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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (157 page)

Scarlett tiró la carta lejos de sí, sin acabar de leerla. Podía ver a tía Pauline y a tía Eulalie sentadas para juzgarla en la ruinosa casa de la Batterie, con muy poco o nada entre ellas y el morirse de hambre, excepto lo que ella, Scarlett, les enviaba mensualmente. ¡Poco femenina! ¡Por Dios! Si ella no hubiera sido poco femenina, probablemente tía Eulalie y tía Pauline en estos momentos no tendrían un techo bajo el cual cobijarse. ¡Demonio con Rhett! ¡Haberles hablado del almacén, y de los libros, y de las serrerías! ¿De mala gana? Sabía admirablemente el placer que habría sido para él dar el pego a las ancianas señoras, serio, y cortés, y encantador, como padre y esposo entusiasmado. ¡Cómo habría disfrutado escandalizándolas con el relato de sus actividades en el almacén, las serrerías, la cantina! Era un demonio. ¿Cómo podría complacerse en semejantes perversidades?

Pero pronto también esta rabia se convirtió en apatía. Mucha de su alegría de vivir había desaparecido. Si pudiera al menos volver a sentir interés y pasión por Ashley... Si por fin Rhett volviera a casa y la hiciera reír...

Ya estaba en casa otra vez, sin avisar. La primera noticia de su llegada fue el ruido del equipaje que estaban descargando y la voz de Bonnie gritando:

—¡Mamá!

Scarlett salió corriendo de su habitación y desde lo alto de la escalera vio a Bonnie alargando sus piernecillas en un esfuerzo para subir los escalones. En los brazos llevaba un gatito que se asía, resignado, a su pecho.

—Me lo dio la abuelita —gritó excitada, cogiendo al animalito por la piel del cuello.

Scarlett la levantó en sus brazos y la besó agradecida a la presencia de la niña, que evitaba que la primera entrevista fuese a solas con Rhett. Mirando por encima de la cabeza de la niña, lo vio abajo en el vestíbulo, pagando al cochero. Él miró hacia arriba, la vio y, quitándose el sombrero, hizo un amplio gesto de saludo, inclinándose profundamente al hacerlo. Cuando ella lo distinguió, su corazón comenzó a latir más vivamente. No le importaba lo que él fuera, no le importaba lo que había hecho. Por fin estaba de vuelta en casa y ella se sentía contenta.

—¿Dónde está Mamita? —preguntó Bonnie, debatiéndose en los brazos de Scarlett.

Y ésta, aunque sin ganas, la dejó en el suelo.

Iba a ser mucho más difícil de lo que se había imaginado el recibir a Rhett con la indiferencia estrictamente debida y, en cuanto a decirle lo del nuevo bebé... Le miró a la cara mientras subía las escaleras. ¡Ese rostro moreno, tan impenetrable, tan inexpresivo! No, esperaría para decírselo. No podía decírselo ahora. Y, sin embargo, semejantes noticias pertenecen lo primero al marido, porque el marido siempre se alegra de conocerlas. ¡Pero no creía que él se fuese a alegrar.

Ella siguió en el descansillo, inclinada subte la barandilla, preguntándose si él le daría un beso. Pero no lo hizo. Sólo dijo:

—Estás pálida, querida. ¿Hay escasez de colorete?

Ni una palabra de que la hubiese echado de menos aunque no fuese verdad. Y debía haberla besado, cuando menos por estar delante Mamita, la cual, haciendo una reverencia, se llevaba a Bonnie al cuarto de los niños.

Él permaneció a su lado mirándola.

—¿Acaso significa esa palidez que me has echado de menos? —preguntó, y, aunque sus labios sonreían, sus ojos estaban graves.

¡De modo que ésta iba a ser su actitud! Iba a seguir siendo tan odioso como siempre. De pronto, el hijo que llevaba en su seno se convirtió, de algo que hasta entonces había soportado con alegría, en una carga que le producía náuseas. Y el hombre que estaba ante ella con el ancho panamá en la mano apoyada en la cadera, en su más cruel enemigo, el causante de todos sus males. Había odio en sus ojos cuando respondió, odio demasiado visible para que pudiese pasar inadvertido, y la sonrisa se borró del rostro de Rhett.

