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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (129 page)

—¿Eso es todo lo que va a dar de comer a esos hombres?

—Sí señora.

—¿Ha puesto usted tocino en los garbanzos? —No señora.

—¡Y cómo van a estar los garbanzos sin un mal trozo de tocino! ¿Por qué no se lo ha echado usted?

—El señor Johnnie me ha dicho que no hacía falta.

—Pues haga el favor de echarles tocino ahora mismo. ¿Dónde guarda usted las provisiones?

La mulata dirigió una mirada de terror hacia una pequeña alacena que le servía de despensa y de la que Scarlett iba a abrir la puerta. En el suelo había un barril con harina de maíz, ya empezado. En los estantes veíase un saco de harina de trigo, una libra de café, un paquete de azúcar, una botella de jugo de sorgo y dos jamones ahumados. Llena de ira, Scarlett se volvió hacia Johnnie, que la estaba contemplando con frío aire de disgusto.

—¿En donde están los cinco sacos de harina blanca que le envié la semana pasada? ¿En dónde están las provisiones de azúcar y café? ¿En dónde están los cinco jamones que le mandé enviar, y las diez fibras de tocino, y las libras de ñame y de patatas? ¿Dónde ha ido a parar todo? Ni dando de comer cinco veces diarias a esa gente podría haberlo consumido en una semana. Lo ha vendido usted. ¡Es usted un ladrón! Lo ha vendido usted todo, se ha metido el dinero en el bolsillo y no ha dado a estos desgraciados más que garbanzos y maíz. No es extraño que estén así de flacos. ¡Déjeme pasar!

Scarlett dio un trompicón al irlandés y salió de la cabana.

—¡Vengan acá!... ¡Sí, ustedes! ¡Vengan acá! Venga usted —dijo a uno de los forzados.

El hombre se levantó y se acercó lentamente, haciendo sonar sus grilletes. Scarlett pudo darse cuenta de que los nevaba muy ceñidos.

—¿Cuánto tiempo hace que no han probado el jamón?

El hombre bajó la cabeza y empezó a mirar obstinadamente el suelo.

—¡Vamos, conteste!

El forzado levantó al fin los ojos y los fijó en Scarlett con una mirada suplicante.

—No quiere decir nada, ¿eh? ¿Tiene, miedo? Bien, vaya y coja jamón de la despensa. Rebeca, déjele el cuchillo. Vaya y reparta el jamón con sus compañeros. Rebeca, déjeles galletas y haga café a estos hombres. Que beban todo el sorgo que quieran. Vamos, de prisa. Quiero ver lo que les sirve.

—Son las galletas y el café del señor Johnnie —murmuró Rebeca, asustada.

—¡Me es igual! También puede que sea suyo el jamón. Haga lo que le mando. Usted, Johnnie, acompáñeme hasta el coche.

Scarlett atravesó a largos pasos el patio sembrado de detritus de todas clases, se subió al coche y constató con satisfacción que los hombres se cortaban buenas lonchas de jamón sobre las que se arrojaban vorazmente, como si temieran que se las arrebatasen de un momento a otro.

—Es usted el sinvergüenza mayor que he visto —le espetó a Johnnie—. Le haré que me devuelva el valor de las provisiones. En lo sucesivo, le traeré cada día lo que haga falta para el sustento de estos hombres en lugar de hacer que le envíen un pedido cada mes. Así no podrá usted estafarme.

—En lo sucesivo... me da igual. Ya no estaré aquí —declaró Johnnie.

—¿Piensa usted dejarme?

Scarlett estuvo a punto de añadir: «Pues ya se está usted largando»; pero se detuvo, por prudencia. Si Johnnie se marchaba, ¿qué haría? Gracias a él podía servir el doble de la madera que servía con Hugh y precisamente acababan de hacerle el pedido más importante obtenido hasta entonces, un pedido a un precio muy ventajoso. Si se marchaba Johnnie, ¿a quién pondría en su lugar?

