Read Lo que el viento se llevó Online

Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (65 page)

—Son Melanie y su hijo —murmuró Scarlett rápidamente—. Ella está muy mal... La he traído hasta aquí.

Gerald retiró la mano del hombro de su hija. Mientras avanzaba despacio hacia el coche era como una fantasmal apariencia del antiguo dueño de Tara acogiendo a los huéspedes. Sus palabras parecían brotar de recuerdos ensombrecidos.

—Prima Melanie —la voz de Melanie contestó con un murmullo indistinto—, prima Melanie, ésta es tu casa. Doce Robles está incendiado. Tienes que quedarte con nosotros.

La conciencia de los prolongados sufrimientos de Melanie impulsó a Scarlett a la acción. Una vez más, la acuciaba la urgencia del presente: la necesidad de acostar a Melanie y a su hijo en un lecho blando y de ocuparse de algunos detalles necesarios para ellas. —Hay que llevarla. No puede andar.

Se oyó un rumor de pies y una oscura silueta surgió de las tinieblas del vestíbulo. Era Pork. Bajó corriendo los escalones.

—¡Señora Scarlett, señora Scarlett! —gritó.

Scarlett le cogió los brazos. ¡Pork, parte integrante de Tara, tan querido como sus ladrillos y sus frescos corredores! Sintió caer sus propias lágrimas sobre sus manos, mientras él le daba torpes palmaditas, exclamando:

—¡Estoy muy contento de que haya vuelto! ¡Estoy muy...!

Prissy prorrumpió en sollozos mezclados con incoherentes palabras:

—¡Poke, Poke, querido!

Y el pequeño Wade, alentado por la debilidad de las personas mayores, comenzó a lloriquear de nuevo y a gemir:

—¡Wade tiene sed!

Scarlett procuró poner orden en el desconcierto.

—La señora Melanie y su hijo están en el coche. Pork, haz el favor de transportarla con cuidado y llevarla al cuarto de invitados de la parte de atrás. Prissy, coge al pequeño y a Wade, llévalos adentro y da a Wade un vaso de agua. ¿Está Mamita aquí, Pork? Dile que la necesito.

Galvanizado por su voz imperiosa, Pork se acercó al coche y comenzó a atrafagarse en su trasera. Melanie exhaló un quejido cuando él medio la levantó y medio la arrastró afuera del colchón de pluma en que la joven pasara tantas horas. Y cuando estuvo en los fuertes brazos de Pork, su cabeza cayó, como la de un niño, sobre el hombro de él. Prissy, con el pequeño en brazos y Wade de la mano, los siguió por los anchos escalones y desapareció en la oscuridad del vestíbulo. Los ensangrentados dedos de Scarlett apretaron con apremio la mano de su padre.

—¿Se han curado, papá?

—Las niñas mejoran.

Se hizo un silencio. Una idea, demasiado monstruosa para expresarla con palabras comenzó a dibujarse. Ella no podía hacerla salir a sus labios. Una y otra vez carraspeó, pero una súbita sequedad parecía haber obstruido su garganta. ¿Sería aquélla la respuesta al enigmático silencio de Tara? Gerald habló como si contestara a la pregunta que rondaba su mente:

—Tu madre... —dijo. Y se detuvo.

—¿Mamá...?

—Tu madre murió ayer.

Asida con fuerza al brazo de su padre, Scarlett avanzó por el ancho y oscuro vestíbulo que, aun en la oscuridad, le resultaba tan familiar como siempre. Procurando no tropezar con las sillas de alto respaldo, con el armero vacío, con el viejo armario de patas en forma de garras, se dirigió instintivamente al despachito de la parte trasera de la casa, donde Ellen acostumbraba sentarse para hacer sus interminables cuentas. Sin duda, cuando ella entrara en el cuarto su madre se hallaría sentada ante el escritorio y, posando la pluma, se levantaría, entre rumores de su miriñaque y un suave aletear de dulce fragancia, para recibir a su fatigada hija. Ellen no podía haber muerto, por mucho que papá lo dijera, repitiéndolo luego una vez y otra como un loro que sólo conoce una frase: «Murió ayer, murió ayer, murió ayer...»