—Si estoy pálida es por culpa tuya y no porque te haya echado de menos... Es porque.

¡Oh! No era así como tenía pensado decírselo; pero las palabras insultantes se precipitaron a sus labios y ella se las lanzaba, sin preocuparse de los criados, que podían oídas.

—Es porque voy a tener un niño.

Él se quedó de repente sin respiración, y sus ojos se fijaron en ella. Adelantó un paso para ponerle una mano en el brazo; pero ella se retiró bruscamente de él y, ante el odio que leía en su rostro, la expresión de Rhett se tornó dura.

—¿De veras? —dijo fríamente—. Bien, ¿y quién es el feliz papá? ¿Ashley?

Scarlett se sujetó al remate del pasamanos hasta que las orejas del tallado león se le clavaron en las manos haciéndole daño. Ni ella, que tan bien le conocía, podía haber imaginado semejante insulto. Desde luego, hablaba en broma; pero hay algunas bromas demasiado monstruosas para poder aguantarlas. Deseaba clavarle las afiladas uñas en los ojos y arrancar de ellos aquella extraña luz que brillaba en ellos.

—¡Maldito seas! —empezó a decir con voz temblorosa por la indignación—. Tú... tú sabes muy bien que es tuyo. Y yo no lo deseo ni pizca más que lo deseas tú. No, ninguna mujer podría desear el hijo de un canalla como tú. Quisiera... ¡Oh, santo Dios! Quisiera que fuese hijo de cualquiera con tal de no serlo tuyo. Vio cambiar el moreno rostro de Rhett de repente, y algo que ella no podía comprender le hizo crisparse como si le pincharan.

«Vaya —pensó Scarlett en un transporte de maligno placer—. Vaya; por fin he conseguido hacerte daño.»

Pero la máscara de impasibilidad cubría ya de nuevo el rostro de su marido, que se retorció las guías del bigote.

—Anímate —dijo, volviéndose y empezando a subir las escaleras—. Acaso tengas un aborto.

Durante un momento de vértigo, Scarlett vio claramente todo lo que el embarazo representaba; las náuseas que la destrozaban, la tediosa espera, el abultamiento de su figura, las horas de dolor. Cosas que ningún hombre podía imaginar. ¡Y se atrevía a burlarse! Le daban ganas de arañarlo. Únicamente el ver sangre sobre su rostro moreno podía calmar el dolor que sentía en el corazón. Se lanzó contra él, ágil como un gato; pero, con un ligero movimiento, Rhett se echó a un lado, poniéndose el brazo delante de la cara para defenderse. Ella estaba de pie en el borde del escalón superior, recién encerado, y cuando su brazo, cargado con todo el peso de su cuerpo, chocó contra el de Rhett, perdió el equilibrio. Hizo un esfuerzo desesperado para agarrarse a la barandilla, pero le falló. Cayó de espaldas por las escaleras, sintiendo un intenso dolor en los ríñones y, demasiado atontada para poder detenerse, rodó escaleras abajo hasta el final del tramo.

Era la primera vez que Scarlett estaba enferma, excepto cuando tenía los niños, y esas veces no se contaban. Entonces no se había sentido tan desesperada y tan asustada como ahora, débil y dolorida, atormentada y aturdida. Sabía que estaba mucho más grave de lo que se atrevían a decirle, y débilmente se daba cuenta de que iba a morir. La costilla rota le punzaba al respirar; la cara y la cabeza, acardenaladas, le dolían, y todo el cuerpo estaba en poder de unos demonios que la desgarraban con garfios ardiendo y la aserraban con cuchiEos mellados y la dejaban algunos momentos tan exhausta y sin fuerzas, que no podía reponerse para defenderse de ellos cuando volvían. No, el parto no había sido así. Había sido capaz de comer manjares agradabilísimos a las dos horas del nacimiento de Wade, de Ella y de Bonnie; pero, ahora, el pensar en nada que no fuera agua fría le producía náuseas.

