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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (99 page)

Sabía que ella misma había cambiado también, però no había cambiado de igual modo que ellos, y esto la intrigaba. Desde su asiento, los contemplaba y se sentía como una extraña entre los demás, tan extraña y solitaria como si viniese de otro mundo, hablando un idioma que ellos no entendían, como ella no comprendía el suyo. Vio entonces que este sentimiento era el mismo que había experimentado ante Ashley. Con él y con todas las personas de su clase (y éstas constituían la mayor parte del mundo de ella) se sentía apartada de algo, de algo que le era imposible adivinar.

Sus caras no se habían alterado mucho, y sus maneras, nada; però le parecía que esas dos características eran las únicas que quedaban de sus viejos amigos. Una dignidad permanente, una bravura inextinguible, todavía los rodeaba y los rodearía hasta su muerte; però llevarían a la tumba la amargura de su fracaso, una amargura demasiado profunda para traducirse en palabras. Eran gentes de suave lenguaje, fieros y fatigados, aquellos vencidos que habían sido derrotados y no reconocían la derrota, aplastados, però que parecían resueltamente erguidos. Estaban deshechos e inermes, eran ciudadanos de provincias conquistadas. Veían al estado que tanto amaban pisoteado por el enemigo, a los canallas burlándose de la ley, a sus antiguos esclavos convertidos en amenaza, a sus hombres despojados del sufragio, a sus mujeres insultadas. Y a todas horas se acordaban de las tumbas de los suyos.

Todo había cambiado en el mundo, excepto las antiguas fórmulas. Los viejos usos continuaban, debían continuar, porque las formas externas era lo único que les quedaba. Se asían fuertemente a las cosas que más conocían y amaban en los antiugos tiempos: los modales ceremoniosos, la cortesía, la agradable superficialidad de los contactos sociales y, más que nada, su actitud protectora con respecto a sus mujeres. Fieles a las tradiciones en las que habían sido educados, los hombres eran corteses y tiernos, y casi lograban crear una atmósfera resguardada para evitar a sus mujeres todo lo que era áspero e inadecuado para los ojos femeninos.

Esto, pensaba Scarlett, era totalmente absurdo porque ahora había pocas cosas que la mujer más protegida no hubiese visto y sabido durante los últimos cinco años. Habían cuidado a los heridos, cerrado ojos moribundos, sufrido la guerra y el fuego de la devastación, habían conocido el terror y la huida, el hambre y la muerte.

Pero, a despecho de todo lo que hubiesen podido ver, de la labor manual que hubiesen hecho y tenían que hacer, seguían siendo damas y caballeros, majestades en el destierro, seres amargados, altivos, indiferentes, amables los unos con los otros, duros como el diamante, brillantes y quebradizos como los trocitos de cristal de la averiada lámpara que ahora colgaba sobre sus cabezas. Los buenos tiempos habían pasado, pero estas gentes continuarían como si existiese aún el pasado, se mostrarían encantadores y sosegados, resueltos a no precipitarse y arremolinarse para recoger las monedas del suelo, como hacían los yanquis, determinados a no alterar su prístino modo de ser y de vivir.

Scarlett sabía que ella también había cambiado muchísimo. De otro modo, jamás hubiera podido hacer todo lo que estaba haciendo desde que había llegado a Atlanta la vez anterior; de otro modo, jamás estaría dispuesta a hacer lo que ahora se proponía. Sí; había una diferencia entre el temple de los demás y el de ella, pero en qué estribaba la diferencia no hubiera podido decirlo. Acaso estribase en que no había nada que ella no estuviese dispuesta a hacer y había muchas cosas que toda esa gente estaba dispuesta a no hacer aunque les costase la vida. Acaso fuera porque ellos no tenían ya esperanzas, pero sonreían a la vida, hacían una airosa reverencia al pasar, y seguían. Y, esto, Scarlett no lo podía hacer.

