosa contra el oscuro pezón, chupando, agarrando con sus manitas la suave carne, como un gatito que busca el calor del vientre materno.

Scarlett se levantó vacilante y posó una mano sobre el brazo de Dilcey.

—Fuiste muy buena quedándote, Dilcey.

—¿Cómo me hubiera podido ir con esos negros asquerosos, señora Scarlett, cuando su papá fue tan bueno que me compró a mí y a mi pequeña Prissy, y su mamá ha sido tan buena?

—Siéntate, Dilcey. ¿Qué? ¿No extraña el pecho el niño? ¿Y cómo está la señora Melanie?

—Al nene no le pasa nada; sólo tenía hambre; y yo tengo leche bastante para alimentar a un chiquillo hambriento. No, mí ama, la señora Melanie está bien. No se morirá, señora Scarlett. No se preocupe. He visto muchas personas, blancas y negras, igual que ella. Está muy cansada, muy nerviosa, y tiene miedo por su hijito. Pero la hice callar, le di un poco de lo que quedaba en la calabaza y ahora está durmiendo. ¡Así, pues, el whisky había servido para toda la familia! En su histeria, Scarlett pensó que a acaso convendría dárselo también al pequeño Wade para ver si así se le quitaban los hipos y los sollozos. Y Melanie no se moriría. Y cuando regresara Ashley..., si regresaba... ¡No, ya pensaría en eso más tarde! ¡Había tantas cosas que desenredar, que resolver...! ¡Si pudiese borrar para siempre las horas de las preocupaciones...! Se incorporó de pronto al escuchar un ruido, algo así como «kerbunk... kerbunk...», que rompía la quietud del aire exterior.

—Es Mamita, que saca agua para lavar a las señoras. Necesitan mucho baño —explicó Dilcey, colocando las calabazas sobre la mesa entre los frascos de medicamentos y un vaso.

Scarlett se echó a reír bruscamente. Sus nervios debían estar hechos trizas para que el ruido de la polea del pozo, tan ligado a sus más lejanos recuerdos, pudiera asustarla. Dilcey la miró fijamente, mientras reía, con expresión de inmóvil dignidad, pero Scarlett adivinó que la comprendía. Se hundió más en la silla. ¡Si pudiese al menos despojarse del apretado corsé, del cuello que la ahogaba, y de las zapatillas llenas aún de arena y piedrecillas que le producían ampollas en los pies!

La polea crujía lentamente mientras iba arrollándose la cuerda, y cada crujido acercaba el cubo al brocal. Pronto estaría Mamita con ella, la Mamita de Ellen, su Mamita. Scarlett permaneció sentada en silencio, sin fijar su atención en nada, mientras el bebé, saciado ya de leche, gruñía porque se le había escapado el dulce pezón. Dilcey, silenciosa también, guió la boca del niño para devolvérselo, meciéndole en sus brazos, mientras Scarlett escuchaba el lento arrastrar de los pies de Mamita en el patio posterior. ¡Qué tranquilo estaba el aire nocturno! El menor ruido llegaba a sus oídos como un gran estrépito.

El vestíbulo superior pareció temblar cuando el pesado cuerpo de Mamita se acercó a la puerta. En seguida entró en la estancia con los hombros encorvados bajo dos pesados cubos de madera y su amable rostro negro tristón, con la incomprensible tristeza de la cara de un simio. Sus ojos se iluminaron al ver a Scarlett, los blancos dientes brillaron al dejar los cubos en el suelo, y Scarlett corrió hacia ella, posando su cabeza sobre los generosos y caídos pechos que habían sostenido tantas cabezas, blancas y negras. Percibió, finalmente, algo de la antigua vida, que perduraba allí inmutable. Pero las primeras palabras de Mamita disiparon su ilusión.