¡Qué sencillo era tener un hijo y qué doloroso el no tenerlo! ¡Y cuan extraño! ¡Qué doloroso había sido, en medio de tanto dolor, el saber que no iba a tener ya aquel hijo! Verdaderamente extraño que ello sucediera con el primer hijo que realmente deseara. Se esforzó por comprender por qué lo deseaba; pero estaba muy abatida, demasiado abatida para pensar en algo que no fuese el temor a la muerte. La muerte estaba en la habitación y ella no tenía fuerza para hacerle frente y luchar con ella, y por eso tenía miedo. Deseaba tener a su lado a alguien que fuese muy fuerte, que la retuviera por la mano, que luchara con la muerte hasta que a ella le volviera la fuerza suficiente para defenderse por sí misma.

La ira había desaparecido ante el dolor, y deseaba ver a Rhett; pero Rhett no estaba allí, y ella no podía resolverse a llamarlo.

El último recuerdo que tenía de él era su expresión cuando la había recogido al pie de los escalones en el oscuro vestíbulo. Tenía el rostro lívido y con un terror espantoso reflejado en él, llamando como loco a Mamita. Y luego tenía una vaga idea de que la subían, y después ya la oscuridad había envuelto su mente. Y dolor, y más dolor, y el cuarto lleno de voces que cuchicheaban, y los sollozos de tía Pittypat, y las bruscas órdenes del doctor Meade, y pasos presurosos en las escaleras y quedos alrededor de su alcoba; y luego, como un cegador rayo de luz, el conocimiento de la muerte y el miedo, que le hicieron sentir deseos de gritar un nombre, y el grito fue un susurro.

Pero aquel susurro desesperado tuvo una respuesta inmediatamente en algún sitio, en la oscuridad, al lado de la cama, y la voz suave de la persona a quien llamaba contestó en tono acariciador.

—Estoy aquí, querida, he estado aquí siempre.

El terror y la muerte cedieron un paso cuando Melanie tomó con dulzura su mano, apoyándola contra su fina mejilla. Scarlett quiso volverse para verle la cara, pero no pudo. Melanie iba a tener un hijo y los yanquis estaban llegando. La ciudad estaba ardiendo y tenía que darse prisa, mucha prisa. Pero Melanie iba a tener un niño y ella no podía darse prisa. Tenía que quedarse con Melanie hasta que naciese el niño y ser fuerte, porque Melanie necesitaba su fortaleza. Melanie tenía unos dolores terribles y por doquier había garfios ardiendo, y cuchillos mellados, y olas de dolor. Tenía que coger la mano de Melanie.

Pero por fin estaba allí el doctor Meade; hubiera ido aunque le hubiesen necesitado los soldados en la estación, porque le oyó decir:

—Delira. ¿Dónde está el capitán Butler?

La noche era oscura y otras veces llena de luces, y ahora era ella la que iba a tener un niño, y luego era Melanie la que gritaba; pero, por encima de todo, Melanie seguía siempre allí, y sus manos estaban frescas, y no se movía inútilmente ni sollozaba como tía Pitty. Siempre que Scarlett abría los ojos, decía: «Melanie», y la voz le contestaba. Y muchas veces estaba a punto de decir: «Rhett, quiero a Rhett», y se acordaba, como en un sueño, de que Rhett no la quería a ella, que la cara de Rhett era negra como la de un indio, y sus dientes, blancos, con una mueca irónica. Ella lo quería y él no la quería a ella.

Una voz dijo: «Melly», y la voz de Mamita dijo: «Soy yo, niña», poniéndole un paño frío sobre la frente. Y Scarlett gritó frenética: «¡Melly, Melanie!»; pero, durante un buen rato, Melanie no llegó. Porque Melanie estaba sentada al borde de la cama de Rhett, y Rhett borracho y sollozante, estaba tirado en el suelo con la cabeza apoyada en el regazo de Melanie.

