Lo que el viento se llevó (126 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

No dijo más y siguió fumando su cigarro en silencio durante un rato. Ella hubiera querido lanzarle alguna réplica desagradable, pero no se le ocurrió ninguna.

—Le estimaría que no hablase de esto a nadie —dijo él por último—. Aunque me imagino que pedir a una mujer que cierre la boca es pedir un imposible.

—Sé guardar un secreto —dijo ella, con dignidad ofendida. —¿Sabrá usted guardarlo? Es algo insospechado entre amigos. Ahora, no se enfurruñe usted, Scarlett. Siento haber sido áspero, pero se lo merecía usted por curiosa. Concédame una sonrisa y sea agradable durante un minuto o dos, antes de que aborde un tema desagradable.

«¡Oh, Dios mío! —pensó ella—. ¡Ahora va a hablar de Ashley y de la serrería!» Y se apresuró a sonreír, mostrando sus hoyuelos para alegrarle.

—¿Dónde más ha estado usted, Rhett? ¿Ha permanecido todo el tiempo en Nueva Orleáns?

—No, estos últimos meses estuve en Charleston. Ha muerto mi padre.

—¡Oh, lo siento!

—No se moleste. Estoy seguro de que a él no le ha disgustado morirse y de que a mí no me desagrada que se haya muerto.

—¿Por qué dice usted esas cosas atroces, Rhett?

—Sería mucho más atroz que fingiera sentirlo cuando no es así, ¿verdad? Entre nosotros no ha existido afecto. El viejo siempre estuvo en contra mía. Me parecía demasiado a su propio padre y él odiaba cordialmente a su padre. Y, cuando fui mayor, su desaprobación hacia mí se convirtió claramente en antipatía; reconozco que no hice nada para hacerle variar de opinión. Todo cuanto mi padre pretendía de mí ¡me aburría de tal modo! Y, finalmente, me largó por el mundo sin un centavo y desprovisto de toda educación; yo no era más que un señorito de Charleston, buen tirador de pistola y excelente jugador de poker. Y para él fue como una afrenta personal que no me muriese de hambre y utilizase, en cambio, mi destreza en el poker como una magnífica ventaja y sacase un regio provecho del juego. Se sintió tan avergonzado de que un Butler fuera un punto en el juego que, cuando volví a casa la primera vez, prohibió a mi madre que me viese. Y durante toda la guerra, cuando lograba yo llegar a Charleston, mi madre se veía obligada a mentir y a escaparse secretamente para verme. Naturalmente, esto no aumentó en lo más mínimo mi cariño hacia él.

—¡Oh, no sabía nada de eso!

—Era lo que se llama un distinguido y viejo caballero, de la antigua escuela, es decir, ignorante, testarudo, intolerante e incapaz de pensar de otro modo que los otros caballeros de la antigua escuela. Todos lo admiraban enormemente porque me había desheredado y me consideraba muerto. «Si tu ojo derecho te ofende, arráncatelo.» Yo era su ojo derecho, su primogénito, y me arrancó con toda su alma.

Sonrió él, y su dura mirada brilló, divertida, al recordar.

—Bueno, pude haber perdonado todo esto, pero no puedo perdonar lo que hizo a mi madre y a mi hermana cuando terminó la guerra. Estaban materialmente en la miseria. La casa de la plantación incendiada y los arrozales convertidos en tierras pantanosas. Y la casa de la ciudad se fue al diablo por las contribuciones y ellas tuvieron que vivir en dos habitaciones inhabitables hasta para los negros. Mandé dinero a mi madre, pero mi padre lo devolvió —¡dinero corrompido, comprenderá usted!— y fui varias veces a Charleston y di dinero a hurtadillas a mi hermana. Pero mi padre se lo encontraba siempre y se burlaba de ella, hasta que le hizo imposible la vida a la pobre muchacha. Y me devolvía siempre el dinero. No sé cómo han vivido... Sí, lo sé. Mi hermano daba lo que podía; aunque era poco y no quería tampoco aceptar nada de mí... ¡Ya sabe usted que el dinero de los especuladores es dinero maldito! Y han vivido también de la caridad de los amigos. Su tía Eulalie ha sido muy buena. Ya sabe usted que es una de las mejores amigas de mi padre. Le ha dado vestidos y... ¡Dios mío! ¡Mi madre obligada a vivir de la caridad!

