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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (145 page)

Yo he fajado a tres generaciones de niñas Robillard. ¡Hoy es un día feliz para mí!

—¡Oh, sí, Mamita; es un día feliz! Los días más felices son los días en que llegan los bebés.

Había una persona en la casa para la que no fue un día feliz. Wade Hamilton, olvidado por todos, vagaba desconsolado por la casa. Aquella mañana Mamita lo había despertado bruscamente, lo había vestido de prisa y después mandado con Ella a pasar el día en casa de tía Pittypat. La única explicación que le dieron fue que su madre estaba enferma y que el ruido de sus juegos la molestaría. La casa de tía Pittypat estaba revolucionada. La anciana señora, al enterarse de lo de Scarlett, había tenido que meterse en la cama, y Cookie la estaba cuidando, por lo que el almuerzo de los niños fue una bazofia escasa que Peter les preparó. Según el día iba avanzando, el miedo se apoderó del almita de Wade. ¿Y si su madre se moría? Las madres de otros niños se habían muerto. Él había visto los coches fúnebres que se alejaban de las casas y había oído sollozar a sus amiguitos. ¿Y si se muriese su mamá? Wade quería muchísimo a su mamá, casi tanto como la temía, y la idea de que se la llevasen en un ataúd negro detrás de unos caballos negros también con penachos de plumas en la cabeza causó a su corazoncito un dolor que le cortaba hasta la respiración.

Al atardecer, cuando Peter estaba ocupado en la cocina, Wade se escabulló hasta la puerta principal y se escapó hacia su casa tan de prisa como sus cortas piernas pudieron llevarle, pues el miedo había puesto alas en sus pies. Tío Rhett y tía Melanie o Mamita le dirían seguramente la verdad. Pero a tío Rhett y a tía Melanie no se les veía por ningún lado, y Mamita y Dilcey andaban apresuradas con toallas y jofainas y agua caliente, y ni siquiera se fijaron en él. De arriba llegaba de vez en cuando al abrirse alguna puerta la voz del doctor Meade. Una vez oyó a su madre gritar y él prorrumpió en sollozos. Estaba seguro de que se iba a morir. Para animarse le hizo mimos al gato de color de miel, que ronroneaba en el soleado alféizar de la ventana del
hall.
Pero «Tom», cargado de años y poco aficionado a los juegos, movió la cola y dio un bufido.

Por fin, bajando por la escalera principal, con el delantal arrugado y salpicado de manchas y el peinado deshecho, Mamita lo vio y le riñó. Mamita había sido siempre el principal apoyo de Wade y el verla tan enfadada le hizo temblar.

—Eres el niño más malo que he visto en mi vida —le dijo—. ¿Para eso te he mandado yo a casa de tía Pitty? Vuélvete allá, ahora mismo.

—¿Y mamá se va a..., se morirá?

—Eres la mayor calamidad que he visto en mi vida. ¿Morir?

¡Dios todopoderoso, nada de eso! Señor, los muchachos son un tormento. No comprendo por qué el Señor manda chicos al mundo. Y ahora márchate de aquí.

Pero Wade no se marchó; se escondió detrás de las cortinas del vestíbulo, convencido a medias por las palabras de Mamita. La observación de que los niños eran un tormento le dolía, porque siempre había hecho todo lo posible por ser bueno. Tía Melanie bajó apresuradamente cerca de media hora después, pálida y cansada, pero sonriéndose a sí misma. Se quedó atónita cuando vio, entre las sombras de las cortinas, aquella carita descompuesta. Generalmente, tía Melanie tenía tiempo sobrado para dedicárselo. Ella no decía nunca, como hacía su madre muchas veces: «No me molestes ahora, tengo mucha prisa», o: «Vete, Wade; estoy ocupada».

Pero aquella tarde tía Melanie dijo:

—Wade, has sido muy malo. ¿Por qué no te has quedado en casa de tía Pitty?

—¿Se va a morir mamá?

