Lo que el viento se llevó (149 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

En cuanto la niña empezó a andar, la llevaba con él continuamente en el coche o en el arzón de la silla de su caballo. Aquella tarde, al volver del Banco, la sacó a dar un paseo por Peachtree Street, llevándola de la mano, amoldando sus grandes zancadas a sus diminutos pasitos, contestando pacientemente a sus infinitas preguntas.

A esta hora de la puesta del sol, casi todo el mundo estaba en el jardín o en el porche, y como Bonnie era una criaturita tan sociable, tan linda, con sus tirabuzones negros y sus ojos azules, pocos podían resistir el deseo de charlar con ella. Rhett nunca se mezclaba en esas conversaciones, pero se detenía, rebosando paternal orgullo y satisfacción al ver el éxito de su nena.

Atlanta tenía muy buena memoria y era desconfiada y lenta para variar de opinión. Los tiempos eran difíciles y se consideraba agriamente a todo el que hubiera tenido relación con Bullock y su gente; pero Bonnie poseía el encanto de Scarlett y de Rhett cuando ellos se lo proponían y fue la primera cuña que Rhett introdujo en el muro de frialdad de Atlanta.

Bonnie creció rápidamente y cada día se hacía más evidente que era nieta de Gerald O'Hara. Tenía las piernecillas cortas y gruesas, unos ojos grandes, azules como los de los irlandeses, la mandíbula cuadrada, que denotaba una obstinada voluntad. También tenía de Gerald el carácter vivo, que demostraba con rabietas, olvidadas tan pronto como se colmaban sus deseos. Cuando su padre estaba con ella, estos deseos eran atendidos inmediatamente. La echaba a perder a pesar de todos los esfuerzos de Mamita y de Scarlett, porque todos los caprichos de la niña le hacían gracia a su padre; todos menos uno: su miedo a la oscuridad.

Hasta que cumplió los dos años dormía apaciblemente en el cuarto de los niños, que compartía con Wade y con Ella. Entonces, sin razón aparente, empezó a sollozar en cuanto Mamita salía de la habitación llevándose la lámpara. Luego, durante la noche se despertaba, gritando con terror, asustando a sus hermanos y alarmando a toda la casa. Una vez hubo que llamar al doctor Meade, y Rhett no estuvo demasiado cortés al oír su diagnóstico: «Sólo pesadillas». Lo único que se consiguió sacar de la niña fue una palabra: oscuro.

Scarlett estaba enfadada con la nena y quería administrarle una buena corrección. No podía complacerla dejando una lámpara encendida en el cuarto de los niños, porque entonces Wade y Ella no podrían dormir. Rhett, molesto pero tranquilo, declaró fríamente que si se administraba alguna azotaina sería él personalmente quien lo hiciese, y no a Bonnie, sino a Scarlett.

El resultado fue que Bonnie fue trasladada del cuarto de los niños al que Rhett ocupaba solo. Se colocó la camita al lado del gran lecho y una lámpara con pantalla lució en la mesa durante toda la noche. La ciudad comentó la historia. Se decía que no estaba bien que una niña, aunque sólo tuviese dos años, durmiese en la alcoba de su padre. A Scarlett la criticaban por dos motivos: primero, porque demostraba claramente que ella y su marido dormían en distinta habitación, lo que ya parecía suficientemente escandaloso; segundo, porque, si la niña tenía miedo a dormir sola, su sitio estaba al lado de su madre: todos opinaban así. Y Scarlett no creyó a propósito explicar que le era imposible dormir con luz y que, además, Rhett no quería dejar a la niña dormir con ella.

—No te despertarías a no ser que chillara, y entonces probablemente le darías un cachete —había dicho secamente.

Scarlett estaba molesta por la importancia que Rhett concedía a los terrores nocturnos de la niña; pero pensó que se arreglaría pronto aquel estado de cosas y podría mandarla de nuevo al cuarto de los niños. Todos los niños tenían miedo a la oscuridad y el único remedio era la energía. Rhett obraba mal haciéndola pasar por una mala madre, para vengarse de que lo hubiese echado de su alcoba.