¡Oh, qué extraño era no sentir ahora nada, nada salvo una debilidad que encadenaba sus miembros como con férreas cadenas y un hambre que hacía temblar sus rodillas! Pensaría en su madre después. Arrancó de su mente a su madre por el momento, para no andar tropezando estúpidamente como Gerald o sollozando monótonamente como Wade.

Pork bajó los anchos escalones, dirigiéndose a sus dueños, apresurándose hacia Scarlett como un animal aterido hacia la lumbre.

—¿Por qué no enciendes? —preguntó la joven—. ¿Cómo está la casa tan oscura, Pork? Trae velas.

—Se han llevado todas las velas, señora Scarlett. Todas menos una ya casi consumida que empleamos para buscar las cosas en la oscuridad. Mamita usa como luz una mecha de trapo en un plato lleno de grasa para cuidar a las señoritas Suellen y Carreen.

—Trae la vela que queda —ordenó Scarlett—. Llévala al gabinete de mamá... A su gabinete. Pork se dirigió al comedor, arrastrando los pies, y Scarlett, avanzando en la habitación en tinieblas, se dejó caer en el sofá. El brazo de su padre seguía apoyado en el codo de ella, desvalido, suplicante, confiado, como sólo suelen serlo los brazos de los muy niños o de los muy viejos.

«Es ya muy viejo, un viejo fatigado», pensó Scarlett de nuevo, asombrada por su propia indiferencia al constatarlo.

Osciló una luz en la habitación. Pork entraba llevando una vela medio consumida en una salsera. El oscuro aposento recobró la vida, con el hundido y viejo sofá en que se sentaban, con el alto escritorio que se elevaba hacia el techo, con la frágil silla labrada de mamá ante el escritorio, con las filas de casilleros donde aún se veían papeles escritos con su fina letra, con la gastada alfombra... Todo, todo estaba igual; pero Ellen faltaba. Ellen, con su tenue perfume de limón y verbena y la dulce mirada de sus ojos entornados. Scarlett experimentó un leve dolor en el corazón, como si sus nervios, embotados por la misma profundidad de su herida, se esforzasen en sentir de nuevo. Pero no podía dejarlos que se exteriorizasen ahora; tenía por delante toda una vida para que la hiciesen padecer. Pero ahora no. ¡No, Dios, ahora no!

Miró la faz amarillenta de Gerald, y por primera vez en su vida le vio sin afeitar, cubierta la antes lozana piel de cerdas plateadas. Pork colocó la vela en el candelero y se acercó a Scarlett. Ella adivinó que, de haber sido un perro, hubiera puesto la cabeza en su regazo, esperando una caricia.

—¿Cuántos morenos quedan aquí, Pork?

—Los asquerosos negros se fueron, señora Scarlett, y algunos hasta se marcharon con los yanquis, y... —¿Cuántos quedan?

—Mamita y yo, señora Scarlett. Ella ha estado cuidando a las niñas todo el día. Ahora las acompaña Dilcey. Quedamos solamente nosotros tres, señora.

¡«Nosotros tres», donde había un centenar! Scarlett, con un esfuerzo, irguió la cabeza sobre el dolorido cuello. Comprendió que tenía que hablar con voz firme. Con gran sorpresa suya, las palabras le afluyeron tan fría y naturalmente como si la guerra no hubiese existido nunca y le bastara un simple ademán para tener diez sirvientes alrededor.

—Estoy hambrienta, Pork. ¿Hay algo que comer?

—No. Los yanquis se lo han llevado todo.

—¿Y el huerto?

—Dejaron los caballos sueltos en él.

—¿Han escarbado también los bancales de ñames? Algo análogo a una sonrisa de complacencia se dibujó en los gruesos labios del hombre.

—¡Me había olvidado de ellos, señora Scarlett! Deben de seguir en su sitio. Los yanquis no debían de haberlos visto nunca y habrán creído que eran raíces, y...

—La luna saldrá pronto. Vete a coger unos cuantos y ásalos. ¿No hay maíz? ¿Ni guisantes secos? ¿Ni pollos?

