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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (19 page)

—No nos calentemos demasiado la cabeza y no habrá ninguna guerra. La mayor parte de la miseria del mundo ha sido causada por las guerras. Y cuando las guerras acaban nadie sabe lo que las motivó. Scarlett frunció la nariz. Por fortuna, Ashley tenía una inatacable fama de valiente, pues si no la cosa se hubiera puesto fea. Mientras pensaba esto, un clamor de voces disconformes, indignadas y fieras se alzó en torno a Ashley.

Bajo el árbol, el viejo señor sordo de Fayetteville tocó levemente a India.

—¿Qué es? —preguntó—. ¿Qué dicen?

—¡Guerra! —le gritó India al oído haciendo bocina con las manos—. ¡Quieren combatir contra los yanquis!

—¿La guerra, eh? —gritó él a su vez, buscando su bastón y levantándose con más energía que la demostrada en muchos años—. Yo les hablaré de la guerra. He estado en ella. —No era frecuente que el señor MacRae tuviese ocasión de hablar de la guerra, porque su esposa se lo tenía prohibido.

Llegó rápidamente hasta el grupo, agitando el bastón y gritando, y, como no oía las voces de los demás, pronto fue dueño de la situación. —Escuchadme, jóvenes comedores de fuego. Vosotros no podéis querer la lucha. Yo he combatido y sé lo que es. Estuve en la guerra de los Seminólas y fui lo bastante loco para ir a la de México. Ninguno de vosotros sabe lo que es la guerra. Creéis que es únicamente montar en un hermoso caballo y que las muchachas os tiren flores al pasar, llamándoos héroes. ¡No es así, señores! Es padecer hambre y coger erupciones y pulmonías por dormir en la humedad. Y, si no son éstas, serán los intestinos. Sí señores; lo que la guerra da a los hombres es eso..., disentería y cosas por el estilo...

Las señoras estaban sofocadas. El señor MacRae era un recuerdo de una época más vulgar, como la abuela Fontaine con sus ruidosas flatulencias; época que todos hacían lo indecible para olvidar.

—Corre y trae a tu abuelo —susurró una de las hijas de aquel viejo señor a una niña que estaba a su lado—. Les aseguro —murmuró después a las señoras de su alrededor— que está cada día peor. ¿Querrán ustedes creer lo que esta mañana ha dicho a María, que sólo tiene dieciséis años? «Ahora, hijita...» —Y el resto de la frase se perdió en un susurro, mientras la nietecita corría a intentar convencer al abuelo de que volviera a su silla, a la sombra.

Entre todos los grupos reunidos alrededor de los árboles, muchachas que sonreían excitadas y hombres que hablaban apasionadamente, una sola persona parecía tranquila. Los ojos de Scarlett se volvieron hacia Rhett Butler, que estaba apoyado en un árbol con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. Desde que John Wilkes se fue de su lado se había quedado solo, sin pronunciar una palabra mientras la conversación se acaloraba. Los rojos labios se arqueaban bajo el tupido bigote negro y en sus oscuros ojos brilló un divertido desprecio, como si escuchase fanfarronadas infantiles. «Una sonrisa muy desagradable», pensó Scarlett. Él continuó escuchando tranquilamente, hasta que Stuart Tarleton, con su rojo pelo enmarañado y los ojos centelleantes, gritó:

—¡Los desharemos en un mes! Los caballeros luchan siempre mejor que la chusma. Un mes..., sí, una batalla...

—Caballeros —dijo Rhett Butler, sin moverse de su sitio, arrastrando las palabras con un acento que revelaba su origen charlestoniano, sin separarse del árbol ni sacarse las manos de los bolsillos—, ¿puedo decir una palabra?

El grupo se volvió hacia él y le concedió la correcta acogida que se debe a un forastero.