No podía desconocer la vida. Tenía que vivirla, y ésta era demasiado hostil, demasiado brutal para que ella intentase velar sus asperezas con sonrisas. De la bondad, valor e inquebrantable orgullo de sus amigos» ella nada veía. Sólo veía una rigidez de principios que reconocía los hechos, pero sonreía y rehusaba encararse con ellos.

Mientras contemplaba a los que bailaban, arrebolados por la viveza de aquel baile virginiano, se preguntaba si las circunstancias los acosaban a ellos como la acosaban a ella: novios muertos, esposos mutilados, hijos que estaban hambrientos, hectáreas de tierra que se esfumaban, techos amados que ahora cobijaban a personas extrañas. ¡Claro estaba que los acosaban también! Conocía sus problemas casi tan bien como los suyos propios. Sus pérdidas eran las suyas; las privaciones que pasaban, las mismas de ella; sus problemas, los mismos. Empero, ellos Feaceioriaban de manera diferente a todo ello. Los rostros que ella veía no eran rostros, eran caretas, excelentes caretas de las que no se desprendían jamás.

Pero, si ellos sufrían tan agudamente como ella debido a las brutales circunstancias, y sufrían sin duda, ¿cómo podían mantener ese aire de alegría y de superficialidad?
¿Y
por qué tenía ella que aparentarlo? Eran cosas que excedían a su comprensión y la irritaban. No podía ser como ellos. No podía presenciar el naufragio del mundo con aire de indiferencia o falta de interés. Se sentía perseguida como un zorro, corriendo con la lengua fuera, procurando buscar un agujero antes de que los perros de caza la alcanzasen.

Repentinamente, se percató de que los odiaba a todos, porque eran diferentes de ella, porque soportaban sus pérdidas con un aire que jamás podría ella adoptar, que nunca desearía adoptar. Los odiaba porque esos extraños de ágiles pies, esos necios orgullosos, se enorgullecían de lo que habían perdido y hasta de haberlo perdido. Las mujeres se comportaban como damas y ella sabía que eran damas, a pesar de que la labor manual era tarea diaria para ellas y de que no sabían siquiera de dónde iban a sacar su primer vestido. ¡Todas eran unas damas! Pero ella no se sentía una dama a pesar de su vestido de terciopelo y de sus cabellos perfumados, a pesar del orgullo de su nacimiento y del orgullo de la riqueza que antes poseía. El áspero contacto con la roja tierra de Tara la había despojado de toda capa de refinamiento, y sabía que jamás volvería a sentirse como una dama hasta que su mesa se doblegase bajo el peso de la plata y el cristal y humease con suculentos manjares, hasta que tuviese caballos propios en las cuadras y carruajes en las cocheras, hasta que manos negras y no blancas cosechasen el algodón en Tara.

«¡Ah! —pensó rabiosamente reteniendo el aliento—. ¡Ésta es la diferencia! Aunque son pobres, todavía se sienten señoras, y yo no. ¡Las muy necias creen que se puede ser una dama sin tener dinero! ¡Están en un error!»

Aun en ese relámpago de revelación, comprendió vagamente que, por tonto que pareciese, la actitud de los demás era la procedente. Ellen hüBiera opinado lo mismo. Y esto la perturbó. Sabía que debía sentir como esas gentes, pero no podía. Sabía que debía creer, como ellos, que una dama bien nacida continuaba siendo una dama, aun reducida a la mayor pobreza, pero no podía inducir su ánimo a creerlo ahora.

Toda su vida había oído censurar a los yanquis porque sus pretensiones al señorío se basaban en la riqueza, no en el nacimiento ni en la educación. Pero en estos momentos, aunque pareciese una herejía, no podía por menos de pensar que los yanquis tenían razón en esto, aunque; estuviesen equivocados en todo lo demás. Para ser una dama, se necesita dinero. Sabía que su madre se habría desmayado si hubiese llegado a oír tales palabras en boca de su hija. La más profunda pobreza no hubiera podido hacer que Ellen se sintiese avergonzada. ¡Avergonzada! Sí, así es como se sentía Scarlett. Avergonzada de ser pobre y reducida a penosos expedientes, a la penuria y a un trabajo que los negros deberían hacer.