—¡Cielos, Wade! No. No seas tonto. —Y luego, más tranquila—: Precisamente el doctor Meade le acaba de traer un bebé monísimo, una hermanita chiquitína para que juguéis con ella, y si eres bueno te la enseñaré esta noche. Y ahora vete afuera a jugar y no metas ruido.

Wade se deslizó en el tranquilo comedor, sintiendo que su pequeño e inseguro mundo se bamboleaba. ¿Pero es que no había sitio en ninguna parte para un pobrecito niño de siete años, en aquel día tan soleado en que las personas mayores hacían unas cosas tan raras? Se sentó en el alféizar de la ventana y mordisqueó una hoja de oreja de elefante que crecía en una maceta al sol. Estaba tan acida, que los ojos le picaban. Empezó a llorar. Seguramente mamá se iba a morir. Nadie le hacía caso y todo el mundo estaba revuelto por culpa de un nuevo bebé, ¡y una niña! A Wade le interesaban muy poco los bebés, y aún menos las niñas. La única niña que conocía íntimamente era Ella, y ésta hasta entonces no había hecho nada que mereciese su respeto ni su admiración.

Después de un largo intervalo, tío Rhett y el doctor Meade bajaron y estuvieron un rato hablando en el vestíbulo. Cuando la puerta se cerró tras el doctor, tío Rhett entró rápido en el comedor y antes de ver a Wade se sirvió un buen vaso de vino. Wade se había echado hacia atrás, pensando que otra vez le iban a decir que era un tonto y que se volviese a casa de tía Pittypat; pero, en lugar de eso, tío Rhett sonrió. Wade nunca le había visto sonreír de aquel modo con una expresión tan feliz y satisfecha. Saltó del alféizar y corrió a él.

—Tienes una hermanita —le dijo Rhett con un guiño—. Y por Dios que es la niña más linda que he visto en mi vida. Pero..., ¿por qué lloras?

—Mamá...

—Mamá está comiendo una comida estupenda; pollo con arroz y salsa, y café, y vamos a hacer para ella un helado muy rico, y si quieres te dejaré tomar dos platos. Y también te enseñaré a tu hermanita.

Aliviado por estas palabras, Wade intentó ser amable con su nueva hermanita, pero fracasó. Nadie se ocuparía ya nunca más de él. Ni siquiera tía Melanie ni tío Rhett.

—Tío Rhett —empezó a decir—, ¿prefiere todo el mundo las niñas a los niños?

Rhett dejó el vaso en la mesa y miró inquisitivamente la triste carita; inmediatamente una luz de comprensión apareció en sus ojos.

—No, no lo creo —dijo seriamente, como si lo pensase mucho—. ¡Generalmente las niñas dan mucho más que hacer que los niños,
\
la gente por eso se tiene que ocupar de ellas más que de los niños.

—Mamita me acaba de decir que los chicos eran un estorbo.

—Mamita estaba preocupada y no sabía lo que decía.

—Tío Rhett, ¿hubieras preferido tener un niño a una niña?

—No —contestó Rhett rápidamente; y viendo entristecerse la carita del pequeño continuó—: ¿Para qué necesito yo otro niño, si ¡ya tengo uno?

—¿Tienes uno? —exclamó Wade, abriendo la boca con asombro ante esta afirmación—. ¿Dónde está?

—Aquí mismo —y cogiendo al chiquillo lo sentó sobre sus rodillas—. Tú me bastas, muchacho. ¿Verdad, hijo?

Por un momento la tranquilidad y la felicidad de sentirse amado fue tan intensa, que Wade casi empezó a llorar de nuevo. Tragó saliva y apoyó la cabeza sobre la chaqueta de Rhett.

—¿No eres tú hijo mío?

—¿Se puede ser... hijo de dos hombres? —preguntó Wade, luchando entre la lealtad al padre que no había conocido y el amor al hombre que lo entendía tan bien.

—Sí —repuso Rhett con energía—. Igual que puedes ser el hijo de mamá y el de tía Pitty también.

Wade aceptó la explicación; tenía sentido para él y sonrió, apoyándose más aún contra el pecho de Rhett.

