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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (148 page)

La emisión de bonos se elevaba a millones. La mayoría de ellos eran ilegales y fraudulentos, pero se emitían exactamente igual. El tesorero del Estado, que era republicano, pero hombre honrado, protestaba contra las emisiones ilegales y se negaba a firmarlas; mas él y otros que intentaban restringir tales abusos eran impotentes contra la marea que los arrollaba.

La adquisición de caminos de hierro por el Estado había sido, alguna vez, un negocio ventajoso, pero ahora era sumamente arriesgado y las deudas se elevaban a más de un millón. No existía ni un solo ferrocarril, pero sí un inmenso lodazal sin fondo en el cual los cerdos podían emborracharse y revolcarse. Muchos de sus empleados eran mantenidos por razones políticas, sin preocuparse de lo que pudieran saber de la cuestión de ferrocarriles. Los republicanos tenían por todas partes pases de libre circulación, y vagones cargados de negros rodaban en alegres excursiones por todo el Estado para votar y volver a votar en las mismas elecciones.

La mala administración de los ferrocarriles del Estado era lo que más indignaba a los contribuyentes. De las ganancias de estos ferrocarriles debía salir el dinero para las escuelas públicas, pero no había ganancias, sino tan sólo deudas y, por lo tanto, tampoco había escuelas. Pocos eran los que tenían dinero para enviar a sus hijos a escuelas de pago, y así existía una generación de niños que crecía en la ignorancia y que sembraría más tarde la semilla del analfabetismo.

Pero más fuerte que la indignación por el gasto y la mala administración, y el soborno, era el resentimiento por lo mal que, intencionadamente, el gobernador los representaba en el Norte. Cuando Georgia se indignaba contra la corrupción, el gobernador se trasladó precipitadamente al Norte, acudió al Congreso y habló de ultrajes de los blancos contra los negros, de que Georgia estaba prepa^da para una nueva sublevación y de la necesidad de un fuerte y severo gobierno militar. Ni un solo georgiano deseaba camorra con los negros y procuraban evitarlo por todos los medios. Nadie quería otra guerra, nadie necesitaba una dictadura militar. Lo que quería Georgia era que la dejasen en paz para que el Estado pudiera reponerse. Pero, con la faena que llegó a conocerse como «la fábrica de calumnias del gobernador», el Norte vio tan sólo un Estado rebelde que necesitaba una mano dura, y con mano dura se le trató.

Era una maravillosa orgía para la banda que sujetaba a Georgia por el cuello. Era una orgía de despojo, pero por encima de todo, un cinismo frío de las autoridades para tratar al ladrón, que producía náuseas. Las protestas y los esfuerzos por resistir no conseguían nada, porque el Gobierno del Estado estaba sostenido y apoyado por el Ejército de los Estados Unidos.

Atlanta maldecía el nombre de Bullock y el de sus
scdlawags
y republicanos; y maldecía también el de todo el que tuviera relación con ellos. Y Rhett estaba relacionado con aquella gente. Había estado con ellos, se decía, en todos sus planes. Pero ahora se volvía contra la corriente, por la que de tan buena gana se había dejado arrastrar hasta hacía poco, y empezaba a nadar contra ella.

Inició su campaña despacio, sutilmente, cuidando de no despertar las sospechas de Atlanta al mostrarse como un leopardo que trata de cambiar su guarida por la noche No se avergonzó de su historial durante la guerra, y no se le volvió a ver en compañía de oficiales yanquis, de republicanos ni de
scdlawags.
Asistió a reuniones de los demócratas y votó ostensiblemente la candidatura demócrata. Abandonó el juego y renunció casi por completo a la bebida. Si volvió alguna vez a casa de Bella Watling, lo hizo de noche y a escondidas, como hacían los más prestigiosos ciudadanos, en lugar de dejar el caballo atado frente a su puerta por la tarde, como un aviso de que estaba allí.

Y a los feligreses de la iglesia episcopal les faltó poco para caerse de sus bancos cuando Butler entró humildemente, algo retrasado para los oficios, y llevando a Wade de la mano. La congregación quedó tan asombrada por la presencia del niño como por la de Rhett, pues todos creían que el pequeño era católico. Por lo menos, Scarlett, lo era, o se suponía que lo era; pero ella no había puesto los pies en la iglesia desde hacía mucho tiempo y había olvidado las enseñanzas religiosas de su madre, lo mismo que había olvidado todas las demás. Todos pensaron que había descuidado la educación religiosa de su hijo, y se alabó a Rhett por tratar de rectificar el descuido, aun cuando hubiese llevado al niño a la iglesia episcopal en vez de conducirlo a la católica.

Rhett podía mostrarse serio y agradable cuando se molestaba en refrenar su lengua y en evitar que sus ojos bailoteasen maliciosamente. Hacía muchos años que había renunciado a molestarse en hacerlo, pero lo intentó ahora, apelando a la mayor seriedad y cortesía. Hasta llegó a usar chalecos de colores más sobrios. No resultaba difícil ganar un montón de amistades entre los hombres que le debían la vida. Le habrían demostrado su aprecio hacía largo tiempo si Rhett no hubiera obrado como si su aprecio le importase muy poco. Ahora Hugh Elsing y Rene, los chicos de Simmon, Andy Bonnel y los demás, lo encontraron agradable, poco amigo de ponerse en evidencia y azorado cuando ellos hablaban de lo agradecidos que le estaban.