Se encogió de hombros con irritación. Acaso esas gentes tenían razón y ella no; pero, de todos modos, esos necios orgullosos no se esforzaban, como lo hacía ella poniendo en tensión todos sus nervios arriesgando aun su honor y su reputación, en recobrar lo perdido. La «dignidad» de la mayoría de ellos les impedía rebajarse a un confuso pugilato por el dinero. Los tiempos eran duros y exigentes. Se necesitaba exigencia y dureza, y lucha para sobreponerse a ellos. Scarlett no ignoraba que la tradición familiar impedía a muchos de ellos empeñarse en una lucha de tal índole, a pesar de que el común objetivo era abiertamente el de hacer dinero. Todos pensaban que era vulgar ir abiertamente a la caza del dinero, e incluso hablar de dinero. Naturalmente, se daban algunas excepciones. La señora Merriwether con su horno de pastelería, y Rene haciendo de carretero. Y Hugh Elsing cortando astillas y vendiéndolas de casa en casa, y Tommy metido a contratista. Y Frank, con el sentido común suficiente para poner una tienda. Pero ¿qué hacía la gran mayoría? Los plantadores arañarían unas cuantas hectáreas de tierra y vivirían en la miseria. Los abogados y los médicos retornarían a sus profesiones y a esperar clientes que acaso no aparecerían jamás. ¿Y el resto, los que habían vivido ociosamente de sus rentas? ¿Qué sería de ellos?

Pero ella no iba a ser pobre toda su vida. No iba a sentarse y aguardar pacientemente un milagro que la salvase. Iba a zambullirse en el remolino de la vida para sacar de él todo lo que pudiese. Su padre había comenzado como un pobre joven inmigrante y había ganado con su esfuerzo los vastos campos de Tara. Lo que él había hecho, su hija podía hacerlo también. No era ella como esas gentes que se jugaron todo lo que poseían a una Causa que había desaparecido ya y que se contentaban con estar orgullosos de haber perdido esa Causa, porque ésta valía cualquier sacrificio. Ellos extraían su denuedo del pasado. Ella encontraba el suyo en el futuro. Y Frank Kennedy, hoy en Tája representaba su futuro. Al menos tenía la tienda y tenía dinero contante Y si podía casarse con él y manejar ese dinero, sabía que podría ir tirando en Tara por un año más. Y después de esto Frank debía comprar el aserradero. Era obvio lo de prisa que se iba reconstruyendo la ciudad, y cualquiera que estableciese uti negocio en maderas ahora, cuando existía tan poca competencia, poseería una mina de oro.

Ésta es la destrucción que él previo —pensó Scarlett—, y no se equivocaba. Ganará dinero cualquiera que no tenga miedo a trabajar... o a cogerlo.»

Vio que Frank atravesaba el saloncito y venía hacia ella con un vasito de licor de moras en la mano y un bocado de bizcocho en un platillo, y sus labios dibujaron una sonrisa. No se le ocurrió preguntarse si por Tara valía la pena casarse con Frank. Sabía que Tara valía más que nada, y no se preocupó de otra cosa.

Le sonrió mientras bebía el licor a sorbitos, consciente de que sus mejillas lucían rosados tonos más atrayentes que los de ninguna de las chicas que bailaban. Apartó las faldas para que él se sentase a su lado y agitó el pañuelo suavemente para que el aroma de la colonia llegase a su olfato. Se sentía orgullosa de esa colonia, porque ninguna de las otras damas la usaba, y Frank se había dado cuenta de ello. En un arranque de atrevimiento le había dicho en voz baja que ella tenía el color y la fragancia de una rosa.

¡Si al menos no fuese tan tímido! Le hacía pensar en un medroso conejo silvestre. ¡Si al menos poseyese Frank la galantería y el ardor de los chicos Tarleton, incluso la descarada osadía de Rhett Butler! Pero, si poseyese tales cualidades, habría sido suficientemente listo para percibir la desesperación que se ocultaba bajo aquellos párpados que se bajaban modestamente. Él era incapaz de adivinar lo que una mujer se proponía. Era una suerte para Scarlett que fuera así, pero ello no hacía que aumentara su estima hacia Frank.

