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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (21 page)

Mientras miraba, los cuatro Tarleton, seguidos de los muchachos Fontaine, salieron del grupo gritando:

—Jeems! ¡Eh, Jeems! Ensilla los caballos.

«Se debe de haber incendiado la casa de alguien», pensó Scarlett. Fuese fuego o no, debía entrar en el dormitorio antes de ser descubierta.

Su corazón latía ahora menos violentamente. Subió de puntillas los escalones hasta el vestíbulo silencioso. Una templada somnolencia invadía toda la casa, como si ésta durmiese también, como las muchachas. Así permanecería hasta que llegase la noche, con toda su belleza de músicas y candelabros. Muy despacito, Scarlett abrió la puerta del lavabo y se deslizó dentro. Aún tenía la mano sobre el pestillo, cuando de la puerta de enfrente, entreabierta, y que daba a un dormitorio, le llegó la voz de Honey Wilkes, sumisa como un susurro.

—Me parece que Scarlett se ha portado hoy como una descarada. La muchacha sintió que su corazón empezaba de nuevo la loca danza anterior, e inconscientemente puso encima su mano, como para obligarle a que se detuviera. «Los que escuchan ocultos escuchan también cosas muy instructivas», le resonó en la memoria. ¿Debía salir nuevamente? ¿O debía hacerse ver y poner en evidencia a Honey como merecía? Pero la voz que oyó inmediatamente después la hizo detenerse. Ni un tronco de caballos hubiera podido moverla al oír la voz de Melanie.

—¡Oh, Honey, no seas mala! Es sólo vivaz, ingeniosa. A mí me parece simpatiquísima.

«¡Oh! —pensó Scarlett, clavándose las uñas en el corpino—. ¡Sentirse defendida por esa hipócrita!»

Era peor que la leve maledicencia de Honey. Scarlett no había tenido jamás confianza en ninguna mujer y no había atribuido a ninguna, con excepción de su madre, motivos que no fuesen netamente egoístas.

Melanie estaba segura de Ashley y por eso podía concederse el lujo de manifestar un espíritu cristiano. Scarlett pensó que de este modo Melanie presumía de su conquista y al mismo tiempo se procuraba la reputación de ser buena y dulce. Era un truco que ella había empleado muchas veces hablando de otras muchachas con los hombres, y había conseguido siempre convencerlos de aquel modo de su bondad y su altruismo.

—¿Qué dices, querida? —replicó Honey ásperamente y levantando la voz—. Cualquiera diría que estás ciega.

—Chist, Honey —susurró Sally Munroe—. ¡Se te va a oír en toda la casa!

Honey bajó la voz y continuó:

—¿No has visto cómo coqueteaba con todos? Hasta con el señor Kennedy, que es el pretendiente de su hermana. ¡No he visto nunca cosa igual! Y también ha tratado de atraer a Charles. —Honey sonrió con cierta petulancia—. Sabe muy bien que Charles y yo... —¿De verdad? —murmuraron algunas voces excitadas. —Sí, pero no lo digáis a nadie... ¡Todavía no! Hubo algunas risas y los muelles de la cama crujieron como si alguien hubiese pinchado a Honey. Melanie murmuró algunas palabras sobre lo feliz que la hacía tener a Honey por hermana.

—¡Ah, pues a mí no me gustaría que Scarlett fuese mi cuñada, porque es descarada como nadie! —añadió la voz afligida de Hetty Tarleton—. Casi se ha arreglado con Stuart. Brent dice que no le importa un comino, aunque en realidad está loco por ella.

—Si me preguntáis a mí —murmuró Honey con misteriosa importancia—, yo os diré quién es el que le interesa a ella: Ashley.