—Sí, me voy. Lo único que me exigió al confiarme la dirección de su serrería era servirle la mayor cantidad de madera posible. Entonces no me dijo usted cómo tenía que arreglármelas para ello, así que no me venga ahora con consejos. Métase en lo que le importe. No podrá usted decir que no he cumplido con mi obligación. Le he hecho ganar dinero. Y me he ganado de sobra el sueldo para poder permitirme cobrar por mi cuenta algún piquito. Y ahora no hace usted más que husmear, preguntar a mis hombres y ponerme en evidencia ante ellos. ¿Qué autoridad quiere usted que tenga luego? ¿La molesta mucho, eh, que les quite algo de vez en cuando? Son unos holgazanes que se merecen mucho más. ¿También la molesta que no los cebe como cerdos? Mire, aún soy demasiado bueno con ellos; así que ya lo sabe: métase donde la llamen y déjeme hacer lo que me parezca, si no quiere que me vaya esta misma noche.

Scarlett no sabía ya qué partido tomar. Si Johnnie ponía en práctica su amenaza, ¿qué haría? No podía pasarse la noche en la serrería, vigilando a los forzados.

Johnnie notó su titubeo, pues sus rasgos perdieron su dureza y se hicieron de pronto suaves.

—Ya es tarde, señora Kennedy —le dijo con voz más suave—. Debería usted regresar ya a casa. No vamos a reñir por una tontería como ésta, ¿verdad? Mire, me descuenta usted diez dólares de mi sueldo y estamos en paz.

A pesar suyo, Scarlett miró a los desdichados que acababan de comer su jamón y pensó en el enfermo acostado en la barraca llena de corrientes de aire. Debía despedir a Johnnie Gallegher. Era un canalla y un ladrón. ¡A saber qué trato daría a los forzados cuando ella se encontrara ausente! Pero, por otro lado, era un hombre enérgico y entendido y Dios sabía bien la necesidad que Scarlett tenía de un f ^nombre así. No, no podía permitirse el lujo de despedirlo en este momento. Le daba a ganar dinero. Lo único que podía hacer era asegurarse de que, de ahora en adelante, los forzados no pasarían hambre.

—Le descontaré veinte dólares —concluyó en tono seco— y ya hablaremos de todo mañana.

Sabía de sobra, sin embargo, que el incidente estaba zanjado y Johnnie también sabía el tono que tendría la conversación del día siguiente. Scarlett tomó las riendas y fustigó al caballo.

Mientras el carruaje se adentraba en el camino de Decatur, desués de haber descendido el camino que conducía a la serrería, un combate se entabló en la conciencia de Scarlett. Amaba el dinero y quería ganar la mayor cantidad posible, pero se decía a sí misma que no tenía derecho a exponer a aquellos hombres a las brutalidades del irlandés. Si alguno de los forzados moría a consecuencia de sus malos tratos, tendría tanta culpa ella como Johnnie, al que debería despedir sabiendo qué clase de hombre era. Pero por otra parte... sí, por otra parte, allá esos hombres, que por algo habrían sido condenados a trabajos forzados. Cuando se cometía un crimen, se habían de sufrir todas las consecuencias. Este pensamiento alivió un poco a Scarlett, pero no podía olvidarse del todo de aquellas caras macilentas y consumidas de los desdichados.

«Ya pensaré en todo mañana», se dijo, encogiéndose de hombros y relegando aquella idea al fondo de su mente.

Cuando el carruaje llegó al lugar en que la carretera hacía un recodo, a la altura exacta de Shantytown, el sol había desaparecido por completo y los bosques estaban ya sumidos en la oscuridad. Un aire glacial se había levantado con el crepúsculo y soplaba a través de los árboles, haciendo crujir las ramas y moviendo las hojas muertas. Scarlett no se había encontrado nunca sola fuera de casa a tales horas y estaba deseando llegar a ella.

Buscó en vano a Sam con la mirada, pero a pesar de todo se detuvo a esperarle. Su ausencia la inquietaba. Temía que los yanquis le hubiesen echado el guante encima. Entonces oyó a alguien acercarse por el sendero que conducía al campamento negro y exhaló un suspiro de alivio. ¡Buena bronca iba a echar a Sam por su retraso!