36

Se casó con Frank dos semanas más tarde, después de un vertiginoso período de cortejarla que, según ella le decía muy ruborosa, la dejaba sin alientos para resistir más a su ardor.

No sabía él que durante esas dos semanas Scarlett se había paseado por su habitación gran parte de la noche, rechinando los dientes al ver la lentitud con que él reaccionaba a sus indicaciones y a sus alentadoras indirectas, mientras rogaba al Cielo que no llegase ninguna carta inoportuna de Suellen que pudiese destrozar sus planes. Daba gracias a Dios de que su hermana fuese tan perezosa que se deleitara tanto recibiendo cartas cuanto tenía horror a escribirlas. Pero siempre había una posibilidad de que escribiese, pensaba ella durante las largas horas nocturnas en que daba vueltas y vueltas por la fría habitación, con el deslucido mantoncillo de Ellen arrebujado sobre la camisa de dormir. Frank no sabía que Scarlett había recibido una lacónica carta de Will relatando que Jonnas Wilkerson había hecho otra visita a Tara, y al ver que ella estaba en Atlanta había comenzado a chillar y a despotricar hasta que Will y Ashley le arrojaron a puntapiés de la finca. La carta de Will incrustó más en su mente el hecho, para ella tan sabido, de que el plazo se acortaba más y más y había que pagar la contribución. Se sentía invadida de feroz desesperación al ver cómo transcurrían los días, y hubiera deseado poder asir con sus manos el reloj de arena del Tiempo, para impedir que su dorada arenilla continuase cayendo inexorablemente, ininterrumpidamente.

Pero disimuló tan diestramente sus sentimientos y desempeñó tan hábilmente su papel, que Frank nada sospechó, nada vio, a no ser lo que asomaba a la superficie; la bella e indefensa viudita de Charles Hamilton, que le acogía todas las veladas en la sala de estar de la señorita Pittypat y escuchaba, reteniendo la respiración, todo lo que él decía acerca de sus futuros planes para la tienda y de cuánto dinero esperaba ganar cuando pudiese adquirir el aserradero. Su dulce comprensión y el interés patente por cada palabra que él pronunciaba fueron eficaz bálsamo para curar la herida abierta por la supuesta censurable conducta de Suellen. El corazón de Kennedy estaba dolorido y confuso ante aquella traición amorosa; y su vanidad, la tímida y susceptible vanidad de un solterón de mediana edad que sabe que no goza de gran partido entre las mujeres, estaba también profundamente herida. No podía escribir a Suellen reprochándole su infidelidad; eso era inconcebible para él. Pero podía consolar su corazón hablando de ella con Scarlett. Sin decir ni una palabra desleal a Suellen, ella podía mostrarle que se hacía cargo de lo mal que le había tratado y del buen tratamiento que merecía por parte de otra mujer que realmente lo conociese y lo apreciase.

La señora Hamilton era una personilla tan linda y de tan frescos colores, que alternaba tan melancólicos suspiros al pensar en su triste situación con risas alegres y suaves como el tintineo de cascabeles de plata, que él incluso hacía pequeños chistes para distraerla. Su vestido verde, ahora ya satisfactoriamente limpio y repasado por Mamita, ponía de relieve aquella esbelta figurilla, de perfecto talle, y la suave fragancia que impregnaba siempre su pañuelito y sus cabellos era como un hechizo. Era incomprensible que una mujercita tan buena tuviese que permanecer sola e indefensa en un mundo tan malvado y crudo, que ella no podía tan siquiera entender. No tenía marido, ni hermanos, ni siquiera un padre que la protegiese. Frank creía que el mundo era un lugar totalmente imposible para una mujer sola, y Scarlett, silenciosa y cordialmente, compartía esta opinión.

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