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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (152 page)

—Pasa.

—¿Se me invita a entrar en el santuario? —preguntó él, abriendo la puerta. Estaba a oscuras y no podía ver su rostro. ¿Conseguiría dominar la voz? Él entró y cerró la puerta.

—¿Estás arreglada para la fiesta?

—Lo siento mucho, pero tengo una jaqueca terrible. —¡Qué extraño que su voz sonase tan natural! ¡Gracias a Dios por la oscuridad!—. Creo que no podré ir. Ve tú, Rhett, y dile a Melanie que lo siento mucho.

Hubo una larga pausa, y por fin él, en la oscuridad, habló mordaz, arrastrando las palabras.

—¡Qué mujerzuela tan hipócrita y cobarde eres!

Lo sabía. Ella estaba temblando, incapaz de hablar. Le sintió moverse en la oscuridad y encender una cerilla. El cuarto se llenó de luz. Él se acercó a la cama y la miró. Scarlett pudo ver que vestía de etiqueta.

—Levántate —dijo con voz inexpresiva—. Vamos a la fiesta; tendrás que darte prisa.

—¡Oh, Rhett no puedo! ¿No ves?

—Sí veo. Levántate.

—Rhett, ¿se atrevió Archie?

—Archie se atrevió. ¡Un hombre muy valiente ese Archie!

—Debías haberlo matado por decir mentiras.

—Tengo la costumbre de no matar a la gente que dice la verdad. No hay tiempo ahora para discusiones. Levántate.

Ella se sentó, apretando contra sí la bata. Lo miró intentando leer en sus ojos. Él estaba hermético e impasible.

—No quiero ir, Rhett. No puedo, hasta que... se aclare esta mala interpretación.

—Si no te dejas ver hoy, nunca más volverás a ser capaz de dejarte ver en esta ciudad. Y, si puedo soportar una mujer perdida, no puedo soportar una cobarde. Vas a ir esta noche, aunque todo el mundo, de Alex Stephens para abajo te niegue el saludo y la señora Wilkes nos eche de su casa.

—Rhett, déjame explicarte. —No puedo oírte. No hay tiempo. Vístete.

—Están equivocados India, y la señora Elsing, y Archie. ¡Y me odian tanto! India me odia de tal modo, que es capaz de calumniar a su mismo hermano, con tal de ofenderme a mí. Si me dejaras explicarte...

«¡Santa Madre de Dios! —pensó Scarlett—. Y si ahora me dice: "Explícate", ¿qué puedo decir?, ¿qué puedo explicar?»

—Habrán estado contando mentiras a todo el mundo. No puedo ir esta noche.

—Irás —dijo él— aunque tenga que llevarte empujándote por el cuello y plantándote el pie en la espalda a cada paso.

Había un brillo frío en sus ojos al cogerla de las manos para obligarla a levantarse; luego tomó su corsé y se lo alargó.

—Póntelo, yo te lo ataré. ¡Oh, sí, sé atarlo muy bien! No, no quiero llamar a Mamita para que te ayude. No quiero que mientras tanto cierres la puerta y te artincheres aquí como una cobarde que eres.

—No soy una cobarde —protestó ella, olvidada de su miedo—. Yo...

—¡Oh! Ahórrame esta retahila de matar yanquis y enfrentarte con el ejército de Sherman. Eres una cobarde... entre otras cosas. Si no por tu conveniencia, irás esta noche por la de Bonnie. ¿Cómo puedes comprometerla aún más? Ponte el corsé. De prisa.

Rápidamente se quitó ella la bata, quedando sólo con la camisa. Si él la mirase y viese lo bonita que estaba en camisa, tal vez esa mirada que tanto la asustaba desaparecería de sus ojos. Después de todo, ¡hacía tanto tiempo que no la había visto en camisa...! Pero Rhett no la miró. Estaba en el tocador buscando rápidamente entre los vestidos. Rebuscó sacando sü traje de seda verde jade, el que estaba escotado hasta el pecho, y la falda con todo el vuelo echado hacia atrás, con un enorme volante y en éste un gran ramo de rosas de terciopelo.