Él no había vuelto a poner los pies en su cuarto, ni siquiera había llamado a su puerta desde la noche en que ella le había dicho que no quería tener más hijos. En adelante, aunque empezó a quedarse en casa por las noches, a causa de los terrores de Bonnie, era más frecuente que cenase fuera de casa que en ella. Algunas veces había permanecido fuera toda la noche, y Scarlett, acostada, pero sin poder dormir detrás de la cerrada puerta, oía al reloj dar las tempranas horas matinales, preguntándose dónde estaría Rhett. Se acordaba de su frase: «Hay otros lechos, querida mía». Y, aunque esto la colmase de rabia, no podía hacer nada para remediarlo. No podía decir nada por miedo a desencadenar una escena en la cual él seguramente mencionaría la cerrada puerta y la probable influencia que Ashley tenía sobre esto. Sí, su empeño de que Bonnie durmiera en su habitación con la luz encendida podía ser un modo mezquino de vengarse.

No comprendió la importancia que concedía a los terrores de la niña ni su completo entusiasmo por la chiquilla, hasta que llegó una noche espantosa que nadie en la casa podría olvidar jamás.

Aquel día Rhett había encontrado un viejo camarada y había tenido mucho que charlar. Adonde habían ido a charlar y a beber, Scarlett no lo sabía, pero desde luego se figuraba que a casa de Bella Watling. No volvió por la tarde a sacar a Bonnie de paseo, ni tampoco a cenar. Bonnie, que había estado en la ventana toda la tarde esperándolo con impaciencia, deseosa de enseñar a su padre su mutilada colección de escarabajos, había sido acostada finalmente por Lou entre gritos y protestas. Si Lou se olvidó de encender la lámpara o si ésta se consumió, nadie lo supo exactamente; pero cuando por fin Rhett volvió a casa, completamente beodo, la casa estaba revuelta y los alaridos de la niña se oían desde las cuadras. Se había despertado en la oscuridad, lo había llamado y él no estaba allí. Todos los horrores sin nombre que poblaban su pequeña imaginación se habían apoderado de ella. Todos los mimos que le hicieron, todas las luces que llevaron Scarlett y las muchachas, no la tranquilizaron, y Rhett, subiendo las escaleras de tres en tres, parecía un hombre que había visto la muerte.

Cuando finalmente tuvo entre sus brazos a la niña y entre sus entrecortados sollozos pudo distinguir una sola palabra: «oscuro», se volvió a Scarlett y a los negros hecho una furia.

—¿Quién apagó la luz? ¿Quién la dejó sola en la oscuridad? Prissy, te voy a arrancar el pellejo. Tú...

—¡Dios mío! ¡Señorito Rhett, no fui yo, fue Lou!

—¡Por Dios! Señorito Rhett, yo...

—¡Cállate! Ya sabías mis órdenes. Vete de aquí. No vuelvas.

—Scarlett, dale algún dinero y que se marche sin que yo la vuelva a ver; y ahora todo el mundo largo de aquí. ¡Todo el mundo!

Los negros se precipitaron fuera de la habitación; la infortunada Lou, llorando y secándose con el delantal. Pero Scarlett se quedó. Era muy duro para ella ver a su hija predilecta calmarse en brazos de Rhett, cuando tanto había chillado en los suyos. Era duro verlo, era duro ver que ella no había conseguido sacar de la nena nada coherente y ahora, con los bracitos anudados al cuello de su padre, le contaba con voz entrecortada lo que la había asustado.

—De manera que se sentó sobre tu pecho —dijo Rhett suavemente—. ¿Y era muy grande?

—¡Oh, sí! ¡Muy grande! ¡Y con garras!