Los susurros se fueron elevando violentamente preguntando, interrumpiendo, y Scarlett se sintió helada por el temor y la humillación. Honey era una estúpida, una cretina, una simplona por lo que respecta a los hombres, pero tenía en lo concerniente a las mujeres un instinto femenino que Scarlett no había apreciado nunca. La mortificación y el orgullo ofendido, de los cuales había sufrido en la biblioteca con Ashley y después con Rhett Butler, no tenían importancia comparados con esto. Se podía tener confianza en que los hombres (incluso un individuo como el señor Butler) callarían, pero aquella charlatana de Honey Wilkes criticaba a diestra y siniestra; antes de las seis lo sabría toda la comarca. Y Gerald, la noche anterior había dicho que no quería que en el país se riese nadie de su hija. ¡Cómo se reirían todos ahora! Un sudor viscoso le bañó los costados, partiendo de las axilas.

La voz de Melanie, mesurada y tranquila, se levantó sobre las otras en son de queja.

—Sabes muy bien que no es eso, Honey, y no está bien que hables así...

—Es así, Melly, y, si tú no estuvieses siempre dispuesta a buscar la bondad en los que no la tienen, repararías en ello. Yo estoy contenta. Le está bien empleado. Scarlett O'Hara no ha hecho nunca otra cosa que enredar y tratar de llevarse los enamorados de otras chicas. Sabes muy bien que ha separado a Stuart de India, y hoy ha intentado atraerse al señor Kennedy, a Ashley, a Charles...

«¡Debo irme a casa! —pensó Scarlett—. ¡Debo irme a casa!» ¡Si hubiera podido por obra de magia ser transportada a Tara...! ¡Poder estar con Ellen, verla, esconder la cara en su regazo, llorar y contárselo todo! Si hubiese oído una palabra más se habría precipitado en la habitación y hubiera agarrado a Honey por los pálidos cabellos y habría escupido en la cara de Melanie Hamilton para enseñarle lo que pensaba de su caridad. Pero se había portado ya hoy de un modo bastante vulgar, tanto como una miserable cualquiera, y éste era su tormento. Apretó en sus manos las faldas para que no hiciesen ruido y retrocedió como un animal asustado. «A casa —pensaba al atravesar velozmente el vestíbulo, delante de las puertas cerradas y de las habitaciones silenciosas—, debo marcharme a casa.» Estaba ya en la puerta de la calle cuando le asaltó un nuevo pensamiento: ¡no podía irse a casa, no podía huir! Debía quedarse, soportar toda la malicia de las muchachas y la propia humillación de su corazón. Huir significaba darles mayor motivo.

Golpeó con el puño cerrado la gran columna que estaba a su lado, como si hubiese sido Sansón, y deseando hacer saltar Doce Robles destruyendo todo lo que había dentro. Los haría arrepentirse, les haría ver... No sabía aún cómo, pero lo haría. Los ofendería más que ellos la habían ofendido a ella.

Por el momento, Ashley, como tal Ashley, estaba olvidado. No era el joven soñador del que ella estaba enamorada; era una parte de los Wilkes, de Doce Robles, de la comarca; y Scarlett los odiaba a todos porque se reían de ella. La vanidad es más fuerte que el amor a los dieciséis años, y por eso en su corazón ardiente no había sitio para otra cosa sino para el odio.

«No iré a casa —pensó—, permaneceré aquí y los haré arrepentirse. No diré nada a mamá ni a nadie.» Hizo un esfuerzo para entrar de nuevo en la casa, subir las escaleras y entrar en un dormitorio. Al volverse, vio a Charles que entraba por la otra extremidad del amplio vestíbulo. Al verla, se dirigió a ella de prisa. Tenía los cabellos en desorden y la cara arrebolada por la excitación.

—¿Sabe usted lo que ha ocurrido? —gritó antes de haberse unido a ella—. ¿Ha oído? ¡Ha llegado ahora mismo Paul Wilson de Jonesboro con la noticia!

Hizo una pausa, sin aliento, llegando a su lado. Ella no se movió y le miró fijamente.

—Lincoln pide hombres, soldados (voluntarios, quiero decir), ¡setenta y cinco mil!

¡De nuevo el señor Lincoln! ¿Pero sería posible que los hombres no pensasen nunca en las cosas de importancia? He aquí que ese idiota esperaba que ella se excitase por los caprichos del señor Lincoln, mientras tenía el corazón deshecho y la reputación arruinada.