—¿Ha pensado alguno de ustedes, señores, que no hay ni una fábrica de cañones al sur de la línea Mason-Dixon? ¿Y en las pocas fundiciones que hay en el Sur? ¿Y en las escasas fábricas de lana y algodón? ¿Han pensado ustedes que no tenemos ni un barco de guerra y que los yanquis pueden bloquear nuestros puertos en una semana, haciendo que no podamos vender nuestro algodón al extranjero? Pero... claro es que habrán pensado ustedes en estas cosas.

«¡Eso quiere decir que los muchachos son una partida de tontos!» pensó Scarlett, indignada, y sus mejillas se arrebolaron.

Evidentemente, no fue la única que tuvo aquel pensamiento, porque ya algunos muchachos empezaron a adelantar la barbilla. John Wilkes volvió, despreocupada pero rápidamente, a su sitio junto al que había hablado, como para recordar a todos los presentes que aquel hombre era su huésped y que, además, había señoras delante.

—Lo malo de la mayoría de nosotros, los del Sur —prosiguió Rhett Butler—, es que no viajamos bastante o que no sacamos el suficiente provecho de nuestros viajes. Todos ustedes naturalmente, han viajado. ¿Pero qué han visto? Europa, Nueva York, Filadèlfia, y las señoras, claro es, han estado en Saratoga
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—Se inclinó ligeramente hacia el grupo que estaba en el cenador—. Han visto los hoteles y los museos, y los bailes, y las casas de juego. Y han vuelto a casa creyendo que no hay nada como el Sur. En cuanto a mí, he nacido en Charleston, pero he pasado estos últimos años en el Norte. —Con una sonrisa mostró sus blancos dientes, como si se diera cuenta de que todos los presentes sabían por qué no vivía ya en Charleston y no le importase nada que lo supieran—. He visto muchas cosas que ustedes no han visto. Los millares de emigrantes que lucharán gustosos con los yanquis, por la comida y unos dólares; las fábricas, las fundiciones, los astilleros, las minas de hierro y de carbón... y todo lo que nosotros no tenemos. Lo único que poseemos es algodón, esclavos y arrogancia... Nos aniquilarían en un mes.

Hubo un momento de silenciosa tensión. Rhett Butler sacó del bolsillo de su chaqueta un fino pañuelo de hilo y se sacudió distraídamente el polvo de una manga. Del grupo surgió un murmullo amenazador y del cenador llegó un rumor parecido al de una colmena alborotada. Aunque Scarlett sintiese aún en sus mejillas el ardor de la cólera, algo en su espíritu práctico le hizo comprender que aquel hombre tenía razón y que hablaba con sentido común. Sí, ella no había visto nunca una fábrica ni conocido a nadie que la hubiera visto. Pero aunque aquello fuese verdad, no era caballeroso hacer aquellas declaraciones..., y menos en una reunión donde todos estaban divirtiéndose.

Stuart Tarleton se adelantó con las cejas fruncidas, llevando a Brent pegado a sus talones. Los gemelos eran, naturalmente, unos muchachos bien educados y no iban a armar una escena en la barbacoa, aunque los provocasen gravemente. Al mismo tiempo, las señoras sentíanse agradablemente excitadas porque rara vez podían ver ahora un jaleo o una riña. Generalmente, las oían contar a terceras personas.

—¿Qué quiere usted decir, caballero? —dijo Stuart lentamente.

Rhett le miró con ojos corteses pero burlones.

—Quiero decir —respondió— lo que Napoleón... (¿quizás ha oído usted hablar de él?) hizo observar una vez: «¡Dios está al lado del ejército más fuerte!» —Y, volviéndose a John Wilkes, le dijo con una cortesía que no era fingida—: Me prometió usted mostrarme su biblioteca. ¿Quiere usted hacerme el gran favor de enseñármela ahora? Tengo que regresar a Jonesboro a primeras horas de la tarde, pues me reclaman allí unos pequeños negocios.