—Tú entiendes a los niños pequeños, ¿verdad, tío Rhett?

La expresión del rostro de Rhett volvió a hacerse dura; y frunció los labios.

—Sí —dijo con amargura—. Yo entiendo a los niños pequeños.

Por un momento Wade volvió a tener miedo, miedo y una sensación de envidia intensísima. El tío Rhett no estaba pensando en él, sino en alguna otra persona.

—¿No has tenido nunca otros niños? Dímelo.

Rhett le puso en pie.

—Voy a echar un trago, y tú también, Wade. Tu primera copa; un brindis por tu hermanita.

—¿No has tenido otros...? —repitió Wade; y viendo a Rhett levantarse para alcanzar la botella de clarete, la excitación de sentirse admitido a esta ceremonia de personas mayores le distrajo.

—¡Qué lástima! No puedo, tío Rhett. Le he prometido a tía Melanie que no beberé hasta que me gradúe en la Universidad; y me regalará un reloj si lo cumplo.

—Y yo te regalaré la cadena por ello; esta misma que llevo ahora, si la quieres —dijo Rhett, sonriendo de nuevo—. Tía Melanie tiene muchísima razón. Pero ella hablaba de licores, no de vino. Tienes que aprender a beber vino como un caballero, hijo, y no hay momento como el actual para aprender.

Hábilmente, mezcló el clarete con agua de la garrafa, hasta que el líquido quedó apenas rosado, y le tendió el vaso a Wade. En aquel momento entró Mamita en el comedor. Se había puesto su mejor traje de los domingos, y el delantal y la cofia estaban limpios y tiesos. Al andar se contoneaba y sus enaguas producían un crujido de seda.

De su rostro había desaparecido la expresión aviesa y sus encías casi sin dientes se abrían en amplia sonrisa.

—Regalo de nacimiento, señorito Rhett —dijo.

Wade se detuvo con el vaso en los labios. Sabía que Mamita nunca había querido a su padrastro; nunca le había oído llamarle más que «capitán Butler» y su conducta con él era altanera y fría; y allí estaba ahora radiante y llamándole «señorito Rhett». ¡Qué día tan fantástico!

—Usted preferirá ron a clarete, supongo —dijo Rhett, cogiendo del aparador una panzuda botella—. Es un bebé precioso, ¿verdad, Mamita?

—Sí que lo es —dijo Mamita, chasqueando la lengua al coger el vaso—. Bien, señorito Rhett, la señorita Scarlett era casi tan bonita cuando llegó, pero no tanto.

—Beba otro vaso, Mamita. Y dígame, Mamita —el tono de la voz de Rhett era severo, pero sus ojos brillaban—. ¿Qué es ese crujido que oigo?

—¡Por Dios, señorito Rhett! Son mis enaguas de seda encarnada. —Y Mamita se contoneó, y se bamboleó hasta que todo su voluminoso cuerpo pareció temblar.

—¡Nada más que sus enaguas de seda! No lo creo. Suena como un montón de hojas secas que se frotasen unas contra otras. Déjeme verlo. Súbase la falda.

—¡Señorito Rhett! Es usted muy malo. Es usted... ¡Oh, Señor!

Y, dando grititos, Mamita se retiró, y, a unos pasos de distancia, levantó, modestamente, su vestido un poquito, dejando ver el volante de unas enaguas de seda roja.

—Tardó usted bastante en estrenarlas —gruñó Rhett. Pero sus ojos reían.

—Sí, señor, demasiado.

Entonces Rhett dijo algo que Wade no comprendió.

—¿Ya no hay nada de mula con arneses de caballo?

—Señorito Rhett. La señorita Scarlett hizo mal en decírselo. ¿No le guardará usted rencor a esta pobre negra?

—No, no se lo guardaré, tínicamente quería saberlo. Beba otra copa, Mamita, beba toda la botella. Bebe, Wade. Brindemos.