—¿Y garras también? Bueno, ahora me voy a sentar aquí a tu lado, y como vuelva le pego un tiro. —La voz de Rhett era seria y acariciadora, y los sollozos de Bonnie se fueron calmando. Su vocecita se fue tornando menos entrecortada, según iba haciéndole una minuciosa descripción del monstruo, con lenguaje que sólo su padre era capaz de comprender. La tensión nerviosa de Scarlett iba en aumento, mientras oía a Rhett discutir la cuestión como si hubiera sido algo real.

—¡Por amor de Dios, Rhett!

Pero él hizo señas para que se callase. Cuando Bonnie se hubo dormido por fin, la dejó en la cama y la arropó.

—A esa negra le voy a arrancar el pellejo a tiras —dijo tranquilo—. Y es culpa tuya también. ¿Por qué no viniste a ver si la luz estaba encendida?

—No seas loco, Rhett —murmuró—. Se ha puesto así porque tú la educas mal. Muchísimos niños tienen miedo a la oscuridad, pero se les acostumbra. A Wade le daba mucho miedo, pero yo no lo consentí. Si la dejases chillar una noche o dos...

—¡Dejarla chillar! —Por un momento, Scarlett creyó que su marido iba a darle un golpe—. ¡O estás loca o eres la mujer más despiadada del mundo! Nunca he visto...

—No quiero que se haga nerviosa y cobarde.

—¿Cobarde? ¡Por los cuernos de Satanás! No tiene un pelo de cobarde. Pero tú no tienes ni pizca de imaginación y, por lo tanto, no puedes comprender la tortura de una persona que la tiene, especialmente si es una niña... Si algo con garras y cuernos llegase y se sentase sobre tu pecho, lo mandarías al diablo y te quedarías tan fresca, ¿verdad? ¡Eso ya lo veríamos! Haz el favor de recordar, señora, que yo te he visto despertarte chillando como un gato escaldado, sencillamente porque soñabas que estabas corriendo rodeada de niebla. Y no hace tanto tiempo de eso.

Scarlett se quedó cortada, porque no le gustaba que le recordase aquel sueño. Y además, la molestaba pensar que Rhett la había tranquilizado entonces, de la misma manera que había tranquilizado ahora a Bonnie. Así, pues, varió de táctica.

—La estás mimando, y...

—Y tengo la intención de seguir haciéndolo. Así se sobrepondrá y acabará por olvidar su pesadilla.

—Entonces —dijo Scarlett, agriamente—, si quieres hacer de niñera, tendrás que volver a casa todas las noches, y sobrio además, para variar.

—Volveré a casa más temprano, pero tan borracho como una cuba si se me antoja.

Volvió mucho más temprano desde entonces, llegando con tiempo sobrado para acostar a Bonnie. Se sentaba a su lado con una manita de ella entre las suyas, hasta que el sueño hacía que la niña le soltase. Sólo entonces, bajaba de puntillas, dejando la lámpara encendida y la puerta entornada, para oírla si se despertaba asustada. Toda la casa estaba pendiente de la lamparita. Scarlett, Mamita, Prissy y Pork subían de vez en cuando de puntillas para cerciorarse de si seguía luciendo.

También volvió más sobrio, pero no era por la influencia de Scarlett. Durante varios meses siguió bebiendo, aunque sin llegar a emborracharse por completo, y una noche en que su aliento tenía un fuerte olor a whisky, al llegar a casa, cogió a la niña diciéndole:

—¿No vas a darle un beso a tu novio?

Ella, arrugando la nariz y volviendo la carita, intentó desasirse de sus brazos.

—No —dijo f rancamente—. ¡ Sucio!

—¿Qué?

—¡Hueles mal! Tío Ashley nunca huele mal.

—¡Maldito sea! —dijo bruscamente, dejando a la niña en el suelo—. Nunca esperé encontrar una abogada de la sobriedad en mi misma casa.