Cada vez que había salido del cuarto de ella, lo había visto sentado sobre la cama, con la puerta de su habitación abierta de par en par y mirando a la puerta de la habitación de Scarlett. El cuarto estaba sucio, sembrado de colillas y de platos con la comida sin tocar. La cama estaba revuelta y sin hacer, y él sentado sobre ella, sin afeitar y repentinamente adelgazado, fumando sin parar. Nunca le preguntaba nada al verla; pero Melanie se detenía siempre un minuto en el umbral para darle noticias. «Lo siento mucho. Está peor.» O bien: «No, todavía no ha preguntado por usted; la pobre está delirando». O: «No debe usted perder toda esperanza, capitán Butler. Déjeme usted traerle un café caliente y algo que comer; se va usted a poner malo».

Cuando veía cómo estaba, el corazón se le llenaba de compasión, y eso que estaba demasiado cansada y soñolienta para poder sentir nada. ¿Cómo podría la gente decir de él cosas tan horribles? Que no tenía corazón, que era perverso, que era infiel a Scarlett... ¡Cuando ella veía cómo se iba quedando en los huesos y la expresión atormentada de sus ojos! A pesar de lo cansada que estaba, procuraba siempre ser más cariñosa de lo corriente cuando le daba el parte del estado de la enferma. Sí, parecía un alma condenada esperando el juicio; era como un niño en aquel mundo hostil. Pero todo el mundo era como un niño con Melanie.

Pero cuando por fin se acercó alegre a su puerta para decirle que Scarlett estaba mejor, Melanie no estaba preparada para el cuadro que encontró. Encima de la mesilla de noche había una botella de whisky casi vacía y el cuarto apestaba a alcohol. Él la miró con ojos brillantes y vidriosos y los músculos de su mandíbula temblaban a pesar de sus esfuerzos por encajar los dientes.

—¿Ha muerto?

—¡Oh, no! Está mucho mejor.

—¡Oh, Dios mío! —dijo él, y escondió la cabeza entre las manos.

Melanie vio que sus anchos hombros se estremecían como en un escalofrío y, cuando lo contemplaba compasiva, su piedad se trocó en terror porque notó que estaba llorando. Melanie nunca había visto llorar a un hombre, ¡y ver ahora precisamente llorar a Rhett, tan suave, tan burlón, tan seguro siempre de sí mismo! El extraño ruido de sus sollozos le daba miedo. Se le ocurrió la idea espantosa de que estaba borracho. Melanie tenía un miedo horrible a la embriaguez. Pero, cuando le vio levantar la cabeza y pudo ver un momento su mirada, Melanie entró rápida en la habitación, cerró tras sí la puerta y se acercó a Rhett. No había visto nunca llorar a un hombre, pero había consolado las lágrimas de muchos niños. Cuando ella le puso una mano en el hombro, los brazos de Rhett rodearon súbitamente sus faldas. Antes de que supiera cómo ocurrió, Melanie estaba sentada sobre la cama y Rhett, en el suelo, con la cabeza en su regazo y los brazos y las manos agarrándola con una fuerza inconsciente que le hacía daño.

Cariñosamente, le dio unas palmaditas en la cabeza y dijo:

—Vamos, vamos; se va a poner pronto buena.

Aestas palabras, los brazos de él la ciñeron aún más fuertemente y empezó a hablar de prisa, rudo, a hablar como a una tumba que nunca habría de repetir sus secretos, diciendo la verdad por primera vez en su vida, dejando desnuda su alma ante Melanie, que al principio se sentía totalmente desconcertada, invadida por una emoción maternal. Él hablaba entrecortadamente, hundiendo la cabeza en su regazo, dando nerviosos tirones a los vuelos de su falda. Unas veces, sus palabras eran apagadas, borrosas; otras, llegaban demasiado claramente a los oídos de Melanie: duras palabras de confesión y de rebajamiento; hablando de cosas que nunca, ni siquiera a una mujer, las había oído ella contar, cosas secretas que traían el rubor de la modestia a sus mejillas y la hacían alegrarse de que él tuviese la cabeza inclinada.

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