—No, señora, no. Los pollos que no se comieron aquí mismo los yanquis se los llevaron colgados de los arzones.

¡Siempre los yanquis! ¿No acabarían nunca sus fechorías? ¿No les bastaba quemar y matar? ¿Necesitaban también dejar mujeres y niños y desamparados negros morirse de hambre en el país que habían desolado?

—También tengo unas manzanas que Mamita enterró al lado de la casa, señorita. Es lo que hemos comido hoy.

—Tráelas antes de ir a por los ñames, Pork. Y, además, Pork..., ¡me siento tan débil! ¿No hay vino en la bodega? ¿Ni licor de moras?

—La bodega, señora, fue el primer sitio donde entraron.

Una angustiosa náusea, mezcla de hambre, sueño, cansancio y violentas emociones, abrumó a Scarlett. Hubo de asirse fuertemente a las rosas talladas en los brazos del sofá.

—¡No hay vino! —exclamó con desaliento, recordando las interminables hileras de botellas de la bodega. Y un recuerdo acudió a su memoria—. Pork, ¿y aquel whisky que papá enterró en la barrica de madera de roble junto al atracadero?

Otra sombra de sonrisa, de agrado y respeto iluminó la negra faz.

—¡Qué listísima es usted, señora Scarlett! ¡Y yo me había olvidado de eso! Pero ese whisky no puede ser bueno, señora Scarlett. No tiene más que un año. Y, además, el whisky no es bueno nunca para las señoras.

¡Qué estúpidos eran los negros! Nunca se les ocurría nada. ¡Y pensar que los yanquis querían liberarlos!

—Pues será lo bastante bueno para esta señora que ves y para papá. Date prisa, Pork: tráenos dos vasos, menta y azúcar, y yo prepararé un poco de jarabe.

—Señora Scarlett, ya sabe usted que no hay azúcar en Tara desde yo qué sé cuándo. Y los caballos devoraron toda la menta y los yanquis rompieron todos los vasos.

«Si dice otra vez "los yanquis", grito. ¡Es intolerable!», pensó ella. Y manifestó en voz alta:

—Está bien; trae el whisky pronto. Lo tomaremos solo. —Y mientras él se volvía, añadió—: Aguarda, Pork. Hay tantas cosas que hacer que no me acuerdo de todas... ¡Ah, sí! He traído un caballo y una vaca.

Hay que ordeñar la vaca, desenganchar el caballo y darle de beber. Di a Mamita que se ocupe de la vaca. Que se arregle como pueda para sujetarla. El niño de la señora Melanie se morirá de hambre si no toma algo y...

—¿La señora Melanie no puede...?

Y Pork se interrumpió, delicadamente.

—La señora Melanie no tiene leche.

¡Dios mío! Mamá se hubiera desmayado de oírla hablar así.

—Bueno, señora Scarlett, pero Dilcey puede darle de mamar. Dilcey ha tenido otro niño y seguramente podrá amamantar a los dos.

—¿De modo que tienes otro niño, Pork?

¡Niños, niños, niños! ¿Por qué crearía Dios tantos niños? Pero no era Dios quien los creaba, no, sino la gente necia.

—Sí, señora. Es muy grande, muy gordo y muy negro. Él...

—Di a Dilcey que deje a las niñas. Yo las cuidaré. Que dé de mamar al niño de la señora Melanie y que haga lo que pueda por ella. Y di a Mamita que se ocupe de la vaca y que lleve ese pobre caballo a la cuadra.

—No hay cuadra, señora Scarlett. Los yanquis la demolieron para usar la madera como leña.

—No me hables más de lo que han hecho los yanquis. Di a Dilcey que se ocupe de lo que te he dicho, y tú ve por el whisky y por unos ñames.

—Pero no tengo luz para ir, señora.

—¿No puedes usar una astilla?

—No hay astillas. Los yanquis...

—Arréglate como puedas. No me importa cómo. Pero trae lo que te digo. ¡Y pronto!