—Ponte esto —dijo, echándolo sobre la cama y acercándose a ella—. Nada de modesta paloma ni tonos discretos grises y lilas. Tienes que llevar tu bandera izada en el mástil, porque si no intentarías engañarnos. Y mucho colorete. Estoy seguro de que la mujer que los fariseos sorprendieron en adulterio no estaba tan pálida. Vuélvete.

Cogió los cordones del corsé y tiró de ellos tan fuertemente que ella gritó asustada, humillada, azorada por aquel gesto brutal.

—Hace daño, ¿verdad? ¡Lástima que no esté alrededor de tu cuello! —Y se rió con burla; pero ella no pudo verle la cara. La casa de Melanie estaba totalmente iluminada, y se podía oír la música desde la calle bastante antes de llegar. Cuando el carruaje se detuvo frente a ella, el agradable y excitante ruido de mucha gente que se divierte los envolvió. La casa estaba desbordante de invitados. Se los veía en las galerías, y muchos se hallaban sentados en los bancos del parque discretamente alumbrado por los multicolores farolillos.

«No puedo entrar, no puedo —pensaba Scarlett, sentada en su coche, apretando, nerviosa, su arrugado pañuelo—. No puedo, no quiero, saltaré, y echaré a correr, me escaparé a cualquier lado, me volveré a Tara. ¿Por qué me obligó Rhett a venir? ¿Qué hará la gente? ¿Qué hará Melanie? ¿Qué aspecto tendrá? ¡Oh, no puedo presentarme delante de ella! Tengo que escaparme.»

Como si adivinase sus intenciones, la mano de Rhett se cerró sobre su brazo como una garra. Aquella garra le dejaría un cardenal. Era la mano brusca de un extraño indiferente a sus torturas.

—Yo creí que no había ningún irlandés cobarde. ¿Qué se ha hecho de tu tan cacareado valor?

—Rhett, por favor, déjame volver a casa y explicarte.

—Tienes toda la eternidad para explicarte, y sólo una noche para ser una mártir en el anfiteatro. Anda, querida. Déjame ver cómo te devoran los leones.

Bajó del coche sin saber cómo. El brazo con que Rhett la sostenía, tan duro y firme como el granito, le comunicaba algún valor. ¡Por Dios! ¡Tenía que enfrentarse con la gente, y lo haría! ¿Qué eran todos sino un montón de gatos que maullaban y arañaban porque estaban envidiosos de ella? Ya les enseñaría. No le importaba lo que pensasen. Sólo Melanie... Sólo Melanie...

Estaban en el porche. Rhett saludaba a derecha e izquierda, sombrero en mano, con voz fría y tranquila. Cesó la música al entrar ellos, y, confusamente, a Scarlett le hizo el efecto de que la multitud se precipitaba sobre ella, con el bramido del mar, y luego se alejaba con un rumor cada vez más tenue. ¿Es que todo el mundo le iba a negar el saludo? Bueno, ¡por los clavos de Cristo! Que hiciesen lo que quisieran. Levantó la barbilla y sonrió, levantando los extremos de las cejas.

Antes de que pudiera volverse a hablar a los que estaban inmediatos a la puerta, alguien llegó a través del tropel de gente. Se oyó un murmullo de extrañeza, que resonó en el corazón de Scarlett. Por el sendero llegaba Melanie, con sus pasitos menudos y rápidos, muy de prisa, muy de prisa, para recibir a Scarlett a la puerta, para hablar antes de que ninguna otra persona pudiera hacerlo. Sus estrechos hombros se habían enderezado, echaba hacia atrás la cabeza con dignidad, como si para ella no hubiese en aquel momento más invitado que Scarlett. Se colocó a su lado y deslizando el brazo por su cintura:

—¡Qué traje tan precioso, querida mía! —dijo con su voz nítida y clara—. ¿Quieres ser buena? A India le ha sido imposible venir esta noche a ayudarme. ¿Quieres recibir conmigo?