—¡Ha vuelto a casa mi niña! ¡Oh, señorita Scarlett! ¿Qué hacer ahora, muerta la señorita Ellen? ¡Oh, si al menos me hubiera muerto yo con ella! No puedo estar sin la señorita Ellen. Aquí no ha habido más que desdichas y miserias. ¡Cargas demasiado pesadas, niña mía, demasiado pesadas de soportar!

Mientras Scarlett permanecía con la cabeza en el pecho de Mamita, reparó en las palabras «cargas» y «soportar». Eran las mismas que se agitaran, monótonas, en su mente durante aquella tarde. Ahora, con el corazón abatido, recordó el resto de la canción.

Sólo unos pocos días de soportar la carga, la carga que ya nunca ligera nos será... Algunos vacilantes pasos en el camino...

«Ya nunca ligera nos será...» Las palabras se repetían en su fatigado cerebro. ¿No le sería nunca ligera la carga? Volver a Tara, en vez de significar paz y descanso, ¿significaría más cargas aún? Se desprendió de los brazos de Mamita y acarició su arrugada frente.

—¡Pero si está usted despellejada! —Mamita asió las manos ensangrentadas y llenas de ampollas y las contempló horrorizada—. Pero ¡cómo!, señorita Scarlett; le tengo dicho siempre que debía usted tener cuidado de su piel... ¡y tiene también la cara quemada por el sol!

¡Pobre Mamita! Seguía pensando en cosas tan fútiles a pesar de que la guerra había pasado junto a ella. Y a renglón seguido diría que las señoritas con las manos despellejadas y la cara llena de pecas no encontraban marido. Pero no le dio tiempo a formular aquella observación.

—Mamita, quiero que me hables de mi madre. No he podido soportar que me lo contase papá.

Las lágrimas brotaban de los ojos de Mamita cuando se inclinó para coger los cubos. En silencio, los llevó junto a la cama y, abriendo la sábana, comenzó a quitar la ropa de noche a Suellen y a Carreen. Scarlett, contemplando a sus hermanas a la débil y vacilante luz, vio que Carreen llevaba una camisa de dormir hecha jirones y que Suellen estaba envuelta en un viejo «négligée», una prenda de hilo pardusco cuajada de hilachas y rotos entredoses de encaje irlandés. Mamita lloraba silenciosamente mientras pasaba la esponja por aquellos flacos cuerpecillos, usando los restos de un delantal viejo para secarlas.

—Señorita Scarlett; fueron ésos, los Slattery, esos cochinos blancos de mala ralea, los que mataron a la señorita Ellen. Ya le dije una y otra vez que de nada servía hacer bien a esa gentuza, pero la señorita era tan dura de cabeza y tan blanda de corazón que no sabía decir nunca que no a los que la necesitaban.

—¿Los Slattery? —preguntó Scarlett asombradísima—. ¿Qué tuvieron que ver...?

—Estaban enfermos de eso —gesticuló Mamita, señalando con su trapo a las dos niñas desnudas, que chorreaban agua sobre la sábana mojada—. La hija mayor de la señorita Slattery, Emmie, lo cogió, y la señorita Slattery vino aquí a escondidas para buscar a la señorita Ellen, como hacían siempre cuando les ocurría algo malo. ¿Por qué no cuidaba ella de los suyos? Bastante tenía ya que hacer la señorita Ellen. Pero mi ama fue allí y cuidó a Emmie. Y la señorita Ellen ya no era ella, señorita Scarlett. Su mamá hacía tiempo que no estaba bien. No ha habido mucho que comer por aquí, con los comisarios que se llevaban todo lo que teníamos en el campo. Y la señorita Ellen comía siempre como un pajarito. Yo no dejaba de repetirle que no se ocupase de esa gentuza blanca, pero no me hacía caso. Bueno, cuando parecía que Emmie estaba mejor, la niña Carreen lo pilló. Sí, señorita, el tifus saltó de la carretera y pescó a la niña Carreen y después a la niña Suellen. Y, claro, la señorita Ellen se puso también a cuidarlas.

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