—No fue nada —protestó—. En mi lugar, todos ustedes hubieran hecho lo mismo.

Suscribió una generosa cantidad para el fondo de reparaciones de la iglesia episcopal y contribuyó con otra grande —pero no tan grande que pudiese resultar exagerada— a la Asociación para el Embellecimiento de las Tumbas de los Gloriosos Muertos del Sur. Llamó aparte a la señora Elsing para entregarle el donativo y le suplicó, turbado, que guardase secreta su limosna, perfectamente convencido de que eso sería un acicate para extender la noticia. A la señora Elsing le molestaba mucho aceptar su dinero, dinero procedente de especulaciones; pero la Asociación estaba muy necesitada.

—No comprendo por qué usted, precisamente usted, se va a suscribir —dijo ásperamente.

Cuando Rhett le dijo, con actitud humilde, que lo movía a contribuir el recuerdo de antiguos compañeros de armas, más valientes, pero menos afortunados que él, y que ahora descansaban en ignoradas tumbas, la altanería aristocrática de la señora de Elsing se sintió dominada. Dolly Merriwether le había contado que Scarlett afirmaba siempre que el capitán Butler había servido en el Ejército, pero desde luego no lo había creído. Nadie, con toda seguridad, lo había creído. —¿Usted en el Ejército? ¿En qué compañía? ¿En qué regimiento?

Rhett se lo dijo.

—¡Oh, la artillería! Toda la gente que yo conozco sirvió en infantería o en caballería. Así se explica...

Se detuvo desconcertada, esperando ver los ojos de Butler brillar de malicia. Pero Rhett bajó la mirada, mientras jugaba con la cadena de su reloj.

—Me hubiera gustado la infantería —dijo, haciendo caso omiso de la insinuación—. Pero cuando supieron que yo había sido alumno de West Point, aunque no había llegado a graduarme por culpa de una diablura de muchacho, me mandaron a la artillería, artillería de campaña, no de la milicia. Necesitaban hombres que tuviesen conocimientos especiales. Ya sabe usted la tremenda cantidad de bajas que hubo en esta última campaña. Estaba muy solo sirviendo en la artillería. No encontré una persona conocida. No creo que viera ni a un solo hombre de Atlanta durante todo el servicio.

—Bien —murmuró la señora Elsing, confusa.

Si él había servido en el Ejército, entonces ella estaba equivocada. Había hecho una porción de observaciones sobre su cobardía y el recordarlas la hacía sentirse culpable.

—Bien, ¿y por qué no habló a nadie de su campaña? Obra usted como si se avergonzase de ella.

Rhett la miró rectamente a los ojos con rostro inexpresivo.

—Señora Elsing —dijo seriamente—, créame si le digo que estoy más orgulloso de mis servicios a la Confederación que de nada que haya podido hacer nunca o que haga en lo futuro. Me siento..., me siento...

—Bien, y entonces ¿por qué los oculta?

—Me avergonzaba hablar de ello a causa de... algunos de mis pasados actos.

La señora de Elsing contó lo del donativo y la conversación a la señora Merriwether con todo detalle.

—Y te doy mi palabra, Dolly, que cuando dijo eso de sentirse avergonzado los ojos se le llenaron de lágrimas. Sí, lágrimas. Como que por poco me echo a llorar yo.

—Chifladuras y disparates —dijo, incrédula, la señora Merriwether—. No creo que se le llenaran los ojos de lágrimas, como tampoco creo que sirviera en el Ejército. Y me puedo enterar inmediatamente si estuvo en esa batería. Yo me enteraré de la verdad, porque el coronel Carleton, que la mandaba, se casó con una hija de una de las hermanas de mi abuelo, y voy a escribirle.

Escribió al coronel Carleton y, con gran dolor de su corazón, recibió una respuesta hablando de Rhett en los términos más elogiosos. Un artillero nato, soldado valiente, un caballero sin tacha, un hombre modesto que ni siquiera era capaz de aceptar una comisión cuando se la ofrecían.

—Bueno —dijo la señora Merriwether, enseñándole aquella carta a la señora Elsing—. Estoy que podrían ahogarme con un cabello. Hemos juzgado mal a ese bribón al decir que no había servido en el Ejército; tal vez debíamos haber dado crédito a Scarlett y a Melanie, que nos dijeron que se había alistado el día que cayó la ciudad. Pero no nos hemos equivocado al decir que es un
scállawag
y un bribón, y a mí no me gusta.

—Sin embargo —repuso la señora de Elsing con acento de duda—, sin embargo, yo no lo creo tan malo. Un hombre que luchó por la Confederación no puede ser del todo malo. Es Scarlett la que es mala. ¿Sabes, Dolly? Yo realmente creo que él, bueno..., que está avergonzado de Scarlett, pero que es demasiado caballero para dejarlo ver.

