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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (133 page)

Había en su rostro, al pronunciar estas últimas palabras, una mueca sardónica, pero se borró cuando Melanie volvió hacia él una cara radiante de gratitud.

—Capitán Butler, es usted tan inteligente que creo que no me hubiera importado que dijese usted que habían estado en el infierno esta noche, si eso podía salvarlos. Porque yo sé, y lo saben todas las personas que pueden importarnos, que mi marido nunca ha estado en un lugar tan horrible como ése.

—Pues bien —empezó Rhett torpemente—, es un hecho que esta noche estaba en casa de Bella. Melanie se enderezó orgullosa.

—Nunca podrá usted hacerme creer semejante mentira.

—Por favor, señorita Melanie. Déjeme usted explicarme. Cuando llegué a la estancia del viejo Sullivan esta noche, encontré al señor Wilkes herido y con él estaban Hugh Elsing y el doctor Meade, y el anciano señor Merriwether.

—¿Un viejo como él? —exclamó Scarlett.

—Los hombres nunca son demasiado viejos para hacer locuras. Y su tío Henry...

—¡Cielo santo! —gimió tía Pitty.

—Los otros se habían dispersado después de su escaramuza con las tropas, y éstos, que habían quedado juntos, fueron a la hacienda del viejo Sullivan para esconder sus trajes en la chimenea y para hacerse cargo de la importancia de la herida del señor Wilkes. Si no hubiera sido por esa herida, a estas horas estarían camino de Texas todos ellos, pero él no habría podido cabalgar durante mucho tiempo, y los otros no querían abandonarlo. Era necesario probar que habían estado en cualquier sitio que no fuese aquel en que precisamente habían estado, y los llevé por caminos retirados a casa de Bella Watling.

—¡Oh, ya comprendo! Le ruego perdone mi grosería, capitán Butler. Ahora comprendo que era necesario llevarlos allí. Pero... joh, capitán Butler!, la gente los habrá visto entrar.

—Ni un alma nos ha visto. Entramos por una puertecilla privada que se abre en la parte posterior y que da a la vía. Está siempre cerrada con llave, y a oscuras.

—Entonces, ¿cómo...?

—Tengo una llave —repuso Rhett, lacónico, y sus ojos miraron francamente a Melanie.

Cuando se dio cuenta del verdadero sentido de la frase, Melanie se azoró tanto, que empezó a enredar con el vendaje hasta que éste se deslizó por completo de la herida.

—Yo no quería ser indiscreta... —dijo con voz ahogada, ruborizándose mientras volvía a poner rápidamente el vendaje sobre la herida.

—Lamento haber tenido que decir semejante cosa a una señora.

«De modo que es verdad —pensó Scarlett con extraña angustia—. Así, pues, vive con esa mujer, con esa horrible Watling. Comparte su casa.»

—Vi a Bella y se lo expliqué. Le dimos una lista de los hombres que habían salido esta noche, y que ella y sus muchachas atestiguarán que han estado en su casa todo el tiempo. Luego, para hacer más patente nuestra salida, llamó a los dos vigilantes que mantienen el orden por aquellos alrededores y nos hizo sacar a la fuerza, atravesando todo el bar, y echarnos a la calle como borrachos escandalosos que estaban perturbando el orden en el local.

Hizo una mueca al recordar:

—El doctor Meade no hacía un borracho muy convincente; sólo el verse en aquel lugar hería su dignidad. Pero su tío Henry y el anciano Merriwether estaban magníficos. La escena perdió dos grandes actores al no haberse dedicado ellos al drama. Parecía divertirlos la cosa. Temo que su tío Henry haya salido con un ojo hinchado gracias al desmedido celo del señor Merriwether. Él...

La puerta posterior se abrió e India penetró en el cuarto seguida por el viejo doctor Dean, con el largo cabello en desorden y el roto maletín de cuero formando un bulto bajo su capa. Se inclinó sin hablar, saludando a los presentes, y rápidamente levantó el vendaje del hombro de Ashley.

—Demasiado alto para interesar el pulmón. Si no le ha hecho astilla la clavícula no es cosa seria. Tráiganme bastantes toallas, señoras, algodón si tienen y un poco de brandy.

Rhett tomó la lámpara de manos de Scarlett y la colocó sobre la mesa, mientras Melanie e India se multiplicaban cumpliendo las órdenes del doctor.

—No puede usted hacer nada aquí. Venga al saloncito, junto al fuego.

Y cogiéndola del brazo la sacó de la alcoba. Había una suavidad extraña en él, en su voz y en su mano.

—Ha pasado usted un día agotador, ¿verdad?

Le dejó que la llevara al gabinete, y mientras permanecía de pie delante del fuego empezó a tiritar. La burbuja de la sospecha crecía en su pecho. Era más que una sospecha. Era casi una certidumbre, una espantosa certidumbre. Miró el impasible rostro de Rhett y por un momento no pudo hablar. Luego:

—¿Estaba Frank en casa de Bella esta noche?

—No.

La voz de Rhett sonaba ronca.

—Archie lo está llevando al solar vacío, inmediato a casa de Bella. Ha muerto. Un balazo en la cabeza...

