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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (127 page)

—Muchas gracias. Cuando necesite dinero, me dirigiré a mi Banco —declaró Scarlett, en un tono seco, mientras la rabia le levantaba el seno.

—Sí, ¿eh? Pruebe a ver. Soy uno de los accionistas más importantes del Banco.

—¿Es cierto?

—Sí; tengo intereses en una serie de negocios honrados.

—Hay otros bancos.

—Infinidad de ellos, estamos de acuerdo; pero, si depende de mí, puede esperar sentada si quiere obtener un dólar. Cuando le haga falta dinero puede dirigirse a los
carpetbaggers,
que son unos usureros.

—Me dirigiré a ellos de muy buena gana.

—Ya desistirá, cuando vea los intereses que le exigen. Las raterías se pagan siempre en el mundo de los negocios, querida. Hubiera sido más ventajoso para usted haber jugado limpio conmigo.

—Usted se considera un hombre extraordinario, ¿no es verdad? ¡Tan rico, tan influyente! Pero esto no le impide aprovecharse de la situación de los que han caído, como Ashley o yo.

—No se ponga al mismo nivel de Ashley. Usted no ha caído y nada la hará caer tampoco. Él sí, él ha mordido el polvo y seguirá derribado, a menos que lo levante alguien enérgico y lo guíe y lo proteja mientras viva. En todo caso, no siento ningún deseo de que mi dinero aproveche a un tipo como él.

—Pues amí... bien me ha ayudado a levantarme y...

—Lo he hecho a título de experiencia, querida. Era bastante arriesgado ayudarla así, pero me interesaba. ¿Por qué? Pues porque usted no ha querido vivir a expensas de los hombres de su familia, lamentándose sobre el pasado. Usted se ha despabilado sólita y hoy su fortuna reposa sólidamente sobre el dinero arrancado a la cartera de un muerto y sobre el dinero robado a la Confederación. Tiene usted muchas cosas en su haber. No solamente pesa sobre usted una muerte, sino que ha tratado, ademas, de seducir al novio de una muchacha, ha pretendido entregarse a la fornicación, ha mentido y ha faltado a su palabra de honor. Omito multitud de pequeñas bajezas que saldrían a relucir en cuanto profundizáramos un poco. Todo eso es admirable y demuestra que es usted una persona enérgica y decidida, a quien, al prestarle dinero, ello no se hace sin riesgo. Yo prestaría diez mil dólares, sin recibo siquiera, a esa vieja matrona romana que es la señora Merriwether. Empezó vendiendo pastelillos con una cestita y ahí la tiene usted: media docena de personas trabajan ya en su pastelería, el abuelo está encantado con el coche del reparto y ese holgazán criollo de Rene, que antes no trabajaba ni aunque lo matasen, se da ahora buen garbo... Y ese pobre diablo de Tommy Wellburn, que hace el trabajo de dos hombres. Y... ¿para qué seguir? Temo abrumarla.

—Sí, me abruma usted. Me abruma y me da dolor de cabeza —declaró Scarlett, con la esperanza de que Rhett se enfadara y olvidara a Ashley. Pero Rhett no cayó en la trampa.

—Esa gente sí es digna de que la ayuden. Pero Ashley Wilkes... Los tipos de su calaña no son de ninguna utilidad en un mundo agitado como el nuestro. Son los que primero desaparecen en la revuelta. ¿Y por qué no, por otra parte? No merecen sobrevivir, puesto que no aceptan el combate y no saben luchar. No es la primera vez que ha habido trastornos en el mundo y no será la última. Cuando esto ocurre, cada uno pierde lo que poseía y todos quedan a un mismo nivel. Entonces uno empieza la batalla sin más armas que su inteligencia y su fuerza. Pero hay personas que, siguiendo el ejemplo de Ashley, no quieren servirse de ellas. Ésos se quedan en su sitio y acaban por hundirse. Es una ley natural, y le aseguro que el mundo prescinde sin pena de ellos. Otros, por el contrario, los más audaces, se abren camino y no tardan en recobrar el lugar que ocupaban antes de la catástrofe.