Charles la miró fijamente; el rostro de la joven estaba blanco como la cera y sus ojos verdes brillaban como si fuesen esmeraldas. No había visto un fuego parecido en la cara de ninguna muchacha, ni tal esplendor en los ojos de nadie.

—Soy un bruto —dijo—. Habría debido decirlo más suavemente. ¡He olvidado que las mujeres son muy delicadas! Siento haberla molestado. ¿No se siente mejor? ¿Puedo traerle un vaso de agua?

—No —respondió Scarlett, y esbozó una sonrisa forzada.

—¿Quiere ir a sentarse en un banco? —dijo el joven, cogiéndola por un brazo.

Ella asintió y Charles la ayudó cortésmente a descender los peldaños y la condujo a través de la hierba hasta el banco de hierro bajo la encina más majestuosa, en la glorieta situada delante de la casa. «¡Qué frágiles y tiernas son las mujeres! —pensó—. Basta nombrar la guerra para verlas desmayarse.»

Esta idea le hizo sentirse más hombre, y entonces redobló su amabilidad. La muchacha parecía tan extraña y en su rostro blanco había una belleza tan salvaje que le hacía latir el corazón con violencia. ¿Era posible que se hubiera asustado al pensar que él pudiese ir a la guerra? No; se trataba de una presunción excesiva. ¿Pero por qué le miraba de un modo tan raro? ¿Por qué sus manos temblaban mientras sacaba su pañuelito de seda? Sus espesas pestañas batían como las de aquella niña de la novela que había leído, con verdadera timidez y amor.

Charles se aclaró la voz tres veces para hablar, sin conseguirlo. Bajó los ojos, porque los verdes de ella eran tan penetrantes que casi parecía que le atravesaban.

«Tiene mucho dinero —pensó rápidamente Scarlett, mientras su cerebro formaba un nuevo plan—. Y no tiene padres que puedan molestarme, y, además, vive en Atlanta. Si me casara pronto, haría ver a Ashley que me importa un comino..., que sólo quería coquetear. Y para Honey sería la muerte. No encontrará nunca otro cortejador y todos se reirán de ella. Melanie sufrirá por ello, porque quiere mucho a Charles. También sufrirán Stuart y Brent...» No sabía precisamente por qué quería perjudiCharles a ellos, a no ser porque tenían hermanas antipáticas.

«Todos se sentirían despechados cuando yo volviese aquí de visita en un buen coche, con gran cantidad de vestidos y con casa propia. No podrán nunca, nunca, reírse de mí.»

—De seguro, habrá que luchar —dijo Charles después de algunas tentativas embarazosas—. Pero no se conmueva, señorita Scarlett: en un mes habrá terminado todo y oiremos cómo piden piedad. ¡Seguro que sí! No quisiera por nada del mundo dejar de oír eso. Temo que esta noche no haya baile, porque el Escuadrón debe reunirse en Jonesboro. Los Tarleton se han marchado a difundir la noticia. Sé que a las señoras las desgarrará.

Ella murmuró «¡Oh!», no sabiendo decir otra cosa; pero esto fue suficiente. Volvíale la sangre fría y su mente empezaba a ver claro. Sobre todas sus emociones se formaba una capa de hielo y pensó que ya jamás volvería a sentirse ardiente. ¿Por qué no casarse con aquel buen muchacho tímido? Valía tanto como los otros y a ella no le importaba nada ninguno. No, ya no querría a ninguno, aunque viviese hasta los noventa años.

—No puedo decidir ahora si iré con el señor Wade Hampton a la Legión de Carolina del Sur o con la Guardia de la ciudad de Atlanta. Ella volvió a decir «¡Oh!». Sus ojos se encontraron, y las pestañas de Scarlett, agitándose, fueron la perdición del joven.