46

Pocas familias durmieron aquella noche en el barrio del norte d la ciudad, pues India Wilkes, deslizándose silenciosa como una sombra en los patios posteriores, con rápido cuchicheo a través de las puertas de las cocinas, difundió por todo él las noticias del desastre del Klan y de la estratagema de Rhett. Y a su paso fue dejando temor e inciertas esperanzas.

Desde fuera las casas parecían oscuras, silenciosas y sumidas en el sueño, pero dentro se cuchicheó vehementemente hasta el amanecer. No sólo los complicados en la correría aquella noche estaban preparados para la huida, sino también cada miembro del Klan, y en casi todas las cuadras a lo largo de Peachtree Street los caballos estaban ensillados, en la oscuridad, con las pistolas en el arzón y la comida en las alforjas. Lo que evitó un éxodo general fueron las palabras cuchicheadas por India: «El capitán Butler dice que no huyan. Los caminos estarán guardados. Se ha puesto de acuerdo con esa mujer, ¿la Watling...» En las oscuras alcobas los hombres se resistían: «¡Pero cómo me voy a fiar de ese condenado Butler! Puede ser una trampa.» Y las voces femeninas imploraban: «No te vayas. Si salvó a Ashley y a Hugh puede salvaros a todos. Si India y Melanie se fían de él...» ¡Y ellos se fiaron a medias, y se quedaron porque no tenían otro recurso.

A primera hora de la noche los soldados entraron en una docena de casas, y aquéllos que no quisieron o no pudieron decir dónde habían estado aquella tarde fueron arrestados. René Picard y uno de los sobrinos del señor Merriwether, y los Simmons, y Andy Bonnel, estaban entre los que pasaron la noche en el calabozo. Habían participado en la correría, pero se separaron de los demás después del tiroteo. Vueltos a su casa a todo galope, los arrestaron sin haberse enterado del plan de Rhett. Afortunadamente todos contestaron al interrogatorio diciendo que el sitio donde habían estado aquella noche era cuestión suya y no de los condenados yanquis. Estaban encerrados para interrogarlos de nuevo por la mañana. El anciano señor Merriwether y Henry Hamilton declararon sin rubor que habían pasado la velada en la casa de placer de Bella Watling, y cuando el capitán Jaffery observó, irritado, que ya eran demasiado viejos para tales correrías, intentaron agredirle.

La misma Bella Watling recibió al capitán Jaffery, y antes de que le expusiera sus deseos le gritó que la casa había cerrado por toda la noche. Una pandilla de borrachos pendencieros había estado a primera hora del anochecer, se habían peleado, habían revuelto todo, roto sus mejores espejos y asustado de tal modo a las muchachas, que se había suspendido el trabajo por el resto de la noche. Pero, si el capitán Jaffery quería tomar una copa, el bar estaba aún abierto...

El capitán Jaffery, consciente de que estaban burlándose de sus hombres y sintiéndose desesperado por aquella lucha en las tinieblas, declaró incomodado que no deseaba ni copa ni señoritas y preguntó a Bella si conocía los nombres de sus alborotadores parroquianos. ¡Oh, sí, Bella los conocía! Eran clientes fijos. Iban todos los miércoles por la noche y se denominaban a sí mismos «los de los miércoles demócratas». Ella nunca supo ni la preocupó lo que querían decir con eso. Y si no pagaban la rotura de los espejos del cuarto de arriba los denunciaría. Aquélla era una casa respetable y... ¡oh!, ¿sus nombres? Bella, sin vacilar, dio los nombres de una docena de sospechosos. El capitán Jaffery sonrió sombríamente.

—Estos condenados rebeldes están tan admirablemente organizados como nuestro servicio secreto —dijo—. Mañana tendrá usted que comparecer ante el preboste de la gendarmería.

—¿Les obligará el preboste a pagarme los espejos?

—¡Vaya al diablo con los espejos! Que pague Rhett Butler por ellos. Vive en la casa, ¿no es así?

Antes del alba todas las familias ex confederadas de la ciudad estaban enteradas de todo. Y sus negros, a quienes nada se les había dicho, estaban enterados también, por ese sistema negro del telégrafo particular, que desafía la comprensión de los blancos. Todo el mundo conocía los detalles de la expedición; la muerte de Frank Kennedy y de Tommy Wellburn, el tullido, y cómo al querer recoger el cuerpo de Frank había sido herido Ashley.

Parte del amargo sentimiento de odio que las mujeres tenían a Scarlett, por ser suya la culpa de la tragedia, se mitigó al enterarse de que su marido había muerto y de que ella, sabiéndolo, no se podía dar por enterada y que ni siquiera tenía el pobre consuelo de reclamar su cadáver. Hasta que la luz del día permitiese encontrar los cuerpos, y las autoridades se lo comunicasen, no debía saber nada. Frank y Tommy, con las pistolas en sus yertas manos, yacían rígidos entre los yerbajos de un solar desocupado. Y los yanquis dirían que se habían matado uno a otro en una riña de borrachos por una mujer de las de la casa de Bella. Fanny, la mujer de Tommy, que acababa de tener un niño, excitaba general simpatía, pero nadie podía deslizarse en la oscuridad para acompañarla y confortarla, porque un pelotón yanqui rodeaba la casa esperando el regreso de Tommy. Había otro pelotón alrededor de casa de tía Pitty en espera de Frank.