Pero no fue Sam el que apareció.

Era un blanco fornido y desharrapado, a quien acompañaba un robusto negro con pecho y hombros de gorila. Scarlett fustigó al caballo y cogió su pistola. El animal partió al trote, pero de pronto realizó una espantada para no tropezar con el blanco, que se había acercado.

—Señora —le dijo éste—, ¿no podría darme una limosna? ¡Me muero de hambre!

—Ya se está usted marchando —respondió Scarlett, con la voz más firme que pudo—. No llevo dinero encima. ¡Arre!

Rápido como un rayo, el hombre blanco cogió las bridas del caballo.

—¡Sube al coche! —gritó al negro—. Debe llevar el dinero en el corpino.

Lo que ocurrió entonces fue como una pesadilla para Scarlett. Apuntó su pistola, pero algo instintivo le impidió tirar sobre el blanco, por miedo a matar el caballo. Con el rostro descompuesto por una risa feroz, el negro iba ya a subir al coche, cuando Scarlett dio media vuelta y le disparó a boca de jarro. Nunca supo si le había dado, pero un segundo más tarde una manaza negra le torcía la muñeca, arrebatándole la pistola. El negro estaba a su lado, tan a su lado, que ella percibía perfectamente el olor a rancio que despedía su cuerpo. Trató de empujarla por encima de la baranda del coche. Ella se defendía enérgicamente con la mano que le quedaba libre, hundiendo las uñas en el rostro de su agresor. Entonces se produjo un ruido como cuando se rasga una tela; la mano negra le rajó de arriba abajo el corpino y se hundió en sus senos. En su vida había sentido Scarlett semejante sensación de horror y de repulsión. Se puso a chillar como una demente.

—¡Hazla callar! ¡Sácala de ahí! —gritó el blanco.

Y la mano negra subió entonces hasta su boca. Scarlett le dio un gran mordisco y comenzó de nuevo a chillar. En medio de sus chillidos oyó al blanco lanzar un juramento y distinguió la silueta de una tercera persona en la carretera. La mano negra la soltó y el negro giró sobre sus talones para hacer frente al gran Sam, que se arrojaba sobre él.

—Sálvese, señorita Scarlett —gritó Sam, luchando con el negro a brazo partido.

Temblando y gritando de miedo, Scarlett cogió las riendas, tomó su látigo y empezó a golpear al caballo. El animal arrancó velozmente y Scarlett sintió pasar las ruedas sobre algo blando y resistente a la vez. Era el cuerpo del hombre blanco, que yacía en medio de la carretera, donde le había derribado un puñetazo de Sam.

Loca de pánico, Scarlett no cesaba de descargar latigazos sobre el lomo del caballo. El carruaje tropezó con una gran piedra y le faltó poco para volcar, pero ella no se dio cuenta siquiera. Hubiera querido correr aún más, porque oía que la perseguían. Si el monstruo negro volvía a atraparla se moriría de terror antes de que la tocara. —Señorita Scarlett, pare usted —gritó una voz. Sin disminuir la marcha, miró por encima de su hombro y vio al enorme Sam corriendo para alcanzarla a toda la velocidad de sus largas piernas, que se movían vertiginosamente. Tiró de las riendas. Sam saltó al coche. Era tan corpulento, que Scarlett tuvo que apretarse contra el borde del coche para dejarle sitio. El sudor y la sangre inundaban el rostro y jadeaba.

—¿La han herido? ¿No está usted herida? —preguntó él. Scarlett era incapaz de contestar; pero, sorprendiendo la mirada de Sam, se dio cuenta de que su corpino estaba desgarrado hasta la cultura y que llevaba el escote al descubierto. Con mano temblorosa cubrió su pecho con los dos jirones de tela y luego, bajando la cabeza, estalló en sollozos.

