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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

Lo que el viento se llevó (18 page)

Telegrafiaban su desaprobación a Hetty por la conducta de Scarlett, arqueando delicadamente las cejas. La única palabra adecuada para definirla era «descarada». Simultáneamente, las tres muchachas abrieron sus quitasoles de blonda, dijeron que ya habían comido bastante, dieron las gracias y, tocando ligeramente con los dedos el brazo del hombre que tenían más cerca, expusieron dulcemente el deseo de ver la rosaleda y el pabellón de primavera y el de verano. Esta retirada estratégica en buen orden no pasó inadvertida a las mujeres presentes y no fue notada por ningún hombre.

Scarlett rió para sí viendo a tres hombres escaparse de su radio de seducción para visitar parajes familiares a las muchachas desde su infancia y lanzó una mirada penetrante hacia Ashley para ver si se había dado cuenta. Pero él estaba entretenido jugueteando con la banda del cinturón de Melanie y sonriéndole. Un intenso dolor le contrajo el corazón. Sintió que sería capaz de arañar con alegría la piel de marfil de Melanie hasta hacerle sangre. Al apartar sus ojos de ésta, chocó con la mirada fija de Rhett Butler, que no se había mezclado con los grupos y conversaba aparte con John Wilkes.

La estaba observando y al mirarle ella se echó a reír abiertamente.

Scarlett tuvo la penosa sensación de que aquel hombre a quien nadie recibía era el único allí presente que sabía lo que se ocultaba bajo su fingida alegría y que esto le procuraba una sardónica diversión. Le hubiera arañado también con gran complacencia.

«Si logro soportar esta barbacoa hasta la tarde —pensó—, todas las muchachas subirán a descansar un poco para estar animadas a la noche y yo me quedaré aquí y conseguiré hablar con Ashley. Habrá notado, seguramente, lo festejada que soy.» Calmó su corazón con otra esperanza: «Naturalmente, tiene que estar atento con Melanie, porque, al fin, es su prima y nadie la corteja, y, si no fuera por él, se quedaría de plantón en el baile.»

Le hizo recobrar valor este pensamiento y redobló sus coqueteos con Charles, cuyos negros ojos la contemplaban ávidamente. Era un día magnífico para Charles, un día de ensueño; se había enamorado de Scarlett sin el menor esfuerzo. Ante esta nueva emoción, Honey desapareció tras una densa niebla. Honey era un gorrión estridente, y Scarlett, un centelleante colibrí. Le embromaba con sus zalamerías, haciéndole preguntas que ella misma contestaba, de modo que Charles parecía muy inteligente sin necesidad de decir una palabra. Los otros jóvenes estaban perplejos y muy enojados ante aquel evidente interés de Scarlett por él, pues sabían que Charles era demasiado tímido para decir dos palabras seguidas, y ponían a dura prueba su propia educación para disimular su creciente rabia. Todos ardían de amor por ella, y, de no haber sido por Ashley, Scarlett hubiera logrado un auténtico triunfo.

Cuando acabaron el último bocado de cochinillo, de pollo y de cordero, Scarlett creyó que había llegado el momento de que India se levantase para decir a las señoras que podían entrar en la casa. Eran las dos y el sol abrasaba; pero India, cansada por los tres días de preparativos para la fiesta, estaba muy satisfecha de poder estar sentada un poco, bajo los árboles, hablándole a gritos a un viejo caballero sordo de Fayetteville.

Una perezosa soñolencia descendía sobre los grupos. Los negros holgazaneaban alrededor, quitando las largas mesas sobre las que habían servido las viandas. Las risas y las conversaciones decayeron y, aquí o allá, algunos grupos estaban silenciosos. Todos esperaban de los anfitriones la señal de que habían terminado los festejos matinales. Los abanicos de palma se agitaban más lentamente y algunos ancianos cabeceaban a causa del sueño y de los estómagos repletos. La barbacoa había terminado y todos sentían deseos de descansar mientras el sol se hallara tan alto.