54

Ya otra vez en su habitación, Scarlett se dejó caer en la cama, sin preocuparse de su vestido de moaré ni del manojo de rosas. Durante un rato permaneció sin moverse, pensando: «¡Haber estado entre Melanie y Ashley recibiendo a los invitados. ¡Qué horror! ¡Preferiría enfrentarme de nuevo con el ejército de Sherman a repetir aquella comedia!»

Después de un rato se levantó de la cama y nerviosamente comenzó a moverse por la habitación de acá para allá, tirando por todas partes sus ropas.

Vino la reacción por el esfuerzo realizado y empezó a temblar. Las horquillas se escurrían entre sus dedos y hacían un ruidillo al caer al suelo, mientras Scarlett intentaba dar a su pelo los acostumbrados cepillazos; se golpeaba con la madera del cepillo haciéndose daño en las sienes. Una docena de veces se acercó de puntillas a la puerta, espiando los ruidos del piso bajo. Pero todo permanecía en silencio como en el fondo de un pozo.

Rhett la había mandado a casa en el coche en cuanto terminó la fiesta, y ella había dado gracias a Dios por el respiro. Rhett no había vuelto aún. Gracias a Dios, no había vuelto. No podría presentarse delante de él, esta noche, asustada, avergonzada, temblando. Pero ¿dónde estaría? Probablemente en casa de aquella mujer. Por primera vez, Scarlett se alegró de que existiese semejante persona, Bella Watling. Se alegró de que existiese otra casa que la suya que cobijase a Rhett, hasta que su humor, irritado y sanguinario, se hubiese calmado. Estaba muy mal alegrarse de que su marido estuviera en casa de una prostituta, pero no podía remediarlo. Casi se alegraría de que se hubiese muerto, si eso significaba que no tendría que verlo esta noche.

Mañana... Bueno, mañana sería otro día. Mañana pensaría alguna disculpa, alguna réplica mordaz, algún medio de hacer a Rhett culpable. Mañana el recuerdo de aquella noche espantosa no la acosaría hasta hacerla temblar. Mañana no se sentiría tan obsesionada por el recuerdo del rostro de Ashley, de su malparado orgullo y de su vergüenza, vergüenza de que ella tenía la culpa, vergüenza por lo que él no había buscado. ¡Cómo la odiaría ahora su amado, su honrado Ashley, pensando que lo había afrentado! Claro que la odiaría ahora, ahora que los había salvado el indignante gesto de Melanie y el cariño y confianza que había en su voz cuando cruzó el brillante parquet, para enlazar su brazo con el de Scarlett y hacer frente a la multitud curiosa, maligna, disimuladamente hostil. ¡Qué inteligentemente había evitado Melanie el escándalo, conservando a Scarlett a su lado durante toda la espantosa noche! La gente había estado algo fría, algo extraña, pero cortés.

¡Oh, la ignominia de todo esto! Sentirse resguardada, tras las faldas de Melanie, de los que la odiaban, que la habrían hecho trizas con sus murmuraciones. ¡Verse protegida por la confianza ciega de Melanie! Precisamente de Melanie.

Scarlett se estremeció de frío al pensarlo. Necesitaba beber un trago, unos cuantos tragos, antes de poder acostarse con esperanza de dormir. Se echó una bata sobre el camisón y salió rápidamente al vestíbulo, haciendo mucho ruido con las chinelas sin tacones. Estaba a mitad de las escaleras cuando miró hacia la puerta cerrada del comedor y vio que por debajo de ella aparecía una estrecha raya de luz. Su corazón se paralizó un momento. ¿Estaría la luz encendida cuando llegó a casa y no se habría dado cuenta por hallarse demasiado trastornada? ¿O sería que Rhett había vuelto a casa? Podía haber vuelto sin hacer ruido, por la puerta de la cocina. Si Rhett estuviera en casa, se volvería a su cuarto de puntillas sin el brandy, a pesar de lo mucho que lo necesitaba. Así no tendría que presentarse delante de él; una vez en su cuarto estaría segura, porque podía cerrar la puerta con llave.