Antes del alba, la noticia de que el proceso militar tendría lugar aquel mismo día era del dominio público. Todo el mundo, con los ojos cargados por la falta de sueño y la ansiedad de la espera, sabía que la salvación de algunos de sus más eminentes conciudadanos dependía de tres cosas: la habilidad de Ashley Wilkes para sostenerse en pie y comparecer ante el tribunal militar, como si no sufriera nada más serio que un fuerte dolor de cabeza, la palabra de Bella Watling de que aquellos hombres habían pasado toda la velada en su casa, y la de Rhett Butler de que había estado con ellos.

La ciudad vibraba al pensar en los dos últimos: Bella Watling y Rhett. ¡Bella Watling! Deberle la vida de sus hombres era intolerable. Mujeres que habían cruzado la calle ostensiblemente al ver llegar a Bella se preguntaban si lo recordaría y temblaban pensando que así fuese. Los hombres se sentían menos humillados que las mujeres por deber sus vidas a Bella, porque muchos de ellos la creían una buena mujer. Pero los irritaba mucho más el deber vida y libertad a Rhett Butler, un especulador, ¡Bella y Rhett, la más conocida mujer pública de la ciudad y el hombre más odiado de toda ella! ¡Y tendrían que quedarles agradecidos!

Otra idea que irritaba a los hombres, colmándolos de impotente rabia, era la de que los yanquis se iban a reír de ellos. ¡Oh, cómo se iban a reír! ¡Doce de los más eminentes personajes de la ciudad, reconocidos como habituales parroquianos de la casa de placer de Bella Watling! Dos de ellos muertos en una pelea por una muchacha barata; otros expulsados del lugar como demasiado bebidos para ser tolerados ni siquiera por Bella, y algunos otros arrestados, negándose a confesar que estaban allí donde todo el mundo sabía que estaban.

Atlanta tenía razón al creer que los yanquis se reirían. Habían sufrido demasiado tiempo el desprecio y la frialdad de las gentes del Sur y ahora hubo una explosión de hilaridad. Los oficiales despertaban a sus compañeros para relatarles la estupenda noticia. Los maridos hacían levantar a sus mujeres al amanecer y les contaban todo lo que decentemente se les podía contar a las señoras. Y las mujeres, vistiéndose a toda velocidad, llamaban a la puerta de los vecinos y difundían la historia. Las señoras yanquis estaban encantadas con todo esto y se reían hasta que las lágrimas les corrían por las mejillas. Ésa era la caballerosidad y la galantería de los del Sur. Tal vez aquellas mujeres que llevaban la cabeza tan alta y rechazaban todo intento amistoso no serían tan altaneras ahora, cuando todo el mundo sabía dónde pasaban el tiempo sus maridos, mientras se les suponía en mítines políticos. ¡Mítines políticos! Era divertidísimo.

Pero, aun mientras reían, expresaban su compasión por Scarlett y su tragedia. Al fin y al cabo, Scarlett era una señora, y una de las pocas señoras de Atlanta que eran amables con los yanquis. Ya había ganado su simpatía por el hecho de tener que trabajar, porque su marido no podía o no quería mantenerla de acuerdo con su categoría. Aunque su marido fuese una persona despreciable, era terrible que la pobrecilla hubiera descubierto que le había sido infiel. Y era doblemente espantoso que su muerte ocurriese simultáneamente al descubrimiento de su infidelidad. Después de todo, un pobre marido era mejor que ningún marido; y las señoras yanquis decidieron ser extraordinariamente amables con Scarlett. Pero con las otras, la señora de Meade, la de Merriwether, la de Elsing, la viuda de Tommy Wellburn, y, más que con otra, con la de Wilkes, se iban a reír en su cara cada vez que las viesen. Eso les enseñaría a ser más amables.

Muchos de los cuchicheos que tenían lugar en las oscuras alcobas en el extremo norte de la ciudad aquella noche versaban sobre lo mismo. Las señoras de Atlanta aseguraban a sus maridos que no se les daba un ardite de lo que las yanquis pensaran. Pero para sus adentros pensaban que cualquier suplicio hubiera sido preferible a la dura prueba de soportar las burlas de los yanquis y de serles imposible decir la verdad sobre sus maridos.

El doctor Meade, fuera de sí, herido en su ultrajada dignidad por la posición en que Rhett los había puesto a él y a los otros, le dijo a su mujer que, a no ser porque al hacerlo complicaría a todos los demás, preferiría confesar y que le colgasen a decir que había estado en casa de Bella.

—Es un insulto para ti.

—Pero todo el mundo sabrá que no estabais allí... para... para...

—Los yanquis no lo sabrán. Tendrán que creerlo si salvamos la cabeza. Y se reirán. El solo hecho de que alguien lo crea y se ría me indigna. Y te insulta a ti, porque..., querida mía, yo siempre te he sido fiel.

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