En aquel intervalo entre la reunión matinal y el baile de la noche parecían un grupo plácido y tranquilo. Sólo los jóvenes conservaban la incansable energía que hasta poco antes había animado a todos. Yendo de grupo en grupo arrastrando sus voces quedas, eran hermosos como sementales de raza, y tan peligrosos como éstos. La languidez del mediodía pesaba sobre la reunión; pero bajo aquella calma escondíanse temperamentos que podían en un momento ascender a alturas enormes y desplomarse después con la misma rapidez. Hombres y mujeres eran hermosos y salvajes, todos algo violentos bajo sus agradables modales, y sólo ligeramente domados.

Pasó otro rato, el sol era más abrasador y Scarlett y otros invitados miraban a India.

Iba decayendo la conversación y, en la calma, todos oyeron entre la arboleda la voz de Gerald alzarse furibunda. A poca distancia de las mesas, estaba en el punto culminante de una discusión con John Wilkes.

—¡Por la camisa de San Peter, hombre! ¿Rezar por un acuerdo pacífico con los yanquis? ¿Después de que hemos disparado contra esos bribones de Fort Sumter? ¿Pacífico? ¡El Sur demostrará con las armas que no puede ser insultado y que no se separa de la Unión por bondad de ésta, sino por su propia fuerza!

«¡Oh, Dios mío, ya está con su tema! —pensó Scarlett—. Ahora todos estaremos aquí sentados hasta medianoche.»

En un momento, la soñolencia desapareció de los grupos, y algo eléctrico agitó el aire. Los hombres se levantaron de los bancos y de las sillas, agitando los brazos y elevando la voz para acallar las de los demás. No se había hablado en toda la mañana de política ni de guerra, a ruegos del señor Wilkes, que no quería que se molestase a las señoras. Pero Gerald había pronunciado las palabras «Fort Sumter» y todos los presentes olvidaron la advertencia de su anfitrión.

«Claro que combatiremos...» «¡Yanquis ladrones...!» «Los haremos polvo en un mes...» «¿Es que uno del Sur no puede deshacer a veinte yanquis?» «Darles una lección que no olvidarán.» «¿Pacífico? Pero si son ellos los que no nos dejan en paz...» «¿Habéis visto cómo ha insultado el señor Lincoln a nuestros comisarios?...» «¡Sí! ¡Los ha engañado durante muchas semanas, jurando que evacuarían Fort Sumter...!» «Quieren guerra; pues se hartarán de guerra...» Y sobre todas las voces tronaba la de Gerald. Todo lo que Scarlett lograba oír era: «¡Derechos de los Estados!», gritado una vez y otra. Gerald pasaba un rato feliz, pero no así su hija.

Secesión... Guerra... Estas palabras tan repetidas hastiaban a Scarlett, pero ahora las odiaba hasta en su sonido, porque significaban que los hombres seguirían allí horas enteras discurseando y ella no tendría posibilidad de monopolizar a Ashley. Claro era que no habría guerra y los hombres lo sabían. Les gustaba hablar de ello sólo por oírse hablar a sí mismos.

Hamilton no se unió a los otros. Encontrándose relativamente solo con la muchacha, se le acercó y, con la audacia nacida del nuevo amor, le musitó su confesión:

—Señorita O'Hara..., yo..., yo he decidido que, si vamos a la guerra, me marcharé a Carolina del Sur, a unirme allí con la tropa. Se dice que el señor Wade Hampton
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está organizando un escuadrón de caballería y, naturalmente, yo quiero ir con él. Es un gran hombre y el mejor amigo de mi padre.