Era una de las raras veces en que ella lo veía sin máscara, con el rostro endurecido por un justo odio hacia su padre y por el dolor que le causaba su madre.

—¡Tía Eulalie! ¡Pero, Dios mío, Rhett, si ella no tiene más que lo que yo le mando!

—¡Ah! ¿Ésa es su procedencia? Es poco delicado en usted echármelo en cara, querida, para humillarme. Permítame que se lo devuelva.

—Con mucho gusto —dijo Scarlett, torciendo el gesto de repente; y él sonrió a su vez prontamente.

—¡Ah, Scarlett, cómo brillan sus ojos pensando en los dólares! ¿Está usted segura de no tener algo de sangre escocesa o judía, además de sangre irlandesa?

—¡No sea usted odioso! No he tenido intención de echarle en cara lo de la tía Eulalie. Pero ella cree honradamente que yo fabrico dinero. Me escribe sin cesar que le dé más, y bien sabe Dios que no tengo el suficiente para sostener lo de Charleston. ¿De qué ha muerto su padre?

—De noble inanición, creo... y deseo... Se lo merecía. Quería que muriesen de hambre mi madre y Rosa María, con él. Ahora que ha muerto, podré ayudarlas. Les he comprado una casa en la Batería y tienen criadas. Naturalmente, ellas no quieren que se sepa de dónde les viene el dinero.

—¿Por qué no?

—Ya conoce usted lo que es Charleston. Usted ha estado allí. Mi familia tiene derecho a ser pobre, pero no por eso queda dispensada de mantener un rango. Ahora bien, ese rango no podrían mantenerlo mucho tiempo si se supiera que aceptaban el dinero de un jugador, de un especulador y de un
carpetbagger.
No, no, mi madre y mi hermana han hecho correr el rumor de que mi padre estaba asegurado por una suma fabulosa, que había hecho un gran esfuerzo para pagar un seguro tan importante y que gracias a él tenían con qué vivir desahogadamente. En una palabra, han dicho tantas cosas, que después de su muerte mi padre pasa aún más por una de esas austeras figuras de antaño... Se le considera poco menos que un mártir. Estoy seguro de que le molesta en su sueño saber que mamá y Rosa María viven ahora bien, a pesar de sus esfuerzos para impedirlo... En cierto sentido lamento que haya muerto... ¡Tenía tal deseo de morirse!

—¿Por qué?

—¡Oh, su verdadera muerte sucedió el día en que Lee se rindió! Ya conoce usted a esos tipos. Nunca ha podido adaptarse a las circunstancias. Nunca dejaba de hablar de los tiempos de antaño.

—Rhett: las personas de edad son todas así.

Scarlett pensaba en Gerald y en lo que Will había dicho de él.

—¡No, por Dios! Mire, ahí tiene usted a su tío Henry y a ese buen viejo de Merriwether, por no citar más que a ellos dos. Los dos han firmado un nuevo contrato con la vida cuando han entrado en fuego con la guardia local. Y me da la impresión de que, desde entonces, están rejuvenecidos y le sacan más jugo a la existencia. Esta mañana me he encontrado al viejo Merriwether. Conducía el coche del reparto de Rene e insultaba al caballo igual que hubiera hecho un sargento que mandara una expedición de acarreos. Me ha dicho que se sentía diez años más joven desde que ha escapado a la tiranía de su nuera. Y su tío Henry encuentra otra clase de placer. Combate a los yanquis en el Palacio de Justicia y defiende a la viuda y al huerfanito contra los
carpetbaggers...
¡y sin pedirles honorarios! ¡Miedo me da! Sin la guerra, haría tiempo que habría renunciado a la abogacía y se hubiera metido en casita a cuidarse el reuma. Estos hombres están rejuvenecidos porque aún sirven para algo y se dan cuenta de que se tiene necesidad de ellos. Y no maldicen esta época que ha ofrecido a los viejos una nueva posibilidad. Sin embargo, hay un montón de viejos y de jóvenes que piensan como mi padre y como el suyo. No pueden ni quieren adaptarse, y esto me lleva a la cuestión desagradable que quería tratar con usted, Scarlett.