Se volvió de frente al grupo, hizo chocar sus tacones y se inclinó como un maestro de baile, con una reverencia graciosa en un hombre tan fuerte, y tan insolente como una bofetada. Cruzó el prado con John Wilkes, con la negra cabeza erguida, y el sonido de su risa mortificante llegó hasta el grupo que estaba junto a las mesas.

Hubo un silencio sorprendido, y luego volvió a elevarse el murmullo. India, cansada, se levantó de su silla en el cenador y se acercó al furibundo Stuart Tarleton, pero la expresión de sus ojos mientras contemplaba fijamente el alterado rostro del muchacho hizo sentir a Scarlett como un remordimiento de conciencia. Era la misma expresión que tenía Melanie cuando miraba a Ashley, pero Stuart no la notaba. Luego, India le amaba. Scarlett pensó que si ella no hubiese coqueteado tan descaradamente con Stuart el año anterior, en aquella reunión política, haría tiempo que él estaría casado con India. Pero luego desapareció aquel remordimiento, ante el consolador pensamiento de que no era culpa suya si las otras muchachas no sabían retener a sus galanes.

Finalmente, Stuart sonrió a India con una sonrisa forzada, asintiendo con la cabeza. Probablemente India le había rogado que no siguiera al señor Butler para no armar jaleo. Un comedido tumulto se oyó bajo los árboles, cuando los invitados se levantaron, sacudiéndose las migas de los trajes. Las señoras casadas llamaron a las ayas y a los niños, reuniéndolos para la partida, y grupos de muchachas se pusieron en marcha hacia la casa riendo y charlando, para subir a los dormitorios y chismorrear y hacer una siesta reparadora.

Todas las mujeres, excepto la señora Tarleton, salieron de la explanada dejando la sombra de los robles y el cenador a los hombres. La señora Tarleton se detuvo con Gerald, Calvert y otros que deseaban una respuesta acerca de los caballos para la tropa.

Ashley se encaminó hacia donde estaban sentados Scarlett y Charles, con una sonrisa pensativa y divertida en el rostro.

—Un maldito arrogante, ¿verdad? —observó, siguiendo con la mirada a Butler—. Parece un Borgia.

Scarlett pensó rápidamente, pero no pudo recordar ninguna familia del condado de Atlanta o de Savannah que se llamara así. —No los conozco. ¿Es pariente de ellos? ¿Quiénes son? Una extraña expresión se pintó en la cara de Charles. La incredulidad y la vergüenza luchaban con el amor. Triunfó éste al comprender que a una muchacha le bastaba con ser amable, cariñosa y bella aunque no fuera instruida, lo cual estorbaría a sus encantos, y contestó: —Los Borgia eran italianos.

—¡Oh! —dijo Scarlett, perdiendo interés—, ¡extranjeros! Devolvió a Ashley su preciosa sonrisa, pero por alguna razón éste no la miraba. Miraba a Charles y en su comprensivo rostro había una leve expresión de lástima.

Scarlett, asomada al rellano de la escalera, escudriñó cautelosamente desde la barandilla el vestíbulo inferior. Estaba vacío. Desde los dormitorios del piso de arriba, llegaba un incesante runrún de voces que aumentaba y disminuía, acompañadas de carcajadas y de «¡No es posible! ¿Qué te dijo entonces?». En las camas y en los divanes de las seis grandes alcobas, las muchachas descansaban, después de haberse quitado los vestidos y aflojado los corsés y con los cabellos sueltos a la espalda. La siesta de la tarde era una costumbre local y no resultaba nunca tan necesaria como en las reuniones que duraban todo el día, que empezaban por la mañana temprano y acababan con el baile. Durante media hora las muchachas charlaban y reían, y luego las criadas cerraban las persianas y en la semioscuridad las voces se convertían en susurros y al final cesaban y el silencio era interrumpido tan sólo por las respiraciones, suaves y regulares.

