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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (122 page)

¡Si al menos no estuviera encinta! Hubiera podido ir con él a la serrería cada mañana. Atravesarían juntos los bosques desiertos. Lejos de todas las miradas indiscretas, habrían podido creerse transportados de nuevo al Condado, al tiempo feliz en que los días transcurrían sin precipitaciones. No, no intentaría que le dijera una sola palabra de amor. Se había jurado no volver a hablarle de su mutua ternura. Pero, si ella se encontraba sola con él, Ashley abandonaría tal vez la máscara de indiferencia cortés que había adquirido desde su llegada a Atlanta. Tal vez volvería a ser el mismo, el Ashley que ella había conocido antes de que se hubiese hablado para nada de amor entre ellos. Ya que no podían ser amantes, al menos serían amigos. ¡Tenía tanta necesidad de caldear su corazón transido al fuego de su amistad!

«¡Si al menos tuviera en seguida al niño! —se decía con impaciencia—. Podría pasearme con Ashley todos los días. Charlaríamos...»

No era solamente su deseo de estar sola con Ashley lo que la hacía gemir de impaciencia y rebelarse contra la vida de reclusión que llevaba. Las serrerías tenían necesidad de su presencia. Desde que había cesado de vigilar su marcha y había confiado la dirección de una y otra a Hugh y a Ashley, los dos establecimientos perdían dinero.

Hugh era un perfecto inútil, a pesar de toda su buena voluntad. No tenía el menor sentido comercial ni sabía mandar a los obreros. Todo el mundo obtenía rebajas de él. A poco que un contratista avispado le declarase que su madera era de ínfima calidad y no valía el dinero que pedía por ella, estimaba que un caballero debía presentar excusas y rebajar el precio. Cuando Scarlett se enteró de la cantidad en que había vendido mil pies de madera para entarimados, rompió ." llorar de rabia. ¡El mejor lote de madera que se había vendido en la serrería lo había literalmente regalado! Y, luego, no sabía tratar con la gente. Los negros insistían para que les pagara cada día y frecuentemente ocurría que se lo gastaban en vino y al día siguiente no se presentaban al trabajo. Hugh veíase entonces obligado a salir en busca de otros obreros y el trabajo sufría retraso. Y, para postres, Hugh se pasaba días enteros sin ir a vender la madera a la ciudad.

Viendo tal mengua de beneficios en manos de Hugh, Scarlett se encolerizó por su idiotez y por la suya misma, que no podía hacer nada. Tan pronto tuviera el niño y pudiera volver a tomar la dirección de las cosas, se desharía de Hugh y buscaría otro para que ocupara el sitio. Cualquiera valdría más que él y estaba bien resuelta a no dejarse pisar más por los liberados. ¿Qué cosa de provecho iba a hacerse con esos negros, que dejaban el trabajo por un quítame allá esas pajas?

—Frank —le dijo a su marido, después de una discusión acalorada con Hugh acerca de las faltas al trabajo de sus obreros—, estoy bien decidida a alquilar a unos cuantos forzados para trabajar en las serrerías. Hace algún tiempo, le hablé a Johnnie Gallegher, el contramaestre de Tommy Wellburn, de lo pesado que resultaba hacer trabajar a los negros, y me dijo que por qué no alquilaba forzados. Me parece una buena idea. Me dijo que podía subalquilarlos por casi liada y que me bastaría con darles una bazofia para comer. Añadió que podría hacerles trabajar todo el tiempo que quisiera sin tener siempre husmeando a la gente de la Oficina de Liberados en asuntos que no son de su incumbencia. ¡Ah, y luego, tan pronto expire el contrato de Johnnie Gallegher con Tommy, lo tomaré para reemplazar a Hugh! Un tipo que logra hacer trabajar a sus órdenes a una banda de irlandeses no dejará de obtener excelentes resultados con los forzados.

¡Con forzados! ¡Frank permanecía mudo de horror! ¡Alquilar forzados! Era el colmo; era peor aún que pensar en instalar un bar.

Al menos, ésta era la opinión de Frank y de los medios conservadores en los que se desenvolvía. El sistema consistente en alquilar forzados debía su reciente aplicación a la pobreza del Estado como consecuencia de la guerra. Incapaz de mantener a los forzados, el Estado los alquilaba a los que tenían necesidad de mucha mano de obra para construir vías férreas o para explotaciones forestales. Sin dejar de reconocer la necesidad de tal sistema, Frank y sus amigos sensatos no dejaban de deplorar su existencia. Buen número de ellos ni siquiera habían sido partidarios de la esclavitud y encontraban esto bastante peor.