Pero desde entonces limitó su bebida a un vaso de vino después de cenar. Bonnie, que bebía siempre el último sorbo del vaso, no encontraba que el vino oliese mal. De resultas de esto la hinchazón que había empezado a borrar la firme línea de las mejillas de Rhett desapareció, y tenía las ojeras menos oscuras y marcadas. Como a Bonnie le gustaba pasear montada en el arzón de la silla de su caballo, Rhett se pasaba la mayor parte del día fuera, y el sol y el aire empezaron a curtirle la piel. Parecía más sano y estaba más alegre y recordaba al brillante joven que había cautivado a Atlanta al principio de la guerra.

Personas que nunca habían podido soportarlo, empezaron a sonreír cuando lo veían pasar con la chiquitína encaramada delante de él en la silla. Mujeres que siempre habían pensado que ninguna mujer estaba segura a su lado empezaron a pararse y a hablar con él en la calle para ver a Bonnie. Hasta las señoras más rancias comprendieron que un hombre capaz de discutir las dolencias y los problemas de la infancia como él lo hacía no podía ser del todo malo.

53

Era el cumpleaños de Ashley, y Melanie preparaba en su honor una recepción para aquella tarde. Todo el mundo estaba enterado de la recepción excepto Ashley. Hasta Wade y el pequeño Beau lo sabían, pero se habían juramentado para guardar el secreto, lo cual los colmaba de orgullo. Toda la gente distinguida de Atlanta había sido invitada y pensaba asistir. El general Gordon y su familia habían aceptado complacidos. Alexander Stephens estaría presente, si su delicada salud se lo permitía, y hasta se esperaba a Bob Toombs, el águila de la Confederación.

Durante toda aquella mañana, Scarlett, Melanie, India y tía Pittypat se afanaban por la casita dirigiendo a los negros mientras colgaban las recién planchadas cortinas, limpiaban la plata, daban cera al piso y cocinaban, agitaban y probaban los refrigerios que se habían de servir. Scarlett no había visto nunca a Melanie tan excitada y tan feliz.

—¿Sabes, querida? Ashley no ha tenido nunca una fiesta de cumpleaños, desde, desde... ¿Te acuerdas del
barbacoa
en Doce Robles, el día en que nos enteramos de que míster Lincoln pedía voluntarios? Bueno, pues no había tenido una fiesta de cumpleaños desde entonces. Y trabaja tanto, y está tan cansado cuando vuelve a casa por las noches, que ni siquiera se ha acordado de que son hoy sus días. ¡Qué sorpresa después de cenar cuando llegue todo el mundo!

—¿Cómo se arreglará para poner estos faroles en el jardín sin que los vea el señor Wilkes cuando venga a cenar? —gruñó Archie.

Había estado toda la mañana sentado, vigilando los preparativos, muy interesado, pero sin querer reconocerlo. Nunca había presenciado entre bastidores recepciones numerosas y era para él una novedad. Hacía comentarios sobre las mujeres que corrían por la casa como si hubiera fuego, simplemente porque iban a llegar visitas; pero ni unos caballos salvajes hubieran conseguido arrancarle del espectáculo. Los farolillos de colores que con tanto entusiasmo habían hecho y pintado la señora Elsing y Fanny para la fiesta le interesaban especialmente.

—¡Misericordia! ¡No había pensado en eso! —gritó Melanie—. ¡Qué suerte que se te haya ocurrido! ¡Señor, Señor! ¿Qué voy a hacer? Había que colgarlos en los árboles y arbustos y ponerles una vela dentro para encenderla cuando vayan a llegar los invitados. Scarlett, ¿podrías mandarme a Pork para que los arregle y los encienda mientras cenamos?

—Señora Wilkes, tiene usted más sentido común que la mayoría de las mujeres, pero cuando se apura lo pierde por completo —dijo Archie—. Y, en cuanto a ese negro loco de Pork, no sabe hacer nada más que visajes. Prendería fuego a todo en un minuto. Son muy bonitos —concedió—. Yo los colgaré mientras el señor Wilkes y usted estén comiendo.

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