Antes de trasladarse al vestíbulo y de bajar las escaleras, Scarlett se aseguró de que Melanie estaba acostada en la cama junto a Honey y Hetty Tarleton. Desde la ventana del rellano pudo ver el grupo de los hombres sentados en el cenador bebiendo en grandes vasos y comprendió que permanecerían allá hasta el final de la tarde. Sus ojos rebuscaron en el grupo, pero Ashley no estaba entre ellos. Escuchó con atención y oyó su voz. Como esperaba, estaba aún en el camino principal, despidiendo a las señoras y a los niños.

Bajó rápidamente la escalera, con el corazón en la garganta. ¿Y si se hubiera encontrado con el señor Wilkes? ¿Qué disculpa le daría para rondar la casa, cuando todas las demás muchachas estaban durmiendo la siesta para mantener su belleza? Bueno, había que arriesgarse.

Al llegar al último escalón oyó a los criados que trajinaban en el comedor a las órdenes del mayordomo, quitando la mesa y las sillas, preparándolo todo para el baile. Al otro lado del amplio vestíbulo, la puerta de la biblioteca estaba abierta; se asomó y entró sin hacer ruido. Esperaría a que Ashley terminase sus despedidas y le llamaría entonces, cuando entrara en la casa.

La biblioteca estaba en la penumbra, pues tenía echadas las persianas. La estancia oscura, de altas paredes completamente cubiertas de negros libros, la deprimió. No era aquél el lugar que hubiera escogido para una cita como la que esperaba. Los libros en gran cantidad siempre la deprimían, así como las personas aficionadas a leer mucho. Mejor dicho..., todas excepto Ashley. Los pesados muebles surgían en aquella media luz; las butacas de altos respaldos y hondos asientos, hechas para los gigantescos Wilkes: bajas y mullidas butaquitas de terciopelo con unas banquetas delante, tapizadas también de terciopelo, para las muchachas. En un extremo de la amplia habitación frente a la chimenea, había un sofá de dos metros (el sitio preferido de Ashley) que alzaba su macizo respaldo como un enorme animal dormido.

Entornó la puerta, dejando una rendija, y trató de calmar los latidos de su corazón. Se esforzó en recordar con precisión lo que la noche anterior había planeado decir a Ashley, pero no lo consiguió. ¿Había pensado decirle algo realmente o había planeado hacer hablar a Ashley? No lo recordaba; la invadió, de repente, un escalofrío de terror. Si su corazón dejase de latir de aquel modo tan rápido, quizá podría pensar serenamente, pero el rápido palpitar aumentó su velocidad, al oír a Ashley decir adiós a los últimos que se marchaban y entrar en el vestíbulo.

Sólo conseguía pensar que le amaba..., que amaba todo en él, desde la punta de sus cabellos dorados hasta sus elegantes botas oscuras; amaba su risa aunque la desconcertara a veces, y sus extraños silencios. ¡Oh, si entrase y la cogiese entre sus brazos, entonces no tendría necesidad de decirle nada! Seguramente la amaba. «Quizá, si rezase...» Cerró los ojos y empezó a murmurar «Dios te salve, María, llena eres de gracia...»

—¡Cómo! ¡Scarlett!

Era la voz de Ashley que interrumpía su oración, sumiéndola en la mayor de las confusiones. Se había detenido en el vestíbulo, mirándola desde la puerta entornada con una sonrisa enigmática.

—¿De quién te escondes? ¿De Charles o de los Tarleton? Ella se reprimió. ¡De modo que Ashley se había dado cuenta de los hombres que habían estado a su alrededor! ¡Qué admirable estaba con sus ojos tranquilos, sin notar lo más mínimo su turbación! No pudo pronunciar una sola palabra, pero le cogió de una mano y le hizo pasar a la habitación. Él entró, algo sorprendido pero interesado.

Había en ella una tensión y en sus ojos un fulgor que él nunca había visto antes, y en la semioscuridad percibió también el rubor que le había subido a las mejillas. Automáticamente, Ashley cerró la puerta y le cogió una mano.

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