¡Y Scarlett quería ajustar forzados! Frank sabía que, si hacía una cosa semejante, él no se atrevería a llevar ya la cabeza alta. Era peor aún que poseer y dirigir una serrería, peor que todo lo que su mujer había emprendido o proyectado. Oponiéndose a los proyectos de Scarlett, Frank había sido impulsado siempre por esta pregunta: «¿Qué dirá de nosotros la gente?». Pero esta vez Frank experimentaba un sentimiento más profundo que el temor al qué dirán. Tenía la impresión de que se trataba de un tráfico de carne humana similar al de la prostitución. No podía permitirlo sin sentir el remordimiento de cometer un pecado. Frank estaba tan convencido de esto que encontró ánimos para prohibir a su mujer que llevara a efecto su plan y puso tanta energía en sus observaciones que Scarlett, atemorizada, no fue capaz de responderle. Finalmente, para tranquilizarle, le declaró en tono sumiso que no se trataba más que de un proyecto vago. En el fondo de sí misma pensaba todo lo contrario. Contratando forzados resolvería en el acto uno de los problemas más graves, pero, por otra parte, si Frank tomaba la cosa así...

Suspiró. Si al menos una de las serrerías le produjera beneficios, tomaría su mal con paciencia, pero Ashley apenas daba muestras de más talento que Hugh.

Al principio, Scarlett había quedado sorprendida y decepcionada de que Ashley no se hubiera puesto al corriente en el acto y no hubiera hecho que la serrería rindiera el doble de lo que rendía cuando estaba en sus manos. ¡Era tan inteligente y había leído tantos libros! No había razón alguna para que no tuviera el más brillante éxito y no ganara cantidades fabulosas. Pero, por desgracia, no obtenía mejores resultados que Hugh. Su inexperiencia, sus errores, su falta absoluta de sentido comercial, sus escrúpulos, eran los mismos de Hugh.

En su amor, Scarlett encontró fácilmente excusas a su conducta y no se le ocurrió la idea de juzgar a los dos hombres por el mismo rasero. Hugh era un necio, su caso era desesperado, mientras que Ashley lo que tenía que hacer era iniciarse en los negocios. Sin embargo, se vio obligada a reconocer a pesar suyo que Ashley no sabría nunca hacer, como ella, un cálculo mental rápido ni dar un precio exacto. Y a veces se preguntaba si aprendería nunca a distinguir el pino del roble. Como era honrado, tenía confianza en el primer sinvergüenza, y varias veces se habría perdido dinero si ella no hubiera intervenido para arreglar las cosas. Si sentía simpatía por alguien —¡y parecía sentirla por todos!— vendía la madera a crédito sin preocuparse siquiera de si el comprador tenía cuenta en el Banco o cualquier otra garantía. A este respecto, no valía más que Frank.

¡Pero ya acabaría por aprender! Sobre esto no albergaba asomo de duda. Y, mientras Ashley se iniciaba en la vida comercial, Scarlett estaba llena de una indulgencia y de una paciencia verdaderamente maternales para sus errores. Cada tarde, cuando llegaba a su casa, agotado y desesperado, ella no dejaba de prodigarle un sinfín de consejos con el tacto más exquisito. Pero, por más que le diera ánimos y tratara de levantar su moral, sus ojos conservaban una extraña mirada, una expresión muerta que ella no comprendía y que la aterraba. ¡Estaba cambiado, resultaba tan distinto del hombre que era antes! Si al menos consiguiera verlo solo, tal vez descubriría a qué se debía aquello...

Esta situación proporcionó a Scarlett muchas noches de insomnio. Se atormentaba pensando en Ashley, primero porque lo veía desdichado y luego porque sabía que siendo desdichado no podría convertirse en un buen comerciante en maderas. Era un verdadero suplicio ver sus serrerías en manos de dos hombres tan poco comerciantes como Ashley y Hugh. Se le partía el corazón viendo a sus competidores arrebatarle los mejores clientes, cuando ella había trabajado tanto y preparado tan minuciosamente su plan de campaña para los meses en que no iba a poder trabajar. ¡Si al menos pudiera volver a hacerlo pronto! Se ocuparía de Ashley y a la fuerza le haría aprender bien su oficio. ¡Y si Johnnie Gallegher pudiera dirigir la otra serrería! Ella misma se encargaría de la venta de la madera y todo iría como sobre ruedas. En cuanto a Hugh, si quería seguir trabajando con ella, le daría un carruaje para repartir el género. ¡No servía para más!

Evidentemente, por despabilado y despierto que fuera Gallegher, de escrupuloso, la verdad, no tenía mucho aspecto. Pero, entonces, a quién llamar? ¿Qué ocurría para que los hombres inteligentes y honrados a la vez manifestaran tan pocos deseos de trabajar para ella? Si al menos consiguiese uno de ellos para ponerlo en el sitio de Hugh, ya podría estar más tranquila, pero...

A pesar de su dolencia física, Tommy Wellburn se había convertido en uno de los contratistas más importantes de la ciudad y, según se decía, ganaba lo que quería. La señora Merriwether y Rene también se abrían camino muy bien y acababan de abrir una pastelería que Rene regentaba con un sentido de la economía verdaderamente francés, y el abuelo Merriwether, encantado de abandonar su rincón al fuego, conducía ahora el carrito con los dulces. Los Simmons tenían tal cantidad de encargos, que empleaban tres equipos de obreros en su ladrillar. Y Kells Whiting también ganaba dinero con su cosmético, que vendía a los negros, diciéndoles que no se les dejaría que votaran si seguían teniendo los cabellos crespos.