Scarlett pensó: «¿Qué quiere que yo haga...? ¿Que dé tres vivas?», porque la expresión de Charles demostraba estarle revelando los secretos de su corazón. Ella no supo qué decirle y se limitó a mirarle, maravillándose de que los hombres fuesen tan tontos que creyesen que a las mujeres les interesan tales asuntos. Él tomó su gesto por una pasmada aprobación y continuó rápida y audazmente:

—Si me marchase... ¿lo sentiría usted, señorita O'Hara?

—Lloraré todas las noches sobre mi almohada —respondió Scarlett, intentado ser graciosa; pero él tomó aquella frase al pie de la letra y enrojeció de alegría. La mano de ella estaba escondida entre los pliegues de su vestido; él la buscó con cautela y se la apretó, asombrado de su propia osadía y de la aquiescencia de ella.

—¿Rezará por mí?

«¡Qué tonto!», pensó amargamente Scarlett mirando disimuladamente a su alrededor, con la esperanza de que alguien la librase de aquella conversación.

—¿Lo hará?

—¡Oh! ¡Claro que sí, señor Hamilton! ¡Lo menos tres rosarios cada noche!

Charles miró rápidamente a su alrededor y contrayendo los músculos del estómago contuvo la respiración. Estaban realmente solos y no podría tener nunca una oportunidad parecida. Y, si se le presentaba otra bendita ocasión, le faltaría valor.

—Señorita O'Hara..., tengo que decirle algo... ¡Yo... la amo!

—¿Eh...? —dijo Scarlett, distraída, tratando de ver, a través de los grupos de hombres que peroraban, si Ashley estaba aún sentado a los pies de Melanie.

—¡Sí! —susurró Charles, arrobado, al ver que ella no reía, ni gritaba, ni se había desmayado, como siempre imaginó él que hacían las muchachas en semejantes circunstancias—. ¡La amo! Es usted la más... la más... —y por primera vez en su vida no le faltaron palabras—, la más bella muchacha que he conocido nunca, la más adorable y gentil, y yo la amo con todo mi corazón. No puedo creer que otro la quiera como yo, pero si usted, mi querida señorita O'Hara, quisiera darme alguna esperanza, lo haré todo en el mundo para que usted me ame. Haré...

Se interrumpió porque no conseguía imaginar nada que fuese lo bastante difícil para convencer a Scarlett de la profundidad de sus sentimientos, y entonces dijo simplemente:

—Quiero casarme con usted.

Scarlett volvió a la realidad con un sobresalto, al sonido de la palabra «casarme». Estaba pensando en el matrimonio y en Ashley, y miró a Charles con mal disimulada irritación. ¿Por qué aquel cretino con cara de carnero venía a inmiscuirse en sus sentimientos, precisamente aquel día en que, de tan angustiada, estaba a punto de perder la cabeza? Miró sus ojos negros suplicantes y no vio en ellos nada de la belleza del primer amor de un muchacho tímido, ni de la adoración de un ideal hecho realidad, ni de la frenética felicidad y la ternura que ardían como una llama en aquella mirada.

Scarlett estaba acostumbrada a que los hombres se le declarasen, hombres más atrayentes que Charles Hamilton, hombres que tenían la delicadeza de no hacerlo en una barbacoa cuando su pensamiento estaba ocupado en otros asuntos más importantes. Vio sólo a un joven de veinte años, colorado como una remolacha y con cara de tonto. Sintió deseos de decirle lo tonto que parecía. Pero, automáticamente, le vinieron a los labios las palabras que Ellen le había enseñado a decir para casos semejantes y, bajando púdicamente los ojos, con la fuerza de una larga costumbre, murmuró:

—Señor Hamilton, no soy digna del honor que me hace pidiéndome por esposa, pero todo esto es para mí tan inesperado que no sé qué decirle.

Era un modo cortés de lisonjear la vanidad de un hombre y de quitárselo de encima, y Charles picó en el anzuelo como si éste fuese nuevo y él se lo tragase por primera vez.

—¡Esperaré siempre! No quiero que me conteste hasta que esté segura. ¡Por favor, dígame que puedo esperar, señorita O'Hara!