—¡Usted ha sido pobre! Hace un momento me ha dicho que su padre lo echó de casa, sin un céntimo —dijo Scarlett, furiosa—. ¡Creí que comprendería usted a Ashley y que sentiría sus desgracias!

—Le comprendo admirablemente —replicó Rhett—, pero maldito si me complazco de sus desdichas, como dice usted. Después de la rendición, Ashley se encontraba en mejor situación que yo cuando fui arrojado de casa por mi padre. Al menos él ha contado con amigos para recogerlo. Mientras que yo, yo era como Ismael. Y ¿qué se ha hecho de Ashley?

—Sí, se compara usted con él. ¡Qué vanidad tiene! Gracias a Dios, se le parece muy poco. No sería él quien se ensuciara las manos con el dinero de los
carpetbaggers,
de los
scallawags
y de los yanquis. Es un hombre de escrúpulos, un perfecto caballero.

—Sus escrúpulos y su caballerosidad no le impiden aceptar el dinero y la ayuda de una mujer. —¿Qué otra cosa podía hacer?

—¿Soy yo el llamado a saberlo? Lo único que sé es lo que he echo yo, durante y después de la guerra, y cuando, antes, me echó mi padre de casa. Y también sé lo que han hecho muchos hombres, hemos visto el partido que podíamos sacar de la ruina de una civilización y nos hemos aprovechado. Unos han recurrido a medios lícitos, otros a medios clandestinos, pero todos hemos estado a la altura de las circunstancias y continuamos estándolo. Los Ashley de este mundo tenían las mismas posibilidades que nosotros, pero no han sabido qué hacer. Les falta energía, Scarlett, y sólo los que tienen energía merecen salvarse del naufragio.

Scarlett apenas escuchaba lo que decía Rhett, pues el recuerdo hque había tratado en vano de precisar unos minutos antes se hacía ahora más preciso. Recordaba la huerta de Tara, barrida por el viento helado. Le parecía ver a Ashley, sentado junto a un haz de leña. Él la había mirado sin verla y le había dicho... ¿qué era exactamente lo que había dicho? Había pronunciado una palabra extraña, una palabra extravagante, había hablado también del fin del mundo. De momento, ella no había penetrado el sentido de sus palabras, pero ahora comenzaba a comprender y experimentaba una sensación de angustia indecible.

—Ashley me dijo un día... —¿El qué?

—Un día, en Tara, me habló de... de un crepúsculo de los dioses y del fin del mundo.

—Ah, un
Gótterdàmmerung\
—exclamó Rhett, mostrando gran interés—. ¿Y qué más le dijo?

—No recuerdo bien. Apenas prestaba atención a lo que hablaba. ¡ Pero, sí..., esto es..., me dijo poco más o menos que los fuertes siempre salían de las pruebas, y los débiles fenecían.

—Así que él mismo se da cuenta. Eso es más penoso para él. La mayor parte de esa gente no comprenden nada ni lo comprenderán jamás. Se pasarán la vida entera preguntándose por la vida pasada. Pero él, por lo visto, sabe que su suerte está echada.

—No; mientras me queden arrestos, no le ocurrirá nada. —Scarlett —la interrogó Rhett, cuyos rasgos se habían contraído—, ¿cómo se las ha arreglado para lograr que Ashley viniera a Atlanta a dirigir su serrería? ¿Opuso mucha resistencia?

Scarlett recordó la escena que había seguido a los funerales de su padre. Sin embargo, alejó en seguida aquel recuerdo.

—No: ¿por qué había de oponerse? —replicó con indignación—. Le expliqué que lo necesitaba, porque no podía fiarme del sinvergüenza que dirigía la serrería, y que Frank estaba demasiado ocupado en el almacén para poder ayudarme. Le dije que iba a..., en una palabra, que Ella Lorena..., ya me comprende. Y a él le encantó poder serme útil, sacándome del apuro.

—¡Qué agradable excusa, la maternidad! Así es como se ha hecho usted con él, ¿eh? Sí, ha conseguido usted sus fines. He aquí al pobre diablo tan ligado a usted por el agradecimiento como sus forzados a las cadenas. Les deseo a los dos mucha suerte. Pero, como se lo he declarado al principio de esta discusión, no obtendrán nada más de mí para andar con sus pequeñas intrigas, mi querida farsante.