Pork se deslizó afuera del cuarto al notar que la voz de Scarlett adquiría una inflexión de enojo. Ella se quedó sola con Gerald. Le palmeó suavemente un muslo. Notó lo flaccidos que estaban aquellos miembros en que antes se marcaban sus duros músculos de jinete. Era preciso hacer algo para sacarle de aquel decaimiento, pero no quería preguntarle por Ellen. Más tarde, sí, cuando ella pudiese soportarlo.

—¿Por qué no han quemado Tara?

Gerald la contempló fijamente un momento, como sin oírla. Ella repitió la pregunta.

—Porque —contestó él trabajosamente— utilizaron la casa como cuartel general.

—¿Los yanquis... en esta casa?

Y en su interior sintió que aquellos muros habían sido profanados. Los muros de aquella casa, sagrada porque Ellen la había habitado... ¡Y ellos... ellos allí! —Estuvieron aquí, sí, hija mía. Vimos el humo de Doce Robles, al otro lado del río, antes de que llegaran. Pero India y Honey y algunos de los negros se habían refugiado en Macón, así que no nos preocupamos por ellos. Mas nosotros no podíamos ir a Macón. ¡Tu madre y las niñas estaban tan enfermas! No podíamos partir. Nuestros negros huyeron... no sé adonde... Se llevaron los carros y las muías. Mamita y Daisy y Pork se quedaron... Y a las niñas... y a tu madre... no podíamos trasladarlas.

—Sí, sí; claro.

No debía dejarle hablar de su madre. Había que comentar cualquier cosa, aunque fuera que el propio general Sherman había utilizado el despachito de su madre como cuartel general. ¡De cualquier cosa!

—Los yanquis avanzaron sobre Jonesboro para cortar el ferrocarril. Vinieron a millares carretera arriba, desde el río, con caballos y cañones a miles también. Yo los esperé en el porche de la puerta principal.

«¡Valiente papaíto! —pensó Scarlett, con el corazón rebosante—. ¡Papá afrontando al enemigo en las escaleras de Tara como si tuviese detrás un ejército en vez de tenerlo delante!»

—Me dijeron que me fuese, que iban a quemar la casa. Y yo les dije que para quemarla pasarían sobre mi cadáver. No podíamos irnos porque las niñas... y tu madre...

—¿Y entonces?

¡Era terrible volver de nuevo siempre al tema de Ellen!

—Les dije que en la casa había enfermas de tifus y que hacerlas salir era matarlas. Que quemaran la casa, si les placía, y desplomaran el techo sobre nosotros. Yo no quería... abandonar Tara.

Su voz cedió paso al silencio. Miró distraídamente los muros. Scarlett comprendió. Tras los hombros de Gerald se apiñaban demasiados antecesores irlandeses, demasiados hombres que habían muerto por unos pocos metros de tierra, luchando hasta el fin antes que abandonar los hogares en que habían vivido, labrado, amado, engendrado hijos.

—Les dije que tendrían que quemar la casa con tres mujeres moribundas dentro. Pero que no nos iríamos. Y el joven oficial, que era un... un caballero...

—¿Un yanqui caballero? ¡Vamos, papá!

—¡Un caballero! Se fue al galope y volvió a poco con un capitán, un médico, que examinó a las niñas... y a tu madre...

—¿Dejaste que entrara un maldito yanqui en su alcoba? —Tenía opio. Y nosotros no. Logró salvar a tus hermanas. Suellen sufría una hemorragia. El hombre se mostró tan amable como pudo. Y cuando dijo a los soldados que ellas estaban mal, no quemaron la casa. Entraron, eso sí, y vino no sé qué general con su estado mayor. Ocuparon todos los cuartos, menos el de las enfermas. Y los soldados...

Se interrumpió, demasiado fatigado para proseguir. Su enérgica barbilla se inclinó pesadamente sobre las ahora fofas masas de carne de su cuello y su pecho. Con un esfuerzo, continuó:

Other books

Exceptions to Reality by Alan Dean Foster
Protect Me by Selma Wolfe
Fruitful Bodies by Morag Joss
Glow by Molly Bryant
The Closer You Get by Kristi Gold
What Distant Deeps by David Drake
Stones by William Bell
Travels with Epicurus by Daniel Klein