—¿Avergonzado? ¡Bah! ¡Si están los dos cortados por el mismo patrón! ¿De dónde has podido sacar idea tan absurda?

—No es absurda —dijo, indignada, la señora Elsing—. Ayer, durante el chaparrón, tenía a los tres niños, hasta a la chiquitína, en el coche, dando vueltas por Peachtree Street. Y, cuando yo le dije: «Capitán Butler, pero ¿se ha vuelto usted loco? ¡Tener a estos niños en la calle con el frío que hace! ¿Por qué no los mete usted en casa?», él no contestó una palabra, pero parecía violento. Entonces, Mamita contestó por él y dijo: «La casa está llena de gentuza y resulta más sano para los niños estar bajo la lluvia que en casa».

—¿Y qué dijo él?

—¿Qué iba a decir? Dirigió una mirada a Mamita y se hizo el distraído. Ya sabes que ayer por la tarde Scarlett tenía una gran reunión para jugar al whist, a la que iban todas esas mujeres vulgares y ordinarias. Me figuro que Butler no quería que besaran a los niños.

—Ya, ya... —dijo la señora Merriwether, vacilando, mas sin darse aún por vencida.

Pero, a la semana siguiente, también ella capituló.

Rhett ahora tenía un destino en el Banco. Lo que hacía en él, los sorprendidos empleados del Banco no lo sabían; pero representaba una parte demasiado considerable de su capital para atreverse a protestar de su presencia. Al poco tiempo olvidaron que le habían hecho alguna objeción, porque era tranquilo y atento y realmente sabía bastante de banca y de inversiones. Sea como fuese, él se pasaba en su ocupación todo el día aparentando gran aplicación, porque quería estar en igualdad de condiciones con sus respetables conciudadanos que trabajaban intensamente.

La señora Merriwether, deseando dar nuevo impulso a su floreciente tahona, había intentado que el Banco le hiciese un préstamo de dos mil dólares con la casa como fianza. Se lo habían negado, porque realmente había ya demasiadas hipotecas sobre la casa. Estaba la anciana señora despotricando contra el Banco, cuando Rhett la atajó diciéndole:

—Tiene que haber una equivocación, señora Merriwether, alguna equivocación absurda. ¡Por Dios! ¡No debía tener que preocuparse en buscar un socio! Yo le prestaría a usted el dinero sencillamente sobre su palabra: una señora capaz de crear el negocio que usted ha creado es la mejor fianza del mundo. El Banco necesita prestar dinero a personas como usted. Siéntese usted aquí en mi despacho, que voy a ocuparme yo de esa cuestión.

Cuando volvió sonreía inexpresivamente, diciendo que, como él se lo había imaginado, había habido una equivocación. Los dos mil dólares estaban allí esperando a que ella quisiera molestarse en volver a busCharles. Respecto a lo de su casa: ¿haría el favor de firmar aquel papel?

La señora Merriwether, rebosando indignación, furiosa de tener que deberle el favor a un hombre a quien despreciaba, apenas le dio las gracias.

Pero él pareció no notarlo. Y, mientras la acompañaba a la puerta, le dijo:

—Señora Merriwether, siempre he sentido gran admiración por sus conocimientos y quisiera consultarle a usted una cosa.

Las plumas del sombrero de la mujer apenas se movieron al inclinar ella la cabeza.

—¿Qué hacía usted cuando su Maribella era chiquitína y se chupaba el dedo?

—¿Cómo?

—Mi Bonnie se chupa el dedo y no consigo quitarle ese vicio.

—Tiene usted que quitárselo; le estropearía la línea de la boca —repuso vigorosamente la señora Merriwether.

—Ya lo sé, ya lo sé. ¡Y tiene una boca tan bonita! Pero no sé qué hacer.

—Scarlett debe saberlo; ya ha tenido otros dos niños.

Rhett se miró la punta de los pies y suspiró.

—He probado a tintarle jabón en las uñas —dijo, sin recoger la observación sobre Scarlett.

—¿Jabón? ¡Bah! El jabón no sirve de nada. Yo a Maribella le ponía quinina en el pulgar. ¡Y la aseguro, capitán Butler, que dejó de chupárselo en seguida!

—¿Quinina? No se me hubiera ocurrido. Muchísimas gracias, señora Merriwether. ¡Me preocupaba tanto!

Y le dirigió una sonrisa tan amable, tan agradecida, que la señora Merriwether vaciló un momento; pero al decirle adiós sonrió también. Le desagradaba tener que confesar a la señora Elsing que se había equivocado al juzgar a aquel hombre; pero, como al fin eEa era una persona honrada, le dijo que tenía que haber algo bueno en un hombre que tanto quería a su hija. ¡Qué lástima que Scarlett no se ocupara de una chiquilla tan linda como Bonnie! Había algo emocionante en un hombre tratando de educar él solo a su hijita. Rhett se daba perfecta cuenta del patetismo de este espectáculo, y si ello era otra mancha en la reputación de Scarlett le importaba muy poco.

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