Estaba inclinada, quitándose las chinelas para poder volverse sin hacer ruido, cuando la puerta del comedor se abrió bruscamente y apareció Rhett, destacándose su silueta contra la luz del candelabro colocado detrás de él. Parecía más voluminoso, más corpulento que le había parecido nunca; una mole negra, terrible, sin rostro, que vacilaba ligeramente sobre sus pies.

—Por favor, ven acá, señora Butler —dijo, y su voz era algo pastosa.

Estaba borracho, y se le notaba, y ella jamás hasta entonces había visto que, bebiera lo que bebiera, se le notase la embriaguez. Se detuvo indecisa, sin decir nada, mientras el brazo de él hacía un ademán imperioso.

—Ven aquí, condenada —dijo rudamente.

Debía de estar muy borracho, pensó Scarlett, con el corazón terriblemente agitado. Generalmente, cuanto más bebía, más corteses eran sus maneras; se volvía más sarcástico, sus palabras eran más mordaces, pero las maneras que las acompañaban eran muy exquisitas, demasiado exquisitas.

«No debo dejarle ver que tengo miedo a enfrentarme con él», pensó. Y, ciñéndose la bata y cerrándola hasta la garganta, bajó con la cabeza alta y haciendo mucho ruido con las chinelas.

Él se hizo a un lado y se inclinó profundamente con un sarcasmo que la obligó a retroceder. Vio que Rhett estaba sin chaqueta, con la corbata deshecha y colgando a cada lado del abierto cueÜo. La camisa, desabrochada, mostraba la espesa maraña del vello de su pecho. El cabello alborotado y los ojos sanguinolentos. Una vela ardía en la mesa, débil chispa de luz, que dibujaba monstruosas sombras en la habitación de altos techos y daba a los macizos aparadores el aspecto de bestias acurrucadas en la penumbra. Sobre la mesa, en la bandeja de plata, las botellas rodeadas de vasos.

—Siéntate —dijo cortésmente, entrando en el comedor detrás de su esposa.

Ahora la invadió un miedo de una especie distinta; un miedo que dejaba pequeño al que había sentido al tener que presentarse delante de él. Rhett miraba y hablaba y obraba como un extraño. Era un Rhett grosero que ella nunca había visto. Nunca, en ningún momento, ni en los de mayor intimidad, se había mostrado más despreocupado. Aun en sus enfados era suave y burlón, y el whisky usualmente servía para acentuar esas cualidades. Al principio la molestaba y, había intentado turbar esa despreocupación; pronto había llegado a aceptarla como algo muy conveniente. Durante años había pensado que nada le importaba gran cosa; que consideraba todo en la vida, incluyéndola a ella, como una diversión. Pero, al enfrentarse con él a través de la mesa, comprendió con temor que la sobrecogió que, por fin, había algo que le importaba, que le importaba muchísimo.

—No hay razón para que no eches un trago, aunque yo sea lo suficientemente mal educado para estar en casa —dijo—. ¿Quieres que te lo sirva?

—No quería beber —repuso ella muy digna—. Oí ruido y vine...

—No oíste nada. No hubieras bajado de presumir que yo estaba en casa. Estaba aquí sentado y te he estado oyendo pasear arriba y abajo por tu habitación. Debes de tener gran necesidad de beber una copa. Tómala.

—No quiero.

Él cogió la botella y sirvió un vaso lleno.

—Tómala —dijo, poniéndoselo en la mano—. Estás temblando. ¡Oh, no hagas remilgos! Sé que bebes a escondidas y que bebes mucho. Algunas veces he estado tentado de decirte que dejases tu fingimiento de sobriedad y bebieses francamente si te gustaba. ¿Crees que me importa un bledo que te guste el brandy?

Scarlett cogió el vaso chorreante, maldiciendo en silencio a su marido. Leía en ella como en un libro. Siempre había leído en ella, y era el único hombre en el mundo a quien hubiera querido ocultar sus verdaderos pensamientos.

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