—¡Por Sissy! —gritó Wade, tragándose todo de una vez. Y se atragantó, empezando a toser tan escandalosamente, que los otros dos se reían y le daban palmadas en la espalda.

Desde el momento en que nació su hija, la conducta de Rhett fue desconcertante para los que le rodeaban, y destruyó opiniones muy arraigadas que toda la ciudad y la misma Scarlett tenían de él. ¡Quién iba a pensar que, precisamente él, se mostrase tan franca, tan abiertamente orgulloso de su paternidad! Y mucho más con la azorante circunstancia de que su primogénito fuese una niña.

La ilusión de su paternidad no se le pasaba, lo cual producía cierta envidia secreta a las mujeres, cuyos maridos estaban ya hartos del bebé antes de que éste estuviera bautizado. Paraba a la gente en la calle para contarle los detalles de los milagrosos progresos de su nena, sin hacer preceder sus observaciones por el hipócrita, pero cortés: «Ya sé que todo el mundo se imagina que su hijo es una excepción, pero...». Su hija le parecía una maravilla que no podía compararse con ningún mocoso, y hablaba de lo mismo a quien fuese. Cuando se enteró de que el ama le había dejado chupar un pedazo de magro de cerdo, originando el primer cólico, la conducta de Rhett hizo reír a carcajadas a los padres sensatos. Llamó apresuradamente al doctor Meade y a otros dos médicos y más difícilmente logró contenerse y no dar de latigazos a la desdichada ama. Ésta fue despedida y seguida de una serie de ellas, que duraban lo más una semana, pues ninguna llenaba los requisitos necesarios para satisfacer las exigencias de Rhett.

Por su parte, Mamita veía con gusto sucederse las amas, pues estaba envidiosa de todas las negras y no comprendía por qué no bastaba ella para cuidar a Wade, a Ella y al bebé. Pero Mamita tenía muchos años y el reuma hacía cada vez más lento su pesado paso. A Rhett le faltaba valor para explicarle las razones de que se tomara otra niñera. Le dijo que un hombre de su posición no estaba bien que no tuviera más servicio. No le pareció bien. Debía tomar otras dos para el trabajo más pesado y dejarlas bajo la dirección de Mamita. Esto sí le parecía bien a Mamita. Más criados eran un crédito para su posición, tanto como para la de Rhett. Pero no quería, se lo dijo muy decidida, tener más gentuza negra en el cuarto de los niños. Así, Rhett se decidió a mandar a Tara a buscar a Prissy. Conocía sus defectos, pero al fin y al cabo era de una familia conocida. Y el tío Peter proporcionó una sobrina suya llamada Lou, que había pertenecido a una prima de tía Pittypat.

Scarlett, aun antes de estar completamente repuesta, se dio cuenta de la obsesión de Rhett con la pequeña y se sentía algo corrida y azorada ante su entusiasmo por ella delante de la gente. Estaba muy bien que un hombre quisiese a su hija, pero encontraba que había algo poco varonil en la demostración de semejante cariño. Debía ser indiferente y despreocupado como eran otros hombres.

—Parece que estás loco —le dijo, irritada—. Y no comprendo el porqué.

—¿No? Desde luego es posible. Es sencillamente que se trata de la primera persona que me ha pertenecido por completo.

—También me pertenece a mí.

—No; tú tienes otros dos niños. Ésta es mía.

—¡Qué disparate! —dijo Scarlett—. Yo fui quien la tuve; y, además, querido, no olvides que yo también te pertenezco.

Rhett la miró por encima de la morena cabecita de la nena y sonrió extrañamente.

—¿De veras, querida?

La entrada de Melanie cortó una de las vivas peleas que surgían tan frecuentemente entre ellos aquellos días. Scarlett disimuló su indignación, y contempló cómo Melanie cogía a la chiquilla. El nombre que habían decidido ponerle era Eugenia Victoria; pero aquella tarde Melanie, sin intención, le regaló un nombre que le quedó para siempre. De la misma manera que el de Pittypat había borrado por completo hasta el recuerdo de Sara Juana.

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