—¿Eh? —dijo distraídamente Scarlett cuyos ojos sagaces se fijaban en Ashley, que no se había levantado para tomar parte en la discusión bélica y seguía sonriendo a Melanie. Si aquel estúpido que trataba de obtener su mano se callase un momento, quizá conseguiría ella oír lo que se estaba diciendo. Tenía que oírlo. ¿Qué le diría Melanie para que los ojos de él brillasen con tanto interés?

Las palabras de Charles apagaban las voces que ella intentaba oír. —¡Oh, chist! —susurró, pellizcándole una mano y sin mirarle siquiera.

Atónito y avergonzado, Charles contuvo la respiración, y luego, viendo los ojos de ella fijos en su hermana, sonrió. Scarlett temía que alguien pudiese oír sus palabras. Era vergonzosa y tímida por naturaleza y la angustiaba la idea de que otros pudiesen oírle. Charles sintió un impulso de virilidad como jamás lo había experimentado, pues era la primera vez en su vida que había azorado a una muchacha. La emoción fue embriagadora. Dio a su rostro una expresión de natural indiferencia y prudentemente devolvió el pellizco a Scarlett, para mostrarle que era hombre de mundo y que comprendía y aceptaba su censura.

Ella apenas sintió el pellizco, porque en aquel momento oía claramente la dulce voz que constituía el mayor encanto de Melanie:

—No estoy de acuerdo contigo sobre Thackeray. Es un cínico. Y temo que no sea un caballero como Dickens.

«¡Qué cosas más tontas para ser dichas a un hombre! —pensó Scarlett, pronta a reír con satisfacción—. ¡No es más que una marisabidilla y todos saben lo que piensan los hombres de ellas...!» La manera de interesar a un hombre y de mantener su interés era hablarle de él, y, después, gradualmente, llevar la conversación hacia una misma... y sostenerla allí. Scarlett se hubiera podido alarmar si Melanie hubiese dicho: «¡Eres extraordinario!», o «¿Cómo puedes pensar esas cosas? ¡Mi reducido cerebro estallaría si yo intentase pensarlas también!» Pero allí estaba Melanie, con un hombre a sus pies y hablándole tan seriamente como si estuviese en la iglesia. La perspectiva se le apareció más brillante, tan brillante que volvió los ojos hacia Charles y sonrió de pura alegría. Entusiasmado por tal prueba de afecto, éste le cogió el abanico y la abanicó con tanto entusiasmo que su peinado empezó a alborotarse.

—Ashley no nos ha favorecido con su opinión —dijo James Tarleton, volviéndose desde el grupo de hombres vociferantes.

Ashley se disculpó y se puso en pie. No había ninguno tan guapo como él, pensó Scarlett, observando la gracia de su actitud negligente y cómo brillaba el sol en sus cabellos dorados y en su bigote. Hasta los señores viejos enmudecieron para escuchar sus palabras.

—Pues sí, señores míos, si Georgia va a la guerra, iré a ella. ¿Para qué otra cosa me hubiera incorporado a la Milicia? —dijo él. Sus ojos grises se abrieron y su soñolencia desapareció con una viveza que Scarlett no había visto nunca antes—. Pero, como mi padre, espero que los yanquis nos dejen en paz y que no haya lucha... —Levantó la mano, sonriendo, porque de los chicos Fontaine y de los Tarleton se elevaba una Babel de voces—. Sí, sí; sé que nos han insultado y que nos han mentido; pero, si hubiéramos estado en el pellejo de los yanquis y ellos hubiesen intentado separarse de la Unión, ¿cómo hubiéramos obrado? Probablemente de la misma manera. No nos habría gustado.

«Ya está con esto otra vez —pensó Scarlett—. Siempre colocándose en el lugar de los demás.» Para ella, toda discusión sólo presentaba un lado. A veces no comprendía a Ashley.

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