Este brusco giro de la conversación causó tal sorpresa a Scarlett, que se puso a balbucear:

—¿Qué, qué...?

«¡Oh, Señor, ya llegó!», añadió para sí.

—Conociéndola como la conozco, no debería haber esperado de usted ni lealtad, ni honor, ni honradez. Sin embargo, he sido tan necio que he confiado en su palabra.

—No sé lo que quiere decirme.

—Sí, lo sabe usted perfectamente. Tiene usted un aire de culpa que no engaña. Hace un momento, seguía la calle del Acebo para venir aquí a su casa, cuando oí que me llamaban: «¡Buenos días, eh!». ¿Quién podía llamarme así sino la señora de Wilkes? Naturalmente, me detuve y me puse a charlar con ella.

—¿En serio?

—Y tan en serio. Hemos tenido una conversación muy agradable. Me ha dicho que siempre había deseado felicitarme por mi bravura. ¡Qué quiere usted! Me admira por haber abrazado la causa de la Confederación en una hora tan adversa.

—¡Oh, Melanie está loca! El heroísmo de usted a poco más le cuesta la vida a ella aquella noche.

—Estoy convencido de que habría muerto pensando que mi sacrificio no era inútil. Cuando le pregunté lo que hacía por Atlanta, se mostró muy sorprendida de mi ignorancia y me contó que su marido y ella se habíí n instalado aquí porque usted había tenido la bondad de tomar al señor Wilkes como asociado.

—Bueno, ¿y qué? —dijo Scarlett en un tono seco.

—Al prestarle dinero para comprar esa serrería, estipulé con usted una cláusula que usted firmó. Ese dinero no debía, bajo ningún pretexto, servir para ayudar a Ashley Wilkes.

—¡Lo veo a usted muy agresivo! Le he devuelto ya su dinero. La serrería me pertenece y tengo derecho a hacer lo que me viene en gana.

—¿Le molestaría decirme cómo ha ganado usted el dinero que le ha permitido devolverme el préstamo?

—¡ Vendiendo madera, señor mío!

—Usted ha ganado dinero gracias a la cantidad que le presté para dedicarse a los negocios. Mi dinero sirve para ayudar a Ashley. Es usted una mujer sin honor y, si no me hubiera reembolsado, sentiría un gran placer exigiendo que me pagara en el acto o procediendo al embargo, si no podía hacerlo.

Rhett aparentaba un tono ligero, pero en sus ojos llameaba la ira.

Scarlett se apresuró a llevar las hostilidades al campo enemigo.

—¿Por qué odia usted tanto a Ashley? ¿Es que está usted celoso?

Apenas hubo pronunciado estas palabras, se mordió la lengua. Rhett echó atrás la cabeza y se puso a reír a carcajadas. Scarlett se ruborizó hasta las orejas.

—Eso es, añada usted la vanidad al deshonor —dijo Rhett—. Usted creerá siempre que sigue siendo la Reina del Condado. Se cree en un pedestal y se figura que todos los hombres están muertos de amor por usted.

—¡Es falso! —exclamó ella con vehemencia—. Lo único que no entiendo es por qué detesta de ese modo a Ashley y no encuentro otra explicación.

—Pues no; trate de encontrar otra, encanto, porque no es ésta. En cuanto a odiar a Ashley... ¡Bah, no tengo por él más simpatía que odio! La verdad es que el único sentimiento que me inspira es una especie de compasión.

—¿De compasión?