Y otro tanto ocurría con la gente joven que Scarlett conocía: los médicos, los abogados, los comerciantes. Esa especie de amodorramiento que se había apoderado de ellos en el momento de la derrota había desaparecido por completo y todos se habían preocupado demasiado en cimentar su propia fortuna para pensar en dedicarse a edificar la ajena. Los otros, los que no desplegaban tanta actividad, eran los hombres del tipo de Hugh... o de Ashley...

¡Qué de penalidades: tratar de llevar adelante un negocio y estar embarazada, para colmo!

«No tendré otro hijo —decidió Scarlett con convicción—. No me propongo imitar a las demás mujeres y tener un bebé cada año. ¡Santo Dios! ¡Me pasaría la mitad del año en casa, sin ocuparme de mis serrerías! Y ya me doy cuenta ahora de que no puedo permitirme faltar ni un día. Le voy a decir bien claro a Frank que no quiero tener más hijos.»

Frank quería formar una familia numerosa, pero ya le haría ella entrar en razón. El hijo que ahora llevaba sería el último. Las serrerías eran bastante más importantes...

42

Scarlett tuvo una niña menuda y calva, fea como un mono pelón y absurdamente parecida a Frank. Nadie, excepto el padre, cegado por el cariño, pudo encontrar en ella belleza alguna, pero los vecinos llevaron su caridad hasta decir que todos los niños feos podían llegar a volverse guapos. La bautizaron con los nombres de Ella Lorena. Ella por su abuela, y Lorena porque era el nombre más de moda en aquellos días para las muchachas, así como los de Roberto E. Lee y Stonewall Jackson eran los más populares para los chicos y Abraham Lincoln y Emancipación para los negritos.

La niña nació a mediados de una semana en que los ánimos estaban muy excitados en la oprimida Atlanta y la atmósfera en tensión, esperando un desastre. Un negro que se jactó de haber cometido un rapto fue detenido por entonces; pero, antes de pensar en juzgarle, varios miembros del Ku Klux Klan asaltaron la cárcel y lo colgaron sin contemplaciones. El Klan había actuado para evitar que la víctima, desconocida aún, fuese citada a comparecencia para declarar ante el tribunal. Antes que hacer pública su afrenta, el padre y los hermanos la hubieran matado; por eso el linchamiento del negro pareció a los ciudadanos una sensata solución, realmente la única solución decente. Pero las autoridades militares se enfurecieron. No vieron razón para que la muchacha no declarase públicamente.

Los militares efectuaron detenciones a diestro y siniestro y juraron que aniquilarían el Klan, aunque tuviesen que encerrar a todos los blancos de Atlanta. Los negros, irritados y ceñudos, hablaron de incendiar casas en represalia. Corrían rumores de ejecuciones en masa en el caso de que los yanquis cogieran a los culpables y de sorpresas concertadas por los negros contra los blancos. La gente permanecía en su casa con las puertas barreadas y con las ventanas herméticamente cerradas; los hombres no se atrevían a salir a sus asuntos dejando sin protección a las mujeres y a los niños.

Scarlett yacía extenuada en el lecho, débil y callada, dando gracias a Dios de que Ashley hubiera tenido el buen acuerdo de no pertenecer al Klan y de que Frank fuera demasiado viejo y apocado. Hubiera sido espantoso saber que los yanquis podían llegar de un momento a otro a detenerlos. ¿Es que no podían estar tranquilos aquellos juveniles cerebros exaltados que formaban el Klan? Probablemente la muchacha no había sido violada. Seguramente había sufrido tan sólo un susto tonto, y por culpa suya una porción de hombres podían perder la vida.

En aquella atmósfera, con los nervios tensos como una mecha sobre un barril de pólvora, Scarlett recobró sus fuerzas rápidamente. El saludable vigor que la había acompañado durante la dura temporada de Tara siguió sosteniéndola, y dos semanas después del nacimiento de Ella Lorena se encontraba ya en disposición de levantarse hasta una silla y de irritarse por su inactividad. Tres semanas después, estaba en pie y afirmaba su deseo de ir a ver las serrerías. Habían suspendido el trabajo en los dos talleres, porque tanto Hugh como Ashley temían dejar solas a sus familias durante todo el día.

Entonces estalló la tormenta...

Frank, rebosante de orgullo paterno, tuvo el suficiente valor para prohibir a Scarlett que saliera de casa en aquellas condiciones tan peligrosas. Sus órdenes no hubieran tenido ningún efecto si él no hubiera encerrado el caballo y el coche en la cuadra, resolviendo que sólo él podría utilizarlos. Es más, mientras estaba ella en cama, él y Mamita había registrado pacientemente la casa entera y descubierto el dinero en varios escondites. Y Frank lo había depositado en el Banco a su propio nombre, de suerte que Scarlett no podía disponer de nada.

Scarlett se enfureció contra Frank y Mamita; luego suplicó, y finalmente gritó toda una mañana como una niña despechada. Pero sus lamentaciones sólo le sirvieron para oír: «¡Cálmate, rica! Pareces una chiquilla enferma». Y: «Señorita Scarlett, si sigue usted llorando se le va a alterar la leche y la niña tendrá un cólico».

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