—¿Me esperará, señorita Scarlett? Será..., será magnífico saber que me espera hasta que los hayamos vencido. —Y aguardó sin respirar las palabras de ella, observando los labios rojos que se plegaban en las comisuras de su boca, notando por primera vez la sombra de aquellas comisuras, pensando lo hermoso que sería besarla.

La mano de ella, con la palma húmeda de sudor, resbaló entre las suyas.

—No sé... —murmuró, y sus ojos se velaron. Sentado, apretándole la mano, él la miró fijamente con la boca abierta. Con los ojos bajos, Scarlett le observaba a través de sus pestañas, con la impresión de contemplar un sapo enorme.

Él hizo por hablar otra vez; no pudo, y volvió a enrojecer.

—¿Es posible que me ame?

Ella no respondió, pero bajó los ojos, y Charles fue nuevamente transportado a un éxtasis de turbación. Acaso un hombre no debía hacer tal pregunta a una mujer. Quizás ella encontrara inconveniente responderla. No habiendo tenido el valor, antes de ahora, de colocarse en una situación parecida, Charles no sabía cómo comportarse. Tenía deseos de gritar, de cantar y de besarla, de hacer cabriolas en el prado y, después, de correr a decir a todos, blancos y negros, que ella le amaba.

Pero se limitó a estrecharle la mano hasta clavarle los anillos en la carne.

—¿Quiere casarse pronto conmigo?

—¡Hum! ¡Yo...! —respondió ella, jugueteando con un pliegue del vestido.

—Podríamos celebrar un matrimonio doble con Mel...

—No —respondió ella rápidamente, y sus ojos fulgieron con un relámpago amenazador.

Charles comprendió que había cometido un nuevo error. Era natural que una muchacha desease una fiesta de bodas propia, no una gloría compartida. ¡Qué buena era al no hacer caso de sus desaciertos! ¡Si al menos estuviese oscuro, quizás él se envalentonaría con las tinieblas y se atrevería a besarle la mano diciéndole todo lo que anhelaba decirle!

—¿Cuándo puedo hablar con su padre?

—Cuanto antes mejor —respondió ella, esperando que él aflojase la dolorosa presión sobre los anillos sin verse obligada a decírselo.

Charles se puso en pie y, por un momento, Scarlett temió que hiciese una cabriola antes de que la dignidad le contuviese. La miró radiante a los ojos, con todo su sentido y noble corazón. Nadie la había mirado así hasta ahora y nadie más la miraría de aquel modo; y, sin embargo, ella pensaba que parecía un ternero.

—Voy a buscarle —dijo Charles con el rostro iluminado por una sonrisa—. No puedo esperar. ¿Quiere excusarme..., querida?

Pronunció esta palabra con esfuerzo; pero, habiéndole salido bien, la repitió con placer.

—Sí, le esperaré aquí. Hace fresco y se está bien. El atravesó el prado y desapareció detrás de la casa, dejando a Scarlett sola bajo la encina, cuyas hojas susurraban movidas por el viento. De las cuadras salían hombres a caballo; los siervos negros cabalgaban velozmente detrás de sus amos. Los Munroe pasaron a galope agitando sus sombreros; los Fontaine y los Calvert recorrieron el camino gritando. Los cuatro Tarleton atravesaron el prado y los adelantaron. Brent gritó:

—¡Mamá nos dará los caballos! ¡Yeeeyyy! Y desaparecieron, dejándola nuevamente sola. La casa blanca se levantaba delante de ella, con sus grandes columnas, y parecía que se retraía de ella, con dignidad. De ahora en adelante, ya no sería su casa. Ashley no le haría nunca traspasar aquel umbral como su esposa. ¡Oh, Ashley! ¿Qué he hecho? En lo profundo de su intimidad, bajo el orgullo feliz y el frío sentido práctico, algo se agitó haciéndola padecer. Había nacido en ella una emoción de adulta, más fuerte que su vanidad y que su obstinado orgullo. Ella amaba a Ashley. Sabía que le amaba, y no le había querido nunca tanto como en el momento en que vio a Charles desaparecer en el recodo del camino enarenado.

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