—Sí, y un poco de desprecio. Vamos, sea usted sincera y dígame si no prefiere usted mil veces a un canalla de mi especie y si hago mal sintiendo por él desprecio y compasión. Cuando se haya calmado, ya le diré lo que entiendo por eso, si le interesa.

—No me interesa lo más mínimo.

—Se lo diré de todas maneras, porque me resultaría muy desagradable seguir oyéndola hablar de mis celos. Le tengo compasión, porque mas valdría que se hubiera muerto; lo desprecio, porque no sabe de qué lado volverse, ahora que el mundo de sus sueños ha desaparecido.

Esta idea no era absolutamente nueva para Scarlett. Recordaba vagamente haber oído emitir una reflexión análoga, pero ya no se acordaba dónde ni cuándo. Por lo demás, no trató apenas de averiguarlo, tan ofuscada la tenía la cólera.

—Si a usted le dejaran, no habría un hombre decente en el Sur.

—Y, si se les dejara las manos libres, creo que los tipos como Ashley preferirían la muerte. No les disgustaría reposar bajo una pequeña losa que llevara, grabadas, estas palabras: «Aquí yace un soldado de la Confederación caído por la Causa del Sur», o
«Dulce et decorum est»...
, o cualquiera de los epitafios corrientes.

—No sé por qué.

—Usted no sabe nunca lo que ocurre en sus mismas narices, ¿no es verdad? Si esos hombres se hubieran muerto, habrían terminado sus inquietudes y no tendrían que habérselas con problemas insolubles. Además, sus familias los venerarían, durante generaciones y generaciones. He oído decir que los muertos son felices. ¿Cree usted que Ashley Wilkes sea feliz?

—No veo por qué... —empezó Scarlett. De repente se detuvo, recordando la expresión que había sorprendido en los ojos de Ashley recientemente.

—¿Cree usted que Ashley, Hugh Elsing o el doctor Meade son mucho más felices que lo eran mi padre o el suyo?

—Tal vez no lo son tanto como debieran, porque han perdido toda su fortuna.

—No se trata de eso, querida —dijo Rhett, sonriendo—. No, yo le hablo de otra pérdida..., de la desaparición del mundo en que habían sido educados. Son como peces fuera del agua o como gatos a los que hubieran crecido de pronto alas. Habían sido educados para desempeñar un papel, para hacer unas cosas determinadas, para ocupar tal o cual sitio, y ese papel, esas cosas y esos sitios dejaron de existir el día en que el general Lee se rindió en Appomatox. ¡Oh, Scarlett, no ponga usted ese gesto de boba! ¿Qué le queda por hacer a Ashley Wilkes, ahora que ya no tiene casa, que le han confiscado la plantación por no poder pagar los impuestos y que hay veinte mil como él que van a la caza de un dólar? ¿Puede ganarse la vida con sus manos? ¿Puede emplear de algún modo sus facultades intelectuales? Apuesto a que ha perdido usted dinero desde que está al frente de su serrería.

—¡No!

—¡Qué buen corazón! ¿Me dejaría echar una ojeada a sus libros de cuentas uno de esos domingos por la tarde en que usted puede disponer de tiempo?

—¡Vayase al demonio! ¡Y vayase de prisa. ¡Ande! Para lo agradable que me es su compañía...

—Conozco muy bien al demonio, querida. Es un sujeto bien tonto. No volveré más a verlo, ni siquiera por sus bellos ojos... En fin, veo que sabe usted aceptar mi dinero cuando le hace falta y que sabe emplearlo a su gusto. Sin embargo, nos habíamos puesto de acuerdo sobre la manera en que usted se serviría de él, pero usted ha roto su compromiso. Pues bien, de todos modos, acuérdese de esto: El día menos pensado, mi querida tramposilla, me volverá a pedir sumas mucho más importantes. Querrá usted que yo ponga dinero en Sus negocios a un interés ridículo, para comprar otras serrerías, otras muías y hacer construir otros cafés. Bien, pues ya está usted lista, créame.

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