—Déme usted esto —le dijo él, cogiendo las riendas—. ¡Arre, . de prisa, vamos!

El látigo silbó y el caballo dio una arrancada que a poco más tumba el coche en la cuneta.

—Creo que he matado a ese sinvergüenza de negro, pero no he esperado a saberlo —dijo Sam—. Pero, si le ha hecho algún mal, volveré a asegurarme.

—No, no, vamos, vamos de prisa —murmuró Scarlett, entre sollozos.

45

Por la noche, cuando Frank los dejó a ella, a tía Pittypat y a los niños en casa de Melanie, y se fue calle abajo con Ashley, de buena gana Scarlett se hubiera echado a llorar de rabia y de dolor. ¡Cómo era posible que se marchase a un mitin político aquella noche! ¡A un mitin político, y precisamente aquella noche! La misma noche en que ella había sido víctima de un atentado; cuando podía haberle ocurrido cualquier cosa. ¡Qué insensible y qué egoísta era! ¡Pero si lo había tomado todo con una tranquilidad enloquecedora, aun cuando Sam la había llevado a casa sollozando, con el corpino desgarrado hasta la cintura! Y mientras ella, con gemidos entrecortados, le contó su aventura, ni una sola vez había hecho un gesto de espanto. Se había limitado a preguntarle amablemente:

—¿Estás herida, vida mía, o solamente asustada?

La rabia y la ira unidas le habían impedido contestar, y Sam se había apresurado a explicar que estaba sencillamente asustada.

—Yo llegué cuando le habían roto el traje.

—Eres un buen chico, Sam, y no olvidaré lo que has hecho. ¿Hay algo en que yo pueda serte útil?

—Sí señor; déjeme usted volver a Tara lo antes posible. Los yanquis me quieren coger.

Frank había escuchado este ruego sin inmutarse y sin hacer ninguna pregunta. Tenía el mismo aspecto que la noche en que Tony había venido a llamar a su puerta. Consideraba todo aquello como un asunto exclusivamente de hombres y pensaba que debía solucionarse con un mínimo de palabras y emociones.

—Puedes irte en la calesa. Haré que Peter te conduzca hasta Rough y Ready esta noche. Puedes ocultarte en el bosque hasta mañana por la mañana, y entonces tomar el tren para Jonesboro. Será lo más seguro... Y ahora, vida mía, no llores más. Ya ha pasado todo, tú no estás herida. Señorita Pitty, ¿me hace el favor de su frasquito de sales? Mamita, tráigale a la señorita Scarlett un vaso de vino.

Scarlett había prorrumpido en renovados sollozos, esta vez de rabia. Necesitaba mimos, indignación, juramentos de venganza. Hubiera preferido que Frank se hubiese incomodado con ella, que la hubiese reñido, recordándole cuántas veces la había prevenido de lo que iba a ocurrir. Cualquier cosa hubiera sido mejor que ver que lo tomaba con tanta tranquilidad y consideraba su peligro como asunto de poca importancia. Estaba amable y cariñoso, desde luego, pero distraído cual si tuviera cosas mucho más importantes en que pensar.

Y esta cosa tan importante había resultado ser un mitin político.

Apenas podía dar crédito a sus oídos cuando le dijo que se cambiara de traje y se arreglara porque la iba a llevar a casa de Melanie para que pasara allí la tarde. Él debía comprender cuan terrible había sido su angustia, debía saber que no tenía ganas de pasarse toda la tarde en casa de Melanie, cuando su aterido cuerpo y sus excitados nervios estaban necesitando el suave descanso del lecho y de las mantas, con un ladrillo muy caliente que la hiciera reaccionar y un ponche hirviente que calmara sus temores. Si realmente la hubiera querido, nada le habría obligado a separarse de su lado, y menos que nunca aquella noche. Se habría quedado en casa, con la mano de Scarlett entre las suyas, le hubiera dicho una y otra vez que si a ella le hubiese ocurrido algo él habría muerto de dolor. Y cuando volvieran a casa y estuvieran los dos solos ya se lo diría ella así.

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