Scarlett se moría de rabia, pero al mismo tiempo estaba entonces sin reservas económicas. Desde hacía algunas semanas proyectaba pedir de nuevo un préstamo a Rhett para comprar un terreno en el que se proponía construir un almacén de madera.

—¡No necesito su dinero! —exclamó—. Gano más del que me hace falta con la serrería de Galleher. Y, además, tengo colocado dinero sobre hipotecas que me producen beneficios, y el almacén de Frank va muy bien.

—Sí, ya he oído hablar de sus inversiones de dinero. ¡Qué hábil, ¿eh?, apretar a las pobres gentes indefensas, a las viudas, a los huérfanos, a los ignorantes! Pues, ya que se dedica a robar a sus semejantes, Scarlett, ¿por qué no pone mejor su mira en los ricos y fuertes en vez de hacerlo en los pobres y débiles? Desde los tiempos de Maricastaña se considera aquella forma de robo como una acción de alta moralidad.

—Porque es más fácil y más seguro robar, como dice usted, a los pobres —replicó Scarlett, concisamente.

—Es usted una sinvergüenza, Scarlett —decjaró Rhett, riendo tan fuertemente que sus hombros experimentaron una sacudida.

¡Una sinvergüenza! El epíteto la hirió y la dejó sorprendida. «No, no soy una sinvergüenza», se dijo con vehemencia. O, al menos, no tenía intención de serlo. Quería ser toda una señora. Scarlett volvió la vista a varios años atrás y vio otra vez a su madre, con su vestido de seda, al cual imprimía, cuando andaba, un exquisito balanceo; vio sus manos, que habían cuidado a tanta gente, sus manos infatigables. Todo el mundo quería a Ellen. Todo el mundo la respetaba y la rodeaba de consideraciones. Su corazón se encogió de súbito.

—Si trata usted de irritarme, está perdiendo el tiempo —le dijo en tono cansado—. Ya sé que no soy ni tan... escrupulosa, ni tan buena, ni tan agradable como debiera. Pero es algo más fuerte que yo, Rhett. Verdaderamente me es imposible serlo. ¿Qué nos hubiera ocurrido a mí, a Wade, a Tara y a todos nosotros, si hubiera tratado de ser... dulce, cuando los yanquis vinieron a robarnos? Podría haber sido..., pero prefiero no pensar en ello. Y cuando Jonnas Wilkerson quiso incautarse de nuestra casa... ¿dónde estaríamos ahora si me hubieran detenido los escrúpulos? Y ¿dónde estaríamos igualmente si yo hubiera sido una pobre infeliz muy dulce y no hubiera obligado a Frank a que cobrara? Tal vez sea una sinvergüenza, Rhett, pero no seguiré siéndolo siempre. Incluso en este momento, ¿cómo podría salir del lío en que me encuentro si no fuera como soy? Durante estos últimos años tengo la impresión de estar remando en medio de una tempestad, de estar conduciendo una barca cargada hasta arriba. Me cuesta tanto mantener a flote mi barca, que no he titubeado en tirar por la borda todo lo que me molestaba y no me parecía estrictamente necesario.

—Orgullo, honor, virtud, lealtad, bondad— enumeró Rhett con voz melosa—. Sí, Scarlett, tiene usted razón, todas estas cosas no cuentan cuando un barco está a punto de zozobrar. Pero mire usted a sus amigos. O bien abordan en lugar seguro con toda su carga intacta, o bien se van a pique en alta mar, con las banderas desplegadas.

—Son una partida de imbéciles —declaró Scarlett—. Para todo hay tiempo. Cuando tenga dinero, también seré una mujer honorable.

—Tiene todo lo necesario para ello... pero no podrá conseguirlo. Es difícil recuperar las mercancías arrojadas al mar, y, aun en el caso de lograrlo, se da uno cuenta de que están perdidas de todos modos. Temo que el día en que se encuentre en disposición de poder recuperar el honor, la virtud y la bondad que ha arrojado usted por la borda, se dé cuenta de que su estancia bajo el agua no les ha sido provechosa. Rhett se levantó bruscamente y cogió su sombrero.

—¿Se marcha usted?

—Sí. ¿No le resulta agradable? La dejo sola con lo que le queda de conciencia.

Se detuvo y contempló a la niña, a la que tendió un dedo que ella estrechó en su manecita.

—Supongo que Frank no cabrá en sí de orgullo.

—Evidentemente.

—Seguro que ha hecho ya mil proyectos para su hija.

—Ya sabe usted... ¡Los hombres se encaprichan tanto con sus hijos...!

—Entonces dígale esto —murmuró Rhett, con una expresión extraña—: dígale que haría bien quedándose un poco más en casa por las noches, si es que quiere realizar los proyectos que tiene formados para su hija.

—¿Qué quiere usted decir?

—Nada más que eso. Aconséjele que se quede en casa.

—¡Oh, qué innoble es usted! Insinuar que el pobre Frank...

—¡Santo Dios! —exclamó Rhett, echándose a reír—. No quería decirle que Frank anduviera de picos pardos. ¡Frank! ¡Oh, qué gracia tiene!

Y bajando la escalera, alejóse, riendo.

44

Soplaba el viento, y Scarlett, que en la fría tarde de marzo se dirigía en coche a la serrería explotada por Johnnie Gallegher, se envolvió en su gruesa manta de viaje. Sabía que sus solitarias caminatas eran cada vez más peligrosas, ahora que los negros escapaban de todo control. Tal como lo había predicho Ashley, la situación había empeorado bruscamente desde que el Parlamento se había opuesto al voto de la reforma. El Norte, enfurecido, había considerado su negativa como una bofetada en pleno rostro y no había tardado en vengarse. El Norte estaba bien resuelto a imponer a toda costa el voto de los negros en Georgia, y con este fin, después de declarar al Estado en rebelión, le había aplicado la ley marcial más severa. Georgia ya no existía como Estado, habiéndose convertido, juntamente con Florida y Alabama, en el «territorio militar número 3», puesto bajo el mando de un general federal.

Si la vida había sido difícil e incierta antes, ahora lo era más. El bando de guerra del año anterior era cosa de broma comparado con el que acababa de proclamar el general Pope. El porvenir se presentaba sombrío, y el desdichado país, que estaba yugulado por los vencedores, hacía esfuerzos desesperados por reaccionar. Los negros, por su parte, llenos de orgullo por su situación y sabiéndose respaldados por los soldados yanquis, se entregaban a actos de violencia cada vez más frecuentes. Nadie estaba al abrigo de sus caprichos.

Todo el mundo vivía en el terror y en la angustia. También Scarlett tenía miedo, pero estaba decidida a defenderse y no salía nunca de casa sin llevar a mano la pistola de Frank. Maldecía para sí al Parlamento, que era el causante de todo el mal. ¿A qué venía su gesto, que todos encontraban heroico? Únicamente a agravar la situación, bastante tirante ya para hacer tonterías.

Al acercarse al camino que, adentrándose en medio de unos árboles desnudos, descendía hacia el pequeño valle en el que se elevaba Shantytown
[24]
, Scarlett chasqueó la lengua para que el caballo alargara el paso. Cada vez que pasaba cerca de ese poblado sórdido de tiendas de campaña del tiempo de la guerra y de cabanas hechas con tablas, se sentía a disgusto. No había lugar en la región con peor fama que ese barrio de Atlanta, donde vivían hacinados los negros arrojados de todas partes, las prostitutas de color y los blancos de la más baja estofa. Pasaba por ser el refugio ordinario de los criminales blancos o negros, y los soldados yanquis siempre empezaban por allí sus registros cuando se trataba de perseguir algún malhechor. Los tiroteos y las riñas al arma blanca eran tan habituales, que las autoridades preferían no intervenir y optaban por dejar a los habitantes de Shantytown que arreglaran sus cuentas entre ellos. En los bosques, por los alrededores, había alguna que otra tabernucha en la que se servía un whisky de ínfima calidad y por la tarde se oían en todo momento los juramentos